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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (34 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Yo lo hacía para ganarme su respeto y simpatía, de modo que no me viera como a una pueblerina tímida, ignorante y sumisa, sino en todo caso una hembra brava que no se iba a dejar dominar. Tal vez a Pancho le llamaba la atención que yo no fuera una mujer morena, de ojos negros, con su par de trenzas peinadas con listones de colores, descalza, con sus enaguas largas y chillantes, su indispensable rebozo negro, sus enormes arracadas y con collares de pedrería.

Cada rato llegaba Pancho sonriente diciéndome en voz baja:

—Ya, nena, ya, ¿qué hago conmigo?

—Te chingas, Francisquito, hasta que no salga por su propia voluntad el último invitado por la puerta, no tendrás a tu güerita. Haz coco, cabrón, imagínatelo...

—No me vayas a salir, además, con que todavía lavarás los trastos porque pa' que no te molestes los rompo todos ahoritita mismo...

El pobre daba vueltas y más vueltas como perro de carnicería esperando su recompensa, sin embargo yo no cedía y me hacía la loca bromeando con todos y atendiéndolos como se merecían.

De pronto, y sin previo aviso, Pancho dijo en voz alta: —Queridos amigos, la novia está cansada, ha sido un día harto largo y es la hora en que se merece la paz...

Yo me quedé sorprendida cuando escuché cómo dejaban de tocar los músicos ante una simple señal de mi marido; a continuación, los invitados tomaron sus sombreros, se ajustaron las pistolas al cinto en tanto las mujeres recogían sus rebozos y discip1inadamente se dirigían a la puerta después de abrazarnos y desearnos eterna suerte en nuestro matrimonio. En un instante se quedó vacío el patio. Únicamente quedábamos mi mamá, Pancho y yo, momento que aprovechó mi esposo para chiflarle al
Chicote
, uno de sus ayudantes, para que llevara a mi madre a su casa en su propia diligencia. Gentilmente la acompañó hacia la puerta tomándola del brazo y repitiéndole palabras amables, hasta que se deshizo de ella, porque eso fue lo que en realidad sucedió. Yo tenía dieciocho años y él treinta y tres. Ya solos, repentinamente me tomó por los hombros con su brazo izquierdo, mientras me levantaba en vilo con el derecho recogiéndome por las piernas. Me colgué de su cuello sin atreverme a pronunciar una sola queja. Era su momento. Se lo había ganado. Yo sonreía y gozaba su musculatura. Su espalda parecía de piedra, el resultado de haber pasado la mayor parte de su vida montado a caballo. Su mirada despedía una picardía muy provocadora. Era la de un niño travieso. Pancho era de estatura media, casi diríase alto, fornido, de cuerpo grueso, piel blanca, tostada por el sol, ojos verdes, bigote muy poblado, cabellera oscura con tintes rojizos, por lo que difícilmente nos parecíamos a nuestros indígenas.

Una patada del macho sirvió para abrir la puerta de entrada a la casa, mientras yo seguía suspendida en vilo, colgada de aquel cuello de acero. Al cruzar por la sala aventé su sombrero a donde fuera a caer. ¿Qué me importaba? ¿Qué me importaba más que mi marido, un hombrote, fuerte, determinado, decidido y audaz que me protegería toda la vida? Siempre había soñado con encontrarme con un macho como él, alguien completamente distinto a mí, con esas manazas, esa suave brusquedad que tanto me gustaba. Sabía tratar a las mujeres, conducirnos y seducirnos. A Pancho le gustaba bañarse y estar limpio, si acaso alguna vez se ponía algunos toques de lavanda y era cuidadoso y atento, pero no como esa tarde que, en lugar de depositarme dulce y delicadamente sobre la cama, me arrojó como un bulto. en tanto, con su rostro curioso, esperaba mi respuesta. Yo me concreté a sonreír festejando la broma. Sin quitarme la mirada de encima, como si estudiara mi reacción para que yo no huyera o tal vez para medir mi sorpresa, se desanudó el paliacate rojo que traía en el cuello. Lo arrojó al piso. Tenía los ojos vidriosos. Acto seguido, empezó a desabotonarse el saco blanco de su traje de charro. Corrió la misma suerte que el paliacate, de igual manera se desprendió del chaleco decorado con botonadura dorada. Con la rapidez de quien se quita la camisa como si alguien le hubiera prendido fuego, ahí apareció mi marido con el pecho lampiño pero poderoso, el vientre plano, propio de los jinetes. Su mirada despedía una fiebre lujuriosa. ¿Cuánto tiempo habría esperado este feliz encuentro desde los días previos y posteriores a la Revolución, durante los cuales ni siquiera habíamos tenido la oportunidad de tomarnos de la mano? Yo también, lo confieso, lo había deseado ansiosamente.

De pronto se detuvo. Me contempló por unos instantes. Yo permanecía inmóvil. Nos mirábamos. Esperaba que él se acostara a mi lado, me besara, me tomara en sus brazos, me acariciara y me hiciera más fácil el tránsito hacia un amor que yo jamás había conocido. ¡Por supuesto que era virgen! Mientras se quitaba las botas me repitió todo lo que le gustaban mis ojos verdes, mi piel blanca, mi estatura, mis manos, mi cabello como rayos del sol, mis labios que devoraría a besos. Yo no sabía lo que me esperaba cuando él se sentó en la cama, dándome la espalda para zafarse las espuelas de gala y las botas. Cuando se desprendió de ellas, se quitó bruscamente los pantalones con todo y calzones, los aventó igualmente a donde fueran a caer, ¿qué más daba? Se puso de pie y giró sobre sus talones cuando ya caía la tarde y el día empezaba a languidecer. Yo nunca había visto a un hombre desnudo. Me resultó imposible seguir viéndolo a la cara. Clavé la mirada contra toda mi voluntad en su miembro de tamaño descomunal. ¿Por eso enloquecía a las mujeres? Sí que era un superdotado. ¡De ahí nutría él toda la energía que tenía para quemar con las viejas! Instintivamente cerré las piernas. Una sensación de miedo placentero se apoderó de mí. Pancho permanecía ahí, de pie, endiosado, presumiendo sus dones. Me los mostraba exhibiéndolos como si se tratara de un arma de fuego, el orgullo de un cazador. Ninguno de los dos hablaba. Yo menos, apenas respiraba. Sentía la boca seca y las manos heladas. Arrodillado sobre la cama me pidió que girara para desabotonarme el vestido. Lo único que pude ver antes de darle la espalda fue el crecimiento espantoso de aquello que yo nunca entendí cómo podría alojarlo en mi interior.

Pancho me hablaba con palabras dulces y tiernas para tranquilizarme. Sí que lo necesitaba.

—Te cuidaré, güerita, no te preocupes —adujo mientras me quitaba el vestido, el corsé, el sostén y toda la ropa interior hasta quedar expuesta como siempre me deseó. ¡Cuánto disfruté el apetito feroz que mi marido sentía por mí! Mientras tuviéramos ese brutal deseo, habría amor para siempre: Me besó, me besó toda, me tocó sin lastimarme, me exprimió, me pidió que le diera la lengua, que cerrara los ojos mientras él recorría con las yemas de los dedos mis senos, la entrepierna, los muslos, la espalda y el cuello. Me hacía estremecer cuando su aliento de fiera salvaje se introducía en mis oídos llenos de palabras prohibidas que él pronunciaba para soltarme, animarme y hacer que me entregara sin pudor alguno.

Cuando el macho se montó encima de mí, le mordí el cuello, le arañé la espalda, le encajé las uñas, empecé a gemir, luego a gritar de dolor, le exigí paciencia, tiempo, amor, cariño, traté de detenerlo, de contenerlo, de hacerlo esperar cuando me di cuenta de que éramos uno, que lo peor había pasado y que el Centauro del Norte ya cabalgaba por lo cielos, montado en una potranca joven con la que recorrería los espacios abiertos hasta llegar al final del universo por toda la eternidad. Jamás volvería a tener otro hombre como él. En ese momento juré guardarle lealtad para siempre, hiciera lo que hiciera Pancho, mi Pancho, ¡ay!, mi Pancho... ¡No hay Pancho malo!

Según contaba Luz Corral, una vez casados no transcurrían quince días sin que en la casa recibieran cartas de diferentes mujeres que le exigían a Villa el cumplimiento de sus promesas de matrimonio. Varias de ellas se decían embarazadas y demandaban su derecho a convertirse en sus legítimas esposas. Luz conocía de sobra la debilidad de su esposo por el sexo opuesto. Se había percatado cómo contemplaba a las de su género, cómo se sentía atraído por ellas, cómo le llamaban la atención faldas, blusas, peinetas, anillos, collares, maquillajes, uñas pintadas, piel bien cuidada, perfumes, rebozos, peinados, aretes, en especial las arracadas, y, en general, todas aquellas prendas femeninas, que él por razones obvias jamás podría utilizar. Nunca dejó de sorprenderle el uso del femenino al hablar como cuando se decía estoy cansada o fatigada o somnolienta o soy rica, simpática y dicharachera. El uso del femenino invariablemente provocaba en él respuestas y estímulos que disparaban su imaginación. Todo el mundo relativo al sexo opuesto llamaba poderosamente su atención.

—¿Cómo está la güera?

—La güera está encantada de que su macho haya llegado a casa.

—¿Cómo está la güera?

—La güera está encantada, encantada, encantaaadaaa...

Afortunadamente había llegado la paz. Pancho instaló varios expendios de carne para ganarnos la vida. Por supuesto que montó su gallera en la que se encontraban animales de verdadera estima por su costo y su gallardía. Había uno llamado
el Cubano Hermoso
, el cual me había procurado muy buenos centavitos, puesto que el dinero ganado en la peleas del palenque venía a aumentar mis ahorros.

Una vez de regreso en Chihuahua, dedicado a una vida sencilla, metódica y ordenada, se levantaba a las cuatro de la mañana para ir a escoger el ganado que se sacrificaría y se vendería en nuestras propias carnicerías. Amaba la ganadería y disfrutaba como pocos el aire fresco y tonificante del campo. Al primer canto del gallo ya estaba de pie, listo para una nueva jornada de trabajo, y cuando los grillos empezaban a sisear, mi marido regresaba a la casa al mismo tiempo que se ponía el sol. Pancho comía invariablemente en casa acompañado, por lo general, de algunos amigos o familiares. Si un tema evitaba de manera recurrente, era la política, de la cual evidentemente no quería acordarse pues se encontraba convencido de que su vida de bandido y después de revolucionario ya formaba parte de su pasado. Nuestra casa, la Quinta Luz, en Chihuahua, era una hermosa propiedad con numerosas habitaciones y anexos para vivienda de la escolta de sus famosos Dorados, sin duda uno de los grandes orgullos de Pancho. «La Quinta Luz era hogar y residencia oficial del general; también era hogar de parientes, amistades y niños recogidos que mi marido admitía y yo me encargaba de criar y educar, porque él se enternecía con la caricia de un niño. Nunca puse reparos a cuanto muchacho invadía nuestra casa con cualquier pretexto.»

Mi marido siempre me distinguió con obsequios y atenciones propias de un hombre enamorado. Hasta llegué a pensar que yo era todo para él, eso sí, con sus debidas reservas. Nunca olvidaré cuando me regaló una máquina de coser y a la semana siguiente se presentó con una enorme caja, el estuche de una guitarra, porque sabía mi afición por la música y las canciones mexicanas, en especial las rancheras. Me cansé de cantarle.

Bajo las sombras de las palmeras

Que el agua 'alegre mueve al pasar,

A donde llegan las plañideras

Notas rugientes del fiero mar.

Bajo esas olas que el mar provoca,

Sin más testigos que el mar y Dios,

Mil besos traigo para tu boca

Y mil plegarias para tu amor.

A mediados de julio de 1911, Pancho y yo salimos en ferrocarril a la ciudad de México. Finalmente podíamos disfrutar un breve viaje de bodas, una vez que dejamos instalados los expendios de carne que pusimos en manos de Manuel Atocha, encomendando la contabilidad de las empresas a Tomás Leyva. Habiéndonos hospedado en el Hotel Iturbide, nos dedicamos a visitar el Bosque de Chapultepec, el Lago de Xochimilco, la Villa de Guadalupe, además de que por primera vez pude asistir a una representación de teatro y entrar a un museo. ¡Una maravilla! Después nos dirigimos a Tehuacán y más tarde a Puebla, en donde nos encontramos nada menos que con Madero, quien nos invitó a pasar unos días con él y su familia.

Yo ignoraba que mientras nosotros nos encontrábamos en la ciudad de México y festejábamos ruidosamente mi embarazo, en septiembre de 1911 nacía Micaela, hija de Petra Espinoza, la famosa
mujer de Parral
. Por supuesto que Pancho se cuidó de contarme la existencia de esta relación, así como el nacimiento de otra de sus hijas, una de las tantas que muy pronto empezaría a desperdigar por todo el país. Sin perder de vista la fragilidad amorosa de mi marido, le pedí que nos casáramos también por el civil en nuestra casa de San Andrés, ceremonia que no habíamos podido realizar anteriormente por falta de autoridades en aquel municipio. Esta vez no habría ningún margen de error. La presencia de varias esposas tarde o temprano me provocaría la pérdida de mi patrimonio, el que yo necesitaba para mantener a mis hijos. La vida se encargaría de darme la razón. La ceremonia matrimonial se llevó a cabo el 24 de octubre del propio 1911. La convivencia en el rancho resultaba inmejorable, más aún cuando yo veía a Pancho contento, después de una vida de fatigas y zozobras, orgulloso de montar a
Garañón
, un fino caballo regalo de Madero, de inteligencia notable, al grado de que cuando el caballerango olvidaba darle de comer a sus horas, el animal se acercaba a la puerta del pasillo que comunicaba con la caballeriza y, dando tres patadas, solicitaba su pastura. Sus caballos, su ganado, sus expendios de carne, su rancho, su cielo azul, su viento, sus milpas, su alfalfa, sus largas comidas con la familia y sus amigos hacían de Pancho un hombre encantador y seductor. El campo y yo sacábamos, sin duda alguna, lo mejor de él. Jamás exhibió vergüenza al tomar sus clases de dictado y lectura, animado por un firme deseo de ser cada vez una mejor persona. Vistos a la. distancia, sus crímenes se desvanecían en el pasado, así como la tentación de buscar más mujeres.

Para Pancho resultaba imposible apartarse de la política. Contemplaba rabioso cómo el estado de cosas permanecía exactamente igualo en algunos rubros peor, mucho peor. De ahí que en 1912 decidiera mandarle al presidente Madero la siguiente carta, que muchos le ayudamos a redactar:

Hace tiempo que he querido hablar, pero hablar con entereza y con justicia... Quise constituirme de revolucionario a ciudadano, pero parece que su política y su gobierno no ofrecen garantías a los hombres independientes... Es una vergüenza... que el caciquismo sigue imperando (y) los gobernantes, desde el más alto hasta el más bajo continúen el sistema regresivo del antiguo régimen... Ésta será la última vez que yo me queje ante las autoridades.

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