—¿Qué le digo a la Dolores?, ¿que rompa la hucha o esperamos a que salgas?
Me tuve que marchar, porque pensaba que el aparato se rompía. Y en cuanto salí, dejó de pitar. Ellas informaron al doctor de que oía perfectamente y de que dependiendo de la persona que hubiera, le estimulaba o no le estimulaba. Yo le describí a la mujer el episodio. Y ella coincidió conmigo en que cuando entraba, también oscilaba el aparato, pero no le pitaba. El hijo nos soltó que estábamos locas, que su padre no veía, ni sentía ni oía porque era un vegetal, pero el doctor me pidió que volviera a repetir lo que había hecho para comprobar si oía o no.
—Cuando salgas, podemos irnos un día de viaje por ahí con la Dolores, a Teruel, donde tenéis la casita... ¿Y no te reías de que yo te llamara «el hombre de los huevos»? Pues me lo tienes que demostrar, ¿eh?
El aparato empezó a pitar de nuevo y descubrimos que era porque se estaba riendo en su cabeza y el corazón se le aceleraba. El médico predijo que siendo así, estaba salvado. Y efectivamente, vivo está. Habría vuelto a la vida igual, pero quizás hubieran tardado más en darse cuenta de que lo sentía todo, y la diferencia es abismal entre saber que alguien está oyendo y no saberlo y entrar lamentándote, llorando, con lo cual, lo mejor ante la duda es hablarles del futuro, de cosas bonitas que podrán hacer cuando se recuperen, darles ánimos, mostrarse optimista con respecto a su recuperación...
También en Rayos X, antes de hacerse una pielografía para mirar el riñón, antiguamente se ponían lavativas, tomándose un litro y medio de agua con un chorrito de aceite por la noche y otro por la mañana. Así se lo advertí a una paciente y al día siguiente por la mañana acudió la señora con un dolor de estómago terrible; se había pasado todo el día anterior yendo al lavabo, con ganas de vomitar y todo.
—¿Se ha puesto bien la lavativa? —le pregunta el médico.
—Hombre, si me la he puesto bien, no os podéis imaginar lo limpia que debo de estar —contestó ella.
—Pero si se la ha tomado bien no tendría por qué encontrarse tan mal...
—Pues no me diga que no me lo he tomado o que estoy sucia porque me he tomado litro y medio por la noche y litro y medio por la mañana, y encima he puesto un poquito de jabón.
Se lo había tomado.
A un señor le pusimos una inyección de yodo que le añadíamos como contraste para ver el riñón. El pobre era alérgico al yodo, se nos ahogaba, y se nos puso tan mal que llamé al médico de Rayos X para comunicárselo y me gritó:
—¡Cecilia, corre, llama a un médico!
Vino un señor a que le hiciéramos una radiografía derivado desde Urgencias por el cirujano. Cuál sería nuestra sorpresa cuando vimos dos botellas de Moritz de dos quintos introducidas en el recto, de manera que la boquilla de la primera pegaba con el culo de la última insertada. Se la conseguimos sacar en la operación, pero reincidió metiéndose dos berenjenas y entonces se hizo una perforación debido a los pin—chitos de la parte verde de las mismas... y murió.
Por lo general no tienen tan mala suerte: a veces vienen mujeres con botellas que les han hecho vacío, y con una simple perforación se pueden extraer. En otras ocasiones la cosa se complica, como aquella vez que vino una mujer lamentándose de que le olía muy mal la vagina. Le preguntamos si se había dejado el tampón dentro y negó la posibilidad. El ginecólogo le pone el espéculo y me dice:
—Mira.
—Uf, qué color más feo de útero, ¿no?
Coge el histerómetro que tiene como un filamento de metal y al final encuentra un tope. Lo vuelve a introducir y suena algo duro. Conseguimos extraérselo con unas pinzas de garfio y alucinamos al toparnos con un tapón de plástico de esos de los botes de espuma para el pelo que, al metérselo al revés, le había hecho ventosa.
—Tanto que lo he buscado yo —decía ella—: Lavándome en el bidé se me habrá metido adentro solo...
En Rayos X, a las mujeres les pedía que salieran con el viso o, si no llevaban, les dejaba un ponchito para taparse, apagábamos la luz, se bajaban el poncho, hacíamos la radiografía, se tapaban y se marchaban. Pero la gracia fue cuando nos vino un chico guapísimo a hacerse una radiografía de tórax y, lógicamente, le pedí que se quitara la ropa de cintura para arriba y le dije que pasara a la cabina i, y cuando miré por la ventanita me encontré con una mujer con los pechos al aire. Pensé que habíamos metido la pata y me habían puesto el nombre de un varón en lugar del de una mujer. Para asegurarnos de que no me había equivocado, quedé con el médico en que entraría él y le preguntaría el nombre:
—Mira, que Cecilia ha salido un momentito y te voy a hacer yo la radiografía para que no esperes más, ¿me puedes decir tu nombre, no vaya a ponerte el de otra persona?
Y le dijo un nombre de chico, pero es que tenía unas tetas... Era travesti, un hombre con un cuerpo escultural, guapísimo, y con unos pechos de mujer preciosos, sólo que detrás del traje yo no se los podía adivinar.
Por el contrario, en Ginecología tuve a una chica que era físicamente un hombre: la operaron para quitarle los testículos y el pene y le hicieron una vagina. Eso fue muy gracioso porque los dos ginecólogos eran a cual más perfeccionista y moralista y decidieron ir a un sex shop a comprar un pene artificial para moldear una vagina a medida. Al final le tocó ir al doctor Crivillé, un hombre que iba siempre impecable, con su traje, muy corpulento, sus ojos azules... Y volvió con el pene artificial en una cajita pero contando que lo había pasado fatal porque la dependienta era una pechugona muy exuberante que le tomó por un obseso y él tuvo que aclarar la situación:
—Mire, señora, a mí me gustan mucho las mujeres, y no vengo por lo que usted cree. A mí, por ahí, solamente los supositorios, y no siempre. Yo soy médico y me ha tocado venir a buscar un pene que mida unos dos dedos.
Y allí estuvieron los dos desesperados buscando el pene adecuado. Mi marido no creía que eso fuera algo natural, hasta que ella vino a visitarme un día que me operaron y él me preguntó:
—¿Quién es esta chica tan guapa?
—Pues era un chico, sólo que ella siempre se ha sentido mujer.
En Psiquiatría tuvimos otro caso de un chico joven al que estuvieron medicando porque la primera vez que fue a consumar el acto sexual con su novia se le apareció Jesucristo, se trastocó mentalmente y salió corriendo. Lo trajeron a Urgencias fatal, se quedó en blanco, fue un shock tremendo. Estuvo un año en consulta, tratando de entender aquello, hasta que conoció a un sacerdote en unas excursiones a las que iba de una parroquia, le contó lo que le pasaba y el cura le aclaró que su problema no era Jesucristo ni su novia ni el sexo, sino simplemente que no le gustaban las mujeres, y por mucho que quisiera a su novia, no podía desearla, porque la veía como a una hermana. Cuando vino y lo explicó, su padre le echó de casa, pero al final acabó volviendo todo a su cauce. Lo peor es que él se niega a salir con hombres, pero el sexo con las mujeres le asusta.
En una ocasión operaron a un cura de un mal feo de recto y le hicieron una amputación, y cada vez que íbamos a curarlo se nos tapaba hasta arriba y no había manera de destaparlo, y yo me di cuenta de que era por mi presencia. Como nosotras teníamos que curarle por todos los medios, decidí salirme en el momento clave; pero tampoco podía cargar a mi compañera siempre, por lo que al cuarto día concluí que aquello se tenía que acabar. Entré en la habitación yo sola y le avisé:
—Vengo sola a curarle, padre.
—¿Tú? Yo no quiero que me cures tú.
—A ver, yo quiero aclarar una cosa. ¿Es por vergüenza, es porque me ve muy joven o es porque tiene desconfianza?
—No, es porque es usted muy joven.
—Sí, pero yo ya soy enfermera, tengo que curarle, a menos que se lo haga mal, usted no puede negarse.
—Es que yo, cuando te veo a ti, no sé qué me pasa.
—¿Le puedo coger la mano? Mire, yo siento mucho que usted me vea no sé cómo, pero créame que yo no soy un pecado, ni el demonio en persona, no soy la que le hace pensar mal ni pasar vergüenza. Aunque usted no se lo crea, no nació de una col, sino de una mujer que tuvo relaciones sexuales. ¿Y verdad que usted a su madre la adora?, pues usted hágase a la idea de que soy su hermana pequeña.
Me hacía mucha gracia porque mi compañera después se hacía cruces de que ya no protestara; no se lo expliqué, quedó como un secreto entre él y yo.
Otro episodio con el clero nos ocurrió en Cirugía, porque vino un cura que se había tragado un hueso de pollo y yo no sé por qué, pero me dio un ataque de risa y no podía parar de reírme, delante de él, que me reprochaba que le estaba faltando al respeto. Me tuve que salir de la habitación, con la monja asombrada ante mi ataque de histeria. Luego me tocó pedir perdón, porque además estaba en la planta del hospital a la que nos mandaban a mucha gente importante recomendada por los directores del centro, familiares de personalidades de la Generalitat y demás.
Y en el piso de arriba residían las monjas, con quienes teníamos a menudo problemas porque no podíamos entrar a las habitaciones si no tenían la toca puesta. Llevaban unos camisones hasta las uñas de los pies que se les juntaban con la toca. La cura era muy complicada porque no las podías destapar, pero depende de dónde tuvieran la operación o la herida, por ejemplo, en el estómago, había que subirles el camisón inevitablemente. Pues bien, a diario, a las seis de la mañana se levantaban para ir a misa, y un día se nos puso mala una monja casualmente justo a las 6.30 y nos empezó a llamar a timbrazos. Nosotras nos debatimos entre pasar o no, y la pobre estaba fatal, hubo que llamar al médico de urgencia y todo. Cuando pasaron con la comunión, como era práctica habitual, les impedimos el paso porque la teníamos entubada. Y no veas cómo se puso la madre superiora al enterarse de que habíamos entrado a la habitación pese a la prohibición. Yo me encaré:
—Hermana, Dios es Dios, pero no ha venido a entubar a la hermana Petra que se estaba ahogando; mientras yo me voy a buscarla a usted a la iglesia, la hermana Petra se podía haber muerto. ¿Qué quería Dios, que viviera o que la dejáramos morir? No confundamos la necesidad de curar enfermedades con la prohibición de entrar porque esté con la toca puesta o deje de estarlo.
Mas hay que reconocer que no sólo las monjas tienen su pudor: muchas veces nos olvidamos de que a la gente le da vergüenza que se le vean sus partes íntimas. Igual estás hablando con una compañera o con la paciente misma y no te das cuenta de que está enseñando sus teticas, o la tienes un poco destapada del pubis... Pero mira, si está el paciente y la enfermera sola, vale, lo que ocurre es que a veces están los familiares presentes. De ahí que muchas veces les roguemos que salgan todos, aunque no lo entiendan, porque cuando le das la vuelta al enfermo se le puede ir la sábana y vérsele el culito, las piernas... Nosotras intentamos cruzarle la sábana para que aunque se le vean las piernas, no se descubran otras cosas.
En Urología no pude estar mucho tiempo porque la gente no se dejaba mirar, les parecía muy jovencita, a mis veintidós años. Los jóvenes, por jóvenes, y los mayores porque les recordaba a su nieta. Estuve una semana, ya que por la noche hay menos personal, y si encima los pacientes se negaban a que les atendiera yo, les sobrecargaba mucho de trabajo a mis compañeros, pues me pasaba la noche llamándolos. Con las mujeres no había tanto problema al ser de mujer a mujer, salvo los casos de obesas con mucho pecho y mucha carne en el pubis, que sentían mucha vergüenza, pero es que teníamos que manejarlas entre dos y untarles pomada debajo del pecho porque con el contacto con la tripa se les hacían muchas llagas. Y entre las piernas era un trabajazo, nos veíamos negras para poderlas lavar, por la cantidad de carne que les caía encima.
Si bien, por lo general, el hombre suele ser mucho más pudoroso que la mujer, no se acepta a sí mismo y tiene muchos más complejos. Especialmente los enfermos de hidrocele (inflamación de líquido acuoso en los testículos). Sin embargo, teníamos a un enfermo que en cuanto entraba la monja del turno de noche salía de la cama sin pijama y se ponía a pasear por la habitación. La monja estaba desesperada y no quería entrar sola, esperaba a que viniéramos nosotras a las seis de la mañana para arreglarle todo. La imagen era para verla, los testículos muy hinchados, el pene y la sonda encima colgando. Un día hablamos con él y le explicamos que tenía a la hermana aterrorizada:
—Hágase una idea: ella entra con sus hábitos marrones hasta los pies, la toca, la bata, el delantal blanco... y usted se levanta con todas sus cositas al aire...
—No, hija, yo no lo hago para enseñarle nada, me levanto sin más; es ella que no me quiere ver.
—Hombre, es que no es muy agradable, a ella le daría más gozo que se pusiera su pijamita y luciera su tipo serrano que enseñándole eso como lo tiene, inflamado, con el gusanito arrugado y encima con la sonda puesta, parece un gusanito encima de una manzana.
—Ah, sí, hija, ¿eso parece?
—No, no parece; es así.
—¡Pues entonces no me lo vuelve a ver nunca más!
Igualmente, los pacientes van con mucho cuidado de no tocarte nada. Incluso cuando les tienes que coger para llevarlos a algún sitio o levantarles de la cama, les pides que se cojan y van pendientes de no rozarte un pecho o así, y ves cómo se van separando de tu cuerpo. No sé si es porque te cogen mucho respeto o porque no quieren que pienses que son frívolos, o que tienen malos pensamientos. Sólo un ganadero que nos ingresó por un infarto directo desde el pueblo aún con el olor a vaca impregnado nos metía mano de tal manera que no se libraba ni la monja. Pero la verdad es que estaba desorientado, muy trastocado, y no se enteraba de nada, cuando lo arreglábamos tirado en la cama boca arriba no hacía más que taparse con las manitas sus partes íntimas, pero cuando le dábamos la vuelta para lavarle por detrás, empezaba a tocarnos el culo y todo lo que encontraba a su alcance. Y lo peor es que luego se lo contamos y se sentía fatal porque decía que él jamás haría eso consciente. Quitando a este pobre, en doce años que estuve con pacientes encamados, ninguno dio ni la menor señal de ser un fresco, todos eran realmente respetuosos. Quizás por eso es lo que más me ha gustado siempre, a pesar de que ya llevo años sin trabajar en planta hospitalaria.
Me cambié por circunstancias, porque tuve una peritonitis, estuve muy grave pero volví a trabajar antes de recuperarme del todo y el doctor Masferrer me dijo que no podía hacer esfuerzos físicos propios de un hospital de aquellos tiempos como levantar a los pacientes a pulso, echándotelo todo a la espalda... En mi planta de Cirugía Cardíaca teníamos enfermos muy delicados, así que me cambiaron a Rayos X, donde lo máximo que hacías era coger una placa. Pero tuve que dejarlo por culpa de una dermatitis que surgió por contacto con los líquidos reveladores de las placas. Entonces me metieron en Ginecología, inicialmente contra mi voluntad, aunque luego llegué a ser una enamorada de «mis mujeres», porque además estuve en Esterilidad, y ahí tienes mucha comunión con la pareja, hay una relación de complicidad porque les has de decir cuándo han de tener relaciones y venir al día siguiente dado que dentro del cuello uterino quedan los espermatozoides. El médico con una jeringuilla extrae flujo de la mujer y ve si hay o no espermatozoides o si están muertos, y mira la cantidad que produce, si llegan hasta el útero o se quedan en el camino... El doctor era muy delicado pero muy tímido, y en vez de decirle a la pareja que tuviera relaciones sexuales, les decía que «hicieran uso del matrimonio» tal día y al día siguiente vinieran a consulta. Un día a mí, supongo que de la confianza misma, se me ocurrió soltarle: