Por ejemplo, yo con los niños lo paso fatal; es muy duro tener que pincharles con quince días o un mes o ver a los padres llorando porque los tienen que ingresar... A los más pequeños, cuando les pones una vía, les tienes que colocar una tablita con una venda en el brazo y la otra mano se la enrollas con otra venda para que no se la quiten. Los pobres parecen robots, ¡da una lástima! Porque además no lo entienden. Me fui de la Dexeus porque los niños me dan mucha pena.
Con los abuelos también me ocurre. Muchos están llagados porque en las residencias los tratan fatal, algunas dejan mucho que desear, es algo generalizado, se ve que no les hacen cambios posturales y se llagan. Mi abuela se rompió el fémur y estuvo dos meses en el hospital de la Esperanza, y no le cambiaron lo suficiente, por lo que toda su espalda era una llaga. Se murió con ella. Las llagas son un problemón, en pleno siglo XXI. Hay colchones de aire que se hinchan y se deshinchan, pero lo principal es irlos moviendo cada dos horas como máximo, estar pendientes... Pues no hay manera. Vale que necesitarían una cantidad de personal impresionante para moverlos tanto a todos, pero lo que hacen es inhumano, eso no puede ser.
Luego, en los hospitales siempre están las típicas señoras que en vez de ir a operarse parece que van al teatro, porque previamente piden cita en la peluquería, se hacen la manicura y la pedicura con las uñas pintadas, por supuesto, se depilan para estar guapas... Y luego las despeinas poniéndoles el gorro, les quitas la laca de uñas porque los cirujanos tienen que ver si están lilas o les pasa bien el oxígeno... Y se quejan porque les ha costado mucho dinero.
Pero son mejores que las que no se lavan nunca. Vemos cada pie por ahí que una no sabe si es un pie o un dinosaurio. Hay gente muy guarra, lo de ducharse cada día lo hace un 30% de la población, porque te viene cada olor a vinagreta, cuando entras en las habitaciones, muy disuasorio.
Me explicaron en el hospital del Mar que llegó un chico que se quería suicidar perforándose el cuello con una Black&Decker. En vez de clavársela, se hizo como una coliflor, se le quedó todo allí revuelto. El médico bromeó:
—Pégate un tiro, chico, no me hagas esto, que ahora tengo yo la faena de cosértelo todo y te va a quedar una marca...
No creo que sea bueno decirles algo así, pero es que a veces no te queda más que bromear. Cuando hacía prácticas en quirófanos, a un amigo mío le dijeron: «Sujeta el hígado, ¡pero que no se te escape!». Y se cayó redondo. Y a mí un cardiólogo me hacía operar como instrumentista, poniendo marcapasos externos, y explicaba chistes mientras iba operando:
—Mira, ¿ves? Ahora desconecto —y el corazón se paraba— ... Ahora conecto —y pippippippip.
Yo temía por la vida del paciente, pero nunca pasaba nada. También he visto operaciones a corazón abierto, con bypass y extracorpórea, que es una máquina que saca toda la sangre del cuerpo, la calienta y la oxigena, y vuelve a meterla de nuevo. Todo ello para poder detener el corazón y arreglarlo. Luego le causan un shock con unas paletillas internas y el corazón vuelve a bombear, sin más. Lo cosen con alambre y ya está.
La verdad es que Trauma parece una ferretería. En la primera operación a la que asistí, veía darle al paciente con unos martillos enormes de acero, con serruchos, clavos, tornillos... Y a una chica con un tumor en la cabeza —esto es, un hueso que le crecía más de lo normal en la frente— le limaron el hueso y me lo pasaron sin que me enterara hasta que sentí el tacto del polvo óseo directamente en la mano, porque no llevaba guantes. Pero bueno, me lavé y ya está.
A mí me operaron de la vesícula biliar porque tenía piedras y les advertía:
—Eh, ten cuidado que ya sé dónde me estoy metiendo.
Cuando me desperté quise ver mi vesícula y quedarme las piedras, pero no me dejaron porque tenían que analizarlas.
Llama una señora para consultar una duda:
—Estoy en Manresa y se me ha caído el niño de cabeza al suelo, ¿qué hago?, ¿lo llevo o no lo llevo?
—Usted misma —le respondí—, yo, si fuera mi hijo, lo traería por si tiene un trauma cerebral.
La gente es un poco justa de mollera y muy comodona. Lo trajo, le hicimos unos rayos y bien.
También se muere cantidad de gente sola, y no va nadie a buscarlos. He visto casas muy sucias y gente muy humilde que no sé cómo puede vivir así. Sacamos de la cama a una niña deprimida que empezó a pegar patadas. La casa estaba fatal, con los techos bajos, muy oscura, no me extraña que estuviera así esa cría. Hay mucha pobreza, tanto familias como abuelitos o gente sola que vive en la precariedad. En cambio, resulta curioso ver cómo, cuando se muere un gitano, vienen todos, y le tienen un amor y una devoción a la persona impresionante, pero molestan porque están siempre en medio. Me explicaron que en una ocasión ingresó ya tieso el típico abuelo gitano y el médico lo estaba chispando para ver si lo reanimaba, pero era imposible. No obstante, la enfermera, que estaba de frente ante todo el clan, le imploró:
—Pepe, haz algo, que nos matan.
Estaban todos mirando con cara de pocos amigos. Así que el doctor siguió chispando mientras el abuelillo, que era muy pequeñito, iba rebotando en la camilla. Le pusieron vías, líquidos varios, todo un paripé completo hasta que, al cabo de una hora, les comunicaron que el señor se había muerto y la familia les agradeció:
—Ya hemos visto que han hecho todo lo que han podido...
El personal respiró aliviado pensando: «Uf, menos mal».
Me he encontrado con testigos de Jehová, que no permiten que hagas transfusiones de sangre a sus familiares. Teníamos a una señora que estaba muy mal, con un hematocrito (la cantidad de glóbulos rojos que hay en la sangre) bajísimo, y al final los convencimos de que se iba a morir si no le daban sangre.
Aceptaron, donó la sangre un pariente del mismo grupo sanguíneo, y se salvó.
De vez en cuando ves alguna animalada, como la que presencié en un hospital del que no diré el nombre. Llegó un árabe con un absceso (un grano de pus enorme) en el pubis y se lo abrieron con un catéter sin anestesia. El pobre chillaba como un loco y el médico le ordenaba que se callara como un auténtico nazi. Lo pasó fatal, imagínate que lo tienes todo infectado, te estás revolviendo ahí y después deciden que no está para sacar, te dan dos puntos y te envían a casa. Yo me quedé mirando al médico pensando: «Lo tuyo no es ser médico, mejor vete al ejército»; estaba claro que se ensañaba porque era moro.
Pero en todas partes cuecen habas: en el 061, en Bomberos y en el SEM, a los borrachos, drogadictos y ese tipo de personas les tienen mogollón de manía, a pesar de que es gente que necesita ayuda igualmente. Es curioso cómo el drogadicto se despierta cuando llegas en plena sobredosis: le pones el Anéxate, un antídoto contra la heroína, y se levanta de golpe como la niña de El Exorcista. Existe cierto peligro porque le has quitado su dosis de placer y te puede pegar una leche sin remordimiento alguno. Pero en general se asiste muy bien a los heridos.
Me acuerdo de un chico que se dio una torta en moto, le saltó el casco y estaba allí todo rodeado de gente, superagitado. Le cojo la pierna, le corto el tejano y tenía la tibia salida; y se la tuvimos que recolocar estirando del pie mientras el bombero se la vendaba. La gente se iba cayendo desmayada por la impresión. Además, el pobre tenía un traumatismo craneoencefálico, estaba grave.
Una noche nos llamaron de una casa muy humilde porque un señor se había quedado viendo la tele y no respondía. Fuimos con el «chispas», el desfibrilador que sirve para reanimar el corazón. íbamos la enfermera de los Bomberos, un bombero de refuerzo y yo. Lo bajamos al suelo, empecé a hacerle el masaje cardíaco, que cansa muchísimo si lo haces bien, y el bombero iba dándole aire con el ambú (una bolsa con aire que sirve como el boca a boca). Lo chispamos con el desfibrilador y nos dijeron que estaba así desde hacía casi una hora, o sea, que estaba más muerto que una momia. La sorpresa vino cuando le llevamos a la cama entre el bombero y yo y al incorporarlo soltó un eructo. El bombero creyó que estaba vivo, tuve que calmarlo porque había eructado el mismo aire que le había insuflado él con el ambú. Pero el susto no se lo quitó nadie.
Me explicaron un caso que es el más espectacular que he oído. El plano es: un rascacielos que estaba junto a un campo de fútbol con una calle muy ancha entre ambos. Una niña se tiró desde unos veinte pisos y en vez de caer hacia abajo, en vertical, empezó a sobrevolar la calle, le dio a una valla de la carretera con la cabeza, con la misma que se llevó unas cuantas sillas de la gradería y, finalmente, cayó en medio del campo. Cuando llamaron al 061 para avisar de un precipitado, pensaron que estaba muerta, pero no sólo estaba viva, sino además consciente. Lo tenía todo roto salvo la cabeza, sin abrir ni nada, y la médula espinal, intacta, pero le ponían una vía por un lado del brazo y le salía por otro. En el hospital de Sant Pau no se lo creían, pero sabían que se pasaría años en la UCI.
Con los bomberos nos tocó otra que se había caído en un hoyo de unas obras a las cuatro de la madrugada. Estaba caminando y cayó a unos ocho metros de profundidad. Con todo, cuando la rescataron mediante una intervención espectacular, con el colchón de aire, con ideas de bombero, que son muy buenas, sólo se había roto la nariz y una vértebra. Era para rompérselo todo, pero hay gente que rebota (yo les llamo «pelotas»).
Me impresionó muchísimo un accidente de tráfico que me explicó una bombera. Un chaval joven se había salido de la carretera y había ido por una ladera donde había árboles, con tan mala pata que la puerta del conductor fue a encallarse en un tronco y no la podía abrir. Y explotó el coche. Se lo encontraron carbonizado, con la mano en la puerta en un intento de abrirla. Al parecer se le pegó el cinturón de seguridad y no podía moverse para tratar de salir por el lado del copiloto.
En el 061 vi por primera vez un paro cardíaco debido a que la señora, de treinta y pico años, se asustó y se puso muy nerviosa porque su hija se había quedado encerrada en un ascensor. Fuimos, le pusieron una vía femoral, la chisparon, la entubaron... y se quedó en el sitio sólo por el susto. Eso me impactó mucho, cuando me metí en la ambulancia con el médico tenía un tembleque horroroso, y él me recomendó: «Mirar, aprender y soportar, aprender de lo que han hecho para salvarla y superarlo».
Me explicaron un caso de un niño de ocho años que llamó al 061 porque su madre se sentía muy mal y al llegar encontraron a una mujer superobesa completamente pálida, echando sangre por la boca y por la vagina. Llevaba meses así, hasta que su hijo se hartó. Tuvieron que convencer a la madre para que se dejara poner una vía inmediatamente con suero porque se estaba muriendo pero no quería que se la pusieran: no porque quisiera morirse, sino porque no creía estar enferma; pensaba que eso era normal. Estaba un poco ida. La llevaron al hospital a ponerle sangre a raudales y se salvó, gracias a su hijo, claro.
Enfermera catalana que ha trabajado en un gran hospital barcelonés, en distintas especialidades, desde Cirugía General, pasando por Urología, por Rayos X, por Ginecología y por Psiquiatría.
Cuando empecé a trabajar —muy jovencita, porque todavía no había terminado de estudiar y entré como auxiliar en Cirugía General— la monja titular, que era muy mayor, me dijo que me fuese al 44, donde estaba un chico al que iban a operar de apendicitis y había que ponerle una lavativa. Así que voy y se lo explico, conmino al señor de al lado a que aproveche para darse una vueltecita de modo que disfrute de más intimidad y el chaval asiente acongojado. Doy tiempo a que el señor se vaya y cuando vuelvo con el aparatito para hacerle la lavativa, ¡el joven se había escondido en el armario muerto de miedo y de vergüenza de pensar que una chiquilla le tenía que poner una lavativa! No pude ponérsela, tuvo que ir la otra más mayor porque se negaba a que yo le viera el culo por nada del mundo.
Otro señor me hizo lo mismo, pero éste sí era mayor. Le habían operado de apendicitis o de hernia y el cirujano nos dijo que si se quejaba mucho le pusiéramos un calmante en supositorio. A lo que mi compañera me dice:
—Ve tú a ponérselo pues a éste, como es mayor, no le dará vergüenza.
No, qué va, peor, el señor me pidió que apagara la luz porque yo era muy joven y no podía verle el culo. Le objeté que a oscuras no podría, y como tampoco quería que viniera la monja mayor, se las apañó para dejarme las sábanas de forma que no le viera nada más, todo su afán era que no le viera más que lo justico para introducirle el supositorio. Pero peor lo pasé yo, que tuve que estar todo el tiempo aguantándome la risa. El pobre hombre se disculpaba:
—Hija, lo siento, pero compréndelo, es que podrías ser mi hija o mi nieta...
Y yo le entendía, claro.
Luego nos llegó el típico señor que vino al digestólogo y, teniendo en cuenta que tenía mal el estómago, le recetó unos supositorios cada veinticuatro horas. Cuando salió afuera me preguntó por dónde se los tenía que poner.
—Por el ano —le contesté yo, obviamente.
—¿Y cuál es el ano?
—El culito.
—¿El culito?
—Sí, sí, por el culito, recuerde que es uno cada veinticuatro horas.
... Al día siguiente se presentó con un dolor de estómago terrible porque se había comido los supositorios.
Recuerdo que el doctor Masferrer, que era muy creyente, iba todos los sábados y domingos a misa con su familia y luego la dejaba esperando en el despacho o dando una vuelta mientras él se entregaba por completo a sus pacientes. Durante toda la mañana les atendía como no había podido hacer durante toda la semana. Siempre nos decía que suministráramos al paciente los menos calmantes posibles: el paciente se tiene que mover, no hay que dejarle paralizado, ha de darse cuenta de que le han hecho una operación. Además, la enfermera debe tener la suficiente habilidad para convencerle de que el dolor va unido a la intervención y la recuperación y de que, aunque él se mueva, ella estaría allí para controlar que sus órganos no se desplazasen, que no tosiera para sacar las flemas que se quedan atascadas por la anestesia... En esto insistía mucho el doctor Masferrer, que me enseñó todo lo que sé.
En aquellos tiempos, los enfermos, sobre todo cuando se les operaba, llamaban a los timbres y nos asomábamos a ver de qué habitación era. Se quejaban mucho principalmente por las noches, y él, en lugar de los calmantes, nos recomendaba: