Asimismo, tenemos a muchas mujeres operadas de cáncer de mama que suelen perder bastante autoestima, por lo que hay que apoyarlas mucho. Lo de la autoestima es muy duro, porque puede llevar a extremos como el de Rana, una jordana que sufría trastorno de personalidad y constantes ataques de irritabilidad. Tenía dos hijos con un hombre jordano que la mandaba a todos sitios con una especie de dama de compañía para que la controlara y no hiciera ninguna tontería. El problema es que quería entrar con ella incluso a la consulta con el psiquiatra, a lo que Rana se negaba porque eso era algo privado. Aquí se sentía en confianza; de hecho, una vez nos llamó desde Jordania para pedirnos la composición de su medicación y tuve que apañármelas para entenderme con la farmacéutica de allá, con su marido y los servicios de Urgencias de aquí. Volvió del viaje y estaba muy rara: un día me rogó que rezara por ella para que no se hiciera daño; yo me quedé un poco mosca pero tampoco quise pensar demasiado mal. Se saltó una cita y decidí esperar quince días para ver si volvía; pero en su lugar vino su hijo a consulta con el neuropsicólogo porque se le había suicidado su madre. Se metió un tiro en el lavabo.
La verdad es que todas las enfermedades son malas, pero las mentales no son nada fáciles, porque no es lo mismo una depresión leve que alguien que no quiere estorbar o que se bloquea y es incapaz de dar un paso. Nadie es así por voluntad propia, se les ha de ayudar y, sin embargo, la gente no les entiende ni les acepta aunque son personas normales. Como el señor que vino porque se le había muerto su hija de leucemia y necesitaba hablar con un psiquiatra: no había ninguno disponible en ese momento, estaban todos liadísimos, así que le pedí que volviera al día siguiente a las 8.30 y él me echó una bronca todo cabreado. Le prometí que no podía hacer nada, que si se encontraba tan mal fuera a Urgencias y volviera por la mañana, y se fue cabizbajo. Corrí para darle alcance, le puse la mano en el hombro y le solté:
—No me cree, ¿verdad? Bueno, ya lo sé, pero le insisto en que vuelva mañana a las 8.30, que le atenderán.
Se va, me quedo en el despacho y vuelve:
—Oiga, ¿cómo se llama?
—Cecilia.
—Perdone, sí que la creo. ¿Se ha enfadado usted? —No, me he quedado triste.
—He confundido sus ojos, pensaba que estaba enfadada.
Vino al día siguiente. A las 8.35 ya estaba dentro de la consulta, y le contó al médico que se sentía fatal por haberme entristecido. Otro día me trajo un libro que es la autobiografía de una mujer que quería ser médica pero las circunstancias la llevaron a ser psiquiatra. Yo me siento muy reflejada porque habla de lo que aprendió de sus pacientes encerrados en psiquiátricos: los somníferos para anularlos, hasta que ella llegó y empezó a quitarles medicación, a organizarles trabajos manuales e incluso les dejaba salir durante el día, con la condición de que volvieran por la noche. Tenía en cuenta que no eran vegetales sino personas con sentimientos. Esta mujer es austríaca, y es curioso porque yo fui a Austria a conocer La Casita Verde, donde al parecer ella había trabajado poniendo en práctica sus técnicas. El hombre me dijo que me lo regaló porque durante el tiempo que había pasado en la sala de espera de Psiquiatría me había visto hacer cosas que había leído en el libro.
Al principio de venir a trabajar a Psiquiatría estábamos en la primera planta y yo siempre acostumbraba a acompañar al paciente hasta el despacho del médico. Pues bien, a uno de ellos le presenté al doctor. Seguí, y éste, en vez de darle la mano al paciente, me la tendió a mí.
—Ay, perdone, me he confundido —se excusó.
—Menos mal —dijo el paciente—, porque si cada vez que le trae uno le tiene que dar también la mano a la enfermera, menudo problema que tienen.
Otra muy bruta: estaba pasando consulta con un médico de Cardiología que era muy buen cardiólogo y muy cachondo pero también un «trincha—el—aire», de esos que si pasas por el pasillo y les viene bien, te pegan un pellizco. Le estaba yo tomando la presión al paciente y él se levantó a auscultarlo, aprovechando, cuando pasó por detrás, para pellizcarme en el culo. Me quedé muy tiesa, muy erguida, me puse toda roja y el matrimonio se dio cuenta, ante lo cual, el médico reaccionó rápido:
—Aquí no se puede hacer nada ni con tu propia mujer. Casi no nos vemos en casa, y vengo aquí, le pego un pellizco y ya ve usted cómo se pone.
—Ah, pero ¿es su mujer? —preguntaron ellos curiosos.
Yo pensaba: «Madre mía, no deshagas el entuerto». Y no lo deshice, nunca. De hecho, todavía hoy me los encuentro por los pasillos y me preguntan por mi marido. Y yo: «Bien, bien». Continúa siendo mi marido, porque si descubrimos la verdad van a pensar que los médicos y las enfermeras se van metiendo mano en sus horas de trabajo.
En cuanto a cambios de nombres de médicos... Al doctor Cavarrocas, que ya falleció, le llamaban Picapiedras. El doctor Rosales se convertía en Flores, total... Y a Cabrestáin le decían Cabrostáin. Al doctor Sami le nombraban Simio. Y al médico Catlla me lo han llegado a cambiar a doctor Cacatúa, ahí sí que tuve que romperme los cuernos para adivinar por quién me preguntaban, y al final tuve que ir a recepción y pedirles que miraran en el ordenador con quién tenía cita la señora en cuestión. Con los medicamentos es parecido: te dicen los colores de las pastillitas en lugar del nombre.
En Rayos X teníamos un médico que comparaba las radiografías con otras anteriores del paciente. Se le hicieron a un señor unas placas y le pedimos que trajera todas las radios que tuviera en su casa... Efectivamente, entra al despacho y empieza a sacar radios portátiles encima de la mesa: ¡transistores! El médico me mira atónito, y le pregunto al paciente:
—¿Ha traído usted la radiografía?
—Sí, señora, pero espere un momentito que termino de sacarle las radios.
—No, por favor, esto guárdeselo.
—No, señorita, usted me dijo el otro día que trajera la radiografía y las radios que tuviera por casa.
Y eso es lo que hizo. O sea, que quizás nosotros tampoco nos expresamos bien porque lo vemos todo muy normal, pero para una persona que viene a un hospital no lo es, y el estado anímico con el que viene tampoco le favorece, se enreda mucho y no entiende la mitad de las cosas o se lo toma literalmente.
Nosotros también metemos la pata. Cuando empecé a trabajar en Psiquiatría yo estaba muy temerosa de que los pacientes echaran de menos a la enfermera anterior, que era muy correcta pero hablaba lo justo con ellos. No obstante, vino a consulta un chico que es muy obsesivo y comentó:
—Qué bien, enfermera nueva, me gustas.
Le acompañé al médico, que estaba con una chica de prácticas que era morena de pelo, y le dice el paciente al doctor:
—Mire usted, me gusta.
—¿Quién?
—La rubia. No sé por qué, me ha caído bien, mejor que la de antes. Pienso que voy a hacer muy buenas migas con ella.
El médico lo miraba pensando que estaba eufórico, sobre todo teniendo en cuenta que la que tenía al lado era morena. Se lo aclaró enseguida, a lo que el paciente respondió:
—Sí, es que no me refiero a ésta, sino a la nueva que tienes allá afuera.
De todos modos, decidió bajarle un poco la dosis de la medicación porque lo veía excesivamente alegre y tenía miedo de que desvariara. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando al día siguiente llamó por teléfono llorando tanto que no sabía reconocerle. Se quejaba de que no podía salir de casa a trabajar porque no paraba de llorar y estaba muy deprimido. Se lo comenté al psiquiatra y cayó en la cuenta:
—Ay, lo que he hecho, tierra trágame, que yo pensaba que estaba muy eufórico porque decía que le gustaba la rubia y le quité precisamente la pastilla que le estimula para que no sea tan obsesivo ni se entristezca tanto cuando una cosa no le sale bien. Dile que se tome la pastilla que le quité.
Otra de echarnos las manos en la cabeza sucedió en Esterilidad. Teníamos que enviar a un chico al laboratorio para que le tomaran una muestra de los espermatozoides. La cuestión es que para ello se han de masturbar, pero ni el médico ni yo fuimos capaces de especificárselo, como tampoco lo hicieron en el laboratorio, donde se supone que le tenían que dar un papelito con las instrucciones por escrito, ni el médico ni la auxiliar que le dio el botecito para recoger el semen. Sólo le dijeron que nos lo tenía que traer de nuevo a Esterilidad. Al día siguiente el chico vino, cómo no, con el bote vacío y el médico me miró como diciendo «aquí no hay nada». Llamé otra vez al laboratorio a pedir explicaciones, me argumentaron que también les había dado vergüenza y les volví a enviar al joven acordando con ellos que le describirían todo paso por paso en un sobre cerrado a fin de que lo abriera al llegar a casa. Me sentí muy culpable de llevarlo de un lado a otro.
También me ha pasado varias veces lo de confundir a una hija y a un padre con una mujer muchos años más joven que su marido. Vino una mujer a Psiquiatría: creía que había perdido todos los encantos como mujer al entrar en los cuarenta porque su marido la quería mucho pero no la tocaba nunca. Se lo dije al doctor para que la atendiera y en plena visita sale, entra en mi despacho, cierra la puerta y suelta:
—Te voy a matar. ¿Por qué no se te ha ocurrido preguntarle cuántos años tiene el marido? Es que el señor tiene más de ochenta, así que no le puede dar mucha marcha por más que quiera.
Le pedimos que viniera a la siguiente cita con su marido y ella no se mostró muy convencida de que aceptara, pero sí, vino con él: el pobre estaba muy enfermito, viejecito, con problemas prostáticos... Vamos, imposible que pudiera satisfacer sus deseos.
Ésta es muy graciosa: ¿sabes el típico hombre que respeta tanto a la mujer que se casan cerca de la cincuentena y todo su afán es que la mujer sea virgen por encima de todas las cosas? Pues mes y medio después de casarse, él, «como era un caballero» —remarcaba una y otra vez—, la trajo a revisión puesto que hasta entonces creía no haberlo necesitado por ser virgen pero ya le tocaba, porque él quería mucho a su mujer y no deseaba que le pasara nada malo. El ginecólogo les preguntó si pensaban traer familia al mundo y él respondió que no, porque ya eran mayores. A continuación la examina y ve que tiene el himen intacto, además de estos resistentes, duros, de esos que se encuentran a veces que no se pueden ni rasgar con el histerómetro porque le haría mucho daño. La invita a sentarse de nuevo y les comenta:
—Perdónenme, ya sé que usted es muy caballero, pero en un mes y medio que están casados, supongo que han tenido relaciones, ¿no?
—Mire usted, doctor, como caballero que soy, yo no haría nada que no tenga que hacer.
—No, disculpe, si yo no le quiero decir que usted haya hecho nada inmoral, pero tengo que preguntarle si han tenido relaciones sexuales completas.
—¿Qué quiere decir usted? ¿Quién cree que soy, un obseso, o qué? Yo he tenido relaciones con mi mujer como Dios manda.
—Pues mire usted, como Dios manda será, pero no sé por dónde, porque su mujer sigue siendo virgen y pura.
—Oye, ya me dirás dónde te la has puesto... —le inquiere a su esposa.
—Pues entre las piernas, pedazo de tonto, dónde me la iba a poner...
Lo que él no sabía es que ella había acertado a pesar de todo porque tenía un himen tan inquebrantable que no había un pene lo suficientemente fuerte para romperlo, por lo que hubo que mandarla al quirófano y rasgárselo dormida. De éstas han pasado varias, a veces el propio ginecólogo con el histerómetro empuja y cede, en función de lo flexible que sea el himen, pero en este caso no.
En otra ocasión una señora vino con su hija muy jovencita, de quince años recién cumplidos, porque llevaba varios días levantándose con vómitos y mareos y el médico de cabecera le había enviado a Ginecología, cosa que ella no entendía porque pensaba que lo lógico era que le mandara al digestólogo. El ginecólogo quiso exculpar al médico y quitarle hierro al asunto pero se dispuso a hacerle una revisión. Ante lo que la madre se apresuró a aclarar:
—Oiga, que mi hija es virgen, eh, no la puede usted explorar en profundidad.
Él vio enseguida que la hija ya tenía el himen roto, le palpó la barriga y le dijo a la madre:
—Señora, no sé cómo le va a sentar, pero usted va a ser abuela.
Un poco más y se lo come, si no llego a estar yo delante pasa de las palabras:
—¿Cómo se le ocurre semejante barbaridad?
Decirle eso a una mujer como ella y a su hija que era tan pura y tan casta...
—Yo sólo le digo que si usted no lo quiere oír, no pasa nada, pero que prepare la canastilla para dentro de cinco meses y pico, porque su hija está embarazada de más de tres.
—Es imposible, porque la regla la ha tenido el mes pasado.
—Es muy probable, porque a veces se escapan unas gotitas de regla, pero su hija está embarazada.
—Eso es imposible. ¿Hay alguna forma de que se pueda quedar una mujer embarazada sin tener relaciones?
—Sí, claro, a veces van a la piscina y hay espermatozoides sueltos que entran y una se queda embarazada.
—Ah, pues eso ha debido de ser.
—No, señora, eso se lo he dicho por decir. Nadie se puede quedar embarazada sin tener relaciones sexuales con penetración completa. Eso quiere decir que su hija ha tenido relaciones sexuales completas y que usted va a ser abuela.
Ella no decía ni pío, y en verdad que de tan joven—cita no se le notaba, pero sentada allá en la camilla sí se veía que la tripita ya había prendido
Tiene veinticinco años, lleva desde 2003 ejerciendo como enfermero, entre prácticas y contratos, en cantidad de hospitales de Barcelona; representa a la nueva hornada de profesionales de enfermería que no para de hacer sustituciones, turnos complicados y combinaciones asombrosas para coger experiencia y conseguir un empleo estable.
Estaba de prácticas en el hospital de Bellvitge y nos avisa el SEM de que traen a un hombre con una amputación de pene, y detrás otra ambulancia, con una chica convulsionando. La cuestión era que él había contratado a una prostituta para que le hiciera sexo oral y, en un momento dado, a ella le dio un ataque epiléptico, empezó a convulsionar y le mordió, seccionándole el pene. Lógicamente, avisaron a su esposa, y te puedes imaginar la cara que puso.
Me contaron también que vino a Urgencias una pareja que estaba haciéndolo y se quedaron enganchados, y tal y como estaban los metieron en la cabina de la ambulancia y de ahí a la puerta de Urgencias: al parecer la vagina hizo un espasmo en plena penetración y él ya no podía sacarla.