—Lo primero que tenéis que hacer es cambiarlo de ropa, porque sudan mucho, y darle una buena friega de colonia o de agua con jabón, le dejas guapo, le lavas la carita, que se sienta fresquito. Estás un poquito sentada con él y le coges la mano, la que puedas, y cuando él se relaja, se queda frito y ya no tienes paciente, es como un niño.
Normalmente, la gente, que en los hospitales se ve muy sola, a las enfermeras nos ve como un ángel, muchos llegan a enamorarse de nosotras, incluso los acompañantes... Por eso confía en ti a ciegas si le dices que le dejas la puerta abierta, que no se preocupe que no le va a pasar nada, que tú vas a pasar a vigilarlo y que estarás al tanto de todo. Nosotras, en una planta de la 22 a la 46 con dos pacientes por habitación, era como si tuviéramos niños: salvo los que estaban ya muy graves, no nos daban guerra. Entrabas con una linterna hasta la cabecera del paciente, mirabas y oías si dormía o no. Por lo general, se enteraban, pero luego te decían:
—Esta noche te he oído, no te he dicho nada porque sabía que me estabas vigilando y me sentía tan a gusto...
Éste es el amor que ellos te dan, y lo que te enseñan. Se crea como un vínculo por el que ellos no quieren romper su tranquilidad y tú la respetas, pero luego te dan las gracias. Ciertamente, los enfermos son muy agradecidos, y si les das confianza, les mandas rodar asegurándoles que se van a poner buenos y son capaces de subirse al Tibidabo y bajar dando vueltas convencidos de que se van a curar. Yo siempre digo que al paciente le tolero todo, y al acompañante entre comillas, porque muchas veces éstos, cuando van a visitarlo, lo único que hacen es ponerle nervioso; es más, le transmiten no sé si negatividad o nerviosismo, quizás porque la persona que está postrada en la cama, dependiendo de la enfermedad que padezca, está muy receptiva y susceptible, lo capta todo, hasta las miradas y las dudas. Si dudas al mencionar alguna palabra, se mosquea: «¿Me estás engañando? Porque ibas a decir algo que no era lo que me has dicho...». Como no tienen otra cosa que hacer, están estudiando todos tus movimientos y te preguntan mucho.
Al trabajar en Medicina General los pacientes enseñan mucho, te dan mucho amor aunque no se crea, y al pasarme a Psiquiatría fui comprobando que muchas de las cosas que aprendí son verdad. El paciente te da más de lo que recibe, aunque digamos lo contrario, aunque sean cascarrabias y pesados (y es verdad que a veces se hacen pesados). Yo en su lugar no sé cómo actuaría, como le advertí a un médico una vez cuando le oí quejarse de lo pesada que era la enfermedad de su madre:
—Cuando usted esté en la silla de enfrente, se dará cuenta de lo que el paciente le estaba pidiendo y lo valorará de otra manera.
En planta, tuvimos ingresado durante muchos meses a un enfermo al que llamaban el Periquito porque le encantaban los pajaritos. A su señora, que se quedaba a dormir en un sillón porque las pensiones eran muy caras para una gente que trabajaba el campo, la dejábamos entrar a nuestro cuarto de baño para que se lavara dado que vivían en Palamós y le iba fatal ir y volver cada día, pese a que tenía allá a sus tres hijos. El sufrió mucho porque se le hicieron muchas úlceras y abscesos en la barriga, le tuvieron que abrir, ponerle muchos drenajes y movérselos, con lo que eso duele... Y a pesar de eso confiaba en nosotras —«Yo sé que me hacéis daño pero luego me quedo bien»—. El Periquito se fue al cielo, pero quedó una maravillosa relación posterior con sus hijos y con la mujer, que murió al cabo de muchos años de un infarto.
Yo creo que los pacientes nos quieren más de lo que merecemos. Y es precioso que años más tarde te recuerden que cuando estaban enfermos les calmabas: «Cuando te encuentres mal piensa en mí, que yo estaré ahí». Eso me sucedió con un paciente de diecinueve años que necesitaba una transfusión de sangre porque vino con una hemorragia de estómago y el médico se la hizo sin dilación. Pero cuando se enteraron sus padres, que eran testigos de Jehová, desaparecieron. El pobre sufría porque ellos no venían. Yo le afianzaba:
—Tú no te preocupes, que vendrán, lo que pasa es que ahora han cogido una perra, como un niño que patalea... Cuando te encuentres solo y no venga gente, piensa en mí, escribe cosas, lo que te pase por la cabeza.
Le dieron el alta y sus padres no habían venido, pero le he visto en alguna otra ocasión y él me ha confesado que se acordaba mucho de lo que vivió en el hospital:
—Cuando desperté y vi que estabais allí Mariví, el médico y tú, pensé que erais ángeles porque no había nadie más pero vosotros me trasmitíais la seguridad de que me pondría bien.
En cambio me han comentado que hay enfermeras que irradian mucho nerviosismo y que no se dejan tocar. Yo creo que la enfermera tiene que hacerse por vocación, porque si no, no puede hacer felices a los enfermos ni será feliz ella tampoco. Me considero una privilegiada porque la gente me quiere mucho y me da mucho, y gracias a ellos yo me realizo como enfermera y luego puedo dar más, porque si no tengo, qué voy a dar. Es verdad que hay pacientes que son verdaderos vampiros, pero por lo general les puedes hacer felices con tan sólo curarles una herida sin importarte que ya se haya acabado tu turno porque ellos se dan cuenta y te lo agradecen. O bien cuando te llama alguien por teléfono angustiado y le recomiendas lo que puede hacer porque es imposible darle cita para ese día pero le dejas claro que si no le surte efecto y sigue sintiéndose mal te puede volver a llamar sin problemas o venir a Urgencias. Probablemente no te llama de nuevo porque lo ha solucionado, pero al menos se queda con la seguridad de que estás ahí disponible.
Me da mucha pena ver que ahora está todo tan burocratizado que cuando el paciente llega a la consulta ha hecho las cuarenta millas y viene cabreadísimo, te echa la bronca, y sólo te queda pensar que aquí no vienen a comprarse un vestido, vienen porque están mal y, por tanto, a la primera que enganchen por banda es a la que le va a caer el chorreo. Pero te aseguro que desmontar a un paciente nervioso es sencillísimo: le miras, le escuchas y cuando ha terminado, le inquieres: «Oiga, ¿y yo a usted qué le he hecho?, ¿nos hemos visto alguna vez?». Y se quedan sin palabras. Vale mucho más una sonrisa que una palabra, así que hay que tener cuidado con cualquier mal gesto de la cara porque les puede hacer mucho daño y podrías perder su confianza. No se deben hacer desprecios ni siquiera cuando te ofrecen un detalle porque te han cogido cariño o en señal de agradecimiento. Yo no quería aceptarlo, pero el doctor Masferrer me dijo que aunque me dieran un céntimo, lo cogiera, pues ellos lo hacen porque no saben cómo pagarte, y como no pueden besarte ni abrazarte, te ofrecen un regalo, sea una butifarra de su pueblo o un ramo de flores.
Tuve un abuelito del Prat que me traía cada Sant Jordi un ramo de rosas, e incluso después de morir, me lo traía su mujer cada año; pero no te lo pierdas: murió la mujer y aún hoy me lo traen su nuera y su hijo. Este señor fue para mí muy especial, supongo que porque lo tuvimos siete meses ingresado por culpa de un mal feo (un cáncer) de colon, le habían hecho una amputación. Era un hombre encantador, siempre decía que no había gente mala sino gente equivocada, pero yo ya a mis diecinueve añitos creía que él a sus setenta y tantos no tenía razón. Se sentaba en el pasillo y me sonreía porque pensaba que si me hablaba, me hacía perder el tiempo. Cuando me pedía algo, siempre añadía: «Cuando puedas». Y si no quería comer porque la dieta que llevaba era muy poco atractiva, él te argumentaba que no tenía apetito, pero yo me iba a buscarle unas albóndigas con tomate y lo recuperaba rápido: no podía comerlas pero, sinceramente, se iba a morir de todos modos. Los médicos te dicen que llegados a ese punto hay que darles ciertos gustos de vez en cuando, porque el amor cura. Por todo ello, cada día antes de marcharme iba a la habitación y me despedía: «Hasta mañana, señor Marimón». Hasta que un martes fui a despedirme hasta el jueves porque el miércoles libraba, y me contestó:
—No lo creo, el jueves no nos veremos.
—¿Que le han dado el alta?
—No, pero a lo mejor me la cojo yo.
—Bueno, pues de todos modos, como sé su número de teléfono, ya lo llamaré para ver qué tal está.
Cuando llegué el jueves, se había ido, pero no a su casa. Había muerto. Me quedé muy sorprendida por la lucidez de pensar que no nos íbamos a ver porque él no estaba ni mejor ni peor de lo que había estado: estaba estable. Algunas personas me han dado ejemplo a la hora de morir, al mirarte con aquella paz y serenidad, conscientes o no de que va llegando su hora, eso no lo sé.
Una muy fuerte fue cuando se nos murió un hombre que habían operado a vida o muerte con tan mala suerte que vivió unas horas pero estaba clínicamente muerto. El médico les dijo a los familiares que, para que no tuvieran que pagar el traslado hasta su pueblo, que estaba en Castellón y salía carísimo hace veinte años, simularía que partía vivo del hospital desde Barcelona y lo mandaría en una ambulancia para que el médico del pueblo firmara la defunción. Les recomendó que se fueran yendo en su coche para el pueblo a esperar el cadáver porque en cuanto su padre empezara a agonizar, nosotros organizaríamos todo. El problema fue que el historial estaba en el quirófano, que quedaba cerrado por la noche, y nosotros sólo sabíamos que era de Castellón, pero no teníamos ni el teléfono de los familiares ni el nombre del pueblo. O sea, no podíamos hacer nada con el cadáver más que esperar a que nos llamaran reclamándolo. A las seis de la mañana llamaron y les tuvimos que explicar el percal. El muerto estaba remuerto después de pasar toda la noche en la cama con su pijamita y todo que lo teníamos, haciendo el paripé de que llevaba el suero puesto... y los dos de la ambulancia con él, sin poder parar en ningún sitio ni para comer y temerosos de sufrir un accidente y que les saliera zumbando para rematar la faena.
Ves morir a mucha gente, y te sigue afectando, cada paciente es un mundo y da mucha pena que se vayan. Con una señora que tenía un cáncer de mama y le tuvieron que amputar ambos pechos lo pasamos fatal todos porque lo sufrimos con su marido, que estaba enamoradísimo de ella y le decía: «¿Qué va a ser de mí sin ti?». Era como una plantita que respiraba por las hojas de ella. Le daba igual que se quedara en una silla, sólo quería tenerla con él, para cuidarla. «Así la querré más», pensaba. Cada sábado nos traía una rosa a ella y a las enfermeras, le llamábamos «el hombre de las rosas». Tuve la desgracia de que se me murió a mí y sólo de verle a él desgarrado del dolor, arrodillado junto a ella, suplicando que no se fuera... Al cabo de unos años vino a presentarnos a una novia de la que se había enamorado para que viera a las enfermeras y al médico que habían cuidado a su anterior esposa; de hecho, ella misma decía que no la conocía pero que era como si la conociera de toda la vida, porque él se lo había contado todo. Al parecer empezaron siendo amigos, por eso se desahogaba con ella, y al final se dieron cuenta de que estaban enamorados y luego tuvieron dos niños, que también nos trajeron.
Tuvimos a otro señor, con un mal feo de próstata muy avanzado, al que le estaban dando quimio y radioterapia. El, desde el primer momento, supo que no iba a salir, pero estaba muy mal y el oncólogo le recomendó que acudiera a Psiquiatría. Un día su mujer vino a verme desesperada porque tenía que arreglar unos papeles con su ambulatorio y le dije que no se preocupara que se lo arreglaría yo: cuando salió de la consulta ya se lo había organizado todo. Al día siguiente acudió a traerme la documentación necesaria y me halagó:
—Tú y yo no nos conocemos de nada pero es como si nos conociéramos de toda la vida. Cuando ayer te cogí de la cintura, es como si me hubiera atravesado una garrampa y me diste una inyección de ánimo.
Un día el enfermo le preguntó al doctor cuánto tiempo iba a vivir y él salió por peteneras argumentando que no era adivino, que su función era curarle pero nadie sabía cuándo iba a llegar su hora. Después de esa conversación vino a contarme que había decidido no tomar nada de medicación ni seguir el tratamiento de quimio ni nada, y en su lugar, marcharse dos meses sabáticos a Cambrils, así que venía a despedirse, por lo que pudiera pasar. Durante el mes de julio le llamé alguna vez y estaba bien, pero en agosto se me acercó un chico para decirme que su padre estaba en coma ingresado. Cuando fui a verle me encontré a la mujer y la hija, embarazadísima y a punto de parir, y las relevé mientras se iban a comer. Horas más tarde se puso la hija de parto, se la llevan a la Quirón porque no era socia de la Alianza y cuando el niño nació, murió él. En concreto, el bebé nació a las 2 y él murió a las 2.30. Su esposa tuvo el tiempo justo de venir y anunciarle: «Tenemos un nieto», y él dejó de respirar.
Yo creo que los enfermos moribundos son mucho más conscientes de lo que pensamos. Incluso cuando están sedados o en coma son sensibles al tacto y probablemente oyen. Me quedó claro estando en Rayos X, pues a un señor le pusieron un contraste y vomitó a más no poder. Cuando se puso bien y pude salir, le pregunté a su esposa qué le había dado de comer y me dijo que un huevo, que era lo único que podían comer antes de hacerse la pilografía. Les hice la broma de que parecía que se había tomado una docena y me fui. Al cabo del tiempo estaba pasando visita por la tarde y salí a llamar a un paciente cuando, de repente, veo al fondo al «hombre de los huevos». Y así que le grité en medio de la sala llena de gente, porque me hizo mucha ilusión ver que había salido bien. Tanto con su mujer como con él quedó una relación muy buena, tanto es así que un día vino a avisarme ella de que él estaba en Cuidados Intensivos con una oclusión intestinal de la que no sabían si saldría. Me pasé a visitarlo fuera de horas de visita y estaba quieto, supuestamente inconsciente. Le cogí la mano y le empecé a hablar:
—Hola, soy Cecilia, venía a consultarte porque la Dolores me ha comentado que va a romper la hucha para comprarte un regalo ya que, como ahora estás enfermo y no puedes trabajar, quiere darte una sorpresa cuando salgas.
A todo esto, el aparatito que tenía allá iba subiendo y bajando, vi que se ponía nervioso, y aquello empezó a emitir pitidos, como que estaba despertando. Las enfermeras alucinaron porque acababa de estar su familia y no había hecho nada. Les conté lo que estaba haciendo y le comenté a él:
—Mira, si te pongo nervioso, me lo dices y yo me voy y vuelvo mañana.
El aparato quieto. Las enfermeras me pidieron que siguiera hablando.