Anécdotas de Enfermeras (6 page)

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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

BOOK: Anécdotas de Enfermeras
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Viví también el caso de una abogada de veintiocho años que venía de Madrid, totalmente desconectada de la familia, con diecisiete kilos. No podía estar de pie, no se sostenía. Me dio tanta cosa... Me daba miedo hasta tomarle la tensión por no romperla. Como suele pasar, no tenía la regla, estaba descalcificada, se le caía el pelo, perdió la melanina... Un ser inerte, tan transparente y carente de grasa que se le marcaban los órganos. Me daban arcadas porque parecía un cuerpo en descomposición, y no era miedo, porque se me han muerto personas en los brazos y, pese a que del impacto con la primera me oriné encima, me parecía peor ver el pulmón, la caja torácica, el bazo, el hígado y el estómago tan nítidamente. Lo que más me sorprendió de ella, aparte de su aspecto, es que seguía viéndose gorda, a pesar de que le costaba hablar y decía que le pesaba la lengua. La piel de las orejas la tenía muy flácida porque no le quedaba nada de músculo. Hacía dos años que no probaba nada de carne,' vegetales, los mínimos. Y podía comerse, a lo mejor, un Actimel al día. No sé ni cómo le funcionaba el cerebro, pero lo hacía, y con mucha inteligencia. Yo le preguntaba cómo podía autodestruirse de esa manera. Y su respuesta era: «Lo sé, Sonia, pero quizás estoy hecha para destruirme». Lo cierto es que lo estaba logrando, como pude comprobar el día que me llamaron sus compañeras gritándome: «Un monstruo, un monstruo». Bromeé diciéndoles que dejaran la medicación, que les sentaba fatal. Y fui al baño a ver qué pasaba. Me dijo: «Sonia, no me puedo levantar». La auxiliar se desmayó. Y yo me encontré con que se le había salido el intestino grueso, unos cuatro metros. El ano tiene una fuerza de contracción en cuanto que es un músculo, pero como ella no tenía apenas fuerza, al realizar el esfuerzo para hacer caca, se le escapó el intestino. Entonces descubrí que por eso ella siempre se ponía papel de váter como tapón. Yo pensé: «Si ha salido, tiene que entrar», así que me puse a introducírselo de nuevo, con gasas, y le pedía a ella que fuera encogiéndose un poco para reabsorberlo. La llevé al hospital con aquello tapado pero advirtiéndoles que se le volvería a salir si no hacían algo. Y los médicos me dijeron que no la podían operar porque no aguantaba ni 0,5 miligramos de anestesia, que se moriría. Así que no pudimos hacer más que aguantarle cada vez que iba al baño para que no se le cayera otra vez y enseñarle a ella a sostenérselo. Conforme la nutrición se iba normalizando, el intestino se le fue adhiriendo de nuevo. Ella está recuperándose, muy poco a poco, dado que era un esqueleto andante.

Además de lo anterior, trabajo también en la rama de los toxicómanos, que me resulta muy interesante, por eso hice tres cursos de toxicología y adicciones. Es un mundo poco conocido, y a mí me despierta mucha curiosidad saber cómo funciona la mente humana para llegar hasta el punto de que nada importe salvo conseguir la droga, quiero saber qué mecanismos activa esa sensación de placer que les proporcionan las drogas de tal forma que son incapaces de desengancharse. La compensación debe de ser inmensa para que caigan de esa forma y te confiesen que llegarían a matar incluso a su madre a cambio de su dosis. Me he dado cuenta de que hay gente enganchada a la heroína desde los años setenta. A mí me chocó mucho tener que darle metadona a una compañera mía de treinta y cinco años que nunca se lo ha dicho a nadie y sigue ejerciendo su profesión estupendamente. Y ella sentía vergüenza de que yo supiera que era heroinómana desde 1975, pero yo en eso no me meto, yo le doy la metadona y me alegro de ver que lo está llevando bien, que sigue trabajando. Hay gente que se parte la cara por un bote de metadona, pero también hay mucha otra que lucha por salir, que están en pareja pero se apoyan para desintoxicarse, que tienen recaídas pero continúan intentando salirse... Y desde luego, no solamente se trata de pobres yonquis de barrios bajos, también viene gente famosa y rica que está fatal. La vida de estos drogadictos carece de sentido fuera del mundo de las drogas, les cuesta más llevar una vida normal que seguir inmersos en él, para volver a sentir la sensación de su primera ingesta. Yo siempre les explico que eso es imposible porque se crea una tolerancia y una dependencia que les obliga a aumentar la ingesta para obtener ya no lo mismo, sino un cuarto de lo experimentado con el primer chute.

Tengo tres pacientes politoxicómanos con una vida normal, de los cuales, dos se lo ocultan hasta a su pareja.

—Mi mujer, con la que llevo veinte años, no lo sabe ni lo sabrá —me comenta uno, a pesar de que él ha sido uno de los mayores traficantes de droga en Amsterdam—: Yo he visto cómo se ha matado gente delante de mí y, simplemente, me he apartado y he seguido mi camino.

Es un tipo racional, serio, que se hace controles cada seis meses, no tiene el sida ni nada, tuvo una fuerte adicción a la heroína, pero en la última temporada tomaba el speed bull, que es heroína con coca y dice que es la bomba, hasta el extremo de provocarle orgasmos. Sin embargo, él reconoce:

—He renunciado a todo eso por mí mismo, porque ya no noto el mismo placer y porque quiero hacer otra vida, pero la felicidad que me dio todo aquello, incluido el ser traficante, nunca la olvidaré.

La verdad es que cuando eres una currante normal y corriente que dobla turnos para llegar a fin de mes, te descoloca que alguien trabaje veinticuatro horas para meterse un pico de heroína.

En la sala de venopunción, en la que se les da el kit para que se pinchen lo que deseen en condiciones higiénicas, he visto a gente pinchándose varias veces en distintos puntos, entre ellos el lóbulo de la oreja, que por lo visto les deja KO de placer, porque así les llega la droga a más partes del cuerpo y se sienten como en estado de levitación. Vi una sobredosis hace poco de uno que se metió speed bull de mala calidad, muy mezclado con sustancias varias, y hubo una interacción porque era alérgico a la aspirina pero él no lo sabía, lo cual le provocó un choque anafiláctico a la vez que un mal viaje, tuve que darle aire y paliarle el efecto de la sobredosis, pero no hubo forma de salvarle.

Ven mucho apoyo a nivel médico y de enfermería, pero son ellos los que dominan su vida, los que deciden. Son muy pesados y muy manipuladores porque ante todo quieren conseguir su dosis, si eres chica les das el brazo para ayudarlos y se toman todo el cuerpo... Yo he sufrido amenazas, sobre todo de un ex legionario al que se le va la cabeza y que yo llamo el Samurai, porque se piensa que es el sucesor de Kung Fu. De normal, es muy simpático y me recita versos, pero el día que le da un mal viaje la metadona, se viene disfrazado de samurai y con una catana que me enseña a través del cristal y me amenaza con rajarme porque no le gusta esta metadona, ni su vida, y le apetece matarme. Yo le digo:

—Pero tú adonde vas, has visto muchas películas orientales, enfunda por favor la catana.

Y entonces se calma. Pero me han escenificado muchas crisis compulsivas ex profeso para que acuda a ayudarles y aprovechar para agarrarme, no ha habido agresiones físicas pero psicológicas sí que lo intentan, del tipo: «A tu hijo lo conozco y lo voy a matar»... Y yo me parto porque no he sido nunca madre, pero la intención última es hacerte daño para que saltes como persona y tú le tienes que marcar que estás ahí para ayudarles pero que no se deben sobrepasar. Son muy pillos, se las saben todas. El Samurai me comenta:

—Mira, como estoy mal de la cabeza, yo puedo salir a la calle y matar a alguien sin que me metan en la cárcel porque puedo alegar locura.

A pesar de todo ello, muchas curaciones lo compensan todo. Un día iba en moto y me topé con un motero al que le había arrollado un coche. Me paré y vi que tenía la tibia para un lado, el peroné hacia el opuesto y el pie, para el otro; le debía de doler un montón, de hecho, se desmayó del susto. Me puse los guantes que llevo siempre por si acaso y me dispuse a alineárselos y a hacerle un torniquete, para que no se desangrara, y lo conseguí, con la inestimable ayuda de todos los vecinos que me iban trayendo todo lo que les requería. Cuando llegaron los del SEM me dieron las gracias y me sentí muy feliz y muy útil, me eché a llorar de la emoción como una tonta. Me gustó tanto que ahora he echado una solicitud para hacer un posgrado y entrar en el SEM, para estar en la ambulancia sola, ir a reconocer cuerpos, ayudar en accidentes, etcétera.

Hay experiencias muy bonitas, cuando la gente te escribe cartas de agradecimiento o te coge de la mano y te asegura que jamás te olvidará, que les has ayudado muchísimo, que aprecian tu sinceridad y tu humanidad, cosa que no se aprende en la universidad. Cuando ves a niños con leucemia que se recuperan o a pacientes graves que salen por su propio pie... He llorado mucho por esto. Como con un bebé abandonado que me quería llevar a mi casa pero tenía el corazón partido y no iba a durar más de un año, era lo más precioso que he visto nunca en neonatos, y me hacía llorar de emoción porque yo hacía doce horas por la noche, y lo cogía y lo subía a la planta de arriba al aire libre, desde donde se ve toda Barcelona, y notaba que emitía otros sonidos guturales conmigo, toda mi intención era que al menos mientras estuviera vivo tuviera algunos momentos bonitos. Este tipo de historias te permiten alegrarte de pringar doce horas diarias porque a nivel profesional la labor que hacemos las enfermeras no está justamente pagada en relación a lo que hacemos con los pacientes.

A.T.

Desde 1998 ha trabajado en varios hospitales catalanes, con los bomberos y el 061, así como poniendo inyecciones o curas similares a domicilio. Sabe de lo que se habla y quizás por ello cuenta las historias de carrerilla, sin apenas inmutarse para reírse. Como el desaparecido Eugenio con los chistes.

En Vall d'Hebron es donde me lo he pasado mejor. Por ejemplo, va una analista a hacerle el análisis a una señora y no le encuentra la vena, imposible, de ninguna manera. El problema es que ya estaba muerta; habían pedido la analítica antes de que muriera pero llegó demasiado tarde. A mí me pasó algo parecido: me pidieron que sondara a una señora y, al segundo, me dieron la orden contraria:

—Ya no hace falta. —¿Por qué?

—Porque se ha muerto.

Así, en menos de nada. Al principio me chocaba mucho ese breve paso de la vida a la muerte, pero ahora ya no tanto, ves que un día estás y otro no, y eso te lleva a pensar que has de aprovechar la vida, porque cualquier día puedes enfermar y morirte, coger un cáncer o lo que sea...

Estar sano es un lujo, porque si no estás sano, no puedes hacer nada. Cuando uno está en el hospital y ve a gente sin piernas, o gangrenadas, no se para a pensar que está vivo y sano... Gangrenas he visto varias, las aprietas y suenan cree cree cree, como un grillo; aparecen sobre todo en piernas, por una bacteria anaerobia (las que viven en ausencia de oxígeno y surgen cuando se infecta una herida en un agujero al que no entra el aire). Me acuerdo de unas curas a una chica que tenía clavos insertados y los recovecos podían infectarse, por lo que le poníamos unas bolsas de basura con celo alrededor de la pierna y le metíamos un tubo con oxígeno a toda pastilla para liquidar los anaerobios. Esa chica salió muy bien de la cura.

Igualmente, los diabéticos tienen un montón de complicaciones, como las de los pies, que se les cortan los dedos con las uñas, pueden incluso quedarse sin piernas; los ojos también los tienen mal; se van quedando sordos... Es muy importante llevar la diabetes muy controlada.

Me enviaron a ponerle una inyección a un chico muy guapo y me lo encontré en pelotas en la cama, en plan romano. Le puse la inyección y me invitó:

—¿Qué?, ¿no me vas a hacer nada más? —Pues no.

Las demás ya sabían cómo era e iban de cachondeo, pero yo me puse roja como un tomate. No me lo podía creer, pero aún menos crédito daba a mis ojos cuando me avisaron de una ocasión única —«Ven, que vas a ver una cosa que nunca más verás»—: era una señora a la que se le habían desprendido los ligamentos provocando la caída del útero y éste le había salido por la vagina, de forma que lo tenía colocado encima de la cama entre las piernas abiertas, con los ovarios incluidos.

También me dejó helada la primera úlcera que vi en la realidad, más allá de la llaguita que yo creía que era una úlcera cuando estaba estudiando, porque era un agujero de un palmo en un fémur de una señora, tan profundo que se le veía el hueso, incluso cuando lo movía, y le iba el fémur por un lado y la chicha por otro, parecía un jamón infectado, todo amarillo. Me mareé y mi compañera se empezó a reír viendo que me iba a caer al suelo.

En el hospital de Barcelona, durante mis prácticas, una compañera mía salió de la sala de partos a decirle a la familia que habían tenido un niño, cosa que celebraron por todo lo alto... pero se había equivocado de quirófano, con lo cual al rato tuvo que quitarles la idea de la cabeza porque la suya era una niña. Y siguiendo con los partos, una señora muy mayor que estaba ingresada en Trauma me explicó una anécdota de cuando era matrona de pueblo: la llamaron para un parto y sacó al niño azul, y lo daban por muerto, pero pensó: «Lo voy a reanimar». Le sacó los mocos con la boca, le dio unas palmadas en la espalda, y al final se puso rosa y salió adelante gracias a su constancia. Además, trabajando en Urgencias del hospital del Mar, nos llegó una gitana que se puso de parto mientras estaba atracando un banco: la trajo la Policía, detenida, a parir. También me explicaron de una que tenía la manía de que estaba embarazada. La primera vez se lo creyeron porque estaba muy gorda y la pusieron en la sala de partos pero, sorpresa, no tenía bebé dentro. Se ve que iba cada mes de parto, la dejaban allá en la cama para que hiciera todo su ritual y luego se iba tan campante.

Para nuestra salud, lo más duro de trabajar en el hospital es que como no hay muchas camas que se puedan subir automáticamente, tienes que hacer mucho esfuerzo con la espalda, por lo que estamos todas fastidiadas, hay grúas pero no suficientes. Y no es fácil subir a un señor de ciento veinte kilos a la cama, tenemos técnicas de movilización pero no evitan que el dolor de espalda sea una de las principales causas de baja.

Luego están los pacientes impertinentes que no te dejan vivir: los acomodas, les haces todo lo que haga falta, pero como están deprimidos no paran de llamarte porque quieren verte, reclaman atención constante, cuando lo que necesitan es atención psicológica... y se la damos, pero no llegamos a tanto. Me acuerdo de una señora que estuvo seis días en el hospital con una depresión tal, que cada vez que te ibas rompía a llorar. Y cómo te vas a ir dejándola así. Tenías que estar aguantando, dándole ánimos, y cuando paraba de llorar te ibas corriendo. Hay muchas enfermeras que evitan estas situaciones, mandan siempre a otras. Corres el riesgo de deprimirte tú también, pero te haces un poco dura, si no, no podrías soportarlo.

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