—Ay, doctor, no haga tanto uso del matrimonio que lo va a desgastar.
La verdad es que con ese ginecólogo teníamos una confianza tal que un día me fui a hacer pipí y, como no me encontraba, se fue al baño y empezó a preguntarme desde fuera:
—Cecilia, ¿estás ahí?
—Sí, sí.
—Ah, pues haz, haz, que no te molesto. —A ver, doctor, ¿es que no puedo venir a hacer pipí a gusto?
—No, pero si yo no te he interrumpido...
—Ya, pero usted sabe lo que es saber que está alguien esperándote sentado aquí afuera y que tienes que evitar hacer ruido...
—Pues no, de eso no me había dado cuenta.
Pero bueno, yo también pasé mi apuro el día que tuve que decirle a un médico que llevaba la bragueta abierta.
El ginecólogo Crivillé era una persona muy recta y nunca se quedaba solo con ninguna paciente; aunque yo tuviera que salir a hablar con las de la sala de espera, tenía que dejar la puerta entreabierta con una pierna dentro del despacho, porque era muy moralista, clasista y machista. Yo le soltaba que era el médico de las istas. A su consulta venía gente muy bella, con cuerpos esculturales, y él me decía que yo a las abuelitas las sacaba con el viso y en cambio a las que estaban bien paridas se las tapaba hasta arriba. Le avisé de que si seguía jugando, algún día le haría una mala pasada cuando viera a alguna de esas que tumban a cualquiera. Y, en efecto, un día vino una azafata estupenda que había tenido un constipado, se había tomado antibióticos y, como consecuencia de ello, le habían bajado las defensas. Vino explicando que tenía un flujo blanco, con un fuerte olor a yogur, y yo ya intuí que eran hongos pero preferí que la viera el doctor. Ella tenía reparos, pero era lo más indicado. Le pedí:
—Quítate la braguita, no te quites nada más, y te pones este poncho.
Y me sale la pobre con el poncho abierto por delante, con un sujetador muy bonito y sin braguitas.
Yo estaba de espaldas, pero me di cuenta de que algo raro pasaba cuando vi la cara de sorpresa del doctor Crivillé y le escuché gritarme: «¡Cecilia, dile a esa muchacha que se tape!». Ella se tapó tan rápido que no me dio tiempo ni a verla, pero cuando se marchó, él me amenazó:
—Te retorceré el cuello como a los pollos, collons, me sale aquí una mujer con unas piernas que no tenían fin...
—Mire, no lo he hecho aposta —le contesté yo—, pero ya nunca más me volverá a decir que se las tapo más que a las abuelas.
Una mujer madura vino con el clítoris destrozado, ante lo cual, el médico le preguntaba:
—¿Tiene usted pareja?
—¡No! —contestó airada.
—¿Tiene usted algún perrito? ¿O quizás un perro grande? —No, ¿por qué?
—Porque a veces las señoras tienen perritos de compañía que les hacen cosas... ¿Y hay alguien que la masturbe?
—No.
—Pues entonces permítame que vaya al grano: si nadie la masturba con algo áspero y duro como podría ser la mano de un hombre con callosidades, será usted quien se masturba. Pero ¿con qué lo hace para tener el clítoris tan irritado?
Al final confesó que se metía una zanahoria en la vagina y el clítoris se lo estimulaba con las hojas verdes de la misma.
Más curioso aún nos pareció que viniera a pedirnos cita para el ginecólogo un hombre. Las treinta señoras que había esperando en la sala ñipaban de que el hombre insistiera tanto por más que yo le dijera que adonde tenía que ir era al urólogo, pero finalmente me explicó lo que le preocupaba:
—Mi esposa vino el otro día y le diagnosticaron hongos, y claro, a mí me tiene que ver el médico.
Yo estaba abochornada y quería sacarlo de la sala, con lo cual me lo llevé al despacho y llamé al doctor, que se negaba porque lógicamente no era su especialidad. Le pedí que hablara con él dado que yo no conseguía convencerle, y le hizo pasar. El iba lanzado a bajarse la cremallera, pero el doctor le rogó que tuviera calma:
—Explíqueme primero qué le ocurre, ¿tiene alguna molestia?
—No, no tengo molestias, lo que pasa es que estoy muy preocupado, porque seguro que mi mujer me ha contagiado los hongos en el pene, pero lo que más me preocupa es saber si los tengo en el cuello.
—¿En el cuello? Eso tendría que mirarlo el otorrino, pero es muy difícil el contagio...
—Que no, señor, que yo no digo por dentro, sino en la nuca.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Pues es muy fácil, por difícil que usted lo vea. Mire, mi esposa y yo tenemos la costumbre de que antes de irnos a la cama ella se quita las braguitas y me las pongo yo, entonces la cojo a hombros y empezamos a correr hasta que estamos a tono y entonces nos vamos a consumar...
Y muy triste fue otro caso de una pareja joven que iba buscando un niño desde hacía más de un año y vino para ver por qué no se quedaba ella en estado, así que el doctor le hizo una histero (una histerosal—pingografía: es una prueba en la cual infiltran un líquido yodoso para ver si tiene las trompas obstruidas y si son permeables). El médico se disponía a meter el histerómetro y no entraba. Iba a introducir el espéculo y tampoco. La llevan a Rayos X para ver lo que pasaba en pantalla y, simplemente, mantenía el himen intacto. Era virgen. De lo que se deducía que nunca habían tenido relaciones completas. Entonces les preguntamos cómo lo hacían y nos contaron que por el ombligo. Ella se sintió fatal, porque tenía veintipocos años, y él menos. Hubo vergüenza, llanto, de todo lo consabido. Y el médico los sentó, les explicó cómo funcionaba todo, les recomendó que se fueran de vacaciones sin decirle nada a nadie y lo hicieran relajadamente cuando les apeteciera.
Hay muchísima desinformación sexual, contra lo que cabe suponer. Lo demuestra la gran cantidad de embarazos no deseados: no es muy normal que después de haber abortado en alguna clínica ilegal, te vengan aquí a curarse y con unos traumas horrorosos; no es muy normal que crean que por una vez no te vas a quedar (aunque tenga quince años, en cuanto la mujer menstrua, se puede quedar embarazada); no es muy normal que la gente piense que sólo se quedará embarazada si el pene entra hasta el fondo (no hace falta, es como el chiste aquel de que con «la puntita» ya es suficiente)... Y, a pesar de explicarles
los anticonceptivos hasta quedarte afónica, muchos no hacen caso. Por ejemplo, les recomendamos a las mujeres que, si están tomando la píldora y un día sufren vómitos o diarreas, vengan a que les demos otra, porque podría perderse el efecto y tener más posibilidades de quedarse encinta. Existen también mitos de la gente mayor que mujeres jóvenes y cultas se quieren creer, como que mientras estén dándole el pecho al bebé no menstrúan y, por tanto, no se pueden quedar preñadas: es una falacia sin sentido porque las mujeres recién paridas tienen muchos descontroles, y es más, dicen que cuando un hijo mama, estimula el deseo sexual de la madre, con lo que, al estar mucho más receptiva al sexo, tiene aún más posibilidades de quedarse embarazada. Y luego vienen los abortos.
Cuando yo estaba en Ginecología —durante once años y hasta hace quince—, abortar era un problema. Los ginecólogos allá jamás recomendaron el aborto, si bien ayudaban a la madre en todo lo que le hiciera falta. Para la gente que tenía dinero, el problema no existía: pagaba para que lo realizara un médico que operaba a menudo en una clínica abortiva privada y eliminado. Pero para la gente de a pie, sin posibles, no resultaba tan fácil: tenían que recurrir a una asociación que organizaba viajes los fines de semana para abortar en Inglaterra, donde les hacían verdaderas sangrías y venían los lunes a Ginecología sangrando como corderos. Les habían dado antibióticos para que aguantaran hasta llegar a España y poder venir a la consulta, y tristemente muchas se quedaban estériles de por vida. Algunas han pasado después por mis manos en la consulta de Psiquiatría.
Lo cierto es que vimos de todo, como chiquillas menores de dieciséis años con unas infecciones terribles que habían cogido por contagio con parejas no estables. Lo de menos son los hongos, que florecen con la humedad, incluso en la playa, a poco que haya una bajada de defensas, y se han de tratar en el hombre y la mujer cuando se contagian. Lo peor son los condilomas, una especie de verruguitas que van saliendo desde la vagina hasta el ano, por fuera; y mucho más graves son las tricomonas, que se manifiestan como un flujo verde con un olor a pescado podrido e irritan mucho a la mujer, le dejan la vagina totalmente enrojecida, el clítoris y los labios se hinchan... por lo que se la tiene que medicar enseguida. El problema es que tanto los condilomas como la tricomona se contagian por contacto con hombres que tienen esta infección sexual, pero que no tienen por qué saberlo pues sólo son portadores, no notan ningún síntoma ni molestia. Es la mujer la que ha de buscar a la persona con la que ha mantenido relaciones, aunque hayan sido esporádicas, e informarle de que debe ponerse en tratamiento para no ir contagiando a otras mujeres.
En cuanto a los métodos anticonceptivos, el doctor Crivillé era uno de los que no querían ni poner el DIU. Decía que el ginecólogo que se lo colocaba a una chica que nunca había parido era de juzgado de guardia, puesto que generan muchas infecciones que en unas ocasiones acaban en una operación y, en otras, terminan en anesitis, una infección en las trompas que impide que los óvulos bajen y que los espermatozoides suban y que, por tanto, inhibe el embarazo. Antes había muchas infecciones por DIU mal puestos o porque se mueven; incluso han nacido niños con la T del DIU marcada en la cabeza. Algunas mujeres preguntan si el método anticonceptivo podría pinchar el pene durante la penetración, cosa harto difícil a menos que el susodicho sea muy largo, porque se coloca en el cuello uterino, pero por pasar, puede pasar. Como se pueden tener relaciones con el tampón dentro sin que la mujer se entere. No lo he pasado peor que una vez que tuvimos que sacarle a una mujer un tampón después de haberlo llevado dentro ocho días y haber tenido relaciones no sé cuántas veces, es inimaginable el olor que emitía, le tuvimos que dar antibióticos y todo. ¿Cómo es posible que ella no se diera cuenta, con el olor que ya despide la regla de por sí, y que él estuviera tan ciego como para no notar que daba con el tampón allí dentro?
Bastantes hombres y mujeres tienen la idea errónea de que si se les vacía la matriz, ya no van a poder volver a disfrutar del sexo, porque creen que ésa es la parte que les da el placer. Necesitas mucha retórica para convencerles de que la matriz no proporciona ningún placer, que es sólo un saquito que no sirve para nada más que para albergar el feto engendrado y que lo placentero para la mujer es la estimulación del clítoris. Es más, tras la operación se solía cerrar un poco la vagina para que apretara más el pene durante la penetración, o sea, que no tenían por qué obtener menos placer ninguno de los dos. El problema es que algunas mujeres confesaban que, si fuera por ellas, no lo harían nunca argumentando que sus parejas iban con las orejeras puestas a obtener su propia satisfacción, sin más, y luego se tiraban boca arriba y a roncar. Las pobres no sabían lo que era un orgasmo. «¿Y eso qué es?», preguntaban muchas. En esas condiciones, ¿cómo iban a tener ganas de hacerlo? Habría que explicarles a los hombres que si la mujer no está húmeda y bien preparada, el coito le resulta doloroso, pero como ellos no suelen acudir a la consulta ginecológica con sus esposas salvo cuando se trata de buscar un hijo, es imposible orientarles y hablar de estos temas con ellos.
Así las cosas, no es de extrañar que muchas mujeres, cuando se les operaba de la matriz, aseguraran que perdían mucho apetito sexual. Por contra, los maridos me venían a preguntar cuándo podrían volver a tener relaciones sexuales con ellas. A la vista de que tenían pánico al sexo con sus maridos, yo me ponía en su lugar y me convertía en su cómplice hasta el punto de que si lo normal era una cuarentena de abstinencia, les pedía a los médicos que les recetaran por escrito de cincuenta a sesenta días. Los médicos me advertían que algún día me iba a venir un marido a arrancarme las orejas, pero yo me arriesgaba igual.
También me chocaron casos de mujeres que no querían dar a luz. Les pedías que hicieran fuerza durante el parto y, por el contrario, juntaban las piernas y teníamos que atarlas para que se dejaran ir. Algunas de ellas se niegan después a mantener relaciones sexuales con el marido para no quedarse embarazadas de nuevo, inclusive aunque estén tomando la píldora: no se fían y prefieren que él haga lo que quiera para satisfacer su deseo con tal de no tener que pasar otra vez el mal trago. Sin embargo, a otras que manifestaban miedo al parto en el momento clave no les da tiempo ni a pensarlo e incluso van sacando el pañuelo por la ventanilla del coche para evitar tener el bebé por el camino. Este tipo de miedos se curan en Psiquiatría: es preciso convencerlas de que siempre estarán protegidas.
Por otra parte, muchas chiquitas jóvenes que ahora vienen a consulta psiquiátrica han corrido mucho: creen encontrar lo que imaginaban como el amor de su vida en el sexo, y luego se dan cuenta de que se han relacionado con personas equivocadas que no han sabido mimar y apreciar su cuerpo, y se han acabado viendo ultrajadas, por modernas que queramos ser. Para mí, mi cuerpo es el vestido más bonito que me puedo poner, y lógicamente, yo el vestido más elegante que tengo no se lo presto a cualquiera, y aun así, si lo dejo, ruego que me lo cuiden. En cambio, las niñas que vienen aquí están ya de vuelta de todo y todo les parece lo mismo y recaen una y otra vez en el mismo tipo de hombre, lo pasan fatal. Tenemos una paciente que ha estado en lo más alto: cobraba un pastón, tenía una hija y se separó porque se encaprichó de un compañero de trabajo, pero luego no sé por qué él se marchó fuera a trabajar en la misma empresa y ella se trastocó de tal manera que empezó a mezclar pastillas con alcohol cada dos por tres. Al menos conseguimos que, en lugar de tomarse el cóctel letal y llamar después a la ambulancia para que fuera a buscarla, llamara a un taxi y se viniera a Urgencias para que pudiéramos ir directamente a verla. Y allí nos la encontrábamos cada lunes. Hasta que un lunes no tuve tiempo de bajar a verla y cuando lo logré, me la encontré ya metida en la ambulancia, atada, que se la llevaban al psiquiátrico. Empezó a gritar que quería verme, la desataron y comenzó a llorar al tiempo que me prometía que nunca más lo volvería a hacer. Salió del psiquiátrico con un novio que estaba más o menos como ella, y nos vinieron a consulta quejándose de que no podían tener relaciones sexuales porque él era incapaz, cosa lógica teniendo en cuenta las dosis de pastillas que tomaban ambos. Lo raro es que ella sintiera algún tipo de deseo sexual. Seguramente se había montado su película en la cabeza. En cualquier caso, esa chica nunca volvió a meterse el cóctel de pastillas y alcohol pero tampoco se ha recuperado, ahora está cobrando una pensión por invalidez de por vida, con cuarenta y pocos años. Tuvo que abandonar el pisazo que tenía... Les he preguntado a los médicos qué es lo que no funciona bien en el cerebro para que de repente, cuando surge un problema, como podemos sufrirlo todos, una persona llegue a destrozar su vida. ¿Nace así ya y todo estalla cuando cae la gota que desbarata todo, o es que hay personas que no saben salir de los baches y se refugian en la autodestrucción? Yo quisiera encontrar la manera de inyectarle aire fresco a una persona que lo ve todo asfixiante para que no caiga así, para hacerle ver que no merece sus lágrimas ningún ser humano que le haga daño.