Anécdotas de Enfermeras (5 page)

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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

BOOK: Anécdotas de Enfermeras
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Al menos ves que muchos se curan, eso sí, y te confirman que lo haces bien, como el señor que traía aquí a su madre y la llevó también a la sanidad privada, y en ésta, el cirujano, que era muy bueno, le estaba tratando una herida con cortisona, cosa que yo no entiendo porque tiende a empeorarlas. Yo le dije que había que cambiar de tratamiento pero no se lo creía, me costó mucho convencerles, muchas visitas.

Lo curioso es que la herida llevaba dos años con el mismo aspecto y a los quince días de que consiguiera que aceptaran mi tratamiento, empezó a mejorar. Se quedaron helados y rectificaron su creencia de que la privada es mejor que la pública, lo cual te gratifica mucho.

Pero es que, además, la mayoría de las veces los médicos de la pública son los mismos que los de la privada. Con otra enferma, a la que llevaba aquí un médico muy bueno, el mejor dermatólogo que hay en España, pasó algo parecido porque él le puso un tratamiento pero ella no se fiaba, me dijo que no lo seguiría. Yo intenté persuadirla pero no hubo modo, preguntó por el mejor dermatólogo de Barcelona y le dijeron uno privado. Cuál no sería su sorpresa cuando fue a la consulta y se encontró con que era el mismo. Le recetó lo mismo, le cobró su tarifa habitual y después me lo contó compungida. Son los mismos, el único problema es que en la pública suele haber listas de espera muy largas, porque no hay suficiente presupuesto, ni médicos ni centros para tanta gente. En la privada te haces una prótesis y la tienes al momento, en la pública no, porque vale seis mil euros, pero el personal es muy humano, no te hablan forzadamente como cliente, sino como paciente. Y a veces es más importante el trato cariñoso que el tratamiento en sí.

El otro día vino una chica con la cabeza abierta, era un corte de nada pero la sangre lo hacía mucho más aparatoso pues iba toda roja. Nos agradeció más que le agarráramos la mano, le pusiéramos una manta, la limpiáramos, etcétera, que la sutura en sí.

He trabajado también en la privada, porque cuando me separé me quedé sin nada de dinero: de tener mi sueldo para mis caprichos pasé a pagar las facturas del agua, gas, IBI, seguros... y me fui a trabajar por las tardes a una consulta privada de un dentista. Era un loco, un tirano, sufrí acoso laboral, hasta el punto de que me escondía radiografías o piezas dentales para que luego no las encontrara y así poder echarme la bronca, como me reconoció al final. Me maltrataba psicológicamente, lanzaba el instrumental delante del paciente, me decía de todo para hacerme sentir como una idiota, y al día siguiente me abrazaba porque estaba de buen humor; y encima de todo, no me tenía asegurada. Así que un día le dije que no volvería más y él reconoció que me echaría en falta. Siempre decía que se me notaba que nunca antes había estado en la privada. No lo entendí, pero ahora sé que se refería a que no soy insoportablemente amable con los enfermos. Yo en la pública soy amable y nunca he tenido ningún problema con nadie, pero me niego a hacer las pantomimas y reverencias que hacen en la privada. Para mí, interpretan un papel con el que me siento incómoda cuando me atienden como paciente y que no sé interpretar como enfermera. Digamos que te cobran tanto que, como mínimo, te tienen que hacer la pelota, va incluido en el presupuesto. Es escandaloso: el periodoncista me cobró cincuenta euros por mirarme para reafirmar una cirugía que me tiene que hacer en unos meses y le dije a la recepcionista:

—Se ha equivocado, si no me ha hecho nada, ni me ha tocado.

—Ya —me contestó ella—, pero es su mirada. 46

Lo cierto es que las enfermeras de la privada van locas por estar en la pública, porque hay muchos fallos y chanchullos, pero en cuanto al trato, es más humana, y la convivencia con el paciente es más normal, pues en la privada es puro teatro, no sabes hasta qué punto es necesaria la visita o te la pone para poder cobrarte más. Es una tomadura de pelo.

S.T.

Esta treintañera catalana, antes actriz y bailarina, ha estado en todas las unidades porque ha trabajado como correturnos en varios hospitales, lo cual le ha permitido vivir experiencias en la UCI, en hospitalización y Urgencias. Esto genera mucho estrés pero también un bagaje importante que no dan los masters ni los posgrados.

En un hospital impacta encontrarte con la muerte tan cerca, no es cierto que nos acostumbremos: es horrible cuando te viene gente agonizando y, desde luego, no es lo mismo que se muera un bebé de dos meses que un anciano de ochenta años, pero, independientemente de que uno haya hecho su proceso de vida y el otro no, impactan los dos. La primera muerte que tuvo lugar en mis brazos fue la de otra enfermera que estaba hospitalizada porque tenía cáncer. Es muy duro que una persona te pida la eutanasia pasiva, que te implore: «Ayúdame a morir, pero ya mismo, no me dejes veinticuatro o setenta y dos horas más...». Estuve dos o tres noches sin dormir, reflexionando sobre ello. Y luego tuve que ver cómo se despedía de todos sus familiares, fue algo muy emotivo y doloroso, porque era una chica de treinta y tres años.

En general, Oncología es durísimo, yo voy rotando por semanas porque no puedo estar allí de seguido, y cuando vuelvo semanas más tarde me entero de que algunas personas han desaparecido, o que las que siguen allí están peor, muñéndose.

Es muy curiosa la forma de ser de la etnia gitana, les duele muchísimo más la muerte que a cualquier otra, por lo que siempre hay que hacer un protocolo previo para anunciar la muerte de un gitano. Por ejemplo, tú compruebas que se ha muerto, que no tiene constantes vitales. Y no se lo puedes soltar a bocajarro porque no se lo creen y sospechan que hemos ayudado a matarlo de alguna manera y te amenazan con rajarte, de modo que tienes que avisar a todo el clan de que está muy mal, después tienes que hacerle dos electros, porque desconfían del primero: «A ver si es que la electrónica falla...». No ven la muerte como una parte natural del proceso vital sino como un insulto a la vida. Hay que hacerles todo un ritual que nos estresa mucho, porque además de ellos tienes veinte pacientes más.

En Urgencias me han pasado cosas muy simpáticas, algunas de ellas relacionadas con el sexo. Una vez me vino una pareja que había estado jugueteando con un vibrador y a la chica se le había introducido mucho y no se lo podía sacar porque le hizo vacío. Era uno de aquellos vibradores antiguos de cristal, y tuvimos que perforar para poder extraerlo, si no, era imposible. Delante del paciente no te ríes, pero detrás, no puedes evitarlo. Sobre todo cuando te llegan personas con artilugios de todo tipo que no tienen la función de procurar satisfacción sexual pero los usan para tal fin. Tuvimos un caso propio de Almodóvar de una abuela de ochenta y dos años que vino con problemas vaginales, le palpábamos y no notábamos nada porque estaba muy introducido, así que tuvimos que hacerle una ecografía. En la imagen se veían unas bolas, y un médico dijo:

—A ver si va a ser un rosario que la abuela se ha metido después de rezar.

Y todo el personal se cachondeó de él un rato. Efectivamente, era un rosario, con crucifijo incluido.

Hemos encontrado frutas como peras pequeñitas de San Juan, trozos de plátanos, limones, porque la cáscara al parecer induce mucho al placer por su rugosidad; pero también pelotas de ping-pong, de billar, bolis, un montón, cosas cilíndricas... Vienen sobre todo homosexuales, los hetero no se atreven tanto, aunque en realidad a todo el mundo le cuesta mucho admitir que estaba jugando sexualmente, vienen personas adultas que se inventan que se han sentado sobre el objeto en cuestión y, qué casualidad, lo han absorbido con sus partes íntimas.

También he atendido peleas que habrían dejado boquiabierto al mismísimo Scorsese. Se habían marcado dos a navajazos y el toque final fue una puñalada con un cuchillo de cocina. Lo recogimos con él clavado en el estómago y no podíamos extraérselo, a riesgo de que se desangrara por la profundidad del agujero. Los del SEM, Servicio de Emergencias Médicas (061), estamos acostumbrados a historias así, porque recoges de todo, desde borrachos echando la papa, hasta trocitos de personas en accidentes de tráfico, que es lo más desagradable. Pero cuando llamamos a la ambulancia ordinaria para hacer el traslado de una unidad a otra más preparada para que se lo llevara con el cuchillo incorporado, los pobres alucinaron con la escena. Era verdaderamente esperpéntico verlo allí con el cuchillo clavado y sentado: tuvimos que incorporarlo y ponerle doble camilla, porque de haberlo tumbado la hemorragia habría salido por la boca.

Otra muy marciana, y nunca mejor dicho, fue cuando me vino un chico con una de esas antenitas en forma de V, de aquellas que llevaban los televisores antiguos de colores, clavadas en la nuca de tal modo que le salían por detrás de la cabeza y le asomaban por encima dándole verdaderamente el aspecto de un extraterrestre. El pobre estaba fatal porque le había tocado las cervicales, y lo peor es que había sido la novia, que en un arrebato de furia cogió lo primero que vio a mano y se lo clavó con todas sus fuerzas.

Nos reímos mucho con un transexual que tuvimos en la Unidad de Digestivos del hospital de San Pablo y una noche durante una guardia se puso a cantar el «En el amor todo es empezar», de Raffaella Carra, disfrazado con las sábanas y lo que pilló por la habitación, en plan drag queen pero con el pito fuera. Se montó allí un cachondeo importante.

Con los nombres de los medicamentos también se crean situaciones graciosas; por ejemplo, vino un abuelo a Urgencias diciéndome que él se tomaba una medicina llamada Tarzán y, claro, el médico y yo teníamos que intentar averiguar a cuál se refería en realidad, hasta que dedujimos que hablaba del Zantac.

Eso por no hablar de los chiquillos que se excitan cuando vas a curarles y te ruegan que te salgas hasta que se les baje la erección. La primera vez te descoloca, ves cómo a través de la sábana va subiendo el trípode, pero luego ya lo ves normal porque no lo pueden esconder, es natural.

Cada vez nos encontramos más chicas que vienen manifestando que han sido violadas cuando luego comprobamos que se han hecho ellas mismas las heridas, los moratones y los rasguños, se autolesionan para tocarle las narices a su ex, pero luego no hay ningún rastro de semen ni de nada que demuestre la violación. Me impacta cómo la gente puede llegar a degradarse tanto para fastidiarle la vida a otra persona.

Me da un poco de miedo, porque aparte de enfermera eres persona, cuando los mossos traen a detenidos esposados que están heridos o enfermos: tengo que curarlos con las esposas puestas, en prevención de que acaben agrediéndome a mí. He estado en barrios conflictivos donde se montan verdaderos espectáculos porque llega la policía custodiando a la ambulancia, todo el mundo mirando...

Pero aun así eso no es nada comparado con lo que viví cuando trabajé en la unidad de Psiquiatría de Agudos de la cárcel de Can Brians, que es de presos de alto riesgo, del tipo Hannibal Lecter, para hacerse una idea. Hay pluripatologías, patologías duales... con lo cual, las normas que te imponen en la cárcel para tratar con ellos son muy estrictas: jamás entrar en una celda sin el guardia de seguridad y el mosso de esquadra, que es la protección que yo llevaba para hacer la ronda o darles la medicación; debíamos ir con una linterna y abrir primero una puerta de seguridad y, antes de abrir la segunda, tenías que poner el pie, ya que tienden a empujar con una fuerza abismal. Una vez en la celda, jamás debía dar la espalda al preso, ni el lateral, ni siquiera para salir: tenías que andar hacia atrás. No puedes entrar en la celda con ningún objeto que ellos puedan manipular, porque de un cepillo de dientes han hecho armas punzantes, casi se cargaron a una doctora. Hay que controlar las sábanas, las manos tienen que estar en alto, a la vista, nunca escondidas tras la espalda o en los bolsillos. También tenía que comprobar cada dos horas que los presos no estuvieran muertos, porque de lo contrario, si moría uno bajo mi custodia, me responsabilizaban a mí. Eso en un hospital no se hace, en cambio a un preso con un historial policial típico de asesino en serie, sí. La presión judicial es muy fuerte, probablemente porque si les pasara algo, se podría acusar a Instituciones Penitenciarias de torturas, asesinato o cargos similares. Así que el peso cae sobre el personal sanitario que está de turno en el momento en que le pase algo a algún presidiario.

Tienen un historial médico impresionante, muchos con politoxicomanías; no se sabe muy bien qué mecanismos funcionan en sus mentes, yo tuve curiosidad y aparte de leerme su historial médico, me leí la ficha policial, y me encontré hasta con depredadores, del tipo «mata a su mujer, se come a su hija a trozos»... Prefería saberlo, porque al menos cuando entras a su celda sabes a quién te estás enfrentando, vas más precavida. Pero también más asustada, claro, y hay que tener en cuenta que ellos son como felinos, desarrollan sus sentidos y su percepción al máximo, huelen todos tus estados de ánimo, por supuesto el miedo o la inseguridad, porque no tienen nada más que hacer que pensar en artimañas.

Había pacientes que estaban tan hartos de estar en la cama que se dedicaban a hacer posturas raras, se metían entre el somier y el colchón, hacían contorsionismo hasta lo inverosímil, porque están aburridos y quieren ser diferentes, llamar la atención. Tampoco es tan raro, porque el régimen allí es muy severo, sólo se les abre para ir al baño y para darles la comida, se duchan delante de un funcionario... Así que imagínate lo que han llegado a hacer para recluirlos de esa manera. Las pocas mujeres que había, todas madres, eran asesinas en serie.

Y es curioso, porque en Psiquiatría y Psicopatologia los enfermos tienen un olor especial. Yo he podido tener conversaciones fluidas, normales, de los veinte pacientes que tuve, con dos, con los demás su discurso era incoherente. Se inmiscuyen en tu vida y te preguntan mucho, pero no les puedes contar demasiado porque manipulan y tergiversan la información a su favor. Me gustó mucho la experiencia, siempre me ha interesado el enfermo mental.

Otra rama que toqué fue con anoréxicas y bulímicas. Fue muy duro, porque estaba en un instituto de trastornos alimentarios y de conductas obsesivo—compulsivas donde tenía tanto mujeres como hombres, desde niñas de doce años a madres de cincuenta, y es una enfermedad muy cruda que debe de ser horrible a nivel familiar y que a nivel personal debe de imprimir una marca indeleble en cada uno de ellos, si consiguen salvarse y estabilizarse (aunque siempre hay pequeñas recaídas). Yo aprendí mucho e intenté enseñarles todo lo que pude y más, pero son tan cansinas y agotadoras... Básicamente porque manipulan la información, engañan a sus padres, a su propia mente. A mí se me han llegado a morir en los brazos, por ejemplo, una chica de veinte kilos que se veía gorda, pero yo creo que ésta ya no quería vivir, había una desadaptación del mundo real brutal. Tienen una imagen de sí mismas que no se corresponde con la realidad pero quieren convencerte de que son así, tú eres la mentirosa, no entienden por qué las haces sufrir diciéndoles que las ves delgadas. La mayoría posee una inteligencia superior, casi todas estaban en la universidad, y de las que no, había un 5% cuyos trastornos alimentarios venían causados por abusos sexuales durante su infancia. Para que puedan destapar eso, hay que hacer un trabajo muy arduo, se escapan, te mienten. Una de las más impactantes tenía catorce años y era una artista innata, pintaba genial. Ella llevaba un año ingresada cuando yo entré y no se comunicaba con nadie porque era muy arisca. Yo pensé que aquello debía de tener alguna causa, porque soy muy freudiana, y conseguí ganármela. Un día le pedí que me dibujara algo que quisiera decirme. Se pintó a sí misma de negro y ensangrentada. Unos dibujos tremendamente impactantes, muy oscuros, muy góticos... Y yo me planteé el dilema de si me los había entregado a mí como Sonia o como profesional. Durante dos días lo oculté por respeto, pero luego se los entregué fotocopiados a su psicóloga para que los interpretara. Eso a la chica le afectó mucho. Además, como tenía un trastorno de doble personalidad, podía ser muy dulce o hablarte con mucha ira, era como el doctor Jekyll y Mister Hyde. A veces me daba información suelta para que le pudiera ayudar pero después, cuando me acercaba, me decía ¿quién te ha pedido ayuda? Esto es generalizado entre las esquizofrénicas, jamás te manifiestan que necesitan tu apoyo. Pero por mi carácter siempre he sido muy clara, para lo bueno y para lo malo, y al final siempre me venían y confiaban en mí. Bien, pues la chica «gótica», cuando vino una vez a verla su padre, se puso muy nerviosa e intuí que por ahí iban los tiros. La psicóloga me dijo que no. Fuera como fuese, un día me la encontré toda blanca, pálida. Iba con ropa muy grande, como casi todas, para que no se les vean las formas, pero vi que le goteaba sangre de debajo de la manga y pensé que se había autolesionado, como suele ser habitual en las anoréxicas. La llevé a enfermería y le pedí que se desnudara. Me costó una hora, pero cuando lo logré, vi que tenía todo el cuerpo, de arriba abajo excepto la cara, que era lo único que se le veía, con pequeñas erosiones. Le pedí el objeto con el que se lo estaba haciendo y resultó que había roto una bombilla en trocitos y se iba rajando con los cristales. Pero lo peor fue que se lo sacó ¡de la vagina! Eso fue escalofriante, se me quedó grabado en la retina. Vi cómo la sangre se le escurría por las piernas y cómo extraía un papelito donde guardaba la bombilla troceada. Le pregunté entonces por la parte grande, el casquillo, y se lo sacó también de dentro. Supongo que quería destrozar todo su posible atractivo sexual para evitar sufrir abusos de nuevo. La llevé al hospital y llamé a los padres, y lo cierto es que no he sabido mucho más de ella porque a la semana siguiente al volver de la cárcel tuve un accidente del que me salvé de milagro y pensé que era una señal para que no continuara con los tres trabajos a la vez, así que dejé a las niñas. Me llamó la madre una vez solamente para agradecerme todo lo que había hecho por su hija, que no se había comunicado con nadie en años más que conmigo. Eso me hizo muy feliz, porque sufrí mucho por ella, se me caían las lágrimas.

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