—Cincuenta pesetas que se me han perdido.
Como cincuenta pesetas en aquellos tiempos eran un dinerillo, me agacho yo también para ayudarle a buscarlas. A esto que entra mi compañero Martín y se repite la historia, así que allí nos tienes a todos gateando en busca de las cincuenta pesetas. Hasta que me doy cuenta de que estamos haciendo el tonto porque el hombre está cogiendo las losas, que son cuadritos pequeños, y guardándoselas en los bolsillos. El pobre tenía algún tipo de demencia senil que le hacía creer que eran dinero.
Se nos murió un hombre y nos tocó vestirlo, como era costumbre, con pantalones, chaqueta... y hasta los calcetines, claro. El problema es que a aquél sólo le encontramos un calcetín dentro de la muda que le habían traído los familiares, el otro no aparecía por ninguna parte. Por fin nos percatamos de que el hombre tenía una pierna amputada, hacía mucho que no necesitaba el calcetín.
A un hombre le da una congestión, un accidente cardiovascular, y el doctor avisa a su esposa de que está mal pero que puede salir de ello y que esté tranquila. A la siguiente vez que entramos en la habitación la vemos dándole un Cola Cao al marido, que estaba inconsciente. Le advertimos que no puede darle nada de comer en su estado y responde muy indignada:
—Cómo que no, si mi marido tiene una indigestión, ¿no voy a poder darle su colacaíto?
La verdad es que la gente antes era muy bruta. A mí me llegaron a preguntar cómo podían salir a la calle, les indiqué que llamaran al ascensor y apretaran la B, e imagínate mi cara cuando les vi golpear en la puerta del ascensor y llamarlo a gritos. Eso es verídico, aunque ahora se cuente como un chiste. Eso por no hablar de las bañeras, que antiguamente estaban reservadas a los ricos, de forma que cuando abrieron el hospital, y la gente veía aquella bañera tan enorme que había en cada planta, a compartir por todos los pacientes, tenía incluso miedo de ahogarse. Había un médico que los mandaba a inmersión cuando ingresaban muy sucios. En concreto, nos llegó un gitano que cuando lo sumergimos allí comenzó a gritar:
—¡Socorro, sacadme que no hago pie!
El hombre no se ahogó porque estaba allí el celador para rescatarlo.
Tuvimos un enfermo que cargaba con la fama de ser muy impertinente, de tan quejica. Un día le tocó a otra compañera bañarlo y el hombre protestaba. Y ella:
—Qué pasa, hijo, siempre se está quejando, hay que ver.
—Ay, que me estás escaldando, ay, cómo quema el agua...
Viene el supervisor de la planta y prueba: —A ver, Juan no se queje tanto, que aquí no pasa naaaaa...
(Sacó la mano del agua completamente escaldada, estaba hirviendo, pero Ani no se daba cuenta porque llevaba los guantes puestos.)
Cuando yo estaba en Pediatría, las madres se quedaban en la habitación con los hijos. Y había uno en aislamiento cuya madre olía fatal, era algo tan insoportable que el médico no se atrevía ni a entrar allí, así que me mandó a bañarla con urgencia. Dio el primer paso de amenazarla con mandarla a su casa si no se lavaba, dado que yo no podía obligar a una madre a lavarse, y allí que me fui con una bata para que se quitara la ropa y se bañara, pero ella me insistía en que no se podía bañar. La convencí, la dejé en el baño con su jabón, su esponjita, etcétera, y la esperé fuera. Pero de repente se me encendió la bombilla y sospeché lo que se me confirmó en cuanto abrí la puerta: se estaba bañando con las bragas y la compresa puestas, porque estaba con el período y no «podía» mojarse por aquella superstición que tenían antes.
—Quítese las bragas, por lo que más quiera, que yo le aseguro que no le va a pasar nada por lavarse bien ahí.
Un día en una habitación tuvimos que echar colonia cuando se fue el enfermo, por el olor corporal que dejaba a su paso. Ni el médico que le estaba haciendo la punción ni yo podíamos aguantar allí dentro, nos teníamos que ir turnando para salir afuera a respirar. Por más que ventilábamos las habitaciones, con alguna gente no había manera. Un doctor siempre nos repetía: «Abrid las ventanas, que donde entra el sol no entra el médico», queriendo decir que el sol y el aire limpio son garantía de salud.
Andresito tenía tres años, iba con pañales y no sabía lo que era comer en condiciones. Sólo tomaba biberón, nada sólido. Era el único hermano, de siete, que tenía padre reconocido, y sin embargo, la madre lo tenía más abandonado que a ningún otro, le resultaba más sencillo encasquetarle un biberón que darle de comer bien. Al principio le poníamos la comida para que se la diera la madre, con intención de enseñarle a comer, porque creíamos que el problema era que el niño no quería. Pero un día entré en la habitación y vi a la madre comiéndose la comida del hijo. El pediatra denunció el caso y le quitaron la custodia. De modo que durante siete meses tuvimos allí a Andresito aprendiendo a comer, nos lo llevábamos a todos los sitios, le empezamos a dar chocolate, para que supiera lo que era... Nos convertimos en su familia, de hecho, el médico era tito Javier, yo era tita Ani, la otra tita Pepa... Conseguimos que le dieran una plaza en un centro de acogida del que los internos salían con carrera, pero al final lo sacaron porque el juez le dio la custodia al padre, que en su momento había pasado de él y era igual que la madre. La criaturita no se quería ir del hospital el día que vinieron a buscarlo, nos chillaba: Tita, tita...
Una joven enfermera andaluza que prefiere permanecer en el anonimato cuenta un malentendido que casi le lleva a ser ella la «curada».
Una vez fui a hacer una cura a domicilio y no encontraba la dirección en la calle y le pregunté a una vecina que paseaba al perro por una señora que se llamaba María «para hacerle una cura»; entonces la señora me indicó que en el número 6 de la acera de enfrente. Cuando llego me abre la puerta una chica y le digo:
—Hola, vengo a hacerle la cura a María. —Ah sí, sí, pase por el corredor al fondo —me contesta.
Cuando entré por el pasillo estaba muy oscuro y al fondo había un montón de velas encendidas, lo cual me asustó un poco. Al rato sale una señora con una túnica y me invita:
—Adelante, pase, soy María...
—Lo siento —digo yo—, creo que me he equivocado: soy la enfermera que venía a curarle la pierna a una señora que se llama María, pero creo que usted no es.
Y, efectivamente, me deshace el entuerto:
—No, yo soy María la curandera...
Tiene treinta años, es de Miranda de Ebro, en Burgos, y ha trabajado en varios centros sanitarios de Vitoria.
En la sección de Traumatología del hospital de Santiago de Vitoria teníamos a un chico jovencito que se quedó inválido por un accidente de moto. Casualmente jugaba el Real Madrid allá y, cuál no sería la sorpresa de todo el hospital cuando vinieron a verlo dos jugadores y el presidente del club, para traerle un balón y una camiseta con la firma de toda la plantilla. Lógicamente, se armó un alboroto tremendo, todo el mundo allí esperándolos. Hay que aclarar que este chico, Oliver Puras, es muy famoso en Miranda de Ebro, mi pueblo, porque juega a tenis en su silla de ruedas y ha ganado muchos campeonatos a nivel nacional e internacional en la categoría de paralímpicos, está muy implicado en todos los eventos deportivos.
Trabajé también en un psiquiátrico en Vitoria, el de Las Nieves, y, para hacerse una idea de lo que se puede uno encontrar allí, basta contar que ya el primer día me topé con un intento de suicidio, no se me olvidará nunca: era una jovencita que se autolesionó la cara tanto que la tuve que estar curando durante mucho tiempo, se lo hizo con la mano, se arañaba de una manera inimaginable, pero a pesar del disgusto del primer día, luego se creó una buena relación entre nosotras.
Los enfermos psiquiátricos poseen una potente habilidad para el engaño, se esconden la medicación en la boca y luego la escupen, pero lo gracioso es que tienen tan poca picardía que después te la encuentras tras un radiador, debajo de la mesa o en los bolsillos de su camisa, en lugar de en la basura. Igual que los jovencitos drogodependientes que se han pillado con la marihuana y el chocolate. Estos se van el fin de semana a sus casas y el lunes, cuando les preguntas, te cuentan sin más todo lo que han comprado, inocentemente te lo sacan todo y se lo tienes que requisar y tirarlo a la basura. Así cada lunes, porque no aprenden, al lunes siguiente en lugar de engañarte y decirte que no han comprado nada, vuelven a sacar sus tres chinas tan confiados.
Pero no todo es inocencia, como lo prueban las agresiones al personal sanitario en psiquiátricos, psicogeriátricos y este tipo de centros. Tenemos que sortear bofetadas, golpes... Creo que ha habido un congreso hace poco sobre estos malos tratos, por las dificultades que tenemos para defendernos y contener a los pacientes agresivos. Yo al menos me he llevado un par de bofetadas y de golpes. Mas luego también tienen su corazoncito, pues cuando en los talleres ocupacionales realizan cestas de mimbre o cuadros te los regalan en agradecimiento. Y es que compartimos momentos chulos, como el eclipse de sol que vimos con unos pacientes con las gafas adecuadas y otro tipo de actividades divertidas. Es muy gracioso cuando celebramos alguna fiesta y observas a personas que llevan una dieta triturada a base de purés y licuados porque no pueden masticar ni tragar poniéndose moradas de patatas fritas, olivas, cacahuetes... Y luego intentas meterles algo consistente en el día a día y ni de broma porque se atragantan.
Por otro lado, solemos hacer visitas a domicilios tutelados. Por ejemplo, cuidábamos a dos mujeres que eran adictas a los bazares chinos de todo a un euro, se compraban cada día un despertador, una muñeca o cualquier cosa, todo les parecía bien. Sobre todo, teníamos que mirarles la alimentación y las compras que hacían, pero indefectiblemente, cuando abrías la nevera sólo tenían Coca-Cola y jamón york, de hecho, era lo primero que nos ofrecían cada vez que íbamos a controlarlas. Aunque nosotras les echáramos una mano y los monitores fueran a hacerles una compra en condiciones, lo que nunca faltaba en su casa era Coca—Cola y jamón york. Muy enigmático.
En la residencia de tercera edad en la que trabajo actualmente la gente está fastidiadilla, es muy mayor. Allí las camas son articuladas, con su mando a distancia, pero la mayoría de los ancianos no sabe acertar con los botones. Una noche, oímos a una señora que nos alertaba:
—¡Bajadme de aquí, bajadme de aquí!
Cuando acudimos estaba levantando el cabecero y el piecero a la vez y no paraba de darle a las teclas, con lo cual iba rodando de un lado al otro, mientras chillaba: —¡Parad esto, paradme!
No se daba cuenta de que lo accionaba ella misma con el mando. Tuvimos que quitárselo para que no sufriera aquel tiovivo todos los días.
En cuanto a los tópicos que circulan sobre los geriátricos, es cierto que muchos hijos no aparecen hasta que los padres están a punto de cascar, para cobrar la herencia. Es el caso de una pareja ingresada que no se hablaba con los hijos, cuyo marido murió y todos los familiares vinieron a las tres de la madrugada en plan clan. Venían dispuestos a incinerarlo pero la mujer no quería, y como no se hablaban directamente, me tuvieron toda la noche de intermediaria. La madre me comunicaba:
—Diles a mis hijos que yo le voy a enterrar porque yo lo conocía muy bien y a mi Paco no me lo queman.
Ellos la estaban oyendo pero yo les tenía que repetir la frase e ídem de lo mismo cuando hablaban ellos.
Problemas entre padres e hijos vemos un montón, como el que nos alucinó cuando tuvimos que avisar a la familia de que era necesario ingresar a su padre en el hospital y una hija nos preguntó si podríamos retrasarlo porque el fin de semana tenían una comunión. Obviamente, no se puede postergar la hospitalización de un enfermo, así que lo llevamos al hospital y la familia ni apareció. Nos enteramos porque nos avisaron desde Urgencias de que el hombre llevaba allí dos horas solo, y al día siguiente se murió, con lo que la hija, en vez de ir de comunión, fue de entierro. Pero tenía antecedentes, pues con la madre le venía también fatal que la ingresáramos porque se iba a marchar a esquiar.
—Pero si no la han ingresado por la mañana, ¿por qué la ingresan por la tarde? —llegó a preguntarnos.
—Básicamente porque las personas empeoran —le contestamos—, y no sabemos cuándo va a ser imprescindible hospitalizarlas.
Sobre la sexualidad de los mayores también tendríamos que desterrar el mito de que a partir de cierta edad ya no se disfruta, como demuestra una pareja de noventa y noventa y dos años en la que ella estaba muy fastidiada y teníamos que ponerle un absorbente para que pudiera hacer sus necesidades. Pero muchas mañanas nos encontrábamos el pañal en el suelo incomprensiblemente, porque ella no se lo podía quitar sola. Era un misterio hasta que descubrimos desde la habitación de enfrente que estaban ahí dale que te pego tan felices. Mantenían relaciones sexuales muy a menudo.
No es tan raro, muchas veces entras a la habitación de hombres de ochenta a noventa y dos años y los pillas masturbándose, ante lo cual te tienes que retirar para no incordiarles.
Una historia que me impactó mucho la viví en la unidad de Oncología en Txagurritxu, en Vitoria, donde un señor me contó que nunca se había marchado con su mujer de vacaciones porque su mayor ilusión en común era ahorrar para comprarse un chalé en la sierra donde pasar, a partir de su jubilación, el resto de sus días. Tenían el proyecto ya preparado y todo, pero el hombre enfermó de cáncer, y por dos años no llegó a jubilarse ni, en consecuencia, a cumplir su sueño. Después de no disfrutar ni un solo verano de su vida, es increíble cómo nos focalizamos en el futuro y dejamos pasar el presente, sin tener en consideración que podemos morir en cualquier momento.
Como le pasó a un señor de cuarenta y tantos con un cáncer en fase terminal. Resulta que en su empresa había una especie de seguro por el que le daban a la viuda unos noventa mil euros (quince millones de pesetas) si solicitaba un despido voluntario a principios de mes. El hombre estaba muy mal pero eran finales de mes, de modo que estuvieron aguantándolo poniendo la morfina más tarde y, seguramente, poniendo mucha voluntad por su parte para dejarle aquel dinero a su mujer y a sus hijos pequeños, y, al final, lo consiguió pero de chiripa.
Tiene cuarenta años y lleva diecinueve trabajando siempre por la zona rural de Álava, y en Vizcaya en un área minera muy especial, en un pueblo bastante aislado, lo que explica el impacto de sus anécdotas.