Recibido por Karenin, hubo de comenzar por someterse a escuchar los detalles sobre un proyecto de reforma para mejorar el estado de la hacienda rusa, esperando que Alexiéi Alexándrovich concluyera para hablar a su vez sobre sus asuntos personales y los de Anna.
—Está muy bien —dijo cuando Karenin, interrumpiendo su lectura, se quitó el lente para mirar a su ex cuñado con aire interrogador—; me parecen muy bien los detalles, pero ¿no es en definitiva la libertad el principio predominante de nuestra época?
—El nuevo principio que yo expongo abraza igualmente el de la libertad —contestó Alexiéi Alexándrovich, volviendo a calarse el lente para indicar en su manuscrito un párrafo más terminante—, pues si yo reclamo el sistema proteccionista, no es para la ventaja de los menos, sino para el bien de todos, así de las clases bajas como de las superiores. Esto es lo que no se quiere comprender —añadió, mirando a Oblonski por encima del lente—, porque todos se absorben en sus intereses personales y se contentan fácilmente con frases huecas.
Stepán Arkádich sabía ya que Karenin llegaba al término de sus demostraciones cuando interpelaba a los que se oponían a las reformas elaboradas por él; por eso no trató de salvar el principio de la libertad, y esperó a que Alexiéi Alexándrovich acabase de hablar.
—A propósito —dijo después de una pausa—, te agradeceré que si encuentras a Pomorski le digas dos palabras en mi favor; quisiera que se me nombrase vocal de la Comisión de la Agencia Reunida del Balance de Créditos Mutuos de la Red Ferroviaria del Sur y Asociaciones Bancarias reunidas del crédito mutuo y de los ferrocarriles del sur.
Stepán Arkádich sabía indicar sin equivocarse el cargo a que aspiraba.
—¿Para qué quieres esa plaza? —preguntó Karenin, temiendo una contradicción.
Sus planes de reforzar las funciones de aquella comisión eran tan complicados y los proyectos de reforma de Karenin tan vastos, que a primera vista no era posible formar idea.
—Ese destino produce nueve mil rublos —dijo Stepán Arkádich—, y mis medios…
—¡Nueve mil rublos! —repitió Karenin, recordando que uno de los puntos que trataba en su proyecto era la economía—. Esos sueldos exagerados son, según lo demuestro en mi escrito, una prueba de lo defectuoso que es nuestro sistema económico.
—Un director de banco —repuso Stepán Arkádich— percibe diez mil rublos, y un ingeniero cobra hasta veinte mil, sin que esto se considere como una canonjía.
—En mi opinión, esos sueldos se deben considerar desde el mismo punto de vista que el precio de una mercancía, y se han de someter, por consiguiente, a las mismas leyes de oferta y demanda. Ahora bien: si yo veo que dos ingenieros igualmente capaces, que han hecho los mismos estudios, reciben el uno cuarenta mil rublos y el otro solo dos mil, y si por otra parte veo que un empleado, sin poseer ningún conocimiento especial, llega a ser director de un banco con un sueldo exorbitante, deduciré que aquí hay un vicio económico de la más desastrosa influencia para el servicio del estado.
—Convendrás, no obstante, en que es esencial que ese destino nuevo y obviamente útil se desempeñen por hombres honrados —repuso Stepán Arkádich, recalcando esta última palabra.
—Ese es un mérito negativo —contestó Alexiéi Alexándrovich, insensible a la significación moscovita de esta palabra.
—De todos modos, ten la bondad de hablar con Pomorski.
—Con mucho gusto, pero me parece que Bolgárinov ha de tener más influencia.
—Bolgárinov está bien dispuesto —se apresuró a decir Oblonski, ruborizándose al recordar con cierto disgusto la conferencia que había solicitado de aquel judío en la misma mañana y la antesala que le había sido preciso hacer, él, príncipe de Oblonski, descendiente de Riúrik, para ser recibido, después de una larga espera, con una cortesía obsequiosa que disimulaba mal el triunfo de Bolgárinov al verse solicitado por un príncipe.
Había recibido casi una negativa, pero solo la recordaba en aquel momento gracias a los esfuerzos que hizo por olvidar el incidente, que le hacía ruborizarse a pesar suyo.
S
OLO
me falta pedirte ahora una cosa, y bien puedes adivinar cuál es —dijo Stepán Arkádich, desechando los recuerdos desagradables de su pensamiento—; se trata de Anna…
El semblante de Karenin cambió radicalmente: en vez de entusiasmo tomó un aspecto de rigidez cadavérica al oír este nombre.
—¿Qué quieres ahora de mí? —preguntó, dando media vuelta en su sillón y cerrando el lente.
—Una decisión cualquiera, Alexiéi Alexándrovich; me dirijo a ti no como a… —iba a decir «esposo engañado», pero se contuvo para pronunciar, muy poco oportunamente, las palabras «hombre de estado»—; hablo al cristiano, al hombre de corazón, y pido compasión para ella.
—¿En qué sentido? —preguntó Karenin dulcemente.
—Tendrías lástima si la vieras; su situación es cruel.
—Yo creía —dijo de pronto Karenin con acento penetrante— que Anna Arkádievna había obtenido cuanto deseaba.
—No recriminemos, Alexiéi Alexándrovich, pues el pasado no nos pertenece; lo que ella espera ahora es el divorcio.
—Yo había creído comprender que en caso de quedarme con mi hijo, Anna Arkádievna rehusaría el divorcio; y mi silencio equivalía, por tanto, a una respuesta, pues considero esa cuestión como juzgada —repuso Karenin, animándose cada vez más
—No te alteres, por favor —dijo Stepán Arkádich, tocando la rodilla de su cuñado—; recapitulemos más bien. En el momento de vuestra separación, y con una generosidad sin ejemplo, tú le dejabas tu hijo, aceptando el divorcio; y entonces ella, reconociéndose demasiado culpable hacia ti, a la vez que humillada, no aceptó; pero el porvenir le hizo ver que se había creado una situación intolerable.
—La situación de Anna Arkádievna no me interesa en nada —dijo Karenin, frunciendo las cejas.
—Permíteme que no lo crea —contestó Oblonski, con dulzura—; su situación es agobiante para ella y no ofrece ventaja alguna a nadie. Me dirás que se la ha merecido… Anna lo reconoce, y precisamente por eso no te pide nada; no se atreve a hacerlo. Pero yo, todos sus parientes y todos los que la queremos, te lo rogamos. ¿Por qué tiene que sufrir tanto? ¿Qué ganas con eso?
—A decir verdad, no parece sino que yo soy el culpable.
—Nada de eso —dijo Stepán Arkádich, tocando esta vez el brazo de Karenin, como si esperase dulcificarlo con estos ademanes—; yo quiero hacerte comprender simplemente que no puedes perder nada al contribuir a que su posición se determine con claridad. Por otra parte, lo has prometido; permíteme arreglar el asunto, y no tendrás que molestarte nada.
—Ya di mi consentimiento antes, y he podido pensar que Anna Arkádievna tendría a su vez la generosidad de comprender… —los labios temblorosos de Karenin apenas pudieron pronunciar estas palabras.
—Ya no pide el niño, solo pide un medio de salir del atolladero en que se halla; el divorcio ha llegado a ser para ella una cuestión de vida o muerte, y tal vez se hubiera sometido antes si no hubiese tenido confianza en tu promesa y si durante los seis meses que se halla en Moscú no viviera poseída de la fiebre de la ansiedad. Su situación es la de un condenado a muerte que hubiera tenido la cuerda al cuello todo ese tiempo sin saber si debe esperar el perdón o el golpe final. Compadécete de ella, y en cuanto a los escrúpulos…
—No hablo de eso —interrumpió Karenin, con disgusto—; pero tal vez haya prometido más de lo que puedo cumplir.
—¿Quiere decir esto que rehusas?
—Yo no rehuso nunca lo posible, pero pido tiempo para reflexionar hasta qué punto es posible lo prometido.
—¡No, Alexiéi Alexándrovich! No puedo creérmelo —dijo Oblonski, levantándose de pronto de su silla—. Está tan infeliz. Todo lo infeliz que puede estar una mujer… No puedes rehusarle lo que…
—Hasta qué punto es posible, repito.
Vous professez d’être un libre penseur;
pero yo, que soy creyente, no puedo eludir la ley cristiana en una cuestión tan grave.
—¿No admite nuestra Iglesia el divorcio? —preguntó Stepán Arkádich, saltando de su silla.
—No en este sentido.
—Alexiéi Alexándrovich —exclamó Oblonski, después de una pausa—, ya no te reconozco… ¿Eres tú quien decía en otro tiempo que después de la capa se debe dar el vestido? Y ahora…
—Te agradeceré que pongas término a esta conversación —dijo Karenin, levantándose de pronto y temblando de pies a cabeza.
—Dispénsame si te aflijo —contestó Oblonski, confuso y ofreciendo la mano a su interlocutor—; mas me era preciso desempeñar mi comisión.
Karenin puso su mano en la de Stepán Arkádich, y le dijo después de reflexionar un momento:
—Recibirás mi contestación definitiva pasado mañana; es preciso que yo busque el mejor medio.
S
TEPÁN
Arkádich iba a salir, cuando el ayuda de cámara anunció a Serguiéi Alexiéich.
«¿Qué significa esto? —se preguntó Oblonski—. ¡Pues si es Seriozha! Yo creía que era algún director del departamento; ahora recuerdo que Anna me rogó que lo viera.»
Y se le representó la expresión tímida y triste con que Anna le dijo: «Lo verás y podrás saber qué hace, dónde está y quién lo cuida. Y acuérdate, Stepán, que si fuera posible, con el divorcio…».
Stepán Arkádich comprendió el gran deseo de Anna de encargarse del niño; pero después de la conversación que acababa de tener con su cuñado, ya no se debía pensar en ello. Sin embargo, no se alegró menos de ver a Seriozha, aunque Karenin le advirtió al punto que no se debía hablar a Seriozha de su madre.
—Ha estado gravemente enfermo después de la última entrevista con Anna Arkádievna, y hemos temido un instante por su vida. Ahora está ya fuerte, gracias a los baños de mar, y siguiendo el consejo del doctor, va al colegio. La compañía con los muchachos de su edad produce en él una influencia benéfica, y ahora está muy contento y trabaja bien.
—¡Pero ya no es un niño; es verdaderamente un hombre! —exclamó Stepán Arkádich, al ver entrar a un muchacho robusto y hermoso, que vestía el traje de los escolares y que, sin ninguna timidez, corrió hacia su padre.
— Seriozha saludó a su tío como a una persona extraña, y al reconocerlo después, se ruborizó, se volvió y presentó sus notas a Karenin.
—Está bien —dijo este—, puedes ir a jugar.
—Ha crecido, pero está más flaco y ya no tiene su expresión infantil —observó Stepán Arkádich, sonriendo—. ¿Te acuerdas de mí? —añadió, dirigiéndose al chico.
—Sí,
mon oncle
—contestó Seriozha después de mirar rápidamente a su padre, y bajó la mirada.
Stepán Arkádich lo tomó de la mano.
—Bueno, ¿qué tal tus asuntos? —dijo, deseando entablar conversación y sin saber qué decir.
El niño se ruborizó y empezó a tirar de la mano. En cuanto Stepán Arkádich lo soltó, Seriozha lanzó una mirada interrogadora a su padre y, como un pájaro que se siente en libertad, salió apresuradamente de la habitación.
Hacía ya un año que Seriozha había visto por última vez a su madre; poco a poco dejó de pensar en ella, y a esto contribuyó mucho su reunión con muchachos de la misma edad; si alguna vez evocaba este recuerdo, lo rechazaba como indigno de un hombre, y al observar que nadie le hablaba de su madre, dedujo que se había indispuesto con su padre, y que debía acostumbrarse a la idea de permanecer con este. Sin embargo, ver a su tío, tan parecido a su madre, le resultó desagradable, por despertar en él aquellos recuerdos que consideraba vergonzosos. Y aún le fue más desagradable la visita por algunas palabras que oyó cuando esperaba a la puerta del despacho y que, por la expresión de los rostros de su padre y su tío, adivinó que se referían a su madre. Y, para no inculpar al padre, puesto que con él vivía y de él dependía y, principalmente, por no entregarse a la sensibilidad que él consideraba denigrante, Seriozha procuró no mirar a Stepán Arkádich, que llegó para turbar su vida tranquila, y no pensar en lo que este le recordaba.
Stepán Arkádich lo encontró jugando en la escalera, al salir del despacho de Karenin, y el niño se mostró más comunicativo entonces; contestó con alegría a varias preguntas sobre sus lecciones, sus juegos y sus amiguitos; y Oblonski, admirando su expresiva mirada, tan semejante a la de Anna, no pudo menos de preguntarle:
—¿Te acuerdas de tu madre?
—No —contestó el niño, sonrojándose; y su tío no consiguió hacerle hablar más.
Cuando el preceptor encontró a Seriozha en la escalera, media hora después, no pudo reconocer si lloraba o estaba enojado.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó.
—Si me hubiera hecho daño, nadie lo notaría —contestó el niño.
—¿Pues qué tienes?
—Nada; déjeme usted. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Qué puede importarle a nadie que yo me acuerde o me olvide?
Y el niño parecía desafiar al mundo entero.
S
TEPÁN
Arkádich no consagró exclusivamente su estancia en San Petersburgo a solucionar sus asuntos; iba, según él solía decir; a «remozarse», pues Moscú, a pesar de sus cafés cantantes y de sus tranvías, no dejaba de ser una especie de pantano, en el cual todos se encenagaban moralmente. El resultado forzoso de una permanencia demasiado continua en aquellas aguas estancadas era debilitarse de cuerpo y espíritu; hasta el mismo Oblonski tenía allí un carácter más adusto, disputaba con su esposa, se preocupaba de su salud y de la educación de los niños, así como de los menores detalles del servicio, y hasta se inquietaba por sus deudas.
Apenas ponía los pies en San Petersburgo, tomaba gusto a la vida, olvidando sus enojos. ¡Se entendía allí de una manera tan diferente la existencia y los deberes para con la familia! El príncipe Chechenski le había contado, con la mayor naturalidad del mundo, que, teniendo dos mujeres, le parecía muy ventajoso, introducir a su hijo legítimo en su familia de corazón, considerándolo beneficioso para el desarrollo del niño. ¿Se hubiera comprendido esto en Moscú? En San Petersburgo no se apuraban por los niños como lo hacía Lvov; iban a la escuela o al colegio, y no se invertían los papeles al concederles un lugar indebido en la familia. ¡En qué condiciones tan diferentes se prestaba allí también el servicio del estado! Era fácil crearse relaciones, buscar protección y hacer carrera.
Stepán Arkádich había encontrado a uno de sus amigos, Bartnianski, cuya posición era cada vez más brillante, y a quien habló de la plaza que solicitaba.