Ana Karenina (100 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—Anna, la vida es imposible en estas condiciones.

—Usted, si quiere, pero no yo —volvió a repetir Anna.

—Esto es intolerable.

—Usted…, usted se arrepentirá —añadió Anna, saliendo de la habitación.

Atemorizado por el tono con que había pronunciado estas últimas palabras, el primer impulso de Vronski fue seguir a su amante; pero reflexionó un momento, volvió a sentarse, e irritado por aquella amenaza inoportuna, murmuró, apretando los dientes: «He apelado a todos los medios, ya no me queda más camino que la indiferencia». Se vistió al punto y salió para ir a casa de su madre a fin de que firmara la procuración.

Anna lo oyó salir de su gabinete y del comedor y detenerse en la antecámara para dar algunas órdenes relativas al caballo que acababa de vender; oyó también el ruido del coche que se adelantaba hasta la puerta; alguien subió la escalera precipitadamente y por la ventana pudo ver que Vronski tomaba de manos de su ayuda de cámara un par de guantes, olvidados sin duda, diciendo algunas palabras al cochero; después, recostándose en el carruaje, sin mirar a la ventana, cruzó las piernas, según su costumbre, y el coche desapareció al doblar la esquina de la calle.

XXVII

«¡S
E
ha marchado; todo ha concluido!», se dijo Anna, inmóvil en el mismo sitio. Y como se apoderase de ella la sensación de fría oscuridad, que la trago cuando se apagó la bujía, y la misma impresión de horror que experimentara durante su pesadilla, tuvo miedo de estar sola, y después de llamar corrió al encuentro del criado.

—Procure usted averiguar —le dijo— adónde ha ido el conde.

—A las caballerizas, y me ha dado orden para que se advierta a la señora que iba a enviar el carruaje a fin de que estuviese a su disposición.

—Está bien; voy a escribir dos palabras y las llevará usted inmediatamente a las caballerizas.

Se sentó y escribió:

Soy culpable; pero en nombre de Dios, vuelve y nos explicaremos; tengo miedo.

Selló su carta, la entregó al criado, y temiendo siempre a estar sola, fue a ver a su hija.

—«¡Ya no lo conozco! ¿Dónde están sus ojos azules y su tímida sonrisa?», pensó al ver la hermosa niña de rizos negros en vez de Seriozha, que en la confusión de sus ideas esperaba encontrar.

La niña, sentada junto a la mesa, jugaba con un tapón, y volviendo la cabeza miró a su madre, que sentándose a su lado le quitó aquel de las manos para hacerle dar vueltas. La risa de la niña y el movimiento de las cejas recordaban de tal modo a Vronski, que Anna no pudo resistir más, y levantándose bruscamente, huyó de la habitación, intentando contener las lágrimas. «¿Es posible que todo haya concluido? —pensó—. Ya volverá; pero ¿cómo podrá explicarme su animación y su sonrisa al hablarle? Lo aceptaré todo; de lo contrario, no veo más que un remedio, y no quiero apelar a él.» Aún no habían transcurrido doce minutos, cuando se dijo: «Ya habrá recibido mi carta; debe de venir de un momento a otro. ¿Y si no viniese? Es imposible. Debo evitar que me vea con los ojos llorosos, y voy a lavarme. ¿Y mí cabello?» Se llevó las manos a la cabeza y reconoció que se había peinado sin saberlo. «¿Qué es esto? —se preguntó después de ver en un espejo su rostro alterado y el brillo singular de sus ojos—. ¡Soy yo!», y Anna creyó sentir en sus hombros los recientes besos de su amante, se estremeció y puso una mano sobre sus labios. «¿Me volveré loca?», se preguntó con espanto. Y huyó de la habitación donde Ánnushka arreglaba su vestido.

—¡Ánnushka! —exclamó, no sabiendo qué decir.

—¿Quiere usted ir a casa de Daria Alexándrovna? —pregunto la buena mujer, como para sugerirle una idea.

«Quince minutos para ir y otros tantos para volver —pensó consultando su reloj—; debe de llegar de un momento a otro. ¡Pero cómo ha podido abandonarme así! ¿Cómo puede vivir sin reconciliarse conmigo?» Se acercó a la ventana; se le ocurrió que se había engañado en su cálculo y volvió a contar los minutos desde el momento de la marcha.

En el momento en que se proponía ir a consultar el péndulo de la sala, un coche se detuvo a la puerta: era su carruaje; pero nadie subió, y Anna oyó voces en el vestíbulo.

—El señor conde había ya marchado a la estación de Nizhni —dijo el criado, presentándose de nuevo y devolviendo la carta a su ama.

—¿Qué dices? ¿Qué…? —le iba a preguntar, pero enseguida se dio cuenta: «¡Entonces no ha recibido mi carta!».

—Pues que la lleven inmediatamente al conde para dársela en casa de su madre, y que me traigan cuanto antes la contestación.

«¿Qué será en el entretanto? Iré a casa de Dolli para no volverme loca. ¡Ah, aún podré servirme del telégrafo!»

Y escribió el telegrama siguiente:

Necesito hablar a usted a toda costa; vuelva pronto.

Un momento después comenzó a vestirse, y puesto ya el sombrero, se detuvo delante de Ánnushka, cuyos ojillos grises expresaban una viva simpatía.

—Amiga Ánnushka, ¿qué haré? —murmuró Anna, dejándose caer en una silla y exhalando un gemido.

—Es preciso no agitarse así, Anna Arkádievna; vaya usted a dar un paseo para distraerse, y esto pasará.

—Sí, voy a salir; si durante mi ausencia trajesen algún telegrama, enviámelo al punto a casa de Daria Alexándrovna —dijo Anna, procurando dominarse—; pero volveré muy pronto.

«Debo evitar las reflexiones —pensó, escuchando atemorizada los latidos de su propio corazón—; es preciso salir, y sobre todo abandonar esta casa.»

Y bajando presurosa, subió vivamente al coche.

—¡A casa de la princesa Oblónskaia! —dijo con voz sonora.

XXVIII

E
L
tiempo estaba sereno; pero una menuda lluvia, que había caído por la mañana, hacía brillar aún a los rayos del sol los tejados de las casas, las piedras de las aceras y el cuero de los coches: eran las tres de la tarde, la hora más animada del día.

Anna, suavemente mecida en su carretela, tirada por dos trotones grises, juzgó de una manera distinta su situación al repasar al aire libre los incidentes de los últimos días. La idea de la muerte no la espantó ya tanto, y al mismo tiempo no le pareció tan inevitable; pero se echó en cara la humillación a que se había sometido. «¿Por qué acusarme como lo he hecho? Le ruego perdonarme, me someto a él. ¿Por qué? —se preguntó—. ¿No puedo vivir sin él?», y dejando esta pregunta sin contestar, comenzó a leer las muestras de las tiendas. «Sí —continuó—, quiero confesar todo a Dolli; ella no quiere a Vronski y será duro decírselo todo; pero lo haré; me ama y seguiré su consejo. No permitiré que se me trate como a una niña.» Al pasar por delante de una tienda leyó en la muestra Filíppov, e interrumpiendo el hilo de sus ideas, se dijo: «Aseguran que este fabricante envía sus géneros a San Petersburgo; el agua de Moscú es buena, y los pozos de Mytischi…». Esto le hizo recordar que había pasado por aquella localidad en otro tiempo, al dirigirse en peregrinación con su tía al convento de Troitsk. «En aquella época se iba en coche. ¿Era yo verdaderamente aquella de las manos coloradas? ¡Cuántas cosas que entonces consideraba como sueños de felicidad irrealizables me parecen míseras ahora! ¡Ningún poder humano me podría volver a la inocencia de entonces! ¡Quién me hubiera dicho que iba a envilecerme así!… Mi carta será para él un triunfo. ¡Dios mío, qué mal huele la pintura de esa tienda! ¿Por qué ese continuo empeño de construir y pintar?»

De pronto la saludó un transeúnte, que era el marido de Ánnushka, «Nuestros parásitos, como dice Vronski. ¿Y por qué nuestros?… ¡Ah, si se pudiese arrancar el pasado con sus raíces! Pero esto es imposible; cuando más, se puede aparentar que se olvida.» Al recordar su pasado con Alexiéi Alexándrovich, vio, sin embargo, que había dejado de pensar en él fácilmente. «Dolli no me dará la razón—se dijo—, puesto que es el segundo hombre de quien me separo. ¿Pretenderé yo tenerla?» Al dirigirse esta pregunta sintió deseos de llorar.

«¿Hablarán de amor esas jóvenes que se ríen? Sin duda no saben qué cosa tan triste es… He ahí niños que juegan a los caballos… ¡Querido Seriozha, aunque lo perdiese todo, no te volvería a encontrar! ¡Oh, si Vronski no viene, todo se ha perdido…, tal vez se le haya escapado el tren y le encontraré —en casa!… ¿Me humillaré todavía? No, voy a entrar en casa de Dolli y le diré que soy desgraciada, que sufro, que lo he merecido; pero que me ayude… —¡Oh, este coche con sus caballos le pertenece; horror me da ya servirme de él…; muy pronto no volveré a verlos más!»

Atormentándose de esta manera, Anna llegó a casa de Dolli y subió rápidamente la escalera.

—¿Hay gente? —preguntó en la antecámara.

—Ahí está Katerina Alexándrovna Liévina —contestó el criado.

«Kiti, esa Kiti de quien Vronski estaba enamorado —pensó Anna— y con la cual siente no haberse unido, al paso que deplora el día en que me conoció.»

Las dos hermanas hablaban sobre el niño de Kiti cuando les anunciaron la llegada de Anna; solo Dolli salió a recibirla en el salón.

—¿No te marchas aún? —le preguntó—. Hoy mismo pensaba ir a tu casa, pues he recibido carta de Stiva.

—Y nosotros un telegrama —contestó Anna, volviéndose para ver si Kiti venía.

—Me dice que no comprende nada de lo que Alexiéi Alexándrovich quiere; pero no volverá sin obtener una contestación definitiva.

—¿Tienes gente?

—Sí, está Kiti —contestó Dolli, algo confusa—; ha ido a la habitación de los niños; ya sabrás que ha salido del paso.

—Sí. ¿Puedes enseñarme la carta de Stepán?

—Seguramente… Alexiéi Alexándrovich no rehusa; lejos de ello, Stiva tiene esperanzas —dijo Dolli, deteniéndose en el umbral de la puerta.

«No espero ni deseo nada. ¿Creerá Kiti rebajarse si me habla? —se preguntó Anna cuando estuvo sola—. Tal vez tenga razón; pero ella, que se enamoró de Vronski, no tiene derecho para darme lecciones. Bien sé que una mujer honrada no puede recibirme; por él lo he sacrificado todo, y esta es mi recompensa. ¡Ah, cómo lo odio! ¿Por qué habré venido aquí? Aún estoy peor que en mi casa.» En aquel momento oyó las voces de las dos hermanas en la habitación contigua. «¿Y qué voy a decir a Kiti? Kiti se regocijará de mi desgracia… Si tengo empeño en verla es para demostrarle que soy insensible a todo y que lo desprecio todo.»

Dolli entró con la carta; Anna la leyó rápidamente y se la devolvió.

—Ya lo sabía —dijo—; pero no me importa.

—¿Por qué? Pues yo tengo esperanzas —repuso Dolli, observando a su amiga con atención; jamás la había visto en semejante disposición de espíritu.

—¿Qué día marchas? —le preguntó.

Anna cerró los ojos a medias y no contestó.

—¿Tiene Kiti miedo de mí? —preguntó después de una pausa, dirigiendo una mirada hacia la puerta.

—¡Qué ocurrencia! Es que está dando el pecho ahora al niño y no sabe arreglarse bien…; ahora vendrá —dijo Dolli, a quien se le resistía mentir—. ¡Mira, ahí la tienes!

Kiti, efectivamente, no quería presentarse al saber que era Anna la que estaba allí, pero Dolli consiguió convencerla, y haciendo un esfuerzo entró en el salón; se acercó a Anna ruborizándose y le presentó la mano.

—Me alegro de verla —dijo con acento conmovido.

Y todas sus prevenciones contra aquella mala mujer se desvanecieron al contemplar el hermoso y simpático rostro de Anna.

—Me habría parecido natural que hubiera usted rehusado verme —dijo Anna—, pues ya estoy hecha a todo. Me han dicho que ha estado usted enferma, y efectivamente, la veo algo cambiada.

Kiti atribuyó el tono seco de Anna al disgusto que le producía su falsa situación y no pudo menos de experimentar un sentimiento compasivo.

Hablaron de la enfermedad de Kiti, de su niño y de Stiva; pero el espíritu de Anna estaba visiblemente en otra parte.

—He venido a despedirme —dijo a Dolli levantándose.

—¿Cuándo marchas?

Sin contestar, Anna se volvió hacia Kiti y le díjo sonriendo:

—Me alegro mucho de haber vuelto a verla, pues he oído hablar con frecuencia de usted aun a su mismo esposo. Sin duda sabrá usted ya que vino a verme, y, por cierto, que me agradó mucho —añadió con maligna intención—. ¿Dónde está?

—En el campo —contestó Kiti, ruborizándose.

—Dele usted las más afectuosas expresiones de mi parte, y no lo olvide.

—Así lo haré —dijo Kiti cándidamente, mirando a su interlocutora con aire compasivo.

—Adiós, Dolli —dijo Anna, besando a su amiga y estrechando la mano de Kiti, y después salió.

—Es tan seductora como antes —observó Kiti a su hermana cuando esta volvió a la habitación después de despedirse en la puerta—. ¡Y qué hermosa es! Sin embargo, veo en ella algo particular que entristece, sin saber por qué.

—A mí me parece que no se halla hoy en su estado normal; creí que iba a llorar en el recibidor.

XXIX

C
UANDO
estuvo otra vez en su coche, Anna se juzgó más desgraciada que nunca. Su entrevista con Kiti despertaba dolorosamente en ella el sentimiento de su decadencia moral, y esto la hacía sufrir más aún. Sin saber lo que decía, mandó al cochero volver a casa.

«Me han mirado como a una mujer extraña e incomprensible… —se dijo—. ¿Qué podrán decir esos dos que van por ahí? —pensó, al ver a dos transeúntes que hablaban animadamente—. ¿Pretenderán acaso comunicarse lo que sienten? No se puede participar a otro lo que se piensa. ¡Y yo que me proponía confesarme a Dolli! Mejor ha sido callar, pues en el fondo se hubiera regocijado de mi desgracia, aunque disimulándolo; le parecía justo verme expiar la felicidad que me envidió. ¿Y Kiti? Esta se hubiera alegrado más aún, pues lo he leído en su corazón; me odia porque agradé a su marido, y a sus ojos soy una mujer inmoral, a quien desprecia. ¡Ah, si yo hubiese sido lo que ella piensa, con qué facilidad hubiera hecho perder el juicio a su esposo! Confieso que he tenido intención de hacerlo. He ahí un hombre prendado de su persona —pensó al ver un hombre grueso y rollizo que la saludaba y que después echó de ver que la había tomado por otra—. Lo mismo me conoce ese que los demás. ¿Me conozco yo acaso a mí misma? Yo no conozco más que los apetitos, como dicen los franceses… Esos pilletes codician los malos helados —se dijo al ver dos chicos detenidos delante de una tienda de refrescos—; a todos nos gustan las golosinas, y a falta de confites se desean helados de esa especie, como Kiti, que no pudiendo casarse con Vronski se contentó con Lievin; esa mujer me aborrece y tiene celos de mí, y por mi parte la envidio. Así va el mundo. «Tiutkin,
coiffeur. Je me fais coiffer par
Tiutkin
…»
Le haría reír con esta observación si tuviese yo alguien a quien hacer reír. Ahora tocan a vísperas; ese mercader hace la señal de la cruz con tanta precipitación que se diría que le falta el tiempo para repetirla suficientes veces. ¿Para qué esas iglesias, esas campanas y esas mentiras? Para disimular que todos nos odiamos, como esos los cocheros que ahora se injurian. Yashvin tiene razón al decir: «Quiere mi camisa y yo la suya».

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