A Kiti le interesaba mucho más averiguar por qué su marido se sonrojaba que discutir sobre las tendencias a la embriaguez, y, por tanto, continuó sus preguntas:
—¿Qué has hecho después de comer?
—Stepán se empeñó en que lo acompañase a casa de Anna Arkádievna —contestó Lievin, sonrojándose cada vez más, y no dudando ya que su visita había sido poco conveniente.
Los ojos de Kiti brillaron como un relámpago, pero se contuvo y exclamó sencillamente:
—¡Ah!
—Supongo que no te enojarás, pues Stepán Arkádich me lo rogó con mucha insistencia, y yo sabía que Dolli lo deseaba igualmente.
—¡Oh, no! —contestó Kiti con una mirada que no presagiaba nada bueno.
—Es una mujer encantadora que debemos compadecer —continuó Lievin; y refirió los detalles sobre la vida de Anna, repitiendo a su esposa las últimas palabras que le había dirigido para que las transmitiera a Kiti.
—¿De quién has recibido carta? —preguntó.
Lievin se lo dijo, y engañado por la aparente calma de Kiti, pasó a su gabinete para desnudarse; pero, cuando volvió, su esposa, que no se había movido, al verlo acercarse, comenzó a llorar.
—¿Qué ocurre? —preguntó inquieto, aunque comprendía la causa de aquel llanto.
—Tú te has enamorado de esa espantosa mujer —dijo Kiti—; lo he conocido en tus ojos; te ha hechizado y no podía ser de otro modo. Has estado en el club, has bebido en demasía; y después de esto, ¿dónde habías de ir sino a casa de una mujer como ella? No, esto no puede seguir así, y mañana mismo nos marcharemos… Yo me marcho.
Mucho tuvo que hacer Lievin para dulcificar a su esposa, y no lo consiguió sino prometiendo no volver más a casa de Anna, cuya perniciosa influencia, agregada a un exceso de la bebida, había turbado su razón. Lo que confesó con más sinceridad fue el mal efecto que le producía aquella vida ociosa que se pasaba en correr, beber y charlar. Los cónyuges hablaron hasta altas horas de la noche, y al fin conciliaron el sueño a las tres de la mañana, suficientemente reconciliados.
D
ESPUÉS
de haberse despedido de sus visitantes, Anna comenzó a pasear por las habitaciones, sin ocultarse que hacía algún tiempo sus relaciones con los hombres tomaban cierto carácter de coquetería casi involuntaria, y se confesaba que había hecho lo posible para trastornar la cabeza a Lievin; pero aunque este la hubiera agradado y encontrara cierta analogía secreta entre él y Vronski, a pesar de ciertos contrastes exteriores, no era en él en quien pensaba: la perseguía otra idea.
«Puesto que ejerzo una atracción tan sensible en un hombre casado, enamorado de su esposa, ¿por qué —se preguntaba— no la tengo yo para él? ¿Por qué se muestra tan frío? Aún me ama, pero alguna cosa nos divide. No ha vuelto en toda la noche, bajo el pretexto de vigilar a Yashvin, como si este fuera algún niño. No miente, sin embargo, lo que se propone es probarme que quiere conservar su independencia; pero como yo no la discuto, no necesitaba hacer eso. ¿No podrá comprender el horror de mi vida presente y esta larga expectativa y un desenlace que no llega? ¡Siempre sin respuesta! ¿Qué puedo hacer yo entretanto? ¡Nada; solo reprimirme, tascar el freno y forjarme distracciones! Esos ingleses, esas lecturas y ese libro no son sino tentativas para aturdirme, como la morfina que tomo por la noche. ¡Solo su amor me salvaría!», murmuró, y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en su suerte.
En aquel momento resonó un campanillazo bien conocido, y Anna, enjugándose los ojos, fingió la mayor serenidad, y fue a sentarse junto a la lámpara con un libro en la mano; quería manifestar su descontento, pero no dar a conocer su dolor; era preciso que Vronski no se permitiese compadecerla; y de este modo ella misma provocaba la lucha, aunque acusaba a su amante de querer empeñarla. Vronski entró, muy contento y animado, se acercó a ella y le preguntó alegremente si se había aburrido.
—¡Oh, no; ya he perdido la costumbre! Stepán Arkádich y Lievin han venido a verme.
—Ya lo sabía. ¿Te agrada Lievin? —preguntó Vronski, sentándose al lado de Anna.
—Mucho; hace un momento que acaban de salir. ¿Qué has hecho de Yashvin?
—¡Qué terrible pasión la del juego! Ganaba ya diecisiete mil rublos, y había conseguido llevármelo, cuando se me escapó de pronto y ahora lo está perdiendo todo.
—Entonces, ¿por qué vigilarlo? —preguntó Anna, levantando la cabeza bruscamente y mirando atentamente a Vronski con la expresión fría y disgustada—. Después de haber dicho a Stepán que te quedabas con tu amigo para impedirle jugar, ¿acabas al fin por abandonarlo?
—En primer lugar, yo he encargado a Stepán que no te dijera nada; en segundo, no acostumbro mentir —contestó Vronski, con fría resolución—, y, por último, he hecho lo que convenía hacer. Anna —añadió después de una pausa—, ¿a qué vienen esas recriminaciones? —y alargó hacia ella su mano abierta, esperando que la estrechase; pero un mal espíritu aconsejó a Anna no dar la suya, como si las condiciones de la lucha no le dejasen bajar la cabeza, aunque le agradaba este gesto de ternura.
—Seguramente —dijo— has hecho lo que te parecía mejor; no lo dudo, pero no es necesario insistir en ello. ¿Para qué me lo dices? ¿Hay alguien que discute tus derechos? ¡Si quieres tener la razón, te la doy!
Al ver que Vronski retiraba su mano con aire resuelto, añadió:
—Esta es una cuestión de tenacidad por tu parte, y solo se trata de saber quién de los dos vencerá. ¡Si tú supieras hasta qué punto me creo estar en el borde de un abismo y me espanta a mí misma cuando manifiestas ese carácter hostil, no me lo darías a conocer!
Y entristecida al pensar en su suerte, volvió la cabeza para ocultar sus lágrimas.
—Pero ¿a qué viene todo eso? —dijo Vronski, atemorizado al ver aquella desesperación e inclinándose hacia ella para coger su mano y besarla—. ¿Puedes acusarme porque busco distracciones fuera? ¿No huyo de la compañía de mujeres?
—¡No faltaría más sino que la buscases!
—Vamos, dime lo que necesitas para ser feliz; estoy dispuesto a todo para evitarte una pena —añadió, al verla entristecida.
—No, no es nada —repuso Anna—; la soledad y mis nervios me ponen así; no se hable más del asunto. Cuéntame lo que ha ocurrido en las carreras —añadió, procurando disimular el orgullo que experimentaba por haber triunfado en esta pequeña batalla—, pues aún no me has dicho nada.
Vronski pidió de cenar, y mientras comía repitió los incidentes de la carrera; pero por la inflexión de su voz y su mirada cada vez más fría, Anna comprendió que le hacía pagar su reciente victoria, y que no le perdonaría nunca las palabras «me espanto de mí misma y creo estar en el borde de un abismo». Esta era un arma peligrosa de que no convenía servirse ya; Anna reconoció que entre ellos se interponía un espíritu de lucha que no podía dominar, así como tampoco Vronski.
A
LGUNOS
meses antes, Lievin no hubiera creído posible dormir tranquilamente después de un día como el que acababa de pasar; pero no es difícil acostumbrarse a todo, particularmente cuando se ve a los demás hacer lo mismo. Durmió, pues, pacíficamente, sin cuidarse de los gastos exagerados, del tiempo perdido, de sus excesos en el club, de su absurda intimidad con un hombre que en otro tiempo estuvo enamorado de Kiti y de su intempestiva visita a Anna, que, bien mirado, no era más que una mujer perdida. El ruido de una puerta que se abría lo despertó sobresaltado; Kiti no estaba en el lecho, y detrás del biombo que dividía la habitación vio luz.
—¿Qué ocurre, Kiti? —preguntó—. ¿Eres tú?
—No es nada —contestó Kiti, presentándose con una bujía en la mano y sonriendo significativamente—; me siento un poco indispuesta.
—¡Cómo!, ¿comienza ya eso? —exclamó Lievin, ya atemorizado, buscando su ropa para vestirse cuanto antes.
—No, eso no es nada; ya pasó —dijo Kiti, reteniendo a su esposo con ambas manos.
Y acercándose al lecho, apagó la luz y se acostó otra vez. Lievin estaba tan cansado, que a pesar del temor que experimentó al ver a su mujer aparecer con una luz, volvió a dormirse muy pronto, sin cuidarse de los pensamientos que debían cruzar por la mente de su querida esposa mientras permanecía echada a su lado esperando el momento más solemne en la vida de una mujer. A eso de las siete, Kiti, luchando entre el temor de despertar a su marido y el deseo de hablarle, acabó por apoyar su mano en el hombro de Lievin.
—Kostia —le dijo—, no temas nada, pero me parece que sería mejor ir a buscar a Lizavieta Petrovna—. Así diciendo, volvió a encender la bujía, y Lievin la vio sentada en el lecho, calcetando. Te ruego que no te espantes —le dijo al ver la expresión de terror de su esposo—; yo no temo nada.
Y cogiéndole la mano, la oprimió contra su corazón y sus labios.
Lievin saltó del lecho, se puso la bata, y sin apartar la vista de su esposa, se dirigió a sí mismo las más amargas reprensiones al recordar la escena de la víspera. Aquel rostro querido, aquella mirada, aquella expresión encantadora que amaba tanto, se le aparecieron bajo una nueva luz; jamás aquella alma cándida y transparente se le había revelado así; y en su desesperación por verse obligado a salir en aquel momento, no se cansaba de contemplar aquellas facciones animadas de una alegre resolución.
También Kiti lo miraba, pero de pronto se fruncieron sus cejas, atrajo a su esposo hacia ella y se oprimió contra su pecho como angustiada por un vivo dolor. El primer pensamiento de Lievin ante aquel sufrimiento mudo fue creerse otra vez culpable; pero la tierna mirada de Kiti lo tranquilizó, y lejos de acusarlo, parecía expresar que lo amaba más; se hubiera dicho que en medio de sus quejas se enorgullecía de aquel padecimiento; y Lievin comprendió que su esposa llegaba a una elevación de sentimientos que él no podía comprender.
—Vamos —dijo Kiti al cabo de un momento—; ahora no sufro ya, y puedes ir a buscar a Lizavieta Petrovna; ya he enviado un recado a mamá.
Con gran asombro suyo, Lievin observó que su esposa recobraba el ánimo después de llamar a su doncella. Cuando entró en la habitación, después de haberse vestido apresuradamente, vio a Kiti andar de un lado a otro y dando sus órdenes para que arreglasen las cosas.
—Voy a casa del doctor —dijo—, y ya he dado orden para que avisen a la comadrona. ¿No se necesita nada más? ¡Ah, sí, Dolli!
Kiti lo miraba sin escuchar, y le hizo una señal con la mano.
—Sí, sí —repuso—; ya puedes ir.
Y mientras cruzaba la sala creyó oír una queja.
«¡Señor —exclamó, cogiéndose la cabeza con ambas manos y saliendo precipitadamente—, apiadaos de nosotros, perdonadnos, socorrednos!»
En aquel instante, Lievin comprendía que ni las dudas ni la imposibilidad racional de creer, le impedían dirigirse a Dios. ¿A quién iba a dirigirse si no era a Aquel, que en sus manos tenía su vida, su alma y su amor?
El caballo no estaba enganchado aún, y para no perder tiempo ni distraer su atención, mandó al cochero seguirlo tan pronto como pudiera.
En la esquina de la calle vio un pequeño trineo que llegaba al trote de un escuálido caballo, y el cual conducía a Lizavieta Petrovna, que llevaba la cabeza casi oculta por un chal.
—¡Gracias a Dios! —murmuró al divisar a la comadrona, cuyo rostro tenía en aquel momento una expresión grave.
Y corrió a su encuentro, deteniéndola al paso.
—¿No hace más que dos horas? —preguntó la comadrona—. Pues entonces no dé usted mucha prisa al doctor, y no se olvide de comprar un poco de opio en la botica.
—¿Cree usted que saldrá bien? —preguntó con ansiedad—. ¡Dios me ampare!
Y viendo llegar a su cochero, saltó al vehículo y se dirigió a casa del doctor.
A
ÚN
dormía el doctor, y el criado, que se ocupaba en limpiar las lámparas, dijo que su señor se había acostado muy tarde y que no se atrevía, por tanto, a interrumpir su sueño.
Lievin, turbado al principio, resolvió ir a la botica, prometiéndose permanecer tranquilo; pero sin omitir nada para llevar consigo al doctor. En la farmacia comenzaron por rebuscarle el opio con tanta indiferencia como la que mostró el criado del médico para despertar a su amo; pero Lievin insistió, citó el nombre del doctor que lo enviaba y de la comadrona, y al fin obtuvo el medicamento. Apurada la paciencia, arrancó el frasco de manos del farmacéutico, que le ponía su etiqueta, lo envolvía y ataba con una calma insoportable.
El doctor seguía durmiendo, y esta vez el criado sacudía la alfombra. Resuelto a conservar su sangre fría, Lievin sacó un billete de diez rublos de su cartera, y poniéndolo en la mano del inflexible servidor, le aseguró que Piotr Dmítrich no le reñiría, pues había prometido ir a la casa a cualquier hora del día o de la noche. ¡Cuánta importancia tenía a sus ojos ahora aquel Piotr Dmítrich, tan insignificante de ordinario!
El criado, a quien aquellos argumentos convencieron, abrió entonces la puerta de una sala de espera, y muy pronto se oyó al doctor toser en la habitación contigua y contestar que iba a levantarse. Aún no habían transcurrido tres minutos, cuando Lievin, fuera de sí, llamaba a la puerta de la alcoba.
—¡En nombre del cielo, Piotr Dmítrich! Dispénseme usted, porque mi mujer sufre hace ya más de dos horas.
—Ya voy, ya voy —contestó el doctor, con una voz que indicaba que se sonreía.
«Esa gente no tiene corazón —pensó Lievin al oír que el doctor se arreglaba—; puede lavarse y peinarse tranquilamente cuando en este momento se agita tal vez una cuestión de vida o muerte.»
—¡Buenos días, Konstantín Dmítrich! —dijo el doctor, entrando tranquilamente en el salón—. ¿Qué ocurre?
Lievin hizo entonces un relato circunstancial sobre lo que pasaba, con una infinidad de detalles inútiles, interumpiéndose a cada momento para instarle a que lo acompañase a su casa; y por eso consideró como una burla la proposición que este le hizo de tomar una taza de café.
—Ya comprendo de qué se trata —dijo el doctor con una sonrisa—, y puede usted creer que la cosa no es urgente. Nosotros los maridos hacemos un papel muy ridículo en tales casos; el esposo de una de mis clientes se suele refugiar en la cuadra.
—Pero ¿usted cree que saldrá bien?
—Así lo espero.
—¿Vendrá usted pronto?
—Dentro de una hora.
—¡En nombre del cielo!