Cuando la pieza terminó bruscamente, Lievin se extrañó de la fatiga que aquella tensión de espíritu le había causado; experimentó el efecto que pudiera producir en un sordo ver bailar, y al oír los aplausos del auditorio quiso comparar sus impresiones con las de aquellas personas competentes.
Por todas partes se levantaban ya para reunirse y hablar sobre las dos composiciones durante el entreacto; y entonces fue a buscar a Pestsov, que conversaba con uno de los principales inteligentes.
—¡Es sorprendente! —decía Pestsov con su voz de bajo—. Buenos días, Konstantín Dmítrich. El pasaje de más colorido —dijo Pestsov, continuando su diálogo— es aquel en que aparece Cordelia, aquel en que la mujer entra en lucha con la fatalidad. ¿No es cierto?
—¿Por qué Cordelia? —preguntó tímidamente Lievin, que había olvidado que se trataba de
El rey Lear
.
—Cordelia aparece. ¿No lo ve usted? —repuso Pestsov, indicando el programa a Lievin, que no había observado el texto de Shakespeare, traducido en ruso e impreso en el dorso del programa.
El entreacto se pasó en discutir los méritos y defectos de las tendencias de Wagner, y como Lievin se esforzaba para demostrar que este compositor había hecho mal en invadir el dominio de las otras artes, como lo hace la poesía, cuando quiere describir los rasgos de un rostro, lo cual debe dejarse a la pintura; Pestsov quiso probarle que el arte es único, y que para llegar a la suprema grandeza es preciso que todas las manifestaciones se hallen reunidas en un solo grupo.
Lievin, cansado de fijar la atención, no escuchó ya la segunda pieza, cuya afectada sencillez fue comparada por Pestsov con una pintura prerrafaelista; y apenas terminado el concierto, fue a reunirse con su cuñada. Al salir, después de haber encontrado a varias personas conocidas, vio al conde Boll, y esto le hizo pensar en la visita que debía hacerle.
—Vaya usted pronto —dijo Natalia, a la cual confió su olvido, y a quien debía acompañar a una sesión pública de un comité eslavo—. Tal vez la condesa no reciba, y en tal caso volverá usted a reunirse conmigo.
¿S
E
recibe hoy? —preguntó Lievin, entrando en el vestíbulo de la casa de la condesa Boll.
—Sí, señor —contestó el conserje, apresurándose a despojar de su abrigo al visitante.
«¡Qué fastidio! —pensó Lievin, que daba vueltas a su sombrero entre las manos, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué voy a decirles? ¿Para qué he venido aquí?»
En el primer salón encontró a la condesa, que con acento severo daba órdenes a un criado; pero la expresión de su rostro se dulcificó al ver a Lievin, a quien rogó que pasase a un gabinete, donde sus dos hijas hablaban Con un coronel de Moscú, a quien Levin ya había conocido. Konstantín entró, saludó, se sentó junto a un canapé y colocó su sombrero entre las rodillas.
—¿Cómo sigue su esposa? —preguntó una de las jóvenes—. ¿Viene usted del concierto? Nosotras no hemos podido y mamá ha tenido que asistir a unos funerales.
—Sí —respondió Lievin—, ya sé. ¡Qué muerte tan inesperada!
La condesa se presentó a poco, se sentó en el canapé, y, volviéndose hacia Lievin, le hizo las mismas preguntas sobre la salud de Kiti y el concierto, añadiendo, para variar, algunos detalles sobre la muerte de una amiga.
—Nunca había gozado de buena salud. ¿Ha estado usted ayer en la ópera?
—Sí.
—La Lucca estuvo sublime.
Sí, estuvo muy bien —dijo Levin. Y, sin importarle lo que pudieran pensar de él, se puso a repetir lo que había oído decir cien veces respecto al talento particular de la cantante. La condesa Boll fingía escucharle.
Le pareció que había dicho ya bastante, se calló, y entonces el coronel, que hasta entonces había guardado silencio, comenzó a hablar a su vez. Habló de la ópera, de la nueva iluminación, y, tras hacer alegres pronósticos acerca de la
folle journée
que se preparaba en casa de Tiurin, rio, se levantó con gran ruido, saludó a todos y se fue.
Lievin hizo ademán de seguir el ejemplo; pero una mirada de asombro de la condesa lo contuvo. Había que esperar unos minutos más. Volvió a sentarse, renegando en su interior del papel que hacía, e inútilmente buscó un asunto de conversación.
—¿Irá usted a la sesión del comité? —preguntó la condesa—. Dicen que será interesante.
—He prometido ir allí a buscar a mi cuñada.
Nuevo silencio, durante el cual las tres damas cambiaron una mirada.
«Ya debe de ser tiempo de marcharme», pensó Lievin, levantándose de pronto. Las señoras no lo retuvieron esta vez, estrechándole la mano y encargándole mil cosas para Kiti.
Al ponerse el abrigo, el conserje le preguntó cuáles eran las señas de su casa, y las apuntó gravemente en un magnífico libro encuadernado.
«En el fondo, todo me es igual —pensó Lievin—; pero, ¡Dios mío, qué estúpido parece el que visita y qué inútil y ridículo es todo esto!»
Y fue a buscar a su cuñada. La sesión pública del comité eslavo estaba muy concurrida. Asistía toda la buena sociedad. Lievin llegó al resumen, que según decían era muy interesante. Lievin encontró allí a Sviyazhski quien le invitó a la Sociedad de Agricultura a escuchar un célebre discurso; a Stepán Arkádich, recién llegado de las carreras, y a muchos otros conocidos. Lievin habló sobre la sesión, sobre una nueva obra teatral, sobre un proceso. Pero debido al cansancio, Lievin al hablar del proceso se confundió y después varias veces recordó con desagrado aquel error. Se trataba de la deportación de un extranjero juzgado en Rusia, y Lievin repitió lo que había oído decir la víspera a un conocido.
—Deportarlo es lo mismo que condenar a un pez a ser soltado en el agua —dijo. Después recordó que aquella frase, que había dado por suya y que había oído la víspera, estaba extraída de una fábula de Krilov, y que el conocido de Konstantín la había leído en un artículo de periódico.
Junto con su cuñada, Lievin se dirigió a su casa, encontró a Kiti alegre y sin novedad y se fue al club.
L
IEVIN
no había vuelto a poner los pies en el club desde la época en que, después de haber terminado sus estudios, pasó un invierno en Moscú, pero sus recuerdos se despertaron ante el gran pórtico, en el fondo el vasto patio circular, cuando vio al conserje abrirle la puerta de entrada saludando, e invitarle a despojarse de su abrigo antes de subir al piso primero. Así como en otro tiempo, experimentó una especie de bienestar, con la satisfacción de verse en tan buena compañía.
—Ya hacía mucho tiempo que no teníamos el gusto de verle a usted por aquí —dijo el segundo conserje, que recibió a Lievin en la parte superior de la escalera y que conocía a todos los socios del club, así como a sus familias—. El príncipe le escribió a usted ayer; Stepán Arkádich no ha llegado aún.
Al entrar Lievin en el comedor, halló las mesas ocupadas, y vio entre los convidados varias caras conocidas; allí estaban el anciano príncipe, Sviyazhski, Serguiéi Ivánovich y Vronski; y todos, jóvenes y viejos, parecían haber dejado sus preocupaciones en el guardarropa para no pensar más que en las dulzuras de la vida.
—Vienes tarde —dijo el anciano príncipe, dando a su yerno la mano por encima del hombro—. ¿Cómo está Kiti? —añadió, mientras se introducía una punta de la servilleta en un ojal del chaleco.
—Está bien, y hoy come con sus dos hermanas.
—Tanto mejor; ve pronto a tomar asiento a la mesa si quieres encontrar sitio —añadió el príncipe.
—Por aquí, Lievin —gritó una voz jovial desde el fondo de la sala.
Era Turovtsin, que estaba sentado junto a un joven oficial y reservaba dos sitios, uno para Oblonski y el otro para Lievin; este ocupó con gusto una de las sillas y fue presentado al oficial, Gaguin de San Petersburgo. Siempre había sentido una simpatía particular hacia Turovtsin, que le recordaba el día de su declaración a Kiti, pero ahora, después de tensas y fatigosas conversaciones de aquel día, su presencia le agradó especialmente.
—Este Stepán se retrasa siempre.
—Ya viene.
—Acabas de llegar, ¿verdad? —dijo Oblonski a Lievin cuando estuvo a su lado—. Vamos a tomar una copita de vodka.
Y antes de dar principio a la comida, los dos amigos se acercaron a una mesa de grandes dimensiones; donde se veía un variado surtido de licores y entrantes. De unos veinte tipos de entrantes parecía que se podía elegir alguno acorde con cualquier gusto, pero Stepán Arkádich pidió uno especial, que un criado se apresuró a presentarle.
Después de la sopa se sirvió el champaña; Lievin tenía apetito, y bebió y comió con gran placer, divirtiéndose mucho con las conversaciones de los comensales.
Se refirieron anécdotas un poco ligeras, los brindis recíprocos menudearon y las botellas iban desapareciendo rápidamente; se habló de caballos y de carreras, y se elogió el trotón de Vronski,
Atlasni
, que acababa de ganar un premio.
—Y he aquí el feliz propietario —dijo Stepán Arkádich hacia el fin de la comida, inclinándose para ofrecer la mano a Vronski, a quien acompañaba un coronel de la guardia, de gigantesca figura.
Vronski se inclinó hacia Oblonski y le dijo algunas palabras al oído, alargando después su mano a Lievin con una sonrisa.
—Me alegro mucho encontrarlo —le dijo—; lo busqué en toda la ciudad después de las elecciones, pero había desaparecido.
—Es verdad; marché el mismo día. Hablábamos de su caballo, y le doy la enhorabuena por su triunfo.
—¿No tiene usted también caballos de carrera?
—Yo, no; mi padre poseía una yeguada, y solo por tradición entiendo de ellos.
—¿Dónde has comido? —preguntó Oblonski.
—En la segunda mesa, detrás de las columnas.
—Lo han agobiado de felicitaciones; es muy bonito ganar un segundo premio imperial —dijo el coronel gigantesco—. ¡Ah, si yo pudiese tener la misma suerte en el juego! Bueno, que tengo prisa —y se alejó.
—Es Yashvin —contestó Vronski a Túrovtsyn, al ver al gigante dirigirse hacia la sala llamada infernal.
Vronski se sentó a la mesa; y bajo la influencia del vino y de la atmósfera sociable del club, Lievin habló cordialmente con él, muy satisfecho de no sentir odio contra su antiguo rival; hasta hizo una alusión al encuentro de Vronski con su esposa en casa de la princesa María Borísovna.
—¡Qué mujer! —exclamó Stepán Arkádich.
Y refirió una anécdota de la anciana señora que hizo reír a todo el mundo, particularmente a Vronski.
—Si hemos acabado, señores, salgamos —dijo Oblonski.
L
IEVIN
salió del comedor muy contento y encontró a su suegro en la sala contigua.
—¿Qué dices de este empleo de la indolencia? —preguntó el anciano príncipe, cogiéndose del brazo de su yerno—. Vamos a dar una vuelta.
—No deseo otra cosa, porque esto me interesa.
Hablando y saludando a sus antiguos amigos al paso, los dos atravesaron las salas donde se jugaba a los naipes o al ajedrez, y pronto llegaron al billar, en el que un grupo de jugadores rodeaba una mesa llena de botellas de champaña; después dirigieron una mirada a la sala infernal, donde vieron a Yashvin, y, por último, visitaron el gabinete de lectura y otra habitación a la que el príncipe daba el nombre de «sala de los sabios», donde solo hallaron a tres caballeros discutiendo sobre política.
—Príncipe, lo esperan a usted —dijo uno de sus compañeros de juego, que lo buscaba por todas partes.
Una vez solo, Lievin, recordando las conversaciones sobre política oídas aquella mañana, no quiso escuchar la de aquellos tres señores, y se alejó en busca de Túrovtsyn y de Oblonski, con los cuales no se aburría.
Los encontró en la sala de billar, donde Stepán Arkádich y Vronski hablaban junto a la puerta.
Lievin oyó que el último decía: «No es que ella se aburra, pero esa indecisión la enerva», y quiso alejarse, pero Stepán Arkádich lo llamó.
—No te vayas, Lievin —le dijo, con los ojos húmedos, como los tenía siempre después de beber o de enternecerse; aquel día era lo uno y lo otro.
—Es mi mejor amigo —dijo, dirigiéndose a Vronski—, y como también me une contigo una sincera amistad, quisiera que os apreciaseis, porque sois dignos uno de otro.
—Ya no nos falta más que abrazarnos —contestó Vronski alegremente, ofreciendo a Lievin una mano, que este estrechó con la mayor cordialidad.
—Quedo muy complacido —dijo.
—Yo también —repuso Vronski.
A pesar de esta mutua satisfacción, ninguno de los dos supo decir nada.
—¡Trae champaña! —gritó Oblonski a un criado, y volviéndose hacia Vronski, añadió—. Ya sabes que Lievin no conoce a Anna, y por tanto quiero presentarlo.
—Se alegrará mucho —replicó Vronski—. Yo os hubiera rogado que fuéramos ahora mismo, pero estoy inquieto por Yashvin, y quiero vigilarlo.
—¿Está perdiendo?
—Todo cuanto posee; solo yo tengo alguna influencia sobre él, y, por consiguiente, voy a buscarlo.
Y Vronski se alejó para reunirse con su amigo. Lievin descansaba de la fatiga intelectual producida por la conversación con Katavásov. Le alegraba su reconciliación con Vronski, y no le abandonaba ni por un instante una sensación de serenidad y satisfacción.
—¿Por qué no hemos de ir a casa de Anna sin él? —preguntó Stepán Arkádich, cogiendo del brazo a Lievin cuando estuvieron solos—. Hace mucho tiempo que he prometido presentarte. ¿Qué piensas hacer esta noche?
—Nada de particular; vamos allá si lo deseas.
—Muy bien. Manda acercar el coche —dijo Oblonski a un lacayo.
Levin se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida en el partido, cuarenta rublos; pagó el gasto que había hecho en el club a un lacayo viejecito en la puerta, que de una manera particularmente misteriosa ya sabía cuánto era; y moviendo mucho los brazos, a través de diversas salas se dirigió hacia la puerta.
¡E
L
coche del príncipe Oblonski! —gritó el conserje con voz estentórea.
—El vehículo avanzó, y los dos amigos tomaron asiento. La impresión de bienestar físico y moral que Lievin experimentaba al entrar en el club persistió mientras estuvieron en el patio; pero los gritos de los cocheros en la calle y la muestra de color rojo de una taberna lo volvieron a la realidad, y se preguntó si haría bien en ir a casa de Anna. Stepán Arkádich, como si adivinase lo que su amigo pensaba, cortó sus meditaciones: