—¡Cuánto me agradará que la conozcas! Ya sabes que Dolli lo desea hace largo tiempo; Lvov la visita también; y aunque se trate de mi hermana, no puedo menos de reconocer su gran superioridad; es una mujer notable, mas por desgracia se halla en una situación muy crítica.
—¿Por qué?
—Negociamos un divorcio, en el que su esposo consiente, pero surgen dificultades a causa del niño, y hace tres meses que el asunto está paralizado. Cuando se decrete el divorcio se casará con Vronski, y su posición será entonces tan regular como la tuya o la mía.
—¿En qué consisten esas dificultades?
—Sería muy largo de contar. De todos modos, ya hace tres meses que está en Moscú, donde todo el mundo la conoce, y no ve a más mujer que a Dolli, porque no quiere imponerse a nadie. ¿Creerías tú que esa necia de princesa Varvara le ha dicho que dejaba de visitarla por conveniencia? Cualquiera otra mujer se juzgaría perdida; pero ya verás qué digna es su conducta y qué bien sabe arreglarse. ¡A la izquierda, frente a la iglesia! —gritó Oblonski al cochero, asomándose por la portezuela y echando hacia atrás sus pieles, a pesar de los doce grados de frío.
—¿No tiene una niña? No le dejará tiempo para aburrirse —preguntó Lievin.
—No ves en las mujeres más que una hembra,
une couveuse
. No puede ocuparse de otra cosa que no sean los niños. Anna educa muy bien a la niña, aunque no habla de ello. Pero no se ocupa solo de ella; también ejercita su inteligencia escribiendo. Sonríes y haces mal, pues lo que Anna escribe es un libro infantil; nadie sabe esto más que yo, pues fui quien enseñó el manuscrito al editor Vorkúiev. Como este último es también escritor, puede juzgar, y en su concepto, lo que ha leído es notable. Anna se ha encargado también de una niña inglesa y de su familia.
—¿Por filantropía?
—No se ha de buscar el ridículo. Esta familia es la de un profesor inglés de equitación, muy hábil en su oficio, a quien Vronski ocupó en otro tiempo; el infeliz, entregado a la bebida, abandonó mujer e hijos, y Anna se ha interesado por esa desgraciada. Y no creas que se limita a ofrecerles una ayuda material. Ella misma prepara el ingreso de los niños en el gimnasio y les da clases de ruso. La niña se educa con su hija. Ahora la conocerás.
El coche penetró en aquel momento en un patio; Stepán Arkádich llamó a una puerta, y sin preguntar si se recibía, se despojó de sus pieles. Lievin, cada vez más inquieto sobre la conveniencia de lo que hacía, imitó a su amigo, y al mirarse en un espejo observó que estaba rojo como la grana. Un criado los recibió en el primer piso, e interrogado familiarmente por Stepán Arkádich, contestó que la señora estaba en el gabinete del conde con el editor Vorkúiev.
Cruzaron un pequeño comedor, entrando después en una habitación débilmente iluminada, en una de cuyas paredes se veía el retrato de una mujer de formas opulentas, cabello negro y mirada pensativa. Lievin quedó fascinado, y pensó que no podía existir en realidad semejante hermosura: era el retrato de Anna, hecho por Mijáilov en Italia. Había perdido noción del lugar en que se encontraba. Ya no escuchaba lo que le decían absorto en la contemplación de aquel extraordinario retrato. Aquello era más que un retrato, era una bella mujer viva, de negros y ondulados cabellos, hombros y brazos desnudos, con una sonrisa pensativa en sus labios cubiertos de un delicado vello. Su mirada dulce y triunfal lo turbaba. No estaba viva porque era más bella de lo que puede ser una mujer en la realidad.
—Me alegro mucho… —dijo una voz, que se dirigía evidentemente al recién llegado; era Anna, que, oculta en parte por unas macetas, se levantaba para recibir a los visitantes.
Y en la semioscuridad de la habitación, Lievin reconoció el original del retrato, con un traje sencillo que no se prestaba a la ostentación de la belleza; en la vida Anna era menos brillante, pero tenía un encanto singular, que faltaba al retrato.
A
NNA
se adelantó hacia Lievin sin disimular el placer que le producía la visita; y con soltura y sencillez de una mujer de buen tono, le ofreció su pequeña mano. Le presentó a Vorkúiev y le dijo el nombre de la niña, sentada allí, junto a la mesa.
—Celebro mucho conocerlo —le dijo—, porque hace largo tiempo que ya no es un extraño para mí, gracias a Stepán y a la esposa de usted. Jamás olvidaré la impresión que Kiti me produjo; yo no podría compararla sino con una hermosa flor, y hace poco he sabido que muy pronto será madre.
Anna hablaba sin apresurarse, mirando sucesivamente a su hermano y a Lievin, y tratando a este último como si lo hubiese conocido desde la infancia.
Stepán Arkádich preguntó si se podía fumar.
—Para eso nos hemos refugiado en el gabinete de Alexiéi —contestó Anna, presentando una cigarrera de concha a Lievin, después de tomar un cigarrillo de papel.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó Stepán Arkádich.
—Bastante bien, aunque un poco nerviosa, como siempre.
—¿No te parece hermoso? —preguntó Stepán Arkádich, observando la admiración de Lievin al contemplar el retrato.
—No he visto nada más perfecto.
—Ni de tanto parecido —añadió Vorkúiev.
El rostro de Anna pareció iluminarse cuando, para comparar el retrato con el original, Lievin la miró atentamente; se sonrojó al punto, y para ocultar su turbación quiso preguntar a la señora de Karenin cuándo había visto a Dolli. Pero Anna se adelantó:
—Ahora hablaba con el señor Vorkúiev de los cuadros de Váschenkov. ¿Los conoce usted?
—Sí —contestó Lievin
—Pero, perdone, le he interrumpido. Quería decir…
Lievin le preguntó cuándo había visto a Dolli.
—Ayer. Está muy enfadada con los profesores de Grisha, a quienes acusa de injustos.
—Sí, he visto los cuadros y no me han gustado nada —dijo Lievin, volviendo a la conversación anterior.
Lievin ya no hablaba por pura cortesía como por la mañana. Toda palabra pronunciada en aquella conversación adquiría un significado especial. Le agradaba hablar con Anna, pero sobre todo le agradaba escucharla.
Anna hablaba con naturalidad y conocimiento del problema, pero sin dar importancia a sus opiniones y, por el contrario, atenta a la opinión de su interlocutor.
Se hablaba de las nuevas tendencias del arte, de las ilustraciones de la Biblia hechas por un pintor francés.
Como Vorkúiev censurase el realismo exagerado del artista francés, Lievin observó que este realismo era una reacción, pues jamás se había extremado tanto como en Francia la convención en el arte.
—No mienten y hasta en ello ven la poesía —dijo.
Nunca había encontrado Lievin tanto placer al expresarse como aquel día. El rostro de Anna se iluminó cuando comprendió y apreció la idea profunda de Lievin. Anna Arkádievna sonrió.
—Me río —dijo— como ríe uno al encontrar un gran parecido en un retrato. Lo que dice usted caracteriza perfectamente todo el arte francés actual, tanto la pintura como la literatura: Zola, Daudet.
Y tal vez suceda siempre así; se comienza por soñar tipos imaginarios, un ideal de convención; pero hechas las combinaciones, estos tipos parecen desagradables y fríos, y se vuelve a lo natural.
—Justamente —repuso Vorkúiev.
—¿Conque vienes del club? —preguntó Anna a su hermano, inclinándose hacia él para hablarle en voz baja.
«¡Qué mujer!», pensó Lievin, absorto en la contemplación de aquella fisonomía movible, que tan pronto expresaba curiosidad, cólera y altivez, mientras Anna hablaba con Stepán. Pero su emoción fue pasajera, y cerrando a medias los ojos, como para concentrar sus recuerdos, se volvió hacia la pequeña inglesa, a la cual dijo en inglés;
—
Please, order the tea in the drawing-room
.
La niña salió.
—¿Cómo se ha portado en los exámenes? —preguntó Stepán Arkádich.
—Perfectamente; es una joven de mucha disposición.
—Acabarás por preferirla a tu hija.
—¡Lo dice un hombre! ¿Se pueden comparar estos dos afectos? Amo a mi hija de una manera y a esta niña de otra.
—¡Ah, si Anna quisiera aplicar en provecho de los niños rusos la centésima parte de la actividad que consagra a esta pequeña inglesa, qué útiles serían sus servicios! —dijo Vorkúiev.
—¿Qué quiere usted? Esto no se impone; el conde Alexiéi Kirílovich me recomendó mucho visitar las escuelas en el campo, y jamás pude interesarme por ellas. Ustedes hablan de energía; pero la base de esta es el amor, y el amor no se da como se quiere. Me sería muy difícil explicar por qué he tomado cariño a esa niña inglesa, pues no lo sé.
Y miró a Lievin como para demostrarle que solo hablaba con el objeto de obtener su aprobación, aunque segura de que los dos se comprendían.
—Soy en un todo del parecer de usted —dijo Lievin—; pero no se puede poner el corazón en esas cuestiones escolares, y he aquí por qué las instituciones filantrópicas son generalmente letra muerta.
—Sí —repuso Anna, después de una pausa—; jamás he sentido nada al ver un colegio de niñas; sin duda no tengo el corazón bastante grande, ni aun ahora, cuando tanto necesito…
Y aunque hablaba con su hermano, fijó una triste mirada en Lievin, a quien dijo después de una pausa:
—Tiene usted fama de no ser un buen ciudadano; pero siempre lo he defendido a usted.
—¿De qué modo?
—Según eran los ataques. Si a ustedes les parece —añadió, tomando de la mesa un libro encuadernado—, vamos a tomar el té.
—Déme usted eso—dijo Vorkúiev, señalando el libro.
—No; vale poca cosa.
—Ya se lo he dicho —murmuró Stepán Arkádich, señalando a Lievin.
—Has hecho mal —replicó Anna—, pues mis escritos se parecen a esas pequeñas obras hechas por los prisioneros a fuerza de paciencia.
Lievin advirtió un nuevo rasgo en aquella mujer que tanto le había agradado. Además de inteligencia, gracia, belleza, poseía el don de la sinceridad. No intentaba ocultar la gravedad de su situación. Al explicarlo, Anna suspiró y su rostro, con una expresión severa, quedó inmóvil. Aquella expresión, nueva para Lievin, y que la hacía más bella, no aparecía en el retrato, en el que el rostro de Anna irradiaba felicidad. Lievin volvió a mirar el retrato, después dirigió la vista a Anna, cuando esta, del brazo de su hermano, atravesaba la puerta, y sintió que su corazón se colmaba de ternura y compasión. Aquellos sentimientos lo sorprendieron. Anna dejó a los hombres pasar delante y se quedó detrás para conversar con Stepán. ¿De qué le hablaría? ¿Del divorcio y de Vronski? Lievin, pensando en esto, no oyó nada de lo que le dijo Vorkúiev sobre el libro escrito por la señora de Karenin.
Durante el té prosiguió la misma agradable conversación. Ni por un instante faltó tema para conversar. Por el contrario, Lievin tenía que contenerse para escuchar con agrado lo que decían los demás. Y toda aquella conversación —no solo las palabras de Anna, sino también de Vorkúiev, de Stepán Arkádich— adquiría, gracias a ella, un significado especial.
Al oír a Anna, admiraba su inteligencia, su instrucción, su buen criterio, y trataba de penetrar en los pliegues de su vida íntima. Aunque tan rápido para juzgar y tan severo en otro tiempo, solo pensaba en excusarla, y la idea de que no era feliz y de que Vronski no la comprendía, le oprimió el corazón.
Eran ya más de las once cuando Stepán Arkádich se levantó para marcharse; Vorkúiev se había retirado ya; Lievin dejó su silla con sentimiento, pareciéndole que solo había estado allí un instante.
—Adiós —le dijo Anna, reteniéndole una mano entre las suyas, con una mirada que lo turbó—. Me alegro que se haya roto al fin el hielo que nos separaba; diga usted a su esposa que la amo como en otro tiempo, y si no puede perdonarme mi situación, desearé, por lo menos, que jamás la comprenda ella. Para perdonar es preciso haber sufrido, y que Dios la preserve de ello.
—Se lo diré —contestó Lievin, sonrojándose.
¡E
NCANTADORA
e infeliz mujer!», pensó Lievin cuando estuvo en la calle y sintió el aire helado de la noche.
—¿Qué te había dicho yo? —le preguntó Stepán Arkádich—. ¿No tenía razón?
—Sí —contestó Lievin, con aire pensativo—; esa mujer es verdaderamente notable, y la seducción que ejerce no es debida solo a su talento; se comprende que tiene corazón; pero inspira lástima.
—A Dios gracias, confío que todo se arreglará; pero sirva esto para demostrarte que es preciso desconfiar de los juicios temerarios. Adiós, pues no vamos por el mismo camino.
Lievin entró en su casa subyugado por el encanto de Anna, tratando de recordar los menores incidentes de la tertulia y persuadido de que comprendía a aquella mujer superior.
* * *
Al abrir la puerta, Kuzmá dijo a su amo que Katerina Alexándrovna seguía bien, y que sus hermanas acababan de salir; al mismo tiempo, le entregó dos cartas, que Lievin leyó al punto. Una era de su intendente, que no encontraba comprador para el trigo a un precio razonable; la otra de su hermana, la cual le daba quejas por haber descuidado el asunto de la tutela.
«Pues venderemos más barato —pensó Lievin, resolviendo ligeramente la primera cuestión—; y en cuanto a mi hermana, tiene razón de quejarse; pero el tiempo pasa tan rápidamente que no he hallado medio de ir al tribunal hoy.»
Lievin se prometió ocuparse del asunto el día siguiente, y al encaminarse a la habitación de su mujer, pensó en sus ocupaciones de aquel día. ¿Qué había hecho más que hablar y siempre hablar? Ninguno de los asuntos tratados le hubiera hecho perder el tiempo en el campo; solo tenían importancia allí, y aunque aquellas conversaciones no tuviesen nada de reprensibles, sentía como un remordimiento en el fondo del corazón al recordar su ternura hacia Anna.
Kiti estaba triste y meditabunda; la comida de las tres hermanas había sido alegre, pero como Lievin no volvía, la noche le pareció más larga.
—¿Qué ha sido de ti? —le preguntó al observar en sus ojos un brillo sospechoso, pero absteniéndose de indicar nada que pudiese contener su expansión.
—He encontrado a Vronski en el club, y me alegro mucho; todo ha pasado naturalmente, y en adelante no habrá hostilidad entre nosotros, aunque mi intención no sea buscar su compañía.
Al decir estas palabras se sonrojó, pues para no buscar su compañía había ido a casa de Anna al salir del club.
—Nos quejamos de las tendencias del pueblo a la embriaguez, pero yo creo que los hombres de mundo no beben menos ni se limitan tampoco a emborracharse los días de fiesta.