Durante el alumbramiento de su esposa, Lievin experimentó una extraña sensación: aunque incrédulo, había orado, y con fe sincera; pero cuando volvió a la tranquilidad, comprendió que su vida era inaccesible a semejante disposición de alma. ¿En qué momento se le había aparecido la verdad? ¿Podía admitir que se hubiese engañado? Si sus impulsos hacia Dios se convertían en polvo cuando los analizaba fríamente, ¿debía considerarlos por esto como una prueba de debilidad? Esto hubiera sido rebajar sentimientos cuya grandeza apreciaba… Aquella lucha interior le pesaba dolorosamente, y se esforzaba para librarse de ella.
A
GOBIADO
con estos pensamientos, leía y meditaba; pero el objeto deseado parecía alejarse cada vez más.
Convencido de la inutilidad de buscar en el materialismo contestación a sus dudas, releyó, en el último tiempo de su residencia en Moscú y en el campo, las obras de Platón, Espinosa, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, que correspondían a su modo de ver, y cuyas doctrinas comparaba con otras enseñanzas, sobre todo con las teorías materialistas; mas, por desgracia, apenas buscaba, independientemente de estos guías, la aplicación a cualquier punto dudoso, volvía a caer en las mismas vacilaciones. Los términos espíritu, voluntad, libertad y sustancia solo tenían sentido para su inteligencia mientras seguía el hilo artificial de las deducciones de aquellos filósofos, quedando entonces cogido en el lazo de sus sutiles distinciones; pero considerada desde el punto de vista de la vida real, la armazón se derrumbaba, y no veía ya más que un conjunto de palabras sin relación con «aquella cosa» más necesaria en la vida que la razón.
Hubo un tiempo en que leyendo a Schopenhauer, sustituyó la palabra
voluntad
por
amor
, y esta nueva filosofía lo consoló durante dos días. Pero se derrumbó cuando la miró desde las posiciones de la vida.
Serguiéi Ivánovich le aconsejó que leyese a Jomiakov; y aunque le disgutaron el rebuscado estilo de este autor, lleno de exageración, y sus marcadas tendencias a la polémica, le admiró ver cómo desarrollaba la idea siguiente: «El hombre no podía llegar solo al conocimiento de Dios, pues la verdadera luz está reservada para una reunión de almas, a las cuales inspira el mismo amor, y esta reunión es iglesia». Este pensamiento reanimó a Lievin… ¡Cuánto más fácil era aceptar la Iglesia establecida, santa e infalible, puesto que tiene a Dios por jefe, con sus enseñanzas sobre la creación, la redención, y llegar por ella a Dios; cuánto más fácil era esto, repetimos, que no sondear el impenetrable misterio de la divinidad para explicarse después la creación, la redención, etc.!
Mas, ¡ay!, después de haber leído, a continuación de Jomiakov, una historia de la iglesia escrita por un autor católico, Lievin volvió a recaer dolorosamente en sus dudas. La iglesia griega ortodoxa y la iglesia católica, ambas infalibles en su esencia, se excluían mutuamente, sin que la teología ofreciese fundamentos más sólidos que la filosofía.
Durante toda aquella primavera, Lievin pasó horas crueles.
«Yo no puedo vivir —se decía— sin saber lo que soy y con qué objeto existo; puesto que no puedo adquirir este conocimiento, la vida es para mí imposible. En la infinidad del tiempo, de la materia y del espacio, se forma una célula orgánica que se sostiene un momento y se rompe después… ¡Esa célula soy yo!»
Tan doloroso sofisma era el único, el supremo resultado del trabajo del pensamiento humano durante muchos siglos; era la creencia final en que se basaban las investigaciones más recientes del espíritu científico; era la convicción dominante, y Lievin, sin explicarse bien la razón, y simplemente porque esta teoría le pareció más clara, se penetró de ella sin que interviniese su voluntad.
Pero esta conclusión era en su concepto más que un sofisma; vio en ella la obra irrisoria de algún espíritu del mal, y era deber suyo liberarse de ella… La liberación estaba al alcance de todos. Era preciso romper la dependencia del mal. Y el medio de conseguirlo era la muerte. Amado, feliz, padre de familia, Lievin alejó cuidadosamente de su alcance toda clase de arma, como si hubiera temido ceder a la tentación de poner término a su largo suplicio.
Por eso no se mató, y quiso seguir viviendo y luchando.
A
UNQUE
Lievin se hallase mortalmente perturbado por la dificultad de analizar el problema de su existencia, obraba sin vacilar en su vida diaria. Hacia el mes de junio dio principio a sus trabajos habituales en Pokrovskoie: la inspección de las tierras de sus hermanos, sus relaciones con la vecindad y los campesinos y la cría de las abejas lo tenían muy ocupado. No obstante, el interés que se tomaba en los negocios tenía ahora un límite más reducido; hasta había renunciado a sus miras generales y proyectos, cuya aplicación le causara tantas decepciones, y se contentaba con llenar sus nuevos deberes, advirtiéndole un secreto instinto que así obraba mejor. En otro tiempo, la idea de hacer una acción buena y útil le producía de antemano una dulce impresión de alegría; pero la acción en sí misma no realizaba nunca sus esperanzas, y muy pronto comenzaba a dudar de la utilidad de sus empresas; ahora iba directamente al hecho, sin alegría pero sin vacilación, y los resultados eran satisfactorios. Ahora trazaba el surco en la tierra tan inconscientemente como el arado. En vez de discutir ciertas condiciones de la vida, las aceptaba como indispensables; vivir lo mismo que sus antecesores, prosiguiendo su obra a fin de legarla a sus hijos era a los ojos de Lievin un deber indiscutible, y no se le ocultaba que para alcanzar este objeto le era preciso ahumar la tierra, labrarla y practicar la siembra, debiéndose hacer todas estas operaciones bajo su vigilancia; sabía igualmente que debía proteger a sus hermanos y a los numerosos campesinos que iban a consultarle, y a los niños que se le confiaban; su mujer y Dolli tenían igualmente derecho a que las consolara algunas horas; y le bastaba todo esto para ocupar su existencia, de la cual no comprendía el sentido cuando reflexionaba. Cosa singular, no solamente sus deberes le parecían ahora bien definidos, sino que ya no abrigaba dudas sobre la manera de llenarlos en los casos particulares de la vida cotidiana. Así, por ejemplo, no vacilaba ya en contratar sus jornaleros al precio más arreglado que le era posible; pero tampoco quería hacerlos trabajar por menos de lo que ganaban por costumbre; adelantaba dinero a un campesino para librarlo de las garras de los usureros, pero no le perdonaba los atrasos; castigaba severamente los robos en los bosques, pero habría tenido escrúpulo en retenerle el ganado del campesino cogido
in fraganti
; conservaba y mantenía a los antiguos servidores de edad avanzada, y hacía esperar a los campesinos, que le esperaban ya tres horas, para ir a dar un abrazo a su esposa al volver a casa después del trabajo, pero no habría ido a ver sus colmenas antes de recibirlos. No profundizaba este código personal, y temía las reflexiones que podían conducirlo a dudar sobre sus deberes; pero su conciencia, siempre alerta, era severo juez para sus faltas.
Así vivió, siguiendo la senda trazada por la vida, siempre sin entrever la posibilidad de explicarse el misterio de la existencia y atormentado por su ignorancia hasta el punto de temer el suicidio.
E
L
día de la llegada de Serguiéi Ivánovich a Prokóvskoie fue uno de los días más duros para Lievin.
Era el tiempo más ocupado del año, aquel que exige un esfuerzo de trabajo y de voluntad, y que no se aprecia lo bastante porque se reproduce periódicamente con resultados muy sencillos. Segar, almacenar el trigo, labrar, batir el grano y sembrar son trabajos que no admiran a nadie; mas para llevarlos a cabo en el corto espacio de tiempo concedido por la naturaleza es forzoso que todos trabajen, y que durante tres o cuatro semanas cada cual se contente con un pedazo de pan y cebolla, sometiéndose a dormir muy pocas horas; es preciso que nadie pierda un momento ni de día ni de noche; y este fenómeno se realiza anualmente en toda Rusia.
Lievin hacía como los demás; iba al campo a la primera hora de la mañana; volvía para almorzar con su esposa y su cuñada, y sin perder un momento se dirigía a la granja; pero mientras vigilaba a sus trabajadores, hablaba con su suegro y las señoras, y se preguntaba siempre lo mismo: «¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Para qué?».
En pie, cerca de la granja, miraba el polvo que se producía al batir el trigo, contemplando al mismo tiempo las golondrinas que se refugiaban en el tejado y los trabajadores que se oprimían en el oscuro interior de la granja.
«¿Por qué todo esto? —pensaba—. ¿Por qué estoy aquí vigilándolos a ellos y me dan prueba de su celo? He ahí la vieja Matriona —una jornalera a quien había curado una quemadura hacía tiempo, y que en aquel instante trabajaba vigorosamente—, a quien curé muy bien; pero si no es hoy, de aquí a un año o dentro de diez, será preciso enterrarla, lo mismo que a esa joven que se la da de graciosa, o ese caballo que tira del arado, y también a Fiódor, que imperativamente manda a las mujeres… Y yo también seguiré el mismo camino… ¿Por qué?» Y maquinalmente consultaba su reloj para señalar su tarea a los trabajadores.
Llegada la hora de comer, Lievin dejó a todos dispersarse y, apoyándose en un aparato de moler trigo, trabó conversación con Fiódor, dirigiéndole varias preguntas sobre un rico campesino llamado Platón, que rehusaba arrendar su campo explotado por un labrador el año precedente.
—El precio es muy subido, Konstantín Dmítrich —dijo Fiódor.
—Bien lo pagaba Mitiuja el año último.
—Platón no dará la misma suma —repuso el campesino con tono desdeñoso—; el viejo Platón no quiere desollar a su prójimo, porque se compadece del pobre y fía en caso necesario.
—¿Y por qué ha de fiar?
—No todos los hombres son iguales, unos viven para su vientre, como Mitiuja, y otros para su alma, para Dios, como el viejo Platón.
—¿A qué llamas tú vivir para su alma o para Dios? —preguntó Lievin.
—Es muy sencillo; vivir según Dios, según la verdad. Claro es que no todos se parecen. Usted, por ejemplo, Konstantín Dmítrich, no perjudicaría al pobre.
—¡Cierto…, cierto!… ¡Adiós! —balbució Lievin, muy impresionado.
Y cogiendo su bastón, se dirigió hacia la casa. «Vivir para Dios, según la verdad…, para su alma.» Estas palabras del campesino hallaban un eco en su corazón, y en su mente se agitaron pensamientos confusos que le parecían fecundos y que se despertaban de pronto al cabo de mucho tiempo para deslumbrarlo con una nueva claridad.
L
IEVIN
avanzó a largos pasos por el camino, bajo el imperio de una sensación del todo nueva; las palabras del campesino habían producido en su alma el efecto de una chispa eléctrica, y el cúmulo de ideas vagas y oscuras que le habían dominado pareció condensarse para llenar su corazón de inexplicable alegría. Lievin vislumbraba una sensación nueva, y esta sensación, todavía confusa, lo llenaba de placer.
«¡No vivir para sí mismo, sino para Dios!… ¿Qué Dios? ¿No es insensato pretender que no debemos vivir para nosotros, es decir, para lo que nos agrada y nos atrae, sino para Dios, a quien nadie comprende ni podría definir?… Sin embargo, estas palabras insensatas yo las he comprendido, no he dudado de su verdad, y no me parecen falsas ni oscuras…; les he dado el mismo sentido que ese aldeano, y tal vez no he comprendido nunca nada tan claramente. Fiódor pretende que Mitiuja vive para su vientre; ya sé lo que entiende por esto; lo mismo que hacemos los demás; pero Fiódor añade que es preciso vivir para Dios según la verdad, y esto lo comprendo también… Yo, y millones de hombres, ricos y pobres, sabios y tontos, así en el pasado como en el presente, estamos de acuerdo sobre un punto; y es que se ha de vivir para el bien. Este es el único conocimiento claro y absoluto que poseemos. El bien dejaría de serlo si tuviese una causa, como si tuviera una sanción, una recompensa… Yo sé esto, y todos lo sabemos. ¡Y yo que buscaba un milagro para convencerme! ¡Aquí está; no lo había observado, aunque me estrechaba por todas partes!… ¿Podría ser más grande? ¿Habré encontrado verdaderamente la solución de mis dudas? ¿Dejaré de sufrir al fin?…»
Lievin avanzó por el camino polvoriento, insensible a la fatiga y al calor, sofocado por la emoción, y sin creer apenas en el sentimiento de tranquilidad que penetraba en su alma. De pronto, se desvió de la línea que seguía para dirigirse al bosque, fue a echarse a la sombra de un árbol, descubrió su frente bañada en sudor, y observando los movimientos de un insecto que trepada por el tallo de una planta, se entregó a sus reflexiones.
«Es preciso —pensó— recogerme un poco, resumir mis impresiones y comprender la causa de mi felicidad… He creído en otra época que se efectuaba en mi cuerpo, así como en el de ese insecto, una evolución de la materia, según ciertas leyes físicas, químicas y fisiológicas; evolución, lucha incesante que se extiende a todo: a los árboles, a las nubes, a las nebulosas…; pero ¿a qué conducía esa evolución? ¿Es posible la lucha con lo infinito?… Y me admiraba de no encontrar cosa alguna en esa vía que me revelara el sentido de la vida, de mis impulsos y admiraciones… Este sentido, no obstante, es tan claro para mí, que constituye el fondo mismo de mi existencia; y cuando Fiódor me ha dicho: “Vivir para Dios y su alma”, me he regocijado y admirado a la vez al oír su definición. Yo no he descubierto nada…; solo he reconocido esa fuerza que en otro tiempo me dio la vida y me la devuelve hoy. Estoy libre del error…, veo a mi maestro…»
Lievin recordó el curso de sus pensamientos durante los dos últimos años, desde el día en que la idea de la muerte cruzó por su espíritu al ver a su hermano enfermo; entonces había comprendido claramente que el hombre, no teniendo más perspectiva que el sufrimiento, la muerte y el olvido eterno, debía, si no se suicidaba, llegar a explicarse el problema de la existencia de manera que no viese en él la cruel ironía de algún genio maléfico; pero sin conseguir explicarse nada, él no se había dado muerte, se habia casado y conocía nuevos goces, que le hacían feliz cuando no trataba de profundizar estos pensamientos perturbadores. ¿Qué probaba esta inconsecuencia? Que vivía bien, pensando mal. Sin saberlo, le habían sostenido estas verdades de la fe, que su espíritu desconocía antes, comprendiendo ahora cuánto les debía…