Joe cayó de bruces con un pie doblado. Oscar entró en un salón de billar filipino para telefonear, y cuando salió, había toda una multitud rodeando al muerto.
En 1903, Horace Quinn ganó el puesto de
sheriff
frente al señor R. Keef. Su trabajo como alguacil había constituido un buen entrenamiento. La mayoría de los votantes opinaban que, puesto que Quinn hacia todo el trabajo, tenía perfecto derecho al cargo. El
sheriff
Quinn ocupó el puesto hasta 1919. Estuvo tanto tiempo en el cargo, que los muchachos del distrito de Monterrey pensábamos que las palabras «
sheriff
» y «Quinn» eran sinónimas. No podíamos imaginarnos a nadie más ocupando aquel cargo. Quinn envejeció en él. Cojeaba a causa de una vieja herida. Todos sabíamos que era muy valiente, porque se había portado como un hombre en varias refriegas; además, tenía todo el aspecto de un
sheriff
de la única clase que nosotros imaginábamos. Su rostro era ancho y sonrosado, y sus blancos mostachos se erguían como los cuernos de un novillo de casta. Era ancho de hombros, y en su edad madura asumió un porte majestuoso que todavía le prestaba más autoridad. Llevaba un sombrero Stetson, una chaqueta de Norfolk y en sus últimos años portaba la pistola en una funda colgada del hombro, ya que su vieja pistolera del cinto le oprimía demasiado la barriga. En 1903 ya conocía bien su condado, pero en 1917 todavía lo conocía y lo gobernaba mejor. Era una verdadera institución, tan característico del valle Salinas como sus montañas.
Durante todos los años que siguieron al incidente de Adam, el
sheriff
Quinn no había dejado de ejercer una discreta vigilancia sobre Kate. Cuando Faye murió, comprendió de modo instintivo que Kate era probablemente la responsable de aquella muerte, pero también se dio cuenta de que no tenía casi ninguna probabilidad de hacerla confesar, y un
sheriff
juicioso no golpea neciamente su cabeza contra lo imposible. Al fin y al cabo no eran más que un par de prostitutas.
En los años que siguieron, Kate siempre jugó limpio con él, y gradualmente fue sintiendo cierto respeto por ella. Ya que no había más remedio que existieran prostíbulos, siempre era mejor que los regentasen personas responsables. Y el de Kate no le daba ningún quebradero de cabeza. El
sheriff
Quinn y Kate se entendían a las mil maravillas.
El sábado siguiente al día de Acción de Gracias, alrededor del mediodía, Quinn examinó los papeles que habían hallado en los bolsillos de Joe Valery. El proyectil del 38 había destrozado un lado del corazón de Joe, para ir a aplastarse contra las costillas, arrancando un pedazo de carne tan grande como un puño. Los sobres de manila estaban pegados por coágulos de sangre ennegrecida. El
sheriff
tuvo que humedecer los papeles con un pañuelo empapado para poder separarlos. Leyó el testamento que, al estar doblado en varios pliegues, sólo estaba manchado de sangre en el dorso. Lo puso a un lado y examinó las fotografías que contenían los sobres, lanzando un profundo suspiro.
Cada sobre contenía el honor y la paz espiritual de un hombre. Usadas hábilmente, aquellas fotografías podrían provocar media docena de suicidios. Pero Kate ya estaba sobre la mesa de autopsias de Muller, con las venas repletas de formol y el estómago dentro de un recipiente en la oficina del médico forense.
Después de examinar todas las fotografías, llamó por teléfono.
—¿No puede usted venir a mi oficina? —dijo—. Ya comerá usted más tarde. Sí, es muy importante. Lo espero.
Unos pocos minutos más tarde, cuando el individuo compareció ante su escritorio, en el departamento delantero de la vieja prisión comarcal de ladrillo rojo, situada detrás del Tribunal, el
sheriff
Quinn extendió ante él el testamento.
—Como abogado, ¿podría usted decirme si esto sirve para algo? El visitante leyó las dos líneas, y soltó un respingo.
—¿Esa mujer es quien yo pienso?
—Sí.
—Bien, pues si su verdadero nombre era Catherine Trask, y esto está escrito de su puño y letra, y si Aron Trask es su hijo, este documento es oro de ley.
Quinn se atusó las guías de su hermoso y ancho bigote con el dorso de su índice.
—Usted la conocía, ¿no es verdad?
—Hombre, tanto como conocerla…, sabía quién era.
Quinn apoyó los codos en el escritorio y se inclinó hacia delante.
—Siéntese. Quiero hablar con usted.
Su visitante acercó una silla. Se sentó tomando entre sus dedos un botón de la chaqueta.
—¿Kate le hacía chantaje? —le preguntó el
sheriff.
—No, en absoluto. ¿Por qué lo hubiera hecho?
—Se lo pregunto como un amigo. Ya sabe que está muerta. Puede decírmelo.
—No sé adónde quiere usted ir a parar, nadie me hace ningún chantaje.
Quinn sacó una fotografía de un sobre, le dio la vuelta como a un naipe y la empujó por encima del escritorio.
El visitante se puso las gafas y su respiración se hizo fatigosa y silbante.
—¡Jesucristo! —exclamó con voz entrecortada.
—¿No sabía que ella la tenía?
—Oh, claro que lo sabía. Ella me lo dijo. Por el amor de Dios, Horace, ¿qué piensa hacer con esto?
Quinn le quitó la fotografía de la mano.
—Horace, ¿qué piensa hacer con esto?
—Quemarlo. —El
sheriff
recorrió los bordes de los sobres con el pulgar—. Esto es una baraja infernal —aseguró. Destrozaría el condado.
Quinn escribió entonces una lista de nombres en una hoja de papel. Luego, se levantó y se dirigió renqueando a la estufa de hierro que había junto a la pared norte de su oficina. Arrugó una hoja del
Salinas Morning Journal
, la encendió y la arrojó a la estufa, y cuando se alzó la llama, echó sobre ella los sobres de manila, reguló el tiro y cerró la estufa. El fuego rugió y las llamas se retorcieron amarillentas detrás de la pequeña ventanilla de mica de la parte delantera de la estufa. Quinn se frotó ligeramente las manos, como si quisiera limpiárselas.
—Los negativos también estaban ahí —dijo—. Registré su escritorio. No había más fotografías.
El visitante trató de hablar, pero su voz no era más que un ronco murmullo.
—Gracias, Horace.
El
sheriff
volvió a su escritorio, y tomó la lista.
—Quiero que me haga un favor. Aquí tiene esta lista. Diga a todos los que figuran en ella que he quemado esas fotografías. Usted los conoce muy bien a todos, y lo creerán. Nadie es perfecto. Véalos a solas y por separado, y cuénteles exactamente lo que ha pasado. ¡Mire! —abrió la portezuela de la estufa y hurgó en las renegridas hojas, hasta reducirlas a cenizas—. Cuénteles esto —dijo.
El visitante lo miró y Quinn comprendió que no había ningún poder en el mundo capaz de impedir que aquel hombre le odiase. Para todo el resto de su vida se alzaría una barrera entre ambos, y ni uno ni otro querrían admitirlo.
—Horace, no sé cómo darle las gracias.
—No es necesario. He hecho solamente lo que querría que mis amigos hiciesen por mí —respondió el
sheriff
con tristeza.
—¡La maldita zorra! —exclamó el visitante con voz queda, y Horace Quinn supo que parte de la maldición se la dirigía a él.
Y sabía también que ya no sería
sheriff
por mucho tiempo. Aquellos hombres culpables hallarían la manera de hacerle perder su puesto. Suspiró y se sentó.
—Ahora vaya usted a comer —dijo—. Tengo trabajo.
A la una y cuarto, Quinn dobló por la calle Mayor hacia la Avenida Central. En la panadería de Reynaud compró una hogaza de pan francés, todavía caliente y con un magnífico aroma de pasta fermentada.
Tuvo que agarrarse al pasamanos para subir los escalones de la casa de Trask.
Lee acudió a su llamada con un trapo de secar platos enrollado a la cintura.
—No está en casa —le indicó.
—Pero no puede tardar mucho, porque he telefoneado a la oficina de reclutamiento. Le esperaré.
Lee se hizo a un lado para darle paso, y le indicó que se sentase en el salón.
—¿Quiere usted tomar una buena taza de café caliente? —preguntó.
—No me disgustaría.
—Lo acabo de hacer —aseguró Lee, y volvió a la cocina.
Quinn paseó su mirada por la acogedora estancia. Tenía la impresión de que no deseaba continuar en su cargo por mucho tiempo. Recordó las palabras de un médico que decía: «Me encanta ayudar a traer al mundo a un niño porque, si hago bien mi trabajo, éste se ve coronado por la alegría. El
sheriff
había pensado a menudo en aquella observación. Pero a él le parecía que, si hacía bien su trabajo, a su término no había más que dolor y tristeza para alguien. El hecho de que fuese necesario iba dejando de tener importancia para él. Pronto le jubilarían, tanto si quería como si no.
Todos los hombres sueñan con un retiro ideal en el cual poder hacer aquellas cosas que jamás han tenido tiempo de llevar a cabo: viajar, leer los libros que fingen haber leído… Durante muchos años, Horace Quinn había soñado en pasar unas horas maravillosas cazando y pescando, recorriendo los campos de Santa Lucía y acampando junto a riachuelos vagamente recordados. Y ahora que lo tenía casi al alcance de la mano, sabía que ya no quería hacerlo. Dormir en el suelo le causaría dolor en la pierna. Recordó cuánto pesa un ciervo y lo difícil que es transportar el cuerpo fláccido y colgante desde el lugar donde ha sido abatido. Y, francamente, los venados ya no le importaban mucho. Claro que la señora Reynaud lo empaparía de vino y lo prepararía con especias, pero ¡qué diablos!, un zapato viejo también tendría buen gusto con tal condimento.
Lee se había comprado una cafetera de filtro. Quinn oía cómo el agua borbotaba contra la tapa de cristal, y su mente experta y entrenada le sugirió que Lee no le había dicho la verdad al hablar del café recién hecho.
El anciano poseía un excelente cerebro, aguzado con su trabajo. Era capaz de evocar mentalmente un rostro y examinarlo, así como también escenas y conversaciones. Podía pasear su vista sobre ellas como sobre un informe o una película. Del venado, su mente pasó a ocuparse de la estancia en que se encontraba, y pensó con recelo: «Aquí hay algo raro, algo que no encaja».
El
sheriff
, impelido por esa intuición, examinó la estancia: quimón floreado, visillos de encaje, el tapete de la mesa de punto de ganchillo blanco, los cojines del canapé cubiertos con un estampado estridente y atrevido. Era una habitación femenina en una casa donde sólo vivían hombres.
Pensó en su propio salón. Su esposa había escogido, comprado y colocado todo lo que había en él, excepto un juego de pipas. Pero ahora que recordaba, sí, ella le había comprado asimismo el juego de pipas. Era también una habitación femenina, pero aquélla era una burda imitación. Resultaba demasiado femenina —una habitación para mujeres planeada por un hombre— y demasiado remilgada. Lee debía de ser el responsable. Adam ni se habría dado cuenta; no, Lee se esforzaba por crear un hogar, y Adam ni siquiera lo veía.
Horace Quinn se acordó de cuando interrogó a Adam, hacía mucho tiempo, y lo recordaba como si estuviese agonizando. Veía aún los ojos obsesionados y aterrorizados de Adam. Por aquel entonces, lo consideró un hombre tan honrado que era incapaz de concebir cualquier maldad. Y durante aquellos años había podido percatarse perfectamente de qué clase de hombre era. Ambos pertenecían a la Orden Masónica. Ascendieron juntos. Horace siguió a Adam como maestre de la Logia, y ambos llevaban las insignias del maestre anterior. Pero Adam se había aislado, parecía como si un muro invisible lo separase del mundo. No se podía llegar hasta él, y él tampoco podía salir al encuentro de los demás. Pero cuando ocurrió aquella antigua agonía, no había habido muros a su alrededor.
A través de su esposa, Adam había conocido el mundo viviente. Horace pensó en ella, gris y lavada, con las agujas en la garganta y los tubos de goma del formol colgando del techo.
Adam era incapaz de cometer una mala acción. Él no quería nada. Para cometer una mala acción hay que anhelar algo. El
sheriff
se preguntaba qué ocurría tras el muro que le rodeaba, qué presiones, qué placeres y dolores.
Se acomodó en la silla para aliviar el peso sobre su pierna herida. La casa estaba silenciosa, a no ser por el borboteo del café. Adam tardaba en llegar de la oficina de reclutamiento. Se le ocurrió al
sheriff
la divertida idea de que se estaba haciendo viejo, y que ello le agradaba.
Entonces oyó los pasos de Adam en la entrada. Lee también los oyó y se precipitó al vestíbulo.
—Está aquí el
sheriff
—dijo Lee, acaso para advertirle.
Adam entró sonriente y le tendió una mano.
—Hola, Horace. ¿Ya trae usted una orden del juez?
Le empezaba a agradar hacer chistes.
—¿Cómo está? —le saludó Quinn—. Lee me ha ofrecido una taza de café.
Lee regresó a la cocina y se oyó ruido de platos.
—¿Ocurre algo malo, Horace? —preguntó Adam.
—En mi profesión todo es siempre malo. Esperaré a que traigan el café.
—No se preocupe por Lee. Escucha de cualquier modo. Es capaz de escuchar a través de una puerta, por cerrada que esté. No le oculto nada, porque no puedo.
Lee entró con una bandeja. Sonreía con aire ausente, y después de servir el café, se volvió por donde había venido. Adam volvió a preguntar:
—¿Ocurre algo malo, Horace?
—No, creo que no. Adam, ¿aquella mujer seguía siendo su esposa? Adam se irguió con rigidez.
—Sí —dijo—. ¿Qué pasa?
—Anoche se suicidó.
El rostro de Adam se contrajo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Trató de dominar el temblor de su boca, hasta que cedió a él y, ocultando el rostro entre las manos, rompió en llanto.
—¡Oh, pobrecilla! —exclamó.
Quinn permaneció silencioso esperando a que se serenase, y cuando al cabo de cierto tiempo Adam consiguió dominarse, levantó la cabeza y dijo:
—Perdóneme.
Lee vino de la cocina con una toalla húmeda en las manos y se la entregó a Adam. Este se secó los ojos y se la devolvió.
—Ha sido algo muy inesperado —explicó Adam, con expresión avergonzada—. ¿Qué puedo hacer? La reclamaré. Me encargaré del entierro.
—Yo no lo haría —le aconsejó Horace—. Es decir, a menos que usted crea que debe hacerlo. Pero no he venido sólo para eso.