Sacó del bolsillo el testamento doblado y se lo tendió. Adam retrocedió.
—¿Es sangre de ella?
—No, no lo es. No es su sangre. Léalo.
Adam leyó las dos líneas, y se quedó observando el papel con mirada ausente.
—Él no sabe que ella es su madre.
—¿Nunca se lo ha dicho?
—No.
—¡Dios mío! —exclamó el
sheriff.
Adam dijo con seriedad:
—Estoy seguro de que él no querría aceptar nada de ella. Rompámoslo y olvidémonos de su existencia. Si Aron se enterase, no creo que aceptase nada de ella.
—Me temo que eso no es posible —replicó Quinn—. Sería ilegal. Ella poseía una caja fuerte. No es necesario que le cuente cómo ha llegado a mi poder el testamento y la llave. Fui al banco sin esperar a tener un mandamiento judicial. Pensé que podría aclarar algo. —Le ocultó a Adam que había esperado encontrar allí más fotografías. Bien, pues el viejo Bob me dejó abrir la caja, a pesar de que estaba en su legítimo derecho de negarse. Hay más de cien mil dólares en billetes. Fajos de billetes, pero nada más.
—¿Ninguna otra cosa?
—Una: un certificado de matrimonio.
Adam se recostó en su asiento. Volvía a estar ausente, volvían a levantarse los muros protectores que lo aislaban del mundo. Reparó en el café y tomó un sorbo.
—¿Qué cree que debo hacer? —preguntó con serena firmeza.
—Sólo puedo decirle lo que yo haría en su caso —contestó el
sheriff
Quinn—. No es necesario que siga mi consejo. Haría venir enseguida al chico y se lo contaría todo, sin omitir detalle. Incluso le diría por qué no se lo había contado antes. ¿Qué edad tiene?
—Diecisiete años.
—Ya es un hombre. Un día u otro se enterará. Es mejor que lo sepa de una vez.
—Cal ya lo sabe —dijo Adam—. Me pregunto por qué habrá hecho el testamento en favor de Aron.
—¡Sabe Dios! Bien, ¿cuál es su decisión?
—No lo sé, así es que voy a hacer lo que usted diga. ¿Querrá usted estar a mi lado?
—Naturalmente.
—Lee —llamó Adam, dile a Aron que venga. Ya estará en casa, supongo.
Lee apareció en el umbral. Sus gruesos párpados se cerraron un momento, para abrirse enseguida.
—Todavía no ha llegado. Tal vez haya regresado a Stanford.
—Me lo hubiera dicho. Sabe, Horace, el día de Acción de Gracias bebimos mucho champán. ¿Dónde está Cal?
—En su cuarto —respondió Lee.
—Bien, pues llámalo. Dile que venga. Cal lo sabrá.
El rostro de Cal mostraba una expresión de cansancio y sus hombros abatidos denotaban cierta extenuación, pero sus facciones estaban contraídas, en señal de alerta, astucia y sinuosidad.
—¿Sabes dónde está tu hermano? —le preguntó Adam.
—No —contestó Cal.
—¿No has estado con él?
—No.
—Hace dos noches que no viene a casa. ¿Dónde está?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —repuso Cal—. ¿Acaso tengo que cuidar de él?
Adam inclinó la cabeza y su cuerpo tembló levemente por un momento. En el fondo de sus ojos destelló una lucecita aguda, increíblemente azul y brillante.
—Quizás ha vuelto a la universidad. —Sus labios parecían muy pesados y murmuraba como un hombre que hablase en sueños—: ¿Crees que ha vuelto a Stanford?
El
sheriff
Quinn se levantó.
—Lo que tenga que hacer, ya lo haré más tarde. En cuanto a usted, Adam, es mejor que descanse ahora. Ha sido un rudo golpe. Adam levantó su mirada hacia él.
—Un golpe, oh, sí. Gracias, George. Muchas gracias.
—¿George?
—Muchísimas gracias —dijo Adam.
Cuando el
sheriff
se hubo marchado, Cal volvió a su habitación. Adam se recostó en su sillón y, al poco tiempo, se quedó dormido abriendo la boca y roncando fatigosamente.
Lee lo observó un instante antes de volver a la cocina. Levantó el cajón del pan y sacó de debajo de él un pequeño volumen encuadernado en piel, cuyos dorados relieves estaban casi completamente desgastados.
Las Meditaciones de Marco Aurelio
, traducidas al inglés.
Lee se limpió los lentes de montura de acero con un paño de secar los platos. Abrió el libro y lo hojeó. Y sonrió, consciente de que sólo estaba intentando tranquilizarse.
Leyó lentamente, moviendo los labios al deletrear las palabras: «Todo es sólo para un día, tanto lo que recuerda como lo que es recordado».
«Observa constantemente que todas las cosas tienen lugar por mutación, y acostúmbrate a considerar que no hay nada que la naturaleza del universo ame más que cambiar las cosas que son y crear nuevas cosas parecidas a ellas. Porque todo lo que existe es, en cierta manera, la simiente de lo que será.»
Lee recorrió la página con la mirada: «Morirás pronto y, sin embargo, no eres afín sencillo ni libre de perturbaciones, ni desprovisto del temor de ser dañado por los agentes exteriores ni de bondadosa disposición hacia los demás; ni consideras tampoco que la sabiduría consiste únicamente en actuar con justicia».
Lee levantó sus ojos de la página y respondió al libro, como si respondiese a uno de sus ancianos parientes.
—Eso es cierto —dijo—. Es muy difícil. Lo siento. Pero no olvidéis que también decís a veces: «Seguid siempre el camino más corto, porque el camino más corto es el natural…». No hay que olvidar eso.
Dejó deslizarse las páginas entre los dedos, hasta la anteportada, donde estaba escrito, con un grueso lápiz de carpintero: «Samuel Hamilton».
De pronto, Lee se animó. Se preguntó si Samuel Hamilton habría echado alguna vez de menos aquel libro, o si había sabido quién se lo había robado. Le había parecido que la manera más limpia y práctica era robarlo. Y todavía se alegraba por ello. Sus dedos acariciaban la suave piel de la encuadernación, cuando lo volvió a colocar bajo la panera y pensó: «Claro que sabía quién se lo quitó. ¿Quién sino yo podría haberle robado el libro de Marco Aurelio?».
Pasó al salón y acercó una silla junto al durmiente Adam.
En su habitación, Cal se sentó ante su escritorio, con los codos apoyados sobre él, y la cabeza, que le dolía bastante, entre las manos. Sentía náuseas y estaba empapado del agridulce aroma del
whisky
, que rezumaba por sus poros, penetraba sus ropas y hacía latir perezosamente sus sienes.
Cal nunca había bebido, tampoco lo había necesitado. Pero haber ido a casa de Kate no alivió su pena, y su venganza no constituía ningún triunfo. En su mente giraban en confuso tropel sensaciones, imágenes y sentimientos. Era incapaz de separar ahora lo cierto de lo imaginado. Al salir de casa de Kate, tocó a su hermano, que sollozaba, y Aron lo abatió con un puñetazo que lo dejó tumbado. Aron se irguió sobre él en la oscuridad, hasta que de repente se volvió y echó a correr, chillando como un niño con el corazón desgarrado. Cal oía todavía sus roncos gritos mezclados con el ruido de sus pasos, y permaneció inmóvil en el mismo lugar donde había caído, bajo la alta alheña del patio delantero de Kate. Oyó el resoplar de las locomotoras junto al depósito, y el choque de los vagones de carga al ser enganchados. Luego, cerró los ojos y, al oír pasos ligeros y sentir la presencia de alguien, los abrió de nuevo. Una figura se inclinaba sobre él y le pareció que era Kate. Aquella silueta se marchó tan suavemente como había llegado.
A los pocos momentos, Cal se levantó, se sacudió el polvo y se dirigió hacia la calle Mayor. Se sentía sorprendido ante su despreocupación. Iba canturreando en voz baja: «Hay una rosa que crece en la tierra de nadie y es maravillosa de ver…»
El viernes, Cal estuvo todo el día pensativo, y al atardecer, Joe Laguna compró un cuarto de
whisky
para él. Cal era demasiado joven para comprarlo. Joe quería acompañar a Cal, pero se conformó con el dólar que Cal le entregó, y regresó en busca de una pinta de mosto.
Cal se dirigió al callejón que había detrás de la casa Abbot, y encontró el rincón oscuro, junto a un poste, donde se agazapó la noche que vio a su madre por primera vez. Se sentó cruzando las piernas, y entonces, a pesar de la repulsión y de las náuseas, se bebió el
whisky
a la fuerza. Vomitó dos veces, pero siguió bebiendo hasta que pareció que la tierra vacilaba y se bamboleaba, y el farol callejero daba majestuosamente vueltas en un círculo.
La botella cayó de su mano, y Cal se desvaneció, pero aún inconsciente, vomitó otra vez débilmente. Un perro vagabundo, de pelo corto, aspecto grave y con una cola retorcida, entró en el callejón, deteniéndose de vez en cuando; pero olisqueó a Cal y describió un ancho círculo a su alrededor. Joe Laguna también lo encontró y lo olió. Agitó la botella inclinándose sobre la pierna de Cal, y la levantó hacia el farol para mirarla a contraluz; comprobó que todavía quedaba un tercio. Buscó el tapón y no pudo encontrarlo, y después se marchó, tapando la botella con el pulgar para evitar que se estropease el whisky.
Cuando en el frío amanecer un aterido estremecimiento despertó a Cal, para enfrentarlo con un mundo triste y enfermo, volvió trabajosamente a su casa, arrastrándose como una sabandija aplastada. No tenía que ir muy lejos, sólo a la entrada del callejón, y luego cruzar la calle.
Lee lo oyó entrar y su fino olfato notó el intenso olor a alcohol que despedía Cal, mientras pasaba a trompicones por el vestíbulo para dirigirse a su habitación, donde se dejó caer sobre su cama. Le estallaba la cabeza, pero al menos se le había pasado la borrachera. No oponía resistencia a su inmensa pena, y nada podía protegerlo de la vergüenza. Al cabo de un rato, hizo lo mejor que se le ocurrió; tomó un baño de agua helada y se restregó el cuerpo con un pedazo de piedra pómez, y el dolor que se produjo al frotarse le alivió.
Sabía que tenía que contárselo a su padre y pedirle perdón. Y tenía que humillarse ante Aron, no sólo ahora, sino siempre; no podría vivir si no lo hacia. Sin embargo, cuando lo llamaron y compareció ante la presencia del
sheriff
Quinn y de su padre, estaba tan encolerizado como un perro rabioso, y el odio que sentía por sí mismo se volvió hacia todos los demás. No era más que un ser vil y despreciable, incapaz de amar y de ser amado.
Entonces regresó a su habitación, y la sensación de culpa lo asaltó; se encontró sin armas para luchar contra ella.
Sintió pánico por Aron. Podía estar herido o en un grave aprieto. Aron era incapaz de cuidar de sí mismo. Cal sabía que tenía que traer de vuelta a Aron, que debía encontrarlo y hacer que volviese a ser como antes, aunque para ello tuviera que sacrificase a sí mismo. Y entonces, la idea del sacrificio se apoderó de él, como suele ocurrir con todos aquellos hombres que se sienten culpables. Mediante su sacrificio podía encontrar a Aron y hacerlo volver.
Cal se dirigió a su armario y sacó el paquete que ocultaba en un cajón bajo los pañuelos. Paseó la mirada por la estancia y volvió a su escritorio llevando una bandejita de porcelana. Respiró profundamente y le pareció que el aire fresco sabía muy bien. Tomó uno de los flamantes billetes, lo dobló por el medio formando un ángulo, y luego frotó una cerilla bajo el escritorio y prendió fuego al billete. El grueso papel se retorció y ennegreció; la llama ascendió por él, y sólo cuando el fuego chamuscaba casi sus dedos, Cal soltó la consumida viruta, que cayó sobre la bandejita. Sacó otro billete y lo encendió igualmente.
Cuando ya había quemado seis, Lee entró sin llamar.
—He sentido olor de humo.
Y cuando vio lo que estaba haciendo Cal, lanzó una exclamación de asombro.
Cal se dispuso a defenderse contra la interpelación que preveía del chino, pero Lee no dijo nada. Se limitó a cruzar las manos sobre su vientre y a quedarse callado, esperando. Cal siguió encendiendo tercamente billete tras billete hasta haberlos quemado todos, y luego desmenuzó las carbonizadas virutas y esperó a que Lee hiciese algún comentario, pero éste ni hablaba ni se movía.
Por último, Cal dijo:
—Adelante, di lo que tengas que decirme. ¡Vamos!
—No —respondió Lee—. No lo haré. Y si tú no tienes necesidad de hablarme, me quedaré un rato aquí, y después me iré. Voy a sentarme.
Se acurrucó sobre una silla, cruzó las manos y esperó. Se sonreía a sí mismo con esa expresión que se suele llamar inescrutable. Cal le volvió la espalda.
—A estar sentado no me ganas —aseguró.
—En una competición, tal vez —repuso Lee—. Pero día tras día, año tras año, acaso siglo tras siglo, no, Cal. Perderías.
A los pocos minutos Cal dijo con aire avinagrado:
—Anda, suéltame tu sermón.
—No tengo ningún sermón.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, pues? Ya sabes lo que he hecho y también que anoche me emborraché.
—Lo primero lo sospecho y lo segundo lo huelo.
—¿Lo hueles?
—Todavía se te nota —afirmó Lee.
—Ha sido la primera vez —dijo Cal—. Y no me ha gustado.
—A mí tampoco —corroboró Lee—. A mi estómago no le sienta bien el alcohol. Además, me hace cometer locuras; eso sí, locuras intelectuales.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—Sólo puedo darte un ejemplo. Cuando era joven, jugaba al tenis.
Me gustaba y además estaba bien para un criado. Podía recoger los fallos del amo en los dobles y recibir por ello, en vez de las gracias, algunos dólares. Una vez, me parece que había bebido jerez, imaginé la teoría de que los animales más rápidos y más difíciles de atrapar del mundo eran los murciélagos. Me arrestaron a medianoche en el campanario de la iglesia metodista de San Leandro. Llevaba una raqueta, y al parecer le expliqué al oficial que me arrestó que estaba practicando mi revés con los murciélagos.
Cal rió con tal regocijo, que Lee casi deseó que aquello fuese verdad.
—Me limité a sentarme junto a un poste y bebí como un cerdo —le contó Cal.
—Siempre animales…
—Tenía miedo de pegarme un tiro, y por eso me emborraché —le atajó Cal.
—Nunca lo habrías hecho. Eres demasiado juicioso —dijo Lee—. Y por cierto, ¿dónde está Aron?
—Se ha escapado. No sé adónde ha ido.
—Él no es tan juicioso como tú —dijo Lee con nerviosismo.
—Ya lo sé. Y no he dejado de darle vueltas. Tú no lo creerás capaz de eso, ¿verdad, Lee?
—No falla —contestó Lee con impertinencia—. Cuando alguien quiere quedarse tranquilo, le dice a un amigo que confirme lo que él quiere que sea verdad. Es como preguntarle a un camarero cuál es el mejor plato del menú. ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?