—Entonces, persíguela. Dile que quiero verla. La echo de menos.
—¿Podemos hablar ahora de los ojos de mi padre? —preguntó Cal.
—No —respondió Lee.
—¿Hablamos de Aron?
—Tampoco.
Cal trató durante todo el día siguiente de encontrar a Abra a solas, y únicamente al salir de la escuela la vio caminando ante él, de regreso a su casa. Cal dobló una esquina, corrió por la calle paralela y regresó por la travesía siguiente, calculando el tiempo y la distancia para toparse de bruces con ella.
—Hola —saludó él.
—Hola. Me ha parecido verte detrás de mí.
—Así era. He dado la vuelta a la manzana corriendo para cortarte el paso. Quiero hablar contigo.
Ella lo miró con seriedad.
—Para eso no tenías necesidad de dar la vuelta a la manzana corriendo.
—Es que ya he probado a hablarte en la escuela, pero me esquivaste.
—Estabas enfadado, y yo no quería hablar contigo mientras lo estuvieses.
—¿Cómo sabes que lo estaba?
—Se te veía en la cara y en tu modo de andar. Ahora ya no estás enfadado.
—No, no lo estoy.
—¿Quieres llevarme los libros? —dijo la joven, y le sonrió. Él sintió que se apoderaba de su ser una cálida sensación.
—Está bien. —Se puso los libros de Abra bajo el brazo y caminó a su lado—. Lee quiere verte. Me pidió que te lo dijese.
Ella se sintió complacida.
—¿Ah, sí? Dile que iré. ¿Cómo está tu padre?
—No muy bien. Los ojos le fastidian bastante.
Continuaron caminando en silencio, hasta que Cal no pudo soportarlo más.
—¿Sabes lo de Aron?
—Sí —contestó y se detuvo—. Abre mi carpeta y mira en la primera página.
Cambió los libros de posición. En la carpeta había una postal con un sello de un centavo: «Querida Abra», decía. «Me siento impuro. No soy digno de ti. No te entristezcas. Estoy en el ejército. No te acerques a mi padre. Adiós, Aron.»
Cal cerró la carpeta de golpe.
—¡Hijo de puta! —susurró entre dientes.
—¿Qué dices?
—Nada.
—He oído lo que has dicho.
—¿Sabes por qué se escapó?
—No, pero podría adivinarlo. No hay más que sumar dos y dos, aunque no lo haré. Todavía no estoy preparada, a menos que tú quieras contármelo.
—Abra, ¿me odias? —preguntó Cal de pronto.
—No, pero tú sí me odias un poco. Y quisiera saber por qué.
—Porque te temo.
—No tienes por qué.
—Te he hecho más daño del que crees. Y además, eres la novia de mi hermano.
—¿Cómo puedes haberme hecho daño? Y yo no soy la novia de tu hermano.
—Muy bien —admitió Cal con amargura—. Te lo voy a contar, pero recuerda que eres tú quien me lo ha pedido. Nuestra madre era una puta. Era la dueña de uno de los burdeles del pueblo. Me enteré de ello hace mucho tiempo. La noche del día de Acción de Gracias me llevé a Aron y se lo presenté. Yo…
—¿Qué hizo él? —lo atajó Abra con nerviosismo.
—Se volvió loco, completamente loco. Comenzó a gritarle. Cuando salimos me dio un puñetazo que me tumbó en el suelo y echó a correr. Nuestra querida madre se suicidó; mi padre está…, bueno, parece que no anda bien. Ahora, ya lo sabes todo acerca de mí, y tienes razones para apartarte de mi lado.
—Ahora ya lo sé todo acerca de él —dijo ella con calma.
—¿Hablas de mi hermano?
—Si, de tu hermano.
—Era muy bueno. ¿Pero por qué he dicho era? Lo es. No es bajo ni rastrero como yo.
Seguían caminando lentamente. Abra se detuvo y Cal hizo lo propio. La joven lo miró.
—Cal —dijo—. Hace mucho, mucho tiempo que sabía lo de tu madre.
—¿Lo sabías?
—Se lo oí a mis padres una vez que creían que yo dormía. Quiero decirte algo, y aunque me cueste decirlo, es bueno que lo haga.
—¿Quieres hacerlo?
—Tengo que hacerlo. Aún no ha pasado tanto tiempo desde que dejé de ser una niña. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —respondió Cal.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Muy bien, pues. Ahora me cuesta decirlo. Ojalá lo hubiese dicho entonces. Ya no quería a Aron.
—¿Por qué no?
—He tratado de hallar la causa. Cuando éramos niños, vivíamos en medio de una fantasía que nos habíamos forjado. Pero después, cuando crecimos, esa fantasía ya no resultaba suficiente. Me hacía falta algo más, algo real.
—Bien…
—Espera, déjame terminar. Aron no creció. Puede que nunca lo haga. Le gustaba la fantasía y quería que todo fuese así. No podía soportar la idea de que las cosas fueran distintas.
—¿Y tú, qué?
—Yo no quiero vivir un sueño, sino la vida. Además, éramos unos completos extraños. Seguimos adelante porque ya estábamos acostumbrados. Pero yo ya no creía en esa fantasía.
—¿Y Aron, qué?
—Él estaba dispuesto a llevar a cabo su fantasía aunque para ello tuviese que poner el mundo cabeza abajo.
Cal se quedó mirando el suelo.
—¿Me crees? —le preguntó Abra.
—Trato de entenderlo.
—Cuando somos niños, somos el centro de todo. Todo ocurre para nosotros. Los demás no son más que fantasmas puestos a nuestra disposición para que hablemos con ellos. Pero cuando crecemos ocupamos el lugar que nos corresponde y adquirimos nuestro verdadero tamaño y forma. Se establece un intercambio entre nosotros y los demás. Es peor, pero también es mucho mejor. Me alegro de que me hayas contado lo de Aron.
—¿Por qué?
—Porque ahora sé que no me lo he inventado todo. Él no ha podido soportar lo de su madre porque no quería que la fantasía fuese así, y es incapaz de admitir cualquier otra versión. Así es que ha puesto el mundo al revés. Es lo mismo que hizo conmigo cuando quería hacerse sacerdote.
—Necesito tiempo para meditar —le dijo Cal.
—Dame mis libros —le indicó ella—. Dile a Lee que iré a verlo. Ahora me siento libre. Yo también quiero pensar. Me parece que te amo, Cal.
—Yo no soy bueno.
—Precisamente por eso.
Cal volvió apresuradamente a su casa.
—Vendrá mañana —dijo a Lee.
—Pareces muy excitado —respondió éste.
De regreso a su casa, Abra caminó de puntillas. Cruzó el vestíbulo arrimada a la pared para que el piso no crujiera. Puso un pie en el primer peldaño de las escaleras alfombradas, cambió de idea y se fue a la cocina.
—Por fin —exclamó su madre—. ¿Por qué no has venido enseguida a casa?
—He tenido que quedarme después de terminar las clases. ¿Está mejor papá?
—Supongo.
—¿Qué dice el médico?
—Lo mismo que dijo el primer día, exceso de trabajo. Necesita descansar.
—Pues no parecía muy cansado —señaló Abra.
Su madre abrió un arcón y sacó de él tres patatas, y se las llevó al fregadero.
—Tu padre es muy valiente, querida. Tendría que habérmelo dicho. Además de su propio trabajo, hace mucho por la guerra. El médico dice que a veces hay hombres que se derrumban de repente.
—¿Debo ir a verlo?
—Mira, Abra, me parece que no quiere ver a nadie. El juez Knudsen ha telefoneado, y tu padre me ha hecho decirle que dormía.
—¿Puedo ayudarte?
—Ve a cambiarte de vestido. No quiero que te manches éste tan bonito.
Abra pasó de puntillas ante la puerta de la habitación de su padre, para dirigirse a la suya. Los barnices relucían y los papeles de las paredes eran de colores vivos. Tenía retratos enmarcados de sus padres sobre el tocador y poemas enmarcados en las paredes; en su armario todo estaba en su sitio, el suelo muy bien encerado, y todos sus zapatos cuidadosamente alineados. Su madre se lo hacía todo, e insistía en hacerlo: decidía por ella y elegía sus vestidos.
Hacía tiempo que Abra había desechado tener ciertas cosas privadas y personales en la habitación. Estaba tan acostumbrada que no pensaba en su habitación como en un sitio reservado. Todos sus objetos personales se hallaban en su mente. Las pocas cartas que guardaba se hallaban en el salón, entre las páginas de los dos volúmenes de
Memorias de Ulyses S. Grant
, que, por lo que ella sabía, nadie los había abierto nunca desde que salieron de la imprenta, excepto ella misma.
Abra estaba contenta y no trataba de averiguar la causa. Estaba segura de algunas cosas, pero nunca hablaba de ellas. Por ejemplo, sabía que su padre no se hallaba enfermo, sino que se ocultaba de algo. Del mismo modo, tenía el convencimiento de que Adam Trask sí estaba verdaderamente enfermo, porque lo había visto caminar por la calle. Abra se preguntaba si su madre sabía que su padre no estaba enfermo.
Abra se quitó el vestido y se puso un delantal de algodón que empleaba para trabajar por casa. Se cepilló el cabello, volvió a cruzar de puntillas ante la puerta de su padre y bajó al piso inferior. Al pie de la escalera, abrió su carpeta y sacó la postal de Aron. En el salón sacudió el segundo volumen de las
Memorias
, del cual cayeron las cartas de Aron; las amontonó y levantándose las faldas, las embutió bajo la goma que sostenía sus bragas. El bulto se le notaba bastante. En la cocina se puso otro delantal más grande para disimularlo.
—Raspa las zanahorias —dijo su madre—. ¿Está caliente el agua?
—Está a punto de hervir.
—Por favor, échale un cubito de caldo. El médico dice que le hará bien a tu padre.
Cuando su madre se fue al primer piso con la humeante taza, Abra encendió el gas y quemó las cartas.
—Huele a quemado —dijo su madre cuando regresó.
—He quemado la basura. Estaba llena.
—Tendrías que habérmelo dicho —replicó su madre—. Siempre guardo la basura para calentar la cocina por la mañana.
—Lo siento, mamá —se excusó Abra—. No había pensado en ello.
—Pues tendrías que pensar en esas cosas. Me parece que últimamente estás muy distraída y con la cabeza en otra parte.
—Lo siento, mamá.
—Un grano no hace el granero, pero ayuda a su compañero —dijo su madre.
En el salón sonó el timbre del teléfono. La madre acudió a la llamada. Abra oyó que decía:
—No, no puede usted verlo. Son órdenes del doctor. No puede recibir a nadie…, no, a nadie.
Cuando volvió a la cocina dijo:
—Era el juez Knudsen, otra vez.
Al día siguiente, en la escuela, Abra se sentía muy contenta ante la idea de ir a visitar a Lee. Encontró a Cal en el vestíbulo, entre dos clases.
—¿Le has dicho que iría?
—Está haciendo pasteles —contestó Cal, que vestía su uniforme: un cuello alto que casi lo ahogaba, una guerrera que no era de su medida, y bandas en las piernas.
—Hoy tienes instrucción —observó Abra, así es que yo llegaré primero. ¿Qué tipo de pasteles?
—No lo sé, pero déjame un par de ellos. Olía a fresa. Déjame un par sólo.
—¿Quieres ver el regalo que llevo para Lee? ¡Mira! —exclamó, y abrió una pequeña caja de cartón—. Es un nuevo aparato para pelar patatas. Sólo quita la piel. Es muy fácil de manejar. Lo he comprado para Lee.
—Guárdame los pasteles —le recordó Cal, y añadió—: Si tardo un poco en llegar, espérame.
—¿Querrías llevarme los libros a casa?
—Sí —dijo Cal.
Ella lo miró largo rato a los ojos, hasta que él apartó la mirada, y entonces ella volvió a su clase.
Adam se había acostumbrado a irse a dormir tarde, o mejor dicho, a dormir con mucha frecuencia, a descabezar cortos sueñecitos durante el día y durante la noche. Lee asomó la cabeza por la puerta de su cuarto varias veces, antes de encontrarlo despierto.
—Esta mañana me siento muy bien —dijo Adam.
—Casi ya no puede llamada mañana, porque son cerca de las once. —¡Santo Dios! Me levanto enseguida.
—¿Para qué? —preguntó Lee.
—¿Para qué? Sí, para qué… Pero me siento muy bien, Lee. Soy capaz de ir hasta la oficina de reclutamiento. ¿Qué tiempo hace?
—Desapacible —contestó Lee.
Ayudó a Adam a levantarse. Adam tenía dificultad en abrocharse solo los botones, hacerse el lazo de los zapatos y asir cosas que estaban situadas enfrente de él.
Mientras Lee le ayudaba a vestirse a Adam, éste dijo:
—He tenido un sueño muy real. He soñado con mi padre.
—Un cumplido caballero, por lo que he oído decir de él —observó Lee—. Leí los recortes de periódico que estaban en la carpeta que le envió el abogado de su hermano. Debió de ser todo un señor.
Adam miró a Lee con mucha calma.
—¿Sabías que era un ladrón?
—Debe usted de haberlo soñado —contestó Lee—. Está enterrado en Arlington. Uno de los recortes dice que el vicepresidente asistió a su entierro, juntamente con el secretario del Ministerio de la Guerra. Ya sabe usted que al
Salinas Index
le gustaría dedicarle un número entero con motivo de la guerra, naturalmente. ¿Le gustaría preparar todo el material?
—Era un ladrón —¡insistió Adam—. Hubo un tiempo en que yo no lo creía, pero ahora estoy convencido de ello. Robó fondos que pertenecían al ejército.
—No puedo creerlo —respondió Lee.
Había lágrimas en los ojos de Adam. En aquellos días, las lágrimas acudían con mucha frecuencia a sus ojos.
—Ahora, siéntese usted aquí, que yo iré a buscar el desayuno —le indicó Lee—. ¿Sabe quién vendrá a vernos esta tarde? Abra.
—¿Abra? —preguntó, y añadió: Ah, sí. Abra. Es una muchacha encantadora.
—Yo la quiero mucho —admitió Lee con sencillez. Hizo sentar a Adam frente a la mesita de juego de su dormitorio—. ¿Quiere entretenerse resolviendo el rompecabezas mientras voy a buscar el desayuno?
—No. Esta mañana, no. Quiero pensar otra vez en el sueño que he tenido, antes de que se me olvide.
Cuando Lee llevó la bandeja con el desayuno, Adam estaba dormido en el sillón. Lee lo despertó y le leyó el
Salinas Journal
mientras desayunaba, y luego lo acompañó al retrete.
En la cocina reinaba un dulce aroma de pasteles, y algunas de las fresas se habían quemado en el horno, esparciendo un olor apenas amargo, pero agradable.
En Lee nacía una alegría tranquila. Era la alegría del cambio. Pensaba que el tiempo estaba declinando para Adam. También debía declinar para él, pero él no lo sentía. Le parecía que era inmortal. Sólo se sintió mortal una vez en su vida, cuando era muy joven, pero nunca más. La muerte se había retirado. Se preguntó si aquellos sentimientos eran normales.