—¿Por qué lo hice? —gritó Cal.
—No compliques las cosas —le aconsejó Lee—. Tú sabes por qué lo hiciste. Estabas furioso contra él porque tu padre hirió tus sentimientos. No es muy difícil. Te limitaste a dar rienda suelta a tus bajos instintos.
—Me gustaría saber por qué son tan despreciable. Lee, yo no quiero ser así. ¡Ayúdame, Lee!
—Espera un momento —dijo Lee—. Me parece que he oído a tu padre —y se precipitó hacia la puerta.
Cal oyó voces durante un instante, y luego Lee volvió a la habitación.
—Se va a la oficina de Correos. Nunca hay correspondencia a media tarde, ni para nosotros ni para nadie. Pero todo el mundo, en Salinas, va a la oficina de Correos por la tarde.
—Algunos lo hacen para echar un trago por el camino —le explicó Cal.
—Supongo que es una especie de hábito o de distracción. Lo aprovechan para ver a sus amigos. —Y Lee añadió—: Cal, no me gusta el aspecto de tu padre. Tiene una mirada extraviada. Ah, lo olvidaba. Tú aún no lo sabes. Tu madre se suicidó anoche.
—¿Ah, sí? —y luego refunfuñó—: Espero que sufriera. No, no quería decir eso. No quiero pensar tal cosa. Ya está ahí de nuevo. ¡Sí, ya está! No quiero ser así.
Lee se rascó la cabeza, lo que le provocó más picor y se vio obligado a rascársela concienzudamente. Daba la sensación de que estaba meditando en profundidad.
—¿Te ha producido mucho placer eso de quemar el dinero? —le preguntó.
—Creo que sí.
—Y esa flagelación a la que te estás sometiendo, ¿también te produce placer? ¿Disfrutas mucho con tu desesperación?
—¡Lee!
—Estás demasiado embebido de ti mismo. Te maravillas ante el trágico espectáculo de Caleb Trask, Caleb el magnífico, el único. Caleb, cuyos sufrimientos requerirían un Homero que los cantase. ¿Nunca te has visto como un mocoso, a veces algo rastrero e increíblemente generoso otras? De hábitos bastante inmundos, pero curiosamente puro de espíritu. Es posible que tengas un poco más de energía que los demás, sólo energía, pero fuera de eso, eres muy parecido a todos los restantes mocosos. ¿Tratas de atraer sobre ti la dignidad y la tragedia porque tu madre era una puta? Y si algo le ocurriera a tu hermano, ¿serás capaz de renunciar a la enorme distinción de considerarte un asesino—mocoso?
Cal volvió con lentitud a su escritorio. Lee le observaba, reteniendo el aliento, como si se tratase de un médico vigilando la reacción que produciría una inyección. Lee veía llamear las reacciones en el interior de Cal: la rabia ante el insulto y la hostilidad, perseguida muy de cerca por sus heridos sentimientos. Eran los primeros síntomas de la curación.
Lee suspiró. Había trabajado con tanto esfuerzo y tanta ternura, que se alegraba de ver que su obra parecía dar resultado.
—Somos gentes violentas, Cal —le explicó. ¿Te parece extraño que yo también me incluya entre ellas? Quizá sea cierto que descendamos de los inquietos, los nerviosos, los criminales, los pendencieros y los bravucones, pero también de los valientes, los independientes y los generosos. Si nuestros antepasados no hubiesen sido así, se hubieran quedado en su terruño natal en el Viejo Mundo, muriéndose de hambre sobre la tierra esquilmada.
Cal volvió la cabeza hacia Lee, y su rostro había perdido ya la tensión. Sonrió, y Lee supo que no había conseguido engañar por completo al muchacho. Cal se había dado cuenta de que aquello había sido un trabajo, un trabajo bien hecho, y le estaba agradecido.
—Por eso yo también me incluyo —prosiguió Lee—. Todos nosotros compartimos esa herencia, no importa de qué país proviniesen nuestros padres. Los norteamericanos de todas las razas y colores tienen, más o menos, las mismas tendencias. Es una raza, seleccionada por accidente. Y por eso somos fanfarrones y pusilánimes al mismo tiempo, somos bondadosos y crueles como los niños. Demostramos nuestra amistad de un modo exuberante, y al propio tiempo los extranjeros nos dan miedo. Nos jactamos de nuestras cosas, pero nos dejamos impresionar fácilmente. Somos hipersentimentales y realistas, mundanos y materialistas; ¿conoces alguna otra nación que actúe sólo por ideales? Comemos demasiado. No tenemos gusto, nos falta el sentido de la proporción. Despilfarramos nuestra energía. En el Viejo Mundo dicen de nosotros que pasamos de la barbarie a la decadencia sin detenernos en una cultura intermedia. ¿No será porque nuestros críticos no poseen la llave o el lenguaje de nuestra cultura? Eso es lo que somos, Cal, todos nosotros. Tú tampoco eres muy diferente.
—Sigue —dijo Cal. Sonrió y repitió—: Sigue hablando.
—Ya no es necesario —respondió Lee—. Ya he terminado. Me gustaría que tu padre hubiese regresado. Me tiene preocupado.
Y Lee abandonó la habitación con ademán nervioso.
En el vestíbulo, tras la puerta de entrada, encontró a Adam recostado en la pared, con el sombrero echado sobre los ojos y los hombros caídos.
—Adam, ¿qué le pasa?
—No lo sé. Debo de estar cansado.
Lee lo tomó por el brazo, y pareció como si tuviese que guiarlo hacia el salón. Adam se dejó caer pesadamente en el sillón, y Lee le quitó el sombrero. Adam se frotó el dorso de la mano izquierda con la derecha. Sus ojos tenían una expresión extraña, muy clara, pero fija. Y sus labios estaban resecos e hinchados; hablaba como un sonámbulo, con palabras lentas de sonido distante. Se frotó enérgicamente la mano.
—Es extraño —observó. Debo de haberme desvanecido en la oficina de Correos. Nunca me había desvanecido. El señor Pioda me ayudó a levantarme. Creo que sólo duró unos segundos. Nunca me había desmayado.
—¿Había correspondencia? —preguntó Lee.
—Sí, sí, creo que sí. —Metió la mano izquierda en el bolsillo, para sacarla al instante—. Tengo la mano entumecida —dijo a modo de excusa.
E introdujo entonces la mano derecha, sacando una tarjeta amarilla del Gobierno.
—Me parece que ya la he leído —siguió diciendo—. Debo de haberla leído. —La levantó a la altura de sus ojos y luego la dejó caer sobre sus rodillas—. Lee, me parece que tendré que usar gafas. Nunca las había necesitado en mi vida. No puedo leer. Las letras bailan ante mis ojos.
—¿La leo yo?
—Tiene gracia. Bien, lo primero que tengo que hacer es comprarme unas gafas. Sí, ¿qué dice?
Y Lee leyó:
—«Querido padre: Estoy en el ejército. Les he dicho que tenía dieciocho años. Estoy bien. No se preocupe por mí. Aron».
—Tiene gracia —repitió Adam—. Me parece como si ya la hubiese leído. Pero creo que no.
Y volvió a frotarse la mano.
Aquel invierno de 1917 fue muy sombrío y amenazador. Los alemanes aplastaban todo lo que se les ponía por delante. En tres meses, los ingleses sufrieron trescientas mil bajas. Muchas unidades del ejército francés se sublevaron. Rusia estaba fuera de combate. Las divisiones alemanas del este, descansadas y con nuevo armamento, fueron llevadas al frente occidental. La guerra parecía perdida.
Hasta después de mayo de 1918 no tuvimos doce divisiones sobre el campo de batalla, y llegó el verano antes de que nuestras tropas empezasen a cruzar el océano en masa. Los generales aliados se enzarzaban en rivalidades mutuas. Los submarinos producían verdaderas hecatombes en los barcos que se cruzaban por el camino.
Nos enteramos entonces de que la guerra no consistía en una rápida y heroica carga, sino que era un asunto muy lento e increíblemente complicado. Nuestro ánimo desfalleció en aquellos meses de invierno. Se apagó la llama de nuestro entusiasmo, y todavía no teníamos el terco y tozudo espíritu que es necesario para sobrellevar una larga guerra.
Ludendorff era invencible. Nada lo detenía. Disponía ataque tras ataque contra los deshechos ejércitos de Francia e Inglaterra. Y se nos ocurrió que acaso era ya demasiado tarde, que pronto tendríamos que enfrentarnos nosotros solos a los invencibles alemanes.
Era frecuente que muchas personas tratasen de olvidar la guerra, algunos refugiándose en sus fantasías, otros en el vicio y otros en la diversión desenfrenada. Había gran demanda de adivinos, y los bares y casas de juego hacían negocios redondos. Pero la gente también se volvía hacia sus alegrías y tragedias particulares para escapar al temor y al desaliento que penetraban por todas partes. ¿No es extraño que hoy hayamos olvidado esto? Pensamos ahora en la primera guerra mundial como en una rápida victoria con bandas de música y banderas, desfiles y cabalgatas, y soldados que vuelven victoriosos, y peleas en los bares con los malditos británicos que creían que eran ellos quienes habían ganado la guerra. ¡Qué pronto olvidamos que en aquel invierno Ludendorff era invencible y que muchos se preparaban con resignación a dar la guerra por perdida!
Adam Trask se sentía más desconcertado que triste. No tuvo que abandonar su puesto en la oficina de reclutamiento. Se le dio una baja temporal por enfermedad. Se pasaba las horas enteras sentado, frotándose el dorso de la mano izquierda. Se la cepilló con un cepillo de cerdas duras y la sumergió en agua caliente.
—Es la circulación —explicó—. Tan pronto como se me restablezca la circulación, estaré bien. Lo que me fastidia son los ojos. Nunca me habían dado el menor problema, pero ahora me parece que tendré que ir a graduarme la vista. ¡Yo con gafas! Me costará acostumbrarme. Iría hoy, pero me siento un poco mareado.
Se sentía mucho más mareado de lo que admitía. No podía deambular por la casa sin apoyarse contra la pared. Lee tenía que ayudarlo, a veces, a levantarse del sillón o de la cama, y atarle los cordones de los zapatos, porque no podía hacer los lazos con su entumecida mano izquierda.
Casi diariamente hablaba de Aron.
—Comprendo los motivos que cree tener un joven para querer alistarse —dijo—. Si Aron me lo hubiese dicho, yo hubiera tratado de persuadirlo para que no lo hiciese, pero no se lo hubiera prohibido. Tú ya lo sabes, Lee.
—Sí, ya lo sé.
—Eso es lo que no puedo comprender. ¿Por qué se escabulló de ese modo? ¿Por qué no me escribe? Yo creía conocerle mejor. ¿Ha escrito a Abra? Seguro que le ha escrito.
—Ya se lo preguntaré.
—Hazlo. Hazlo enseguida.
—La instrucción es muy dura, según he oído decir. Tal vez no tenga tiempo.
—Escribir una postal no cuesta nada.
—Cuando usted fue al ejército, ¿escribió a su padre?
—Te crees muy listo, ¿verdad? No, no le escribí, pero tenía una buena razón para no hacerlo. Yo no quería alistarme. Mi padre me obligó.
Yo estaba resentido. Como ves, tenía una buena razón. Pero Aron estaba muy bien en la universidad. Por cierto, me han escrito preguntándome por él. Tú leíste la carta. No se llevó sus ropas, ni el reloj de oro.
—No necesita ropas en el ejército, y tampoco le hace falta un reloj de oro. Allí todo es caqui.
—Supongo que tienes razón. Pero sigo sin entenderlo. Tendría que hacer algo con mis ojos. No puedo pasarme la vida pidiéndote que me leas todas las cosas. —En efecto, los ojos le causaban una verdadera molestia—. Puedo ver las letras —dijo—. Pero las palabras danzan ante ellos.
Una docena de veces por día tomaba un periódico, o un libro, los miraba y volvía a dejarlos.
Lee le leía los periódicos para evitar que se pusiera demasiado inquieto, y muchas veces, en la mitad de la lectura, Adam se quedaba dormido.
De pronto se despertaba y decía:
—Oye, Lee. ¿Eres tú, Cal? Ya sabéis que siempre he tenido una vista excelente. Mañana iré al oculista.
A mediados de febrero, Cal fue a la cocina y dijo:
—Lee, siempre está hablando de lo mismo. Tendremos que llevarlo al oculista.
Lee estaba haciendo compota de albaricoques. Se alejó del fogón, cerró la puerta de la cocina y volvió a su tarea.
—No quiero que vaya —admitió.
—¿Por qué no?
—No creo que sea la vista. El descubrirlo lo preocuparía excesivamente. Dejémosle tranquilo durante un tiempo. Recibió un golpe muy duro. Hay que esperar a que mejore. Yo le leeré todo lo que quiera.
—¿Qué crees que es?
—Prefiero no decírtelo. He pensado que tal vez el doctor Edwards podría venir con el pretexto de saludarlo.
—Hazlo como te parezca —contestó Cal.
—Cal, ¿has visto a Abra? —preguntó Lee.
—Claro que la he visto. Pero me rehúye.
—¿No podrías detenerla?
—Por supuesto, y puedo tirarla al suelo y pellizcarle la cara y obligarla a que me hable. Pero no quiero.
—Tendrías que intentar romper el hielo. A veces, la barrera es tan débil que se desmorona sólo con tocarla. Trata de verla y dile que yo también quiero hablar con ella.
—No lo haré.
—Te sientes terriblemente culpable, ¿no es eso?
Cal no respondió.
—¿No te gusta ella?
Cal tampoco respondió.
—Si te empeñas en mantener esa actitud, te sentirás peor, no mejor. Sería más conveniente que fueses franco. Te lo advierto: es mejor que seas franco.
—¿Quieres que le cuente a mi padre lo que hice? ¡Lo haré, si tú me lo dices! —gritó Cal.
—No, Cal, ahora no. Pero cuando se ponga bien, tienes que decírselo. Hazlo también por ti mismo. No puedes llevar este peso tú solo. Acabará matándote.
—Tal vez merezca la muerte.
—¡Alto ahí! —ordenó fríamente Lee—. Esa es la solución más fácil. No sigas por ese camino.
—¿Y cómo podrás detenerme? —preguntó Cal.
Lee cambió de conversación.
—No comprendo por qué Abra no ha venido, ni siquiera una sola vez.
—Ahora no tiene ninguna razón para venir.
—No es propio de ella. Aquí hay algo que no marcha. ¿La has visto? Cal torció el gesto.
—Ya te he dicho que la había visto. Te estás volviendo bastante estúpido. He probado a hablar con ella tres veces, pero ella se escabulló.
—Hay algo que no marcha. Es una buena mujer, una auténtica mujer.
—Es una chica —replicó Cal—. Tiene gracia que la llames mujer.
—Te equivocas —le corrigió Lee con ternura—. Algunas son mujeres desde que nacen. Abra posee el encanto de una mujer, y su valor, y su fuerza, y su sabiduría. Conoce y acepta las cosas. Apostaría a que es incapaz de ser mezquina, ruin o fútil, excepto cuando ser fútil quiere decir ser bonita.
—Tienes muy buena opinión de ella.
—La suficiente para saber que no nos abandonaría. —Y añadió—: La hecho de menos. Dile que venga a verme.
—Te repito que me rehúye.