Cal salió furtivamente por la puerta de la cocina, y cruzó el decadente jardincillo de Lee. Se encaramó por la tapia, encontró la tabla que servía de puente a través de la charca de agua negruzca, y salió por entre la panadería de Lang y la herrería a la calle Castroville.
Caminó hacia la calle Stone, donde se hallaba la iglesia católica y, torciendo a la izquierda, pasó frente a la casa Carriaga, la de Wilson, la de Zabala, y, volviendo otra vez a la izquierda, llegó a la Avenida Central, donde se hallaba la casa de los Steinbeck. Dos manzanas más abajo, torció a la izquierda por tercera vez, dejando atrás la escuela del
West End
.
Los álamos que se alzaban frente al patio de la escuela estaban casi pelados de hojas, pero el viento nocturno hacía caer todavía algunas hojas amarillentas.
Cal tenía el cerebro embotado. Ni se daba cuenta de que el aire era muy fresco a causa de la escarcha que había en las montañas. Tres manzanas más abajo vio a su hermano que cruzaba bajo un farol, viniendo hacia él. Supo que era su hermano por su manera de andar y su silueta, y porque sabía que tenía que ser él.
Cal disminuyó la marcha, y cuando Aron estuvo cerca, le dijo:
—Hola. Te estaba buscando.
—Siento mucho lo que ha pasado esta tarde —respondió Aron.
—Tú no tienes la culpa, no pienses más en ello.
Dio la vuelta y ambos hermanos echaron a andar juntos.
—Quiero que vengas conmigo —dijo Cal—. Tengo que enseñarte algo.
—¿Qué es?
—Oh, es una sorpresa. Pero es muy interesante. Te gustará.
—Bien, ¿necesitaremos mucho tiempo?
—No, no mucho. Muy poco.
Dejaron atrás la Avenida Central y se dirigieron a la calle Castroville.
El sargento Axel Dane abría de ordinario la oficina de reclutamiento de San José a las ocho de la mañana, pero si por algún motivo se retrasaba, el cabo Kemp la abría en su lugar, y éste no solía quejarse por ello. Mel no era ningún caso extraordinario. El reenganche en el Ejército de los Estados Unidos en el periodo de paz que hubo entre la guerra de Cuba y la europea lo había inutilizado por completo para llevar la vida fría e irregular de un civil. Un solo mes sin uniforme lo convenció de ello. Dos reenganches posteriores en tiempo de paz lo incapacitaron por completo para la guerra, y había aprendido ya lo bastante para escurrir el bulto y escapar de los combates. La oficina de reclutamiento de San José demostró que sabía desenvolverse. Flirteaba con la menor de las hermanas Ricci, la cual vivía precisamente en San José.
Kemp no llevaba las cosas hasta ese extremo, pero había aprendido las reglas básicas: cuadrarse cuando fuese necesario y evitar a los oficiales siempre que fuese posible. Por otra parte, no le importaba estar a las órdenes del amable sargento Dane.
A las ocho y media, Dane entró en la oficina para encontrarse al cabo Kemp dormido ante su escritorio y a un muchacho de aspecto cansado esperando. Dane miró al muchacho; luego traspasó la barandilla y puso su mano sobre el hombro de Kemp.
—Querido —le dijo, las alondras cantan y el sol apunta por oriente. Kemp levantó la cabeza de entre sus brazos, se frotó la nariz con el dorso de la mano y estornudó.
—Despierta, encanto —dijo el sargento—. Tenemos un cliente.
Kemp bizqueó sus ojos legañosos.
—La guerra puede esperar —dijo.
Dane examinó más de cerca al muchacho.
—¡Santo Dios! Es muy guapo. Espero que cuidarán de él. Cabo, tal vez pienses que lo que él quiere es luchar contra el enemigo, pero yo creo que huye del amor.
Kemp se sintió tranquilizado al ver que el sargento no estaba algo bebido.
—¿Cree usted que puede haber alguna dama que se haya atrevido a lastimarlo? —siempre seguía el juego a su sargento—. ¿Cree que esto es la Legión Extranjera?
—Acaso huye de sí mismo.
—Ya he visto esa película —respondió Kemp. Y en ella sale un sargento hijo de perra.
—No lo creo —repuso Dane—. Un paso al frente, joven. Dieciocho años, ¿no es eso?
—Sí, señor.
Dane se volvió hacia su subordinado.
—¿Qué te parece?
—¡Diablos! —exclamó Kemp. Digo que si son bastante corpulentos, ya tienen la suficiente edad.
—Digamos, pues, que tienes dieciocho años —aceptó el sargento—. Y tendremos que sostenerlo, ¿no es eso?
—Sí señor.
—Rellena esta instancia y fírmala. Piensa en qué año quieres haber nacido y escríbelo aquí, y procura que no se te olvide.
A Joe no le gustaba que Kate se pasara las horas muertas muda y con la vista fija ante sí. Eso significaba que estaba pensando, y como su rostro no traslucía expresión alguna, Joe no tenía acceso a sus pensamientos. Esto le intranquilizaba. Había esperado demasiado tiempo una oportunidad como para desperdiciarla.
Su único plan consistía en tenerla inquieta hasta que por sí misma se descubriese, con lo cual él podría maniobrar en alguna dirección. Pero ¿cómo hacerlo si ella se pasaba las horas sentada mirando a la pared? Ni siquiera sabía si había conseguido alterarla.
Joe se percató de que no se había acostado, y cuando le preguntó si deseaba desayunar, Kate movió su cabeza tan suavemente, que resultó difícil saber si lo había oído.
Se dijo a sí mismo con precaución: «¡No hagas nada! Mantén los ojos y los oídos bien abiertos». Las muchachas de la casa sabían que había pasado algo, pero no había dos que contasen la misma historia. ¡Aquellas malditas cabezas de chorlito!
Kate no estaba pensando. Su mente revoloteaba sobre las impresiones, de la misma manera que un murciélago revolotea sin rumbo en el anochecer. Veía el rostro del rubio y hermoso muchacho, con sus ojos enloquecidos por la impresión. Oía sus feas palabras asestadas no tanto a ella como a sí mismo. Y veía a su cetrino hermano apoyado en la pared, riendo. Kate había reído también, era la mejor forma de protegerse. ¿Qué haría su hijo? ¿Qué había hecho tras su silenciosa marcha?
Pensó en los ojos de Cal, con su mirada indolente y, al propio tiempo, cruel, observándola mientras cerraba poco a poco la puerta.
¿Por qué había traído a su hermano? ¿Qué se proponía? ¿Cuál era su objetivo? Si ella lo supiese, podría ponerse en guardia. Pero lo ignoraba.
Sentía de nuevo el tormento de sus manos, y le dolía también en otro sitio nuevo. La cadera le producía un vivo dolor cada vez que se movía. Pensó que el dolor se extendería hacia el centro, y tarde o temprano todos los dolores se encontrarían en un punto central y se unirían como ratas sobre un cuajarón.
A pesar de lo que se había aconsejado a sí mismo, Joe no podía dejar de intervenir. Fue hasta su puerta con una tetera, llamó suavemente, abrió la puerta y entró. Por lo que pudo ver, ella no se había movido.
—Le traigo un poco de té, señora —dijo él.
—Déjalo sobre la mesa —repuso ella. Y luego añadió—: Gracias, Joe.
—¿No se encuentra mejor, señora?
—Vuelvo a sentir dolores. La medicina no ha producido ningún efecto.
—¿Puedo hacer algo?
Ella levantó las manos.
—Córtame las manos a la altura de las muñecas. —Hizo una mueca de dolor al efectuar aquel movimiento—. Es algo desesperante —dijo con voz plañidera.
Joe nunca la había oído quejarse antes, y su instinto le dijo que era el momento de intervenir.
—Quizá no querrá que la moleste ahora, pero me he enterado de algo acerca de la otra —le comentó.
Por el pequeño intervalo que transcurrió antes de que ella respondiese, comprendió que Kate se había puesto alerta.
—¿Qué otra? —preguntó quedamente.
—Aquella dama, señora.
—¡Ah! ¿Te refieres a Ethel?
—Sí, señora.
—Empiezo a estar cansada de oír hablar de Ethel. ¿Qué pasa ahora?
—Bien, le contaré cómo ocurrió. No le encuentro ni pies ni cabeza. En el estanco de Kellog, esta mañana, un individuo me interpeló: «¿Es usted Joe?», me dijo, y yo le pregunté: «¿Qué desea?». «Usted busca a alguien», me dijo. «Desembuche», le contesté. Nunca había visto a ese tipo. Él dijo: «Esa individua me dijo que quería hablar con usted». Y yo le contesté: «¿Pues por qué no lo hace?». Me sostuvo la mirada un largo rato y respondió: «¿Es que ha olvidado usted lo que dijo el juez?». Supongo que se refería a que ella no puede volver.
Miró el rostro de Kate, tranquilo y pálido, con los ojos fijos ante ella.
—¿Y entonces te pidió dinero? —preguntó Kate.
—No, señora. No me pidió nada. Dijo algo también sin pies ni cabeza. Dijo: «¿No le dice nada el nombre de Paye?». «Nada en absoluto», le respondí. El añadió: «Seria mejor que hablase con ella». «Es posible», le dije, y me marché. Todo esto para mí es un galimatías. Pensé que debía decírselo.
Kate preguntó a su vez:
—¿No te dice nada el nombre de Faye?
—Nada en absoluto.
La voz de ella adquirió un tono de gran suavidad.
—¿Quieres decir que no te habías enterado de que Faye era la antigua dueña de esta casa?
Joe sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡Qué estúpido había sido! Hubiera sido mejor que hubiese cerrado el pico. Su mente vaciló.
—Sí…, la verdad…, si bien se piensa…, creo que sí que la conocía, pero pensaba que el nombre ése era algo así como Faith.
Aquella alarma repentina le hizo bien a Kate. Apartó de ella el recuerdo de la cabeza rubia y le quitó el dolor, ya que le ofrecía un asunto en que ocuparse. Respondió al desafío con algo que se parecía al placer. Rió por lo bajo.
—Faith —musitó. Ponme más té, Joe.
Hizo como que no se daba cuenta de que la mano del hombre temblaba y que el pitorro de la tetera tintineaba contra la taza. Ella no levantó los ojos para mirarlo, ni cuando le puso la taza al alcance de su mano. Luego, Joe se apartó para rehuir la mirada de Kate. Se estremecía de aprensión.
Kate dijo con voz suplicante:
Joe, ¿crees que puedes ayudarme? Si te diese diez mil dólares, ¿podrías arreglar las cosas?
Esperó un segundo, y entonces dio media vuelta y lo miró fijamente.
Los ojos de Joe estaba empañados, y ella vio que se pasaba la lengua por los labios. Y ante su súbito movimiento, él retrocedió como si ella lo hubiese golpeado. Los ojos de Kate no se apartaban de su rostro.
—¿Te he atrapado, Joe?
—No sé adónde quiere usted ir a parar, señora.
—Vete y medítalo, y después vuelve y dime lo que hayas pensado. Se te da bien inventar cosas. Y di a Therese que venga, ¿de acuerdo?
Quería salir de aquella habitación; se sentía atrapado y descubierto. Había cometido muchos disparates. Se preguntó si había perdido su gran oportunidad. Y por si fuese poco, la maldita zorra había tenido la sangre fría de añadir: «Gracias por traerme el té. Eres un buen muchacho».
Hubiera querido cerrar la puerta de un portazo, pero no se atrevió.
Kate se levantó muy envarada, tratando de dominar el dolor que sentía en la cadera al moverse. Se dirigió a su escritorio y sacó una hoja de papel. Tenía bastante dificultad para asir la pluma.
Escribió moviendo todo el brazo.
Querido Ralph: Pregúntale al sheriff si habría alguna dificultad en comprobar las huellas dactilares de Joe Valery. Supongo que ya recuerdas a Joe. Trabaja en mi casa. Tuya,
»Kate.»
Estaba doblando el papel cuando entró Therese, con aspecto de asustada.
—¿Me llamaba? ¿He hecho algo? Me he esforzado por hacerlo lo mejor que he podido, señora. Últimamente no me he encontrado muy bien.
—Acércate —le indicó Kate, y mientras la muchacha esperaba junto al escritorio, Kate escribió lentamente las señas en el sobre, y después lo selló. Quiero que me hagas un pequeño encargo —dijo—. Vete a la confitería de Bell y compra una caja de dos kilos de bombones variados y otra de medio kilo. La mayor es para vosotras. Detente después en la droguería de Kroug y cómprame dos cepillos de dientes de tamaño mediano y un bote de polvo dentífrico. Ya sabes, esas latas con un pitorro.
—Sí, señora.
Therese experimentó una gran sensación de alivio.
—Eres una buena chica —prosiguió Kate—. ¿Piensas que no me he fijado en ti? No estoy bien, Therese. Si cumples bien este encargo, consideraré seriamente la posibilidad de dejarte encargada de todo esto cuando me vaya al hospital.
—¿Irá usted? ¿Va a ir al hospital?
—Todavía no lo sé, querida. Pero necesito que me ayudes. Aquí tienes dinero para las compras. Cepillos de dientes medianos, acuérdate bien.
—Sí, señora. Gracias. ¿Tengo que ir ahora mismo?
—Sí, y deprisa. No digas nada a las demás chicas.
—Saldré por la puerta trasera.
Y se fue corriendo hacia la puerta.
—Por cierto, casi lo olvido. ¿Quieres echarme esta carta al correo? —solicitó Kate.
—Desde luego, señora. Con mucho gusto. ¿Algo más?
—Eso es todo, querida.
Cuando la chica hubo salido, Kate apoyó sus brazos y manos sobre el escritorio, para que cada uno de sus agarrotados dedos pudiera descansar. Eso era. Tal vez siempre lo había sabido, seguro que sí, pero no era necesario pensar en ello ahora. Se desembarazaría de Joe, pero todavía le quedaba un asunto pendiente: Ethel, siempre Ethel. Tarde o temprano…, pero ahora no; ya tendría tiempo de preocuparse más adelante. Examinó el asunto bajo todos los aspectos, y trató de asir una idea esquiva que le rondaba la mente sin poder focalizarla. Le había surgido cuando había estado pensando en su hijo de cabellos. El rostro del muchacho —lastimado, trastornado, desesperado— se lo provocó. Y entonces se acordó.
Ella era muy pequeña, con un rostro tan fresco y hermoso como el de su hijo, una niña encantadora. Estaba convencida de que era más lista y más bonita que las demás. Pero de vez en cuando se abatía sobre ella un temor solitario, que le daba la sensación de estar rodeada por un bosque de enemigos. Y entonces todos los pensamientos, palabras y miradas no parecían tener otro propósito que herirla. Y no tenía ningún lugar adonde huir y ocultarse. Lloraba presa de pánico, porque no había ninguna escapatoria ni ningún santuario. Hasta que un día leyó un libro. A los cinco años ya sabía leer. Se acordaba del libro: marrón, con letras de plata, la tela estaba rota y las pastas eran gruesas. El libro se titulaba
Alicia en el país de las maravillas
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Kate movió sus manos despacio y liberó ligeramente a sus brazos del peso de su cuerpo. Se acordó de los dibujos: Alicia, con su lacio cabello largo. Pero fue la botella que decía «Bébeme» la que cambió su vida. Alicia se lo había enseñado.