—¿Quiere tomar una cerveza? —preguntó Joe.
—Ha tenido usted una buena idea —dijo Alf. Dicen que muchos pasan de un entierro a una cama, pero ya no soy tan joven como antes. Ahora, los entierros sólo me dan sed. Sí, la Negra era toda una ciudadana. Podría contarle muchas cosas sobre ella. La conocía desde hacía treinta y cinco años, no, treinta y siete.
—¿Quién era Faye? —preguntó Joe.
Entraron en el bar del señor Griffin. A éste no le gustaba el alcohol en absoluto, y odiaba profundamente a los borrachos. Era propietario del Salón Griffin en la calle Mayor, y era capaz, un sábado por la noche, de rehusar servir más copas a veinte hombres si creía que ya tenían bastante. El resultado es que su negocio se desenvolvía a la perfección en medio del mayor orden y tranquilidad. Era un salón ideal para cerrar tratos y para hablar tranquilamente sin ser interrumpidos.
Joe y Alf tomaron asiento a la mesa redonda del fondo, y bebieron tres cervezas por barba. Joe se enteró de todas las verdades y mentiras, de lo que se sabía y de lo que se suponía, y de todas las conjeturas, por feas que fuesen. De todo ello sacó una completa confusión, pero también unas pocas ideas claras. En la muerte de Faye había gato encerrado. Kate debía de ser la esposa de Adam Trask. Se agarró a esto rápidamente; era muy posible que Trask estuviera dispuesto a pagar por su silencio. El asunto de Faye era demasiado peligroso para tocarlo. Joe tenía que pensar, pero a solas.
Al cabo de un par de horas, Alf estaba ya impaciente. Joe no le había devuelto la pelota. No le había suministrado nada, ni un solo chisme, ni una sola noticia. Alf pensó que aquel tipo tan reservado debía de ocultar algo. ¿A quién podría tirar de la lengua acerca de Joe?
Alf dijo por último:
—Entiéndame, a mí me gusta Kate. Siempre tiene algún que otro trabajillo para mí, y me paga con puntualidad y generosidad. Probablemente, todas esas habladurías sobre ella son humo de paja. Y si uno lo piensa bien, llega a la conclusión de que es una mujer muy fría y muy dueña de sí misma. Tiene una mirada peligrosa. ¿No lo cree?
—Yo me llevo muy bien con ella —respondió Joe.
Alf estaba enojado ante la sinuosa reserva de Joe, así es que trató de espolearle.
—Cuando le construí aquel colgadizo sin ventana se me ocurrió algo muy divertido —le explicó. Un día me miró con su mirada glacial, y de repente pensé: si ella supiese todo lo que yo he oído decir de ella, y me ofreciese una copa, o aunque fuese un pastel, yo le contestaría: «No, gracias, señora».
—Ella y yo nos llevamos muy bien —repuso Joe—. Tengo que encontrarme con un sujeto.
Joe se fue a su habitación para pensar. Estaba inquieto. Se levantó, miró en su maleta y abrió todos los cajones del escritorio. Se le ocurrió que acaso alguien había andado revolviéndole las cosas. Fue una simple idea, ya que no había nada que descubrir. A pesar de ello estaba nervioso y se esforzaba por ordenar en su mente todo lo que Alf le había dicho.
Llamaron suavemente a la puerta y entró Thelma con los ojos hinchados y la nariz enrojecida.
—¿Qué le pasa a Kate?
—Ha estado enferma.
—No quiero decir eso. Yo estaba en la cocina batiendo la nata en una jarra, cuando entró ella y descargó toda su furia sobre mí.
—¿Acaso habías mezclado aguardiente en el batido?
—No, ¡qué diablos! Sólo extracto de vainilla. Ella no tiene derecho a hablarme de ese modo.
—Pero te habló, ¿no es eso?
—Sí, y no lo soporto.
—Pues lo harás —aseguró Joe—. ¡Márchate, Thelma!
Thelma lo miró con sus hermosos y penetrantes ojos oscuros, y volvió a refugiarse en la isla de seguridad de la que una mujer depende.
—Joe —le preguntó. ¿Eres realmente un puro hijo de perra o sólo finges serlo?
—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Joe.
—Nada en absoluto, hijo de perra —le respondió.
Tras meditarlo con detenimiento, Joe decidió actuar lenta y cautelosamente. «Tengo los cuatro ases, sólo he de saber emplearlos bien», se dijo.
Fue en busca de sus instrucciones de cada noche, y Kate se las dio sin volver la cabeza. Estaba sentada ante su escritorio, con la visera calada hasta las cejas y ni siquiera lo miró. Terminó de darle sus secas órdenes y luego añadió:
—Joe, me pregunto si te has ocupado del negocio correctamente. He estado enferma, pero ahora ya estoy bien, o casi bien.
—¿Ocurre algo malo?
—Tan sólo es una impresión. Prefiero que Thelma beba whisky que extracto de vainilla, y no quiero que beba whisky. Me parece que te has dormido en los laureles.
Joe trató de encontrar una escapatoria.
—Verá, he estado muy ocupado —dijo.
—¿Ocupado?
—Claro. Estaba haciendo lo que usted me encargó.
—¿Qué te encargué?
—Ya sabe, lo de Ethel.
—¡Olvídate de Ethel!
—Muy bien —respondió Joe, y añadió, sin darse cuenta: Ayer encontré a un tipo que me dijo que la había visto.
Si Joe no la hubiese conocido, no hubiera dado a aquella pequeña pausa, a aquellos rígidos diez segundos de silencio, su verdadero valor.
—¿Dónde? —le preguntó con tacto.
—Aquí.
Ella giró lentamente la silla giratoria hasta quedar frente a él.
—No debía haberte dejado trabajar en la oscuridad, Joe. Me cuesta reconocer un error, pero te debo una explicación. No es necesario que te recuerde que hice que expulsaran a Ethel del condado. Creí que me había hecho algo. —su voz adquirió un tono melancólico—. Estaba equivocada. Más tarde lo descubrí. Desde entonces, esa idea no deja de preocuparme. No me había hecho nada. Quiero encontrarla y decírselo y compensarla. Supongo que te parecerá extraño que manifieste esa clase de sentimientos.
—No, señora.
—Trata de encontrarla, Joe. Me sentiré mejor si puedo compensarla. ¡Pobre muchacha!
—Trataré de hacerlo, señora.
—Y escucha, Joe, si necesitas dinero, dímelo. Y si la encuentras, repítele lo que te he dicho. Si ella no quiere venir, averigua dónde puedo telefonearla. ¿Necesitas dinero?
—Ahora, no. Pero tendré que salir con mucha frecuencia de la casa.
—Lo dejo en tus manos. Eso es todo, Joe.
Joe sentía deseos de abrazarse a sí mismo. En el vestíbulo se cogió los codos con las manos y se dejó llevar por la alegría que le invadía. Comenzó a creer que era él quien lo había planeado todo. Atravesó el salón en sombras, en el que reinaba un temprano susurro de conversaciones. Salió al exterior y miró las estrellas, que nadaban en grandes bancos a través de las nubes empujadas por el viento.
Joe pensó en el zoquete de su padre porque recordó algo que éste le había dicho. «Ojo con los aduladores», había dicho el padre de Joe. «Fíjate en esas señoras que se pasan la vida dándole coba a alguien. Significa que quieren algo, no lo olvides.»
Joe repitió en voz baja:
—¡Una zalamera! Pensaba que era mucho más astuta.
Trató de recordar su tono de voz y sus palabras para asegurarse de que no se le había escapado nada. Una zalamera; y pensó en Alf cuando decía: «Si me ofreciese una copa o aunque fuese un pastel…».
Kate estaba sentada a su escritorio. Oía gemir el viento entre las hojas de la alheña del patio, y aquel viento y las tinieblas que la rodeaban estaban impregnadas de la presencia de Ethel, de la gorda y sucia Ethel, que sudaba junto a ella, gelatinosa como una medusa. Se sentía fatigada y agobiada.
Se dirigió a su refugio, la pequeña estancia gris, cerró la puerta y se sentó en la oscuridad, notando cómo el dolor se apoderaba de nuevo de sus dedos. Sus sienes latían acompasadamente. Palpó la cápsula que colgaba de su cuello con una cadenilla, frotó el tubo de metal, que conservaba el calor de su pecho, contra su mejilla, y recobró el valor. Se lavó la cara y se maquilló, se peinó y se arregló el cabello a lo Pompadour. Se dirigió al vestíbulo y se detuvo, como siempre, a la puerta del salón para escuchar.
A la derecha de la puerta había dos mujeres y un hombre conversando. En cuanto Kate entró, dejaron de hablar.
—Helen, si ahora no estás ocupada, quiero verte —le indicó. La mujer la siguió por el vestíbulo hasta su habitación. Era una rubia paliducha de tez marfileña.
—¿Es algo importante, señorita Kate? —preguntó con cierto temor.
—Siéntate. No, no es nada. Tú fuiste al entierro de la Negra, ¿no es eso?
—Sí, señora.
—Cuéntame cómo fue.
—¿El qué?
—Dime lo que recuerdes.
Helen dijo con nerviosismo:
—Verá usted, en cierto modo fue horrible y hermoso al mismo tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No hubo flores, ni nada, pero sí hubo…, hubo…, bueno…, una especie de dignidad. Ella estaba tendida en un ataúd de madera negra, con unas maravillosas asas de plata de un tamaño enorme. Te hacía sentir como…, no sé, soy incapaz de describirlo.
—Tal vez ya me lo has dicho. ¿Cómo iba vestida?
—¿Cómo iba vestida, dice usted?
—Sí, su ropa. Supongo que no la enterraron desnuda.
El rostro de Helen reflejaba el esfuerzo que estaba haciendo por recordar.
—No lo sé —dijo finalmente—. No me acuerdo.
—¿Fuiste al cementerio?
—No, señora. Nadie fue, excepto él.
—¿Quién?
—Su hombre.
Kate dijo con rapidez, casi con demasiada prisa:
—¿Tienes algún cliente esta noche?
—No, señora. Hoy es la víspera del día de Acción de Gracias, y siempre suele venir muy poca gente.
—Lo había olvidado —respondió Kate—. Ahora vete.
Contempló a la muchacha mientras se iba, y volvió a sentarse llena de nerviosismo ante su escritorio. Y mientras examinaba una detallada factura del fontanero, se llevó la mano izquierda al cuello y tocó la cadena, lo cual le produjo una sensación de alivio y seguridad.
Tanto Lee como Cal trataban de disuadir a Adam de que fuese a la estación a esperar el tren, el tren nocturno de Lark, proveniente de San Francisco, con destino a Los Ángeles.
—¿Por qué no dejamos que vaya Abra sola? —propuso Cal—. El querrá verla a ella primero.
—Me parece que no se dará cuenta de la presencia de los demás —aseguró Lee—. Así que poco importa que vayamos o no.
—Quiero ver cómo se apea del tren —intervino Adam—. Estará cambiado, y quiero comprobarlo.
—Sólo ha estado fuera un par de meses, así que no puede estar muy cambiado, ni mucho más viejo —expuso Lee.
—Estará cambiado. La experiencia le habrá hecho cambiar. —Si usted va, todos tendremos que ir —observó Cal.
—¿Es que no quieres ver a tu hermano? —le preguntó Adam frunciendo el ceño.
—Claro que sí, pero es él quien no querrá verme, por lo menos al principio.
—Te equivocas —repuso Adam—. No subestimes a Aron.
Lee levantó las manos en un ademán de resignación.
—Al final iremos todos —vaticinó.
—¿Te imaginas? —dijo Adam—. Contará muchas novedades. Acaso hablará de un modo diferente. No sé si sabes, Lee, que en el este los muchachos adquieren el modo de hablar de su escuela. Gracias a eso se puede distinguir a un alumno de Harvard de uno de Princeton. Por lo menos, eso dicen.
—Escucharé con mucha atención —respondió Lee—. Me gustará saber qué clase de dialecto hablan en Stanford.
Y sonrió a Cal.
A Adam aquello no le pareció motivo de broma.
—¿Has puesto ya algunas frutas en su habitación? —preguntó al chino—. Ya sabes que le gusta mucho la fruta.
—He puesto peras, manzanas y uvas moscatel —contestó Lee.
—Sí, las uvas moscatel le gustan mucho. Lo recuerdo muy bien. Acuciados por Adam, estaban en la estación del Southern Pacific media hora antes de la llegada del tren. Abra ya se encontraba allí.
—Mañana no podré ir a cenar, Lee —le avisó Abra—. Mi padre quiere que me quede en casa. Acudiré tan pronto como pueda.
—Pareces algo nerviosa —observó Lee.
—¿Es que tú no lo estás?
—Creo que sí —respondió Lee—. Mira hacia la vía y dime si está puesta la señal verde.
Los horarios ferroviarios son causa de orgullo o de aprensión para casi todo el mundo. Cuando a lo lejos se divisó que la señal roja cambió a verde y el largo haz luminoso del faro del tren dobló la curva e iluminó la estación, los hombres que se hallaban en el andén consultaron sus relojes y dijeron: «Llega puntual».
En ese aserto había orgullo mezclado con alivio. Cada vez le damos más valor a una pequeña diferencia de segundos. Y a medida que las actividades humanas se vuelven más entremezcladas e integradas unas en otras, la décima de segundo va adquiriendo mayor importancia, de tal forma que llegará un momento en que se tendrá que encontrar un nuevo nombre para la centésima de segundo; incluso, puede que algún día, si bien no lo creo probable, nos sorprendamos diciendo: «¡Oh, que se vaya al infierno! ¿Qué importa una hora más o menos?». Pero esta preocupación por las pequeñas unidades de tiempo es muy legítima. Tarde o temprano aparece algo que desbarata cuanto te rodea, y el desorden que crea se esparce en círculos concéntricos, como las ondas que se forman al arrojar una piedra en un lago tranquilo.
El tren de Lark llegó con tal velocidad que parecía que no se iba a detener. Y sólo cuando hubieron pasado y se encontraron a bastante distancia la máquina y los furgones de equipaje, los frenos soltaron su agudo silbido, y el hierro rechinó, como si protestara por tener que detenerse.
Del tren se apeó una multitud de personas que volvían a Salinas con motivo del día de Acción de Gracias, y de cuyas manos pendían paquetes y cajas envueltas en papel. Adam y los suyos tardaron un momento en localizar a Aron. Y cuando lo vieron, les pareció más alto que antes.
Se tocaba con un sombrero plano y de ala estrecha, muy elegante, y cuando los vio se puso a correr agitándolo, dejando ver su rubio cabello, tan corto que se le quedaba de punta. Sus ojos brillaban, y ellos rieron de placer al verlo.
Aron dejó su maleta y levantó a Abra del suelo, abrazándola fuertemente. Después de depositarla de nuevo en el suelo, estrechó las manos de Adam y de Cal. Luego abrazó a Lee y casi lo estrujó.
De regreso a casa todos hablaban a la vez: «¿Cómo estás?», «Tienes muy buen aspecto».
—Abra, estás muy guapa.
—No es cierto. ¿Por qué te has cortado el pelo?
—Allí todos lo llevan así.