Al este del Edén (88 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¡Pero tienes un cabello tan bonito!

Subieron a toda prisa por la calle Mayor, siguieron una manzana, y al doblar la esquina de la calle Central pasaron ante la panadería de Reynaud, en cuyo escaparate estaba expuesto un extenso surtido de panes franceses. La señora Reynaud, de cabellos negros, los saludó con su mano blanca de harina. Habían llegado a casa.

—¿Hay café, Lee? —preguntó Adam.

—Lo preparé antes de salir. Se está calentando.

Pronto tuvo las tazas dispuestas. Ahora estaban todos reunidos: Aron y Abra en el sofá, Adam en su sillón bajo la lámpara, Lee sirviendo el café y Cal apoyado en el marco de la puerta del vestíbulo. Todos permanecían silenciosos, porque era demasiado tarde para saludar y demasiado temprano para empezar a hablar de otras cosas.

—Cuéntame cómo te ha ido —dijo Adam—. ¿Has obtenido buenas notas?

—Los exámenes finales no tienen lugar hasta el mes que viene, padre. —Ah, ya comprendo. Pero de cualquier modo, estoy seguro de que tendrás buenas notas. Absolutamente seguro.

A pesar de sí mismo, una mueca de impaciencia apareció en el rostro de Aron.

—Seguro que estás cansado —comentó Adam—. Bien, ya hablaremos mañana.

—Pues yo creo que no lo está. Apostaría a que quiere estar solo —observó Lee.

Adam miró a Lee y dijo:

—Desde luego, desde luego. ¿Te parece que vayamos todos a acostarnos?

Abra encontró la solución.

—Yo no debería llegar tarde a casa —dijo—. Aron, ¿por qué no me acompañas? Mañana podremos estar todos juntos.

Durante el camino, Aron iba aferrado a su brazo. Temblaba.

—Va a helar —observó.

—¿Estás contento de haber vuelto?

—Sí, lo estoy. Tengo muchas cosas que contarte.

—¿Cosas buenas?

—Puede. Espero que así te lo parezcan.

—Estás muy serio.

—Es que se trata de algo serio.

—¿Cuándo tienes que volver?

—El domingo por la noche.

—Tenemos mucho tiempo. Yo también quiero contarte algunas cosas. Nos queda todo mañana, el viernes, el sábado y todo el domingo. ¿No te importará no entrar en mi casa esta noche?

—¿Por qué no he de entrar?

—Más tarde te lo diré.

—Quiero que me lo digas ahora.

—Es que mi padre ha tenido uno de sus prontos.

—¿Contra mí?

—Sí. Mañana no puedo ir a cenar con vosotros, pero no pienso comer mucho en casa. Así es que puedes decirle a Lee que me guarde un plato.

La timidez comenzó a apoderarse de él. La joven se dio cuenta de ello, pues notó que no le asía el brazo con tanta fuerza. Al observar su silencio, lo miró a la cara.

—No debía habértelo dicho esta noche.

—Sí, sí que debías —respondió él lentamente—. Dime la verdad. ¿Sigues queriéndome?

—Naturalmente.

—Entonces, todo está bien. Ahora me voy. Ya hablaremos mañana.

Él la dejó a la puerta de su casa, después de rozarle ligeramente los labios con los suyos. A ella le dolió que se hubiese conformado con tanta facilidad, y rió con amargura al pensar que podía preguntar una cosa y sentirse lastimada con la respuesta. Le observó alejarse a grandes pasos, bajo la luz proyectada por el farol de la esquina. Abra pensó que debía de estar loca, que todo eran imaginaciones suyas.

2

Una vez en su dormitorio, y después de haber dado las buenas noches a todos, Aron se sentó en el borde de la cama y miró sus manos, que tenía entre las rodillas. Se sentía abatido e indefenso, envuelto entre el algodón de las ambiciones de su padre, como un huevo de ave. No se había dado cuenta hasta aquella misma noche de esa presión, y se preguntaba si tendría el valor de librarse de aquella fuerza suave y persistente. No debía precipitarse. La casa parecía fría y repleta de una humedad que le hacía temblar. Se levantó y abrió suavemente la puerta. Había luz bajo la puerta de Cal. Llamó y entró sin esperar respuesta.

Cal estaba sentado ante un escritorio nuevo. Estaba trabajando con papel de tela y un rollo de cinta roja, y cuando entró Aron cubrió a toda prisa algo que había sobre su escritorio con un papel secante.

Aron sonrió.

—¿Regalitos?

—Sí —dijo Cal, sin añadir más.

—Me gustaría hablar contigo.

—¡Claro, pasa! Habla bajo o vendrá padre. No quiere perderse ni un momento.

Aron se sentó en la cama. Como no se decidía a hablar, Cal le preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?

—No, nada. Sólo quiero hablar contigo. Cal, no quiero seguir estudiando.

Cal volvió la cabeza.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

—Es que no me gusta.

—Supongo que no se lo habrás dicho a padre. Le darías un disgusto. Bastante tiene con que yo no quería estudiar. ¿Qué piensas hacer?

—He pensado que podría encargarme del rancho.

—¿Y Abra?

—Hace mucho tiempo me dijo que eso es lo que le gustaría.

Cal observó el rostro de su hermano.

—El rancho está arrendado.

—Bueno, por ahora sólo es una idea.

—La agricultura no da dinero —observó Cal.

—Yo no quiero mucho dinero. El suficiente para vivir.

—Para mí eso no es bastante —replicó Cal—. Yo quiero ganar mucho dinero, y te aseguro que lo conseguiré.

—¿Cómo?

Cal se sentía más viejo y más seguro de sí mismo que su hermano. Experimentaba hacia él un sentimiento protector.

—Si sigues en la universidad, yo empezaré por mi cuenta y pondré los cimientos. Luego, cuando acabes, podemos ser socios. Yo tendré el capital y tú los estudios. Eso estaría muy bien.

—No quiero volver. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Porque padre quiere que lo hagas.

—Eso no me hará regresar.

Cal miró a su hermano con cierta expresión de enojo, y paseó su mirada por los rubios cabellos y los grandes ojos, y, de pronto, comprendió, sin el menor género de duda, por qué su padre quería tanto a Aron.

—Consúltalo con la almohada —le aconsejó. Por lo menos termina este curso. No tomes aún ninguna determinación.

Aron se levantó y se dirigió a la puerta.

—¿Para quién es ese regalo? —preguntó.

—Para padre. Mañana lo verás, después de la cena.

—No estamos en Navidad.

—No —contestó Cal—. Es mejor que Navidad.

Cuando Aron hubo vuelto a su habitación, Cal destapó su regalo. Contó los quince billetes nuevos una vez más, tan tersos que producían un sonido agudo y crujiente. La sucursal del Banco de Monterrey tuvo que mandarlos a buscar a San Francisco, y sólo consintieron en hacerlo cuando se les explicó a qué fin se destinaban. En el banco se sentían sorprendidos y desconfiados al ver, primero, que un mozalbete de diecisiete años había ganado tanto dinero, y, en segundo lugar, que lo sacase de allí. A los banqueros no les gusta que el dinero se maneje a la ligera, aunque sea para un fin sentimental. Fue necesaria la palabra de Will Hamilton para que el banco creyese que aquel dinero pertenecía a Cal, que era una suma ganada honradamente y que podía disponer de la misma a su antojo.

Cal envolvió de nuevo el fajo de billetes y lo ató con la cinta roja, terminada por una especie de burbuja, que a duras penas se reconocía como un lazo. Por su tamaño, el paquete lo mismo podría haber contenido un pañuelo. Lo ocultó bajo las camisas de su armario y fue a acostarse. Pero no podía dormir.

Estaba nervioso y al mismo tiempo indeciso. Deseaba que el día hubiese pasado y haber entregado ya el regalo. Repitió mentalmente lo que pensaba decir: «Esto es para usted». «¿Qué es?» «Un regalo.»

De aquí en adelante, ya no sabía qué sucedería. Empezó a dar vueltas en la cama, y al amanecer se levantó, se vistió y se deslizó subrepticiamente fuera de la casa.

En la calle Mayor vio al viejo Martin barriendo la calzada con una escoba de establo. Los concejales del ayuntamiento estaban deliberando acerca de si debían adquirir una barredera mecánica. El viejo Martin esperaba que él fuese el encargado de conducirla, pero no tenía muchas esperanzas. La tecnología era para los jóvenes. El carro de la basura de Bacigalupi pasó junto a él, y Martin lo siguió con una mirada despiadada; aquel sí que era un buen negocio. Aquellos tipos estaban enriqueciéndose.

La calle Mayor estaba vacía, a no ser por algunos perros que olisqueaban las puertas cerradas y la soñolienta actividad en torno al figón de San Francisco. El nuevo taxi de Pet Bulene estaba aparcado frente a él, porque Pet había sido advertido la noche antes de que debía llevar a las Williams a la estación, para tomar el tren de la mañana hacia San Francisco.

El viejo Martin llamó a Cal.

—¿Tienes un cigarrillo, muchacho?

Cal se detuvo y sacó su paquete de
Murads
.

—¡Oh, éstos son de lujo! —observó Martin—. ¿No tendrás también un fósforo?

Cal le encendió el cigarrillo, teniendo cuidado de no prender fuego a la barba del viejo.

Martin se apoyó sobre el mango de su escoba y aspiró el humo, desconsolado.

—Lo mejor se lo dan a los jóvenes —dijo—. No me dejarán que la conduzca.

—¿Qué? —preguntó Cal.

—Pues la nueva barredera. ¿No estás enterado? ¿Es que estás en la luna, chico?

Le parecía increíble que cualquier ser humano razonablemente informado no estuviese enterado de lo de la barredera. Entonces se olvidó de la presencia de Cal. Acaso los Bacigalupi le darían algún trabajo. Ganaban dinero a espuertas. Tres carros y un nuevo camión.

Cal dobló la esquina de la calle Alisal, entró en la oficina de Correos y miró por la ventanilla del apartado 32, que estaba vacío.

Volvió a casa y encontró a Lee ya levantado y rellenando un enorme pavo.

—¡No te has acostado en toda la noche? —preguntó Lee.

—Claro que sí. He salido a dar una vuelta.

—¿Estás nervioso?

—Sí.

—No te lo reprocho. Yo también lo estaría. Es difícil regalar cosas a otras personas, aunque creo que todavía es más difícil recibirlas. Eso parece una tontería, ¿no es verdad? ¿Quieres café?

—Sí, por favor.

Lee se secó las manos y sirvió café para él y para Cal.

—¿Cómo has encontrado a Aron?

—Pues, bien.

—¿Has hablado con él?

—No —respondió Cal.

Así era más fácil. Lee hubiera querido saber lo que habían dicho. Aquél no era el día de Aron, sino el de Cal. Se lo había preparado cuidadosamente y lo quería para sí. No permitiría que se le escapase.

Aron entró con ojos todavía soñolientos.

—¿A qué hora cenaremos, Lee?

—No lo sé, a las tres y media o a las cuatro.

—¿No podrías prepararlo para las cinco?

—Creo que sí, si Adam no tiene ningún inconveniente. ¿Por qué, Aron?

—Verás, es que Abra no puede venir antes de esa hora. Tengo un plan que quiero exponerle a mi padre y prefiero que ella esté aquí.

—Supongo que no habrá dificultad alguna —dijo Lee.

Cal se levantó rápidamente y subió a su cuarto. Se sentó ante su escritorio, con la lámpara vuelta hacia arriba, y se agitó desazonado y resentido. Aron, sin hacer el menor esfuerzo, le estaba robando aquel día, que resultaría ser el de su hermano y no el suyo. De pronto, se sintió profundamente avergonzado. Se cubrió los ojos con las manos y se dijo: «Sólo son celos. Estoy celoso. Eso es. Estoy celoso. No quiero estar celoso». Y repitió una y otra vez: «Celoso, celoso, celoso», como si expresándolo en voz alta pudiera destruirlo. Y después de esto, continuó infligiéndose su castigo: «¿Por qué doy este dinero a mi padre? ¿Es por su bien? No; es por el mío. Will Hamilton ya lo dijo, estoy tratando de comprarlo. Esto no es decente, ni yo tampoco lo soy. Aquí estoy sentado, revolcándome en la envidia y los celos por mi hermano. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre?».

Se susurró con voz ronca: «¿Por qué no ser honrado? Yo sé muy bien por qué mi padre quiere tanto a Aron. Es porque se parece a ella. Mi padre nunca ha conseguido olvidarla. Puede que no lo sepa, pero así es. Me pregunto si él es consciente. Y por eso también tengo celos de ella. ¿Por qué no tomo mi dinero y me largo? Ellos no me echarían de menos. En poco tiempo se olvidarían incluso de mi existencia, todos menos Lee. Aunque quizás, él tampoco me quiera». Apoyó la frente en sus puños. «¿Tendrá Aron que sostener estas luchas interiores? No lo creo; pero ¿cómo puedo saberlo? Aunque se lo preguntase, no me lo diría.»

La mente de Cal se doblegó bajo el peso de la ira y de la compasión que sentía por sí mismo. Y entonces oyó una nueva voz, que decía con frialdad y desprecio: «¿Por qué no admites honradamente que este vapuleo al que te estás sometiendo te produce placer? Esa es la única verdad. ¿Por qué no te limitas a ser lo que eres y a obrar según tus impulsos?».

Cal se sentó, aturdido por este pensamiento. ¿Placer? Desde luego. Azotándose a sí mismo se protegía y evitaba que otro lo hiciese. Su mente se puso en tensión. Sí, había que dar el dinero, pero darlo con despreocupación. No sentirse cohibido por nada. Librarse de prejuicios. Limitarse a darlo, y no pensar más en ello. Y ahora dejar de pensar también. Darlo, darlo. Darle el día a Aron. ¿Por qué no? Se levantó de un salto y corrió a la cocina.

Aron mantenía el pavo abierto mientras Lee embutía el relleno en la cavidad. El horno crujió y emitió un chasquido con el calor. Lee dijo:

—Veamos, nueve kilos, veinte minutos por kilo, lo cual hace nueve veces veinte, o sea, ciento ochenta minutos, igual a tres horas —y se puso a contar con los dedos: Once, doce, una…

—Cuando termines, Aron, ven a dar un paseo —dijo Cal. ¿Adónde? —preguntó Aron.

—Por la ciudad. Quiero preguntarte algo.

Cal llevó a su hermano al otro lado de la calle, a casa de Berges y Garrisiere, que importaban vinos de marca y licores.

—Tengo algún dinero, Aron, y he pensado que quizá te gustaría comprar vino para la cena. Yo te daré el dinero —le propuso Cal.

—¿Qué clase de vino?

—Celebrémoslo como es debido. Compremos champán, puede ser tu regalo.

—Sois demasiado jóvenes, muchachos —les dijo Joe Garrisiere.

—¿Para cenar? Sí, claro, somos demasiado jóvenes.

—Lo siento, pero no puedo venderos bebidas alcohólicas.

—Pero no se negará usted a que lo paguemos ahora, y después se lo envía a nuestro padre —repuso Cal.

—Eso es diferente —dijo Joe Garrisiere—. Tenemos un
Oeil de Perdrix
que…

Frunció los labios como si lo estuviese probando.

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