Al este del Edén (44 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¡Márchese! —le ordenó Adam con dureza—. ¡Lee, trae una pistola! Este hombre está loco. ¡Lee!

Entonces las manos de Samuel engancharon el cuello de Adam y apretó de tal manera que la sangre le subió a las sienes y sus ojos se inyectaron en sangre.

Mientras tanto, Samuel mascullaba:

—Aparte sus sucios dedos. Usted no ha comprado esos niños, ni los ha robado, ni los ha alquilado. Los tiene gracias a algún don extraño y gratuito.

Y de pronto separó sus duros pulgares del cuello de su víctima. Adam jadeaba. El cuello le dolía en los lugares donde los dedos del herrero se le habían clavado como si fuesen tenazas.

—¿Qué quiere usted de mí?

—No hay amor en su vida.

—Lo había, lo suficiente para matarme.

—Nunca se tiene lo bastante. En un jardín pedregoso es muy poco lo que crece, y nunca con exceso.

—Apártese de mí. Puedo golpearle, no crea que no sé defenderme.

—Posee dos armas, pero sin nombre.

—Voy a pegarle, anciano. Es usted un viejo.

—Me es imposible pensar que haya algún hombre tan estúpido como para recoger una piedra y no ser capaz de ponerle un nombre antes de la noche, aunque sea Pedro —respondió Samuel—. Y usted, ha vivido durante un año con la savia de su propio corazón, y no ha sabido siquiera dar un nombre a sus dos hijos.

—Lo que yo haga —repuso Adam, es asunto mío.

Samuel le golpeó con su macizo puño, y Adam se desplomó. Samuel le ordenó que se levantase, y cuando lo hizo, le asestó otro puñetazo, y esta vez Adam ya no se levantó, sino que se quedó mirando estupefacto al anciano desafiante.

La llamarada de ira que brillaba en los ojos de Samuel se apagó, y dijo suavemente:

—Sus hijos no tienen nombre.

—Su madre los abandonó —replicó Adam.

—Y usted también. ¿Acaso es usted incapaz de imaginarse lo frías que son las noches para un niño que está solo? ¿Qué calor puede sentir, qué cantos de pájaro lo arrullarán, qué posible mañana puede parecerle buena? ¿No recuerda usted, Adam, siquiera un poco, lo que era la vida?

—Yo no lo he hecho —respondió Adam.

—¿Que no lo ha hecho? Sus hijos no tienen nombre. —se inclinó para ayudar a Adam a levantarse agarrándolo por los hombros—. Les pondremos un nombre —afirmó. Lo pensaremos detenidamente hasta que encontremos los más adecuados —manifestó, y sacudió el polvo de la camisa de Adam.

Adam tenía la mirada perdida pero intensa, como si estuviera escuchando una música lejana arrastrada por el viento, y en sus ojos ya no había aquella expresión mortecina de antaño. Por último dijo:

—Cuesta imaginar que tenga que darle las gracias a alguien por insultarme y por sacudirme como un trapo —replicó, pero le estoy muy agradecido. Son unas gracias algo dolorosas, pero gracias al fin y al cabo.

Samuel sonrió, y alrededor de sus ojos se formaron unas pequeñas arrugas.

—¿Pareció natural? ¿Lo hice bien? —preguntó.

—¿Qué quiere decir?

—Verá, es que hasta cierto punto prometí a mi esposa que lo haría. Ella no lo creyó en absoluto. Sabe, yo no soy un hombre pendenciero. La última vez que zurré la badana a alguien fue por causa de una muchacha de naricilla colorada y un libro de texto, en County Derry.

Adam miró a Samuel, pero en su interior veía y sentía a su hermano Charles, perverso y asesino, y de aquella visión pasó a la de Cathy, y a su mirada sobre el cañón de la pistola.

—No es que tuviera miedo —explicó Adam—. Más bien me sentía cansado.

—Supongo que yo no estaba lo suficientemente enfadado.

—Samuel, se lo preguntaré sólo una vez. ¿Sabe usted algo? ¿Tiene noticias de ella, las que sean?

—Nada en absoluto —contestó Samuel.

—Casi es un consuelo —dijo Adam, y suspiró.

—¿Siente usted odio por ella?

—No. No, sólo un desfallecimiento en mi corazón. Puede que más adelante se convierta en odio. Comprenda usted que pasé del amor al horror sin la menor transición. Me siento muy confuso, muy confuso.

—Un día nos sentaremos y usted pondrá las cartas sobre la mesa, como si estuviese haciendo un solitario —afirmó Samuel, pero por ahora no seria capaz de encontrar todas las cartas.

De detrás del cobertizo llegó el sonido del indignado cacareo de un pollo sorprendido, y luego un golpe sordo.

—Alguien anda en el gallinero —dijo Adam.

Se oyó un segundo cacareo.

—Es Lee —contestó Samuel—. Si las gallinas tuviesen gobiernos, iglesia e historia, contemplarían la alegría humana con disgusto y prevención. Cada vez que a un hombre le ocurre algo bueno y afortunado, una gallina se va chillando al tajo.

Los dos hombres permanecieron en silencio, que sólo rompían para decir las típicas frases convencionales sobre la salud y el tiempo, sin tomarse siquiera la molestia de escuchar las mutuas respuestas. Y esta situación hubiera continuado hasta que ambos hubieran terminado por enfurecerse nuevamente, si Lee no hubiese intervenido.

Lee sacó una mesa y dos sillas, que dispuso una frente a otra. Volvió a entrar en busca de una botella de whisky y dos vasos, que colocó sobre la mesa frente a cada silla. Luego sacó a los mellizos, uno en cada brazo, los dejó en el suelo al lado de la mesa, y les dio un palito a cada uno para que lo agitasen e hicieran sombras con él.

Los niños estaban sentados muy serios y miraban a su alrededor contemplando la barba de Samuel y buscando a Lee con la mirada. Lo que resultaba extraño era su vestimenta, pues los niños llevaban los pantalones largos y las túnicas recamadas y adornadas con trencillas, propias de los chinos. Una era azul turquesa y la otra rosa palo, mientras que los alamares y las trencillas eran negros. Iban tocados con dos bonetes redondos de seda negra, en cuyo centro se destacaba un brillante botón rojo.

—¿De dónde diablos ha sacado usted esos trajes, Lee? —preguntó Samuel.

—De ninguna parte —respondió Lee con algo de impertinencia—. Eran míos. La única muda que tienen también la he hecho yo, con tela de vela. Los niños tienen que ir bien vestidos el día de su bautizo.

—Veo que ya no habla usted en
pidgin
, Lee —observó Samuel. —afortunadamente. —Desde luego, lo sigo usando cuando voy a King City.

Se dirigió a los niños, sentados en el suelo, hablándoles en chino, y ambos le sonrieron y agitaron los bastoncillos en el aire.

—Le serviré un trago —ofreció Lee—. Todavía nos quedaba algo.

—Creo que lo compró ayer en King City —respondió Samuel.

Ahora que Samuel y Adam estaban sentados juntos, y habían desaparecido las barreras que los separaban, la timidez se apoderó de Samuel. No le era fácil sustituir aquello que había derrumbado con sus golpes. Pensó en las virtudes del valor y de la clemencia, que resultan pueriles cuando no hay motivo para utilizarlas. Y sonrió para sus adentros.

Ambos permanecían sentados mirando a los mellizos, ataviados con sus trajes extraños y de abigarrados colores. Samuel pensó que hay veces en que nuestro adversario puede ayudarnos más que un amigo. Levantó los ojos hacia Adam.

—Es difícil empezar —admitió. Es como una carta aplazada una y otra vez, que a medida que pasa el tiempo ofrece más dificultades. ¿No puede usted echarme una mano?

Adam levantó la mirada y luego la dirigió otra vez a los niños, que jugaban en el suelo.

—Mi cabeza está a punto de estallar —respondió, como cuando te sumerges en el agua y te zumban los oídos. Yo mismo tengo que excavar el pozo de este año negro.

—Puede que si usted me dice cómo fue, encontremos la manera de empezar.

Adam apuró su vaso, se sirvió otro y lo mantuvo inclinado en una mano. El ambarino whisky alcanzó casi el borde del vaso y el penetrante aroma a frutas se expandió por el aire.

—Es difícil recordar —aseguró. No fue una agonía, sino un letargo, aunque con espinas. Usted ha dicho que yo no tenía todos las cartas de la baraja, y estaba pensando en eso. Quizá nunca las tendré.

—¿De nuevo pensando en ella? Cuando un hombre dice que no quiere hablar de algo, suele significar generalmente que no puede pensar en nada más.

—Tal vez sea así. Ella está muy entremezclada en este letargo y lo único que puedo recordar es su última imagen grabada en fuego.

—Ella disparó contra usted, ¿no es verdad, Adam?

Los labios de éste se contrajeron y sus ojos adquirieron una expresión sombría.

—No hace falta que responda —dijo Samuel.

—Tampoco hay ninguna razón para no hacerlo —replicó Adam—. Si, lo hizo.

—¿Tenía intención de matarle?

—He pensado en eso más que en ninguna otra cosa. No, no creo que quisiera matarme. No queda concederme ese honor. No había odio en ella, ni la menor pasión. Lo aprendí en el ejército. Cuando se quiere matar a un hombre se le dispara a la cabeza, al corazón o al estómago. No, ella me hirió justamente donde se proponía. Todavía veo el cañón del revólver escogiendo el blanco. Creo que no me hubiera importado tanto si ella hubiese deseado mi muerte, porque eso, al menos, hubiera significado una especie de amor. Pero yo era para ella un engorro y no un enemigo.

—Veo que ha pensado mucho en ello —observó Samuel.

—He tenido todo el tiempo del mundo para hacerlo. Quiero preguntarle algo. No puedo recordarla antes de lo que pasó. ¿Era muy bonita, Samuel?

—Para usted sí que lo era, porque usted la creó. No creo que la viese jamás como era, sólo veía su propia obra.

—Me pregunto cómo era y qué era —dijo Adam, reflexionando en voz alta—. En aquel entonces, me alegraba no saberlo.

—¿Y ahora quiere saberlo?

Adam bajó los ojos.

—No es curiosidad, pero me gustaría saber qué clase de sangre corre por las venas de mis hijos. Cuando sean mayores, ¿no recelaré de su sangre?

—Si, lo hará. Pero le advierto que no será la sangre la responsable de una posible maldad, sino sus recelos. Serán lo que usted espere de ellos.

—Pero su sangre…

—Yo no creo mucho en la sangre —contestó Samuel—. Yo creo que, cuando un hombre descubre buenas o malas cualidades en sus hijos, sólo está viendo lo que les inculcó después de que abandonaran el seno materno.

—No puede convertir a un cerdo en un caballo de carreras —replicó Adam.

—No —admitió Samuel—. Pero sí puedo convertirlo en un cerdo muy veloz.

—Nadie de por aquí estaría de acuerdo con usted. Ni siquiera la señora Hamilton.

—Tiene usted mucha razón. Ella es la que estaría más en desacuerdo de todos, y por lo tanto no pienso decírselo para no dar rienda suelta a su ira. Vence siempre en todas las disputas gracias a su vehemencia y a la convicción de que una diferencia de criterio constituye una ofensa personal. Es una mujer magnífica, pero hay que aprender a tratarla. Hablemos ahora de los chicos.

—¿Quiere beber otro trago?

—No faltaba más. Los nombres son un gran misterio. Jamás he sabido si el nombre hace al individuo, o el individuo se ajusta al nombre. Pero puede estar seguro de que, cuando un hombre tiene un apodo, ello es prueba de que el nombre que se le dio al nacer estaba equivocado. ¿Qué le parecen los nombres corrientes, como John, James o Charles?

Adam miraba a los mellizos, y de repente, al oír mencionar el último nombre, observó que uno de sus hijos tenía la misma mirada que su hermano. Se inclinó hacia delante.

—Qué ocurre? —preguntó Samuel.

—¡Pues que estos niños no son iguales! —gritó Adam—. No parecen iguales.

—Claro que no. No son idénticos.

—Este, éste se parece a mi hermano. Acabo de descubrirlo. Me pregunto si el otro se parece a mí.

—Ambos se le parecen. Un rostro siempre tiene algo de su progenitor.

—Ahora ya ha pasado —dijo Adam; pero por un momento me pareció ver un fantasma.

—Acaso los fantasmas sean eso —observó Samuel.

Lee trajo algunos platos y los puso sobre la mesa.

—¿Hay fantasmas en China? —preguntó Samuel.

—Millones —contestó Lee—. Tenemos más fantasmas que otra cosa.

Creo que en China nada muere. Es un país muy atestado. Por lo menos, es lo que me pareció cuando estuve allí.

—Siéntese, Lee —le indicó Samuel—. Estamos tratando de encontrar nombres.

—Tengo el pollo en la sartén. Pronto estará listo.

Adam separó la mirada de los mellizos, y sus ojos tenían una expresión cálida y suave.

—¿No quiere beber, Lee?

—Tengo mucho trabajo en la cocina —respondió Lee, y volvió a la casa.

Samuel se inclinó, tomó a uno de los niños en brazos y lo sentó sobre sus rodillas.

—Coja usted al otro —señaló a Adam—. Tenemos que ver si hay algo que nos sugiera algún nombre.

Adam puso al otro niño sobre sus rodillas con torpeza.

—Se parecen mucho —afirmó, pero no tanto cuando se les mira con más detención. Este tiene los ojos más redondos que el otro.

—Si, y la cabeza también. Y sus orejas son más grandes —añadió Samuel—. Me recuerda a una bala: podrá llegar muy lejos, pero no muy alto. Y este otro tendrá el cabello y la tez más oscuros. Este será astuto, creo, pero la astucia es una limitación de la mente. La astucia nos dice lo que no debemos hacer, porque entonces no sería astuto. ¡Mire cómo se sostiene éste! Está más desarrollado, mucho más que su hermano. ¿No es curioso ver lo diferentes que son cuando se les examina de cerca?

El rostro de Adam había cambiado, como si se hubiese abierto algo en él y hubiera salido a la superficie. Levantó el dedo, y el niño se abalanzó para asirlo; no lo consiguió y casi cayó al suelo.

—¡Caramba! —exclamó Adam—. Tómatelo con calma, ¿es que quieres caerte?

—Sería un error ponerles nombres según las cualidades que creemos que poseen —manifestó Samuel—. Podríamos equivocamos, y mucho. Tal vez sería conveniente proporcionarles una meta elevada a la que aspirar, un nombre que los estimulase. El hombre cuyo nombre llevo se lo oyó pronunciar al Señor con voz clara, y por eso me he pasado la vida escuchando. Y una o dos veces me ha parecido que oía pronunciar mi nombre, pero no muy claramente, no muy claramente.

Adam, sosteniendo al niño por el brazo, se inclinó y vertió whisky en los dos vasos.

—Gracias por haber venido, Samuel —dijo—. Incluso gracias por haberme golpeado. Suena raro que diga esto.

—A mí también me sorprendió que fuese capaz de hacerlo. Liza jamás lo creerá, así que nunca se lo contaré. Una verdad a la que no se da crédito nos hiere mucho más que una mentira. Requiere un gran valor respaldar una verdad inaceptable para nuestra época; conlleva siempre un castigo, que suele ser la crucifixión. Yo no tengo suficiente valor para ello.

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