Al este del Edén (96 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Y se preguntó también qué querría decir Adam con aquella afirmación de que su padre era un ladrón. Acaso eso formaba parte del sueño. Y entonces, Lee dejó corretear su fantasía, como solía hacer con tanta frecuencia. Suponiendo que fuese verdad, resultaría que Adam, el hombre más rígidamente honrado que era posible encontrar, había vivido toda su vida gracias a dinero robado. Lee rió para sus adentros. Ahora aparecía este segundo testamento, y Aron, cuya pureza era bastante sibarítica, viviría toda su vida gracias a los beneficios de un prostíbulo. ¿Era una broma, o es que las cosas se contrapesaban de tal modo que si uno se alejaba demasiado en una dirección, los platillos de la balanza se inclinaban automáticamente y se restablecía el equilibrio?

Pensó en Sam Hamilton. Había llamado a muchas puertas, cargado con sus proyectos y sus planes, y nadie le había dado un céntimo. Aunque desde luego, él ya poseía mucho, era muy rico. No se le podía ofrecer nada más. Da la impresión de que las riquezas son patrimonio de los pobres de espíritu, de los desprovistos de interés y de alegría. Para decirlo claramente: los más ricos son un hatajo de bastardos. Se preguntó si aquello sería cierto. A veces actuaban como tales.

Evocó a Cal, quemando el dinero para castigarse. El castigo no le hizo tanto daño como su propio crimen. Y pensó que si algún día se encontraba con Sam Hamilton en alguna parte, tendría muchas cosas que contarle. Aunque, bien mirado, a él le ocurriría lo mismo.

Lee regresó al cuarto de Adam y lo encontró tratando de abrir la caja que contenía los recortes de periódicos que hablaban de su padre.

3

El viento refrescó aquella tarde. Adam insistió en ir a la oficina. Lee lo abrigó y lo acompañó hasta la puerta.

—Si nota que le faltan las fuerzas, siéntese en cualquier sitio —le aconsejó Lee.

—Así lo haré —respondió Adam—. Hoy todavía no me ha dado ningún vahído. Tal vez vaya a casa de Víctor para que me mire los ojos.

—Espere a mañana. Yo lo acompañaré.

—Ya veremos —dijo Adam, y salió de la casa, balanceando los brazos con aire enérgico.

Abra llegó con los ojos muy brillantes y la nariz enrojecida a causa del viento helado, y trajo con ella tal atmósfera de alegría que Lee rió entre dientes mientras la contemplaba.

—¿Dónde están los pasteles? —preguntó ella—. Hay que esconderlos para que no los vea Cal. —Y tomó aliento en la cocina—. ¡Oh, estoy tan contenta de haber vuelto!

Lee trató de hablar pero se atragantó, y luego le pareció que lo que tenía que decir era demasiado importante para decirlo sin preámbulos. Se inclinó hacia ella.

—Ya sabes que en mi vida he ambicionado muy pocas cosas —empezó a decir—. Aprendí desde muy pequeño que la ambición sólo proporciona disgustos.

—Pero ahora sí que deseas algo. ¿Qué es? —preguntó Abra alegremente.

—Desearía que fueses mi hija —barbotó él.

Su propia afirmación lo desconcertó. Se dirigió a la cocina y apagó el gas de la tetera, y luego lo encendió de nuevo.

—Yo desearía que fueses mi padre —respondió Abra con ternura. Él la miró con fijeza y enseguida apartó la mirada.

—¿De veras?

—Si, de veras.

—¿Por qué?

—Porque te quiero.

Lee salió rápidamente de la cocina. Se dirigió a su habitación, donde se sentó, apretándose con fuerza las manos hasta que consiguió dominar su turbación. Se levantó y tomó una pequeña caja de ébano labrado que guardaba en la parte superior de su armario. Sobre la tapa se veía un dragón que subía hacia el cielo. Llevó la cajita a la cocina y la depositó sobre la mesa, entre las manos de Abra.

—Es para ti —dijo, y su voz no denotaba emoción alguna.

La joven abrió la caja y contempló una pequeña insignia de jade verde oscuro, sobre cuya superficie estaba grabada una mano derecha, una encantadora mano, con los dedos doblados como si reposara. Abra tomó la insignia entre sus dedos, la examinó, y luego la humedeció con la punta de su lengua y la paseó suavemente sobre sus carnosos labios, oprimiendo después la piedra fría contra su mejilla.

—Era el único adorno que llevaba mi madre —le replicó Lee. Abra se levantó y echándole los brazos al cuello, lo besó en la mejilla; aquélla fue la primera vez que alguien lo besaba en toda su vida.

—Mi calma oriental parece haberme abandonado —comentó Lee entre risas—. Déjame que prepare un poco de té, cariño. Será la única manera de poder dominarme. —Junto al fogón se volvió y le dijo—: Nunca había utilizado esa palabra, ni una sola vez en toda mi vida.

—Esta mañana me he despertado muy contenta —le expuso Abra.

—Yo también —respondió Lee—. Y sé cuál era la causa de mi alegría.

Era el anuncio de tu visita.

—Yo también estaba contenta por el mismo motivo, pero…

—Estás cambiada —observó Lee—. Ya no eres una niña. ¿No puedes contármelo?

—He quemado todas las cartas de Aron.

—¿Se ha portado mal contigo?

—No, supongo que no. Últimamente no me sentía lo bastante buena. Hace tiempo que deseaba explicarle que yo no era buena para él.

—Y ahora que ya no tienes necesidad de ser perfecta, es cuando podrás ser buena. ¿No es así?

—Tal vez. Acaso tengas razón.

—¿Estabas enterada de quién era su madre?

—Sí. ¿Sabes que todavía no he probado ninguno de esos pasteles? —Y añadió—: Tengo la boca seca.

—Bebe un poco de té, Abra. ¿Quieres a Cal?

—Sí.

—Su alma está atiborrada de todo cuanto hay de bueno y de malo en esta vida —le explicó Lee—. He pensado que una sola persona casi podría, con un solo dedo…

Abra inclinó la cabeza sobre el té.

—Me pidió que lo acompañase al Alisal cuando florezcan las azaleas silvestres —dijo ella.

Lee puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella.

—No me refería a eso —repuso Lee.

—Lo sé —respondió Abra—. Voy a ir con él.

Lee se sentó frente a ella al otro lado de la mesa.

—No estés tanto tiempo sin venir por aquí —le rogó Lee.

—Mis padres no quieren que venga.

—Sólo los he visto una vez —comentó Lee con cierto cinismo—. Me parecieron buenas personas. A veces, Abra, las medicinas más extrañas producen efecto. No sé si cambiarían de idea si supiesen que Aron acaba de heredar más de cien mil dólares.

Abra asintió gravemente y trató de reprimir una sonrisa.

—Me parece que sí —admitió. Me pregunto cómo podría hacer llegar a sus oídos esa noticia.

—Querida —dijo Lee—. Si yo oyese una noticia como ésta, creo que lo primero que haría sería telefonear a alguien, pidiendo una aclaración.

Abra asintió.

—¿Le dirías a mi madre de dónde proviene ese dinero?

—No, eso no —respondió Lee.

Abra miró el reloj que colgaba de la pared.

—Son casi las cinco —observó. Tengo que irme. Mi padre no está bien. Pensé que Cal regresaría más temprano de la instrucción.

—Vuelve pronto —le dijo Lee.

4

Cal estaba en el porche cuando ella salió.

—Espérame —le dijo, y entró en la casa para dejar sus libros.

—Trata con cuidado los libros de Abra —le gritó Lee, desde la cocina.

Aquella noche invernal soplaba un viento helado y los faroles callejeros chisporroteaban balanceándose sin descanso y haciendo bailar las sombras, adelante y atrás, como un corredor que tratase de llegar a la segunda base. Los hombres que regresaban a sus casas después del trabajo hundían la barbilla en los abrigos y caminaban apresuradamente. En la noche silenciosa, el monótono tintineo que provenía de la pista de patinaje se oía desde varias manzanas de distancia.

—¿Te importa llevar un momento tus libros, Abra? —le preguntó Cal—. Quiero aflojarme el cuello, que casi me está estrangulando. —Desabrochó las presillas y suspiró con alivio—. Tengo el cuello irritado —aseguró, volviendo a tomar los libros de Abra.

Las ramas de la gran palmera que se alzaba en el jardín delantero de la casa de Berges entrechocaban con golpes secos, y un gato maullaba incesantemente al pie de la puerta cerrada de alguna cocina.

—Yo no creo que sirvas para soldado. Eres demasiado independiente —sugirió Abra.

—Es posible —respondió Cal—. Esta instrucción que nos obliga a hacer el viejo Krag-Jorgensens me parece una estupidez. Si de verdad tuviera que participar en la guerra, sería diferente, sería un buen soldado.

—Los pasteles estaban buenísimos —dijo Abra—. He dejado uno para ti.

—Gracias. Apostaría a que Aron sí que será un buen soldado.

—Sí, desde luego, y será el más guapo del ejército. ¿Cuándo vamos al Alisal?

—Tenemos que esperar a la primavera.

—Vayamos antes y nos llevaremos la comida.

—A lo mejor llueve.

—Es igual.

Ella le cogió los libros y entró en el jardín de su casa.

—Mañana nos veremos —le dijo.

Cal no volvió enseguida a su casa. Paseó por la noche agitada hasta más allá de la escuela y de la pista de patinaje, una pista cubierta por un gran toldo, y en la que resonaba una gramola. No había nadie patinando. El viejo propietario estaba acurrucado en su garita hojeando un taco de entradas.

La calle Mayor se hallaba desierta. El viento arremolinaba los papeles por las aceras. Tom Meek, el sereno, salió de la confitería de Bell y tropezó con Cal.

—Abróchate la guerrera, soldado —le dijo suavemente.

—Hola, Tom. Este cuello me ahoga.

—Hace bastante que no te veía pasear de noche.

—Así es.

—No me digas que te has reformado.

—Tal vez sí.

Tom se enorgullecía de su habilidad en engañar a la gente, y de tomarle el pelo hablando en serio.

—Parece como si te hubieses echado una novia —se mofó. Cal no respondió.

—Me he enterado de que tu hermano ha falseado su edad y se ha alistado en el ejército. No te dedicarás a quitarle la novia, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió Cal.

El interés de Tom se agudizó.

—Casi lo olvidaba —continuó. He oído decir que Will Hamilton va contando por todas partes que has ganado quince mil dólares con las habas. ¿Es eso cierto?

—Claro que sí —confirmó Cal.

—Eres todavía muy joven. ¿Qué harás con tanto dinero?

—Lo he quemado —respondió Cal con una sonrisa.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que encendí una cerilla y quemé todos los billetes.

Tom lo miró a la cara.

—¡Ah, sí! Claro. Es una buena idea. Creo que la pondré en práctica. Buenas noches. —A Tom no le gustaba que los demás le tomasen el pelo—. ¡Valiente hijo de perra! —se dijo—. Se cree muy listo.

Cal siguió andando lentamente por la calle Mayor, mirando los escaparates. Se preguntaba dónde habían enterrado a Kate. Si conseguía descubrirlo, pensó que le llevaría un ramo de flores, y rió interiormente ante aquel impulso. ¿Era bueno o trataba de engañarse a sí mismo? El viento que soplaba en Salinas era capaz de arrancar de cuajo una lápida, y mucho más un ramo de claveles. Sin saber por qué, recordó el nombre que los mexicanos daban a estas Flores. Alguien debió de decírselo cuando era niño. Les llamaban Clavos de Amor, y a las caléndulas, Clavos de la Muerte. La palabra «claveles» guardaba cierta semejanza con clavos. Acaso sería mejor que llevase caléndulas a la tumba de su madre.

—Estoy empezando a pensar como Aron —se dijo.

Capítulo 54
1

Al invierno le costaba soltar su presa. El frío, la lluvia y el viento seguían campando por sus respetos mucho después de lo que les correspondía. Y la gente repetía: «Son esos malditos cañones de grueso calibre que disparan en Francia, que estropean el tiempo en el mundo entero».

La cosecha de trigo estaba muy retrasada en el valle Salinas, y las florecillas silvestres tardaron tanto en aparecer, que muchos creían que ya no lo harían.

Sabíamos —o por lo menos así lo esperábamos— que por la fiesta del Primero de Mayo, en la que se celebraban las excursiones escolares al Alisal, las azaleas silvestres que crecían al borde de la corriente estarían ya en flor. Formaban parte de ese día.

El Primero de Mayo amaneció fresco. La excursión se vio desbaratada por la lluvia helada, y las azaleas no mostraban todavía ni un solo capullo abierto. Dos semanas más tarde, todavía no habían florecido.

Cal no esperaba esta calamidad cuando convirtió a las azaleas en el principal objetivo de la excursión, pero una vez creado el vínculo, había que respetarlo.

El
Ford
estaba aparcado bajo el cobertizo de Windham, con los neumáticos muy bien hinchados, y con dos pilas secas nuevas para que arrancase fácilmente. Lee tenía orden de preparar los bocadillos para cuando llegase el día señalado, pero se cansó de esperar y dejó de comprar panecillos cada dos días.

—Pero ¿por qué no vais de una vez? —preguntó.

—No puede ser —respondió Cal—. Hasta que no haya azaleas, no es posible.

—¿Y cómo lo sabrás?

—Los Silacci viven allí, y vienen a la escuela todos los días. Dicen que tendremos que esperar ocho o diez días.

—¡Oh, Señor! —exclamó Lee—. No aplacéis tanto vuestra excursión.

Adam se recuperaba lentamente. El entumecimiento iba desapareciendo de su mano, y cada día podía leer un poco más.

—Sólo cuando estoy cansado las letras bailan ante mis ojos —decía—. Me alegro de no haberme puesto gafas, que sólo hubieran servido para estropearme la vista. Sé que mis ojos están perfectamente.

Lee asentía y no podía ocultar su satisfacción. Había ido a San Francisco a buscar algunos libros que necesitaba, y había escrito pidiendo algunos especiales. Estaba al corriente de los conocimientos más recientes acerca de la anatomía del cerebro, y los síntomas y gravedad de las lesiones. Había estudiado y hecho preguntas con la misma firmeza y resolución que cuando se dedicó a atrapar, desollar y desmenuzar para conservarlo un verbo hebreo. El doctor H. C. Murphy llegó a conocer a Lee muy bien, y pasó de una impaciencia profesional ante un criado chino a una sincera admiración por el erudito. Incluso llegó a pedir prestadas a Lee algunas monografías e informes sobre el diagnóstico y la práctica.

—Ese chino sabe más acerca de la patología de la hemorragia cerebral que yo, y apuesto a que usted tampoco lo aventaja —le comentó al doctor Edwards.

Hablaba con una especie de cólera afectuosa. Los médicos profesionales se sienten inconscientemente irritados ante los conocimientos de su especialidad que pueda poseer un profano.

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