Al este del Edén (85 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Kate saboreó el huevo y le añadió más sal.

—¿Eso es todo?

—No —respondió Joe—. No me detuve ahí. Me fui a San Luis. Allí había estado tres días, pero se había ido igualmente.

—¿Ningún rastro? ¿Ni idea de adónde se fue?

Joe se manoseaba los dedos. Su jugada completa, tal vez su vida entera, dependían de sus palabras siguientes, y se mostraba reacio a pronunciarlas.

—Vamos —le animó ella por fin—. Tú guardas algo, ¿qué es?

—Bien, no estoy muy seguro. No sé qué pensar.

—No pienses. Habla solamente. Ya pensaré yo —replicó ella con aspereza.

—Puede que ni siquiera sea verdad.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó ella encolerizada.

—Bien, hablé con el último tipo que la había visto. Un tipo llamado Joe, como yo.

—¿Y no sabes el nombre de su abuela? —preguntó ella sarcásticamente.

—Ese tipo me contó que, una noche, borracha de cerveza, ella había dicho que iba a volver a Salinas para armar algún lío. Luego, desapareció del mapa. Ese tipo no sabía nada más.

Kate no pudo controlar su miedo. Joe se dio cuenta de su aprensión, de su temor desesperado y de su decaimiento. Sea lo que fuere, había dado en el clavo. Por fin llegaba su gran oportunidad.

Ella levantó la mirada de su regazo y de sus sarmentosos dedos.

—Olvidemos a ese viejo saco —dijo—. Tendrás tus quinientos, Joe.

Joe respiró profundamente con precaución, temeroso de que algún sonido demasiado fuerte la sacara de su media abstracción. Ella lo había creído. Y aún más, estaba creyendo cosas que él no le había dicho. Joe deseaba marcharse de la habitación lo más pronto posible.

—Gracias, señora —lo dijo con mucha amabilidad, al tiempo que se movía en silencio hacia la puerta.

Su mano se hallaba ya sobre el picaporte, cuando ella habló como si lo hiciera por casualidad:

—Por cierto, Joe…

—¿Señora?

—Si oyeras algo más sobre ella, haz el favor de decírmelo, ¿quieres?

—Por supuesto. ¿Desea que siga las pesquisas?

—No. No te molestes. No es tan importante.

Una vez en su habitación y con la puerta cerrada con el pestillo, Joe se sentó y se cruzó de brazos. Se sonreía a sí mismo. Y al instante comenzó a pensar en su futuro plan. Decidió dejar el huevo en la incubadora, hasta la semana siguiente. Esperaría a que Kate se relajara y después sacaría a Ethel de nuevo a la superficie. Todavía no sabía cuál era su arma ni cómo habría de utilizarla. Pero sabía que era muy afilada y que estaba ansioso de usarla. Se hubiera reído de buena gana y bien fuerte, de haber sabido que Kate había ido a la habitación gris y atrancado la puerta, y que se hallaba sentada allí en el gran sillón, con los ojos cenados.

Capítulo 46

A veces, aunque no a menudo, la lluvia cae sobre el valle Salinas en noviembre. Es algo tan inusual que el
Journal
o el
Index
, o ambos a la vez, publican editoriales sobre tal acontecimiento. Las colinas adquieren un verde suave de la noche a la mañana, y el aire huele bien. La lluvia en esta época no es particularmente buena para los agricultores, a menos que siga lloviendo durante días, lo cual es extremadamente raro. Lo normal es que vuelva la sequía y las pelusas de hierba se marchiten, o una ligera escarcha las abarquille, y esto es lo que devasta la sementera.

Los años de guerra fueron años húmedos, y había muchas personas que se quejaban de la extraña intransigencia del tiempo, achacándola a los disparos de los grandes cañones en Francia. Era un tema debatido con mucha seriedad en artículos y tertulias.

No teníamos muchas tropas en Francia ese primer invierno, pero sí millones adiestrándose, preparándose para ir.

La guerra era tan dolorosa como excitante. Los alemanes no habían sido detenidos. De hecho, habían tomado de nuevo la iniciativa, dirigiéndose metódicamente hacia París, y Dios sabía cuándo se lograría detenerlos, si es que se podía. El general Pershing nos salvaría, si es que podíamos ser salvados. Su pulida y bellamente uniformada figura militar hacía su aparición todos los días en cada periódico. Su mentón era de granito y no había arrugas en su guerrera. Era el compendio del perfecto soldado. Nadie sabía lo que realmente pensaba.

Nosotros sabíamos que no podíamos perder, y, sin embargo, parecía que íbamos camino de la derrota. No podíamos comprar harina, harina blanca, sin adquirir también una cantidad cuatro veces mayor de harina sin refinar. Los que tenían medios económicos comían pan y pasteles hechos con harina blanca, y con la morena hacían papillas para las gallinas.

En el cuartel del viejo Batallón C hacía la instrucción militar la Guardia Nacional, compuesta por hombres que pasaban de los cincuenta, y que no eran el mejor material para ser soldados, pero realizaban ejercicios dos veces por semana, y llevaban insignias y gorros de la Guardia Nacional, se lanzaban mutuas órdenes y discutían constantemente sobre quiénes merecían ser oficiales. William C. Burt murió en el patio del cuartel, cuando hacía una flexión. Su corazón no había podido resistirlo.

También estaban los Hombres Minuto, llamados así porque pronunciaban discursos de un minuto, en favor de Norteamérica, en los cinematógrafos y en las iglesias. Estos también llevaban insignias.

Las mujeres enrollaban vendas, vestían uniformes de la Cruz Roja, y se veían a sí mismas como Ángeles de Misericordia. Y cada cual tejía algo para alguien. Había guantes y manguitos, cortos tubos de lana para resguardar los brazos del viento que entraba por las mangas, y yelmos de punto con un solo agujero para mirar por él, destinados a preservar de las heladas las cabezas cubiertas por los nuevos cascos de metal.

Cada trozo de cuero de primera calidad era para las botas de los oficiales y para los cinturones San Browne, los cuales eran muy hermosos y sólo podían portarlos los oficiales. Consistían en un ancho ceñidor y una tira que cruzaba el pecho y pasaba bajo la hombrera izquierda. Los copiamos de los ingleses, y hasta ellos habían olvidado su uso original; posiblemente estuviesen destinados a soportar algún pesado espadón. Las espadas ya no se llevaban más que en los desfiles, pero un oficial no hubiera querido morir sin su cinturón. Uno bueno costaba veinticinco dólares.

También copiamos otras cosas de los ingleses; puede que si no hubiesen sido buenos soldados, no les hubiésemos imitado. Los hombres comenzaron a llevar los pañuelos en sus mangas, y algunos oficiales presumidos se pavoneaban con bastones. Sin embargo, durante mucho tiempo nos resistimos a los relojes de pulsera, pues nos parecían demasiado absurdos. Daba la impresión de que jamás llegaríamos a imitar a los británicos en eso.

Poseíamos nuestros enemigos internos también, y los vigilábamos. San José tenía una historia de espionaje y Salinas no era como para quedarse atrás, teniendo en cuenta lo mucho que estaba creciendo.

Durante cerca de treinta años, el señor Fenchel había regentado una sastrería en Salinas. Era un tipo bajo y rechoncho, y su acento hacía reír. Todos los días se sentaba con las piernas cruzadas ante su mesa, en su reducida tienda de la calle Alisal, y por las noches se marchaba a su pequeña casa blanca, alejada de la Avenida Central. Siempre se hallaba pintando su casa y la blanca valla que la rodeaba. Hasta que llegó la guerra nadie se había fijado en su acento, pero, de pronto, lo supimos. Era alemán. Teníamos nuestro propio alemán. De nada le sirvió arruinarse con la compra de bonos de guerra; era una manera demasiado simplista de camuflarse.

La Guardia Nacional no quiso aceptarlo. No deseaban un espía que conociese los planes secretos de la defensa de Salinas. ¿Y quién hubiera querido llevar puesto un traje hecho por un enemigo? El señor Fenchel se sentaba todos los días ante su mesa, y como no tenía gran cosa que hacer, hilvanaba, descosía y cosía y volvía a descoser continuamente la misma pieza de tela.

Empleábamos toda crueldad que se nos ocurría con el señor Fenchel. Era «nuestro alemán». Pasaba ante nuestra casa diariamente, y en otros tiempos le hablaba a cada hombre, mujer, niño o perro, y todos le contestaban. Pero en aquellos días nadie le dirigía la palabra; todavía puedo verle en su rechoncha soledad, con el rostro a rebosar de orgullo herido.

Mi hermana pequeña y yo también tuvimos nuestra ración de crueldad con el señor Fenchel, y éste es uno de esos recuerdos vergonzosos que a veces me inundan de sudor y me forman un nudo en la garganta. Nos hallábamos sentados en el patio delantero de nuestra casa una tarde y lo vimos venir con sus pesados pasitos. Se había cepillado su negro sombrero hongo y lo llevaba a escuadra sobre la cabeza. No recuerdo si discutimos nuestro plan, pero debimos de hacerlo, pues lo ejecutamos a la perfección.

Cuando fue acercándose, mi hermana y yo atravesamos despacio la calle uno al lado del otro. El señor Fenchel miró y vio que íbamos a su encuentro. Al llegar él, nos detuvimos en la cuneta.

El rostro del señor Fenchel se expandió en una sonrisa.

—Buenas tagdes, Chon. Buenas tagdes, Magy.

Nosotros adoptamos una postura envarada y contestamos al unísono:


Hoch der Kaiser!

Todavía tengo grabada en mi memoria la imagen de su rostro y sus inocentes ojos azules, espantados. Intentó decir algo y luego comenzó a llorar. Ni siquiera trató de disimular su llanto. Permaneció allí, como clavado en el suelo, sollozando. Y lo peor es que Mary y yo nos dimos la vuelta y cruzamos la calle para meternos en nuestro patio. Nos sentíamos horriblemente mal. Cada vez que lo recuerdo me inunda el mismo malestar.

Éramos demasiado jóvenes para hacerle una gran jugarreta al señor Fenchel. Treinta hombres fuertes se encargaron de ello. Un sábado por la noche se reunieron en un bar y marcharon en columna de a cuatro por la Avenida Central, coreando «¡Hup! ¡Hup!» al unísono. Derribaron la blanca valla del señor Fenchel y quemaron la parte delantera de su casa. Ningún hijo de perra que amase al káiser osaría enfrentarse a nosotros. Y Salinas podía levantar su cabeza a la altura de San José.

Naturalmente, esto hizo que también Watsonville se dedicase a la tarea. Y emplumaron a un polaco creyendo que era alemán. Tenía el acento.

Nosotros, los de Salinas, hicimos todas las cosas que se hacen inevitablemente en una guerra y pensamos los inevitables pensamientos. Galleábamos desgañitándonos con las buenas noticias, y nos moríamos de pánico ante las malas. Cada cual ocultaba un secreto que tenia que divulgar a escondidas para preservar su condición de secreto. También nuestra forma de vida cambió: los salarios y los precios subieron; un rumor de escasez nos hacía comprar y almacenar los alimentos; y las bellas y tranquilas damas se tiraban unas a otras de los pelos por una lata de tomates.

No todo era malo, o vulgar, o histérico. También había heroísmo. Algunos hombres que podían haberlo evitado, se alistaron, y otros objetaron con argumentos morales y religiosos, lo que les acarreó todo tipo de humillaciones. Había personas que daban todo cuanto tenían para la guerra, porque se trataba de la última guerra, y si la ganábamos, la eliminaríamos para siempre de la faz de la tierra y jamás se volvería a repetir tan horrible estupidez.

La muerte en combate no es nada digna; más bien es un revoltijo de carne y sangre humanas, y el resultado es una inmundicia; pero hay una gran y casi dulce dignidad en la aflicción, el desamparo y la desesperanzadora tristeza que embarga a una familia cuando recibe un telegrama. Nada que decir, nada que hacer, y tan sólo una esperanza: la de que no hubiera sufrido; y cuán desamparada y postrera esperanza es ésta. También es verdad que había algunas personas que, cuando su pena comenzaba a perder el sabor, la dirigían hacia el orgullo, y se sentían importantes por su desgracia familiar. Algunos, incluso, sacaron provecho de su desgracia cuando terminó la guerra. Es algo muy normal, como también era normal que un hombre, cuya función primordial es hacer dinero, se enriqueciera con la guerra. Nadie podía reprochárselo, aunque se esperaba que invirtiera parte de su botín en bonos de guerra. En Salinas, creíamos que lo habíamos inventado todo, hasta la aflicción.

Capítulo 47
1

En la casa de los Trask, cercana a la panadería de Reynaud, Lee y Adam colocaron un mapa del frente occidental, con chinchetas de colores clavadas en él, lo que les dio cierta sensación de participación en la contienda. Luego, murió el señor Kelly, y Adam Trask fue designado para ocupar su puesto en la oficina de reclutamiento. Era el hombre idóneo para aquel trabajo. La fábrica de hielo no le ocupaba mucho tiempo, y tenía una hoja de servicios limpia y todos los honores.

Adam Trask había visto una guerra, una pequeña guerra de maniobra y carnicería, pero cuando menos, había experimentado la inversión de las reglas, cuando se permite a un hombre matar a cuantos seres humanos pueda. Adam no se acordaba muy bien de su guerra. Algunas agrias imágenes permanecían en su memoria; un rostro de hombre, los cuerpos apilados y quemados, el sonido de las vainas de los sables en el galope, el fragoroso y ensordecedor disparo de las carabinas, la delgada y fría voz de un clarín en la noche… Pero las imágenes de Adam estaban congeladas. No tenían movimiento ni emoción; eran como ilustraciones de un libro, y ni siquiera bien dibujadas.

Adam trabajaba dura, honesta y melancólicamente. No podía desprenderse del sentimiento de que los jóvenes que enviaba al ejército se hallaban sentenciados a muerte. Buen conocedor de su debilidad, trató de compensarla incrementando su rigurosidad y meticulosidad, lo que le llevó a aceptar cada vez menos las excusas o las alegaciones de inutilidad. Se llevaba las listas a casa, hablaba con los padres, en una palabra, hizo mucho más de lo que se esperaba de él. Se sentía como un juez que odia la horca.

Henry Stanton observaba cómo Adam enflaquecía y se retraía, y Henry era un hombre a quien le gustaba la diversión, la necesitaba. Un socio que derramaba melancolía lo ponía enfermo.

—Descansa —le dijo a Adam—. Tratas de cargar con todo el peso de la guerra. Y ésa no es tu responsabilidad. Tu trabajo se limita a obedecer una serie de reglas. Síguelas y descansa. No estás dirigiendo la guerra.

Adam movió las persianas de forma que no le diesen en los ojos los últimos rayos del sol, y miró las agudas líneas paralelas que la luz dibujaba en su mesa.

—Lo sé —admitió con cansancio—. ¡Oh, ya sé todo eso! Pero Henry, precisamente porque hay que escoger, y es mi juicio el que decide sobre méritos y circunstancias, no puedo cruzarme de brazos. Aprobé para el servicio militar al hijo del juez Kendall, y murió en el entrenamiento.

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