Al este del Edén (41 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Kate no tenía prisa. Pensaba con rapidez en su objetivo e inmediatamente lo apartaba de su mente para ponerse a trabajar en su consecución. Construía una estructura y la atacaba, y si ésta mostraba la más leve debilidad, entonces la derribaba y volvía a empezar. Esto sólo lo hacía a horas avanzadas de la noche, o cuando se hallaba completamente sola, para que nadie notara ningún cambio ni ninguna preocupación en su forma de actuar. Su edificio estaba construido de personas, materiales, conocimiento y tiempo. Ella tenía acceso a las primeras y al último, y luego emprendía la búsqueda del conocimiento y los materiales; y para ello, ponía en funcionamiento una serie de imperceptibles resortes y péndulos, a los que dejaba escoger el momento oportuno.

El primero que habló del testamento fue el cocinero. Por fuerza tuvo que ser él, o al menos él así lo creyó. Kate se enteró por Ethel y fue a la cocina pava hablar con Alex, que le encontraba amasando el pan con sus fuertes y velludos brazos cubiertos de harina hasta el codo, y las manos emblanquecidas por la levadura.

—¿Le parece a usted bien ir contando por ahí que ha actuado como testigo? —dijo Kate mansamente—. ¿Qué va a pensar la señorita Faye?

El hombre pareció confuso.

—Pero yo no…

—¿Usted no qué…? ¿No habló de ello, o se le escapó creyendo que no perjudicaría a nadie?

—Yo no creo que…

—¿Usted no cree haberlo dicho? Sólo lo saben tres personas. ¿Cree usted que yo lo he dicho? ¿Acaso piensa usted que ha sido la señorita Faye?

Por la expresión confusa del hombre, Kate comprendió que el cocinero comenzaba a creer que había sido él quien lo había dicho, y ella se encargaría de convencerlo del todo.

Tres de las muchachas le preguntaron a Kate acerca del testamento, abordándola juntas para reforzarse mutuamente.

—No creo que a Faye le guste que yo hable de esto. Alex debía haber cerrado la boca —dijo Kate.

Las chicas parecieron vacilar y Kate añadió:

—¿Por qué no se lo preguntáis a Faye?

—¡Oh, nunca nos atreveríamos!

—Pero bien os atrevéis a hablar a sus espaldas. Vamos, vamos a verla y le podréis preguntar lo que os plazca.

—No, Kate, no.

—Bien, tendré que contarle lo que me habéis preguntado. ¿No preferiríais estar presentes? ¿No os parece que se sentiría mejor si supiese que no chismorreáis a sus espaldas?

—Bueno…

—Yo sí lo estaría. A mí siempre me han gustado las personas que dan la cara.

Entonces, Kate las rodeó tranquilamente, y con ligeros empujones y codazos las condujo hasta la habitación de Faye y las obligó a entrar en ella.

—Me han hecho preguntas acerca de lo que usted ya sabe. Alex admite que se le ha escapado —dijo Kate.

Faye se sintió perpleja.

—Bueno, querida, no veo por qué habría de ocultarse.

—Oh, me alegro de que piense así —exclamó Kate—. Pero debe comprender que no podía mencionarlo hasta que usted lo hiciese. —¿Te parece mal que se sepa, Kate?

—¡Todo lo contrario! Me alegro, pero me ha parecido que no estaría bien que yo lo mencionase antes que usted.

—Eres muy considerada, Kate. No veo ningún mal en ello. Pues resulta, chicas, que yo estoy sola en el mundo y he decidido adoptar a Kate legalmente como premio a sus desvelos por mí y al afecto que me demuestra. Trae la caja, Kate.

Y cada muchacha tomo el testamento en sus manos y lo examino. Era tan sucinto que pudieron repetirlo palabra por palabra a las demás chicas.

Desde entonces observaron a Kate para ver si cambiaba y se convertía en una déspota, pero si acaso lo que hizo fue ser todavía más amable con ellas.

Una semana más tarde, cuando Kate se puso enferma, continuó con la supervisión de la casa, y nadie se hubiera dado cuenta de su estado de no haberla encontrado de pie y envarada en el vestíbulo, con la agonía impresa en el rostro. Rogó a las muchachas que no se lo contasen a Faye, pero éstas se enfadaron y fue la propia Faye quien la obligó a meterse en la cama y avisó al doctor Wilde.

Era un hombre encantador y un doctor excelente. Le examinó la lengua, le tomó el pulso, le hizo unas cuantas preguntas íntimas y luego se dio golpecitos en el labio inferior.

—¿Duele aquí? —preguntó ejerciendo una pequeña presión en el costado—. ¿No? ¿Y aquí? ¿Le duele? Bien, me parece que lo único que usted necesita es un lavado de riñones.

Le dejó píldoras amarillas, verdes y encarnadas, para tomarlas por ese orden. Las píldoras produjeron un efecto inmediato.

Kate tuvo una pequeña recaída y le comentó a Faye:

—Iré a ver al médico a su consulta.

—Le diremos que venga él.

—¿Para que me traiga más píldoras? Tonterías. Iré mañana por la mañana.

2

El doctor Wilde era un hombre bueno y honrado. Acostumbraba a decir, refiriéndose a su profesión, que de lo único de lo que estaba seguro era que el azufre servía para curar la sarna. No era un advenedizo. Como muchos médicos rurales, era una combinación de médico, sacerdote y psiquiatra. Conocía casi todos los secretos, debilidades y proezas de Salinas. Nunca supo aceptar la muerte con resignación. Por el contrario, la muerte de un paciente le daba siempre la sensación de fracaso y de desvalida ignorancia. No era un hombre muy atrevido y acudía a la cirugía solamente como último y desagradable recurso. Las farmacias comenzaban a llegar en ayuda de los médicos, pero el doctor Wilde era uno de los pocos que seguía manteniendo su propio dispensario y componiendo sus remedios. Muchos años de excesivo trabajo y falta de sueño lo habían vuelto algo distraído y preocupado.

A las ocho y media de un miércoles por la mañana, Kate subió por la calle Mayor, ascendió las escaleras del edificio de la sucursal local del Banco de Monterrey, y siguió por el pasillo hasta encontrar la puerta sobre la que se leía:

DOCTOR WILDE. HORAS DE VISITA, DE 11 A 2.

A las nueve y media el doctor Wilde dejó su calesa en las cocheras y sacó de ella con aire fatigado su maletín negro. Había tenido que ir a Alisal para presenciar la muerte de la vieja señora Germán, la cual no había sido capaz de terminar su vida limpiamente. Había codicilos. Incluso ahora el doctor Wilde seguía preguntándose si aquella vida seca y correosa había abandonado por completo el cuerpo de aquella mujer. Tenía noventa y siete años, y un certificado de definición no significaba absolutamente nada para ella. Buena prueba de ello es que sermoneó al sacerdote que le administraba los últimos sacramentos. El doctor Wilde se sentía obsesionado por el misterio de la muerte. Sin ir más lejos, el día anterior, un tal Alien Day, de treinta y siete años de edad, y de un metro ochenta y dos de estatura, fuerte como un toro, y que poseía ciento sesenta y una hectáreas de tierra y una familia numerosa, murió como un pollito de pulmonía después de los primeros síntomas y tres días de fiebre. El doctor Wilde sabía que aquello era un misterio. Se sentía los párpados pesados. Pensó que le haría bien tomar un baño y echar un trago antes de que empezasen a llegar los primeros pacientes con sus dolores de estómago.

Subió las escaleras e introdujo su gastada llave en la cerradura de la puerta de su consultorio. Pero la llave se resistía a girar. Dejó el maletín en el suelo y volvió a intentarlo, ésta vez presionando con más fuerza, pero la llave no giraba. Asió el picaporte y tiró de él hacia fuera, sacudiendo la puerta y la llave. Pero la puerta se abrió desde dentro y Kate apareció ante él.

—Oh, buenos días —saludó—. La cerradura no funciona. ¿Cómo ha podido entrar?

—No estaba cerrada. He venido muy temprano y estaba esperándolo.

—¿No estaba cerrado?

Dio vuelta a la llave hacia el otro lado, y vio que el cerrojo corría sin la menor dificultad.

—Me parece que me estoy haciendo viejo —dijo—, porque voy perdiendo la memoria —y suspiró—. De cualquier modo, no sé de qué sirve cerrarlo, ya que se puede entrar utilizando un trozo de alambre. ¿Pero a quién le podría interesar entrar?

Pareció no percatarse de la presencia de la joven hasta aquel momento.

—No recibo hasta las once.

—Es que necesito más píldoras de ésas y no podía venir más tarde —explicó Kate.

—¿Píldoras? Ah, sí. Usted es la joven de la casa de Faye, ¿no?

—Así es.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí, las píldoras me han ido bien.

—Por lo menos no pueden hacerle daño —dijo el doctor—. ¿También he dejado abierta la puerta del dispensario?

—¿Qué es un dispensario?

—Allá, me refiero a aquella puerta.

—Sí, supongo que también estaba abierta.

—Me estoy haciendo viejo. ¿Cómo está Faye?

—Verá usted, me preocupa bastante. Hace algunos días estaba enferma de verdad. Tuvo calambres y sufrió desvanecimientos.

—Nunca estuvo bien del estómago —afirmó el doctor Wilde—. No es posible vivir de esa forma, comer a todas horas, y encontrarse bien. Por lo menos yo no podría. Solemos llamarle trastornos gástricos, y provienen de comer demasiado y estar toda la noche de pie. Veamos esas píldoras. ¿Se acuerda de qué color eran?

—Las había de tres clases: amarillas, encarnadas y verdes.

—Ah, sí, sí, ya me acuerdo.

Mientras el doctor llenaba de píldoras una cajita redonda de cartón, ella permanecía de pie en la puerta.

—¡Cuántas medicinas!

—Sí, y cuanto más viejo me hago, menos las empleo —afirmó el doctor Wilde—. Algunas las adquirí cuando empecé a ejercer, y jamás las he usado. Son el repertorio de un principiante. Quería hacer experimentos, alquimia.

—¿Qué?

—Nada. Tome usted. Dígale a Faye que le conviene dormir más y comer frutas y verduras. Esta noche no he pegado ojo. Perdone usted que no la acompañe. —Y se volvió para dirigirse a la sala de curas.

Kate lo siguió con la mirada y luego sus ojos se pasearon sobre las hileras de frascos y tarros. Cerró la puerta del dispensario y atisbo hacia la sala de espera. En la librería se veía un libro que asomaba más que los demás, y ella lo empujó hasta que estuvo al mismo nivel que los restantes.

Kate recogió su gran bolso del sofá de cuero y salió.

Una vez en su habitación, Kate sacó de su bolso cinco botellitas y un pedazo de papel sobre el que aparecían unos trazos. Lo puso todo dentro de una media, metió luego el envoltorio en una bota de goma y la dejó junto con la otra en el fondo de su armario.

3

Durante los tres meses que siguieron, sobrevino un cambio gradual en casa de Faye. Las chicas fueron abandonando su aseo personal y se volvieron quisquillosas. Si se les hubiera dicho que procurasen ir más limpias y tuviesen sus habitaciones más aseadas, se hubieran considerado vejadas, y la casa hubiera sido un hervidero de disputas. Pero no sucedió así.

Una noche, Kate comentó en la cena que acababa de mirar la habitación de Ethel, y la había encontrado tan limpia y bonita, que le había comprado un regalo. Cuando Ethel desenvolvió el paquete en la misma mesa, apareció un enorme frasco de perfume de Hoyt, tan grande que le duraría muchos meses. Ethel se puso muy contenta, y para sus adentros pensó que Kate no habría visto la ropa sucia que tenía debajo de la cama. Después de cenar, no sólo quitó aquella ropa, sino que barrió la habitación y limpió las telarañas de los rincones.

Otra noche, Grace estaba tan guapa, que Kate no pudo evitar regalarle el broche de piedrecillas con forma de mariposa que llevaba prendido. Grace tuvo que ir corriendo a su habitación para ponerse un corpiño limpio para poder lucirlo.

Hasta Alex, en su cocina, quien si se hubiese creído lo que habitualmente decían de él, se hubiera considerado un asesino, descubrió que poseía unas manos mágicas para hacer bizcochos y que cocinar era algo que no se podía aprender ni enseñar si no se llevaba ya en la sangre.

Ojos de Algodón llegó al convencimiento de que nadie lo odiaba, y su modo de aporrear el piano cambió paulatinamente.

Un día, se puso a hablar con Kate.

—¡De qué cosas se acuerda uno a veces!

—¿A qué se refiere usted? —preguntó ella.

—Pues a esto —dijo, tocó para ella.

—Es muy bonito —afirmó Kate—. ¿Qué es?

—Pues no lo sé. Creo que es Chopin. ¡Si pudiese ver la música!

Y le contó cómo había perdido la vista, cosa que nunca le había contado a nadie. Era una historia muy triste. Aquel sábado por la noche quitó la cadena de las cuerdas del piano y tocó algo que había estado recordando y practicando por la mañana, una pieza llamada
Claro de luna,
de Beethoven, según Ojos de Algodón creía recordar.

Ethel dijo que parecía de verdad un claro de luna, y le preguntó si conocía la letra.

—No tiene letra —contestó Ojos de Algodón.

Oscar Trip, que había subido desde González aquel sábado para pasar la noche, dijo:

—Pues debería tenerla, porque es muy bonita.

Una noche hubo regalos para todos, porque la casa de Faye era la mejor, la más limpia y la más bonita de toda la comarca, y ¿de quién sino de las chicas era el mérito? ¿Y habían probado alguna vez un guisado tan en su punto como aquél?

Alex se retiró a la cocina y se secó tímidamente los ojos con el dorso de su mano. Estaba seguro de que podía hacer un pastel de ciruelas que las dejaría sin aliento.

Georgia se levantaba todos los días a las diez para tomar lecciones de piano con Ojos de Algodón. La chica siempre tenía cuidado de llevar las uñas limpias.

Volviendo de misa de once, un domingo por la mañana, Grace le comentó a Trixie:

—Y pensar que estuve a punto de casarme y de dejar el oficio. ¿Te imaginas?

—Hubiera estado muy bien —repuso Trixie—. Las chicas de Jenny vinieron al cumpleaños de Faye para comer el pastel y no podían dar crédito a sus ojos. No hablan más que de la casa de Faye. Jenny está que arde.

—¿Has visto la cifra que había en la pizarra esta mañana?

—Naturalmente, ochenta y siete en una semana. ¡A ver si Jenny o la Negra son capaces de llegar a tanto cuando no hay fiestas de por medio!

—¡Qué fiestas ni qué diablos! ¿Es que no te acuerdas de que es Cuaresma? En casa de Jenny no apuntarán ni uno.

Después de su enfermedad y de sus malos sueños, Faye estaba tranquila y deprimida. Kate sabía que la vigilaba, pero no podía evitarlo. Y se había asegurado de que el rollo de papel seguía en la caja y de que todas las chicas lo habían visto o se habían enterado de su existencia.

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