Al este del Edén (84 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Joe tenía otro placer solitario, aunque no se daba cuenta de que era un placer. En esta ocasión se entregó a él. Volvió a echarse en la cama, y su pensamiento regresó a su infancia triste y miserable, y a su adolescencia turbulenta y viciosa. No tuvo suerte, nadie le dio una oportunidad. La suerte era para los grandes del hampa. Sólo había podido hacer algunos trabajillos de poca monta antes de que la policía le echara el guante por el asunto de las navajas. Luego, quedó fichado y ya no le quitaron el ojo de encima. No se podía robar ni un cajón de fresas de Daly City sin que prendiesen a Joe y lo acusasen del robo. Tampoco tuvo suerte en la escuela. Los maestros estaban contra él, el director estaba contra él. Aquello era inaguantable y tuvo que marcharse.

De estos recuerdos de su mala suerte se desprendía una cálida tristeza, que él alimentaba con otros recuerdos, hasta que las lágrimas acudían a sus ojos, y sus labios temblaban de compasión por el chico perdido y solitario que había sido. Y aquí estaba ahora, un don nadie que trabajaba en una casa de putas, cuando otros hombres poseían casa propia y automóvil. Ellos sí que se sentían seguros y felices, y por la noche bajaban las persianas para protegerse de Joe. Siguió sollozando en silencio hasta que se quedó dormido.

Se levantó a las diez de la mañana y tomó un opíparo desayuno en el Pop Ernst. A primeras horas de la tarde cogió un autobús que lo condujo a Watsonville, donde jugó tres partidas de billar con el amigo a quien había telefoneado y que lo esperaba. Joe ganó la última partida y colgó el taco. Le tendió a su amigo dos billetes de diez dólares.

—¡Diablo! —exclamó su amigo—. Yo no quiero tu dinero, Joe.

—Tómalo —le ofreció Joe.

—Pero yo no te he dado nada a cambio.

—Me has dado mucho. Me has dicho que ella no está aquí, y tú lo sabes.

—¿No puedes decirme por qué te interesa esa mujer?

—Wilson, te lo dije antes y te lo repito ahora: no lo sé. Tan sólo es un trabajillo.

—Bueno, no puedo decirte más. Me parece que estuvo en esa convención…, ¿de qué era?, de los dentistas, o tal vez de los Lechuzas. No sé si dijo que se iba, o es que sólo me lo figuré. No consigo recordarlo. Vete a dar una vuelta por Santa Cruz. ¿Conoces a alguien por allí?

—Tengo algunos conocidos —afirmó Joe.

—Vete a ver a H.V. Mahler. Hal Mahler. Es el dueño de la sala de billares Hal. Cuando vuelvas, echaremos otra partidita.

—Gracias —respondió Joe.

—Quédate con tu dinero, Joe, no lo quiero.

—No es mío, cómprate un cigarro —dijo Joe.

El autobús lo dejó a dos puertas del billar de Hal. A pesar de que era la hora de cenar, allí seguían jugando a los dados. Pasó una hora antes de que Hal se levantase de su asiento para ir al retrete, y Joe pudiese seguirlo para abordarlo. Hal miró con sorpresa a Joe, con sus grandes ojos azules claros, que todavía parecían mayores tras los gruesos cristales de sus gafas. Se abrochó lentamente la bragueta, se ajustó sus manguitos de alpaca negra y se colocó su visera verde.

—Espera por ahí hasta que empiece el juego —le dijo—. ¿No quieres sentarte?

—¿Cuántos juegan para ti, Hal?

—Sólo uno.

—Yo jugaré para ti también.

—Cinco dólares por hora —le ofreció Hal.

—Y el diez por ciento si gano, ¿no es eso?

—De acuerdo. Ese tipo de cabellos pajizos, Williams, es de la casa. A la una de la madrugada, Hal y Joe se dirigieron al Barlow's Grill.

—Dos chuletas con patatas fritas. ¿Quieres sopa? —preguntó Hal.

—No. Tampoco quiero patatas fritas. Me hinchan demasiado.

—A mí también —contestó Hal—. Pero aun así, las como. No hago suficiente ejercicio.

Hal era un hombre silencioso, excepto durante la comida. Raramente hablaba, a menos que tuviese la boca llena.

—¿A qué has venido? —le preguntó al tiempo que mordisqueaba la chuleta.

—Es sólo un trabajo. Cien para mí y veinticinco para ti. ¿De acuerdo? —¿Te interesan pruebas, papeles?

—No. Me irían bien, pero podré pasarme sin ellos.

—Bien. Pues resulta que vino y me pidió que me ocupase de ella. Ya no servía para nada. No me ganaba ni veinte por semana. Probablemente, nunca me hubiera enterado de lo que le pasó, pero Bill Primus la había visto en mi casa, y cuando la encontraron, vino a contármelo. Buen chico, ese Bill. Por aquí hay muy buenos polizontes.

»Ethel no era una mala mujer; era perezosa, sucia, pero de buen corazón. Suspiraba por la dignidad y la importancia. No era demasiado lista, ni tampoco muy bonita y, por eso no tuvo mucha suerte. No le hubiera gustado nada saber que, cuando la recogieron en la arena, en la que las olas la habían medio enterrado, tenía las faldas arremangadas hasta la cintura. Hubiera preferido una mayor dignidad.

Tras una pausa, Hal prosiguió:

—En la flota sardinera hay algunos tíos indecentes. Van cargados de aguardiente, y luego hacen barbaridades. Me imagino que, uno de esos sardineros se la llevaría a bordo, y luego la echaría al agua. De lo contrario, no comprendo cómo pudo haber ido a parar allí.

—Tal vez saltó por la borda.

—¿Ella? —dijo Hal, con la boca llena de patatas—. ¡Qué va! Era demasiado perezosa para matarse. ¿Quieres hacer alguna comprobación?

—Si tú dices que es ella —respondió Joe, empujando un billete de veinte dólares y otro de cinco por encima de la mesa.

Hal enrolló los billetes como un cigarro, y se los metió en el bolsillo del chaleco. Cortó un triángulo de carne de la chuleta y se lo llevó a la boca.

—Era ella, no hay duda —aseguró—. ¿Quieres pastel?

Joe quería dormir hasta el mediodía, pero se despertó a las siete y se quedó en la cama durante un buen rato. Tenía el propósito de no regresar a Salinas hasta después de medianoche. Necesitaba más tiempo para pensar.

Cuando se levantó, se miró al espejo y ensayó la expresión que pensaba asumir. Deseaba aparecer decepcionado, pero no en exceso. Lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente. Era dificilísimo saber qué pensaba. Joe tuvo que admitir que le tenía un miedo mortal.

La prudencia le aconsejaba regresar a Salinas, contarle lo que debía y cobrar los quinientos.

Sin embargo, pudo más la ambición que la prudencia: «Tonterías, ¿cuántas oportunidades he tenido en mi vida? Un elemento importante de las oportunidades es saber reconocerlas cuando se presentan. ¿Es que quiero ser un sucio alcahuete toda mi vida? Hay que ir con mucho cuidado. Que hable ella. En eso no hay ningún peligro. Si las cosas se ponen feas, siempre puedo contarle lo que he averiguado.

»Puede hacer que te encierren en una celda en seis horas.

»No, si voy con cuidado. ¿Qué puedo perder? ¿Cuántas oportunidades he tenido en mi vida?».

4

Kate se sentía mejor. La nueva medicina parecía beneficiarle. El dolor de sus manos había disminuido, y le parecía que sus dedos estaban más normales, con los nudillos menos hinchados. Había pasado muy buena noche, la primera en mucho tiempo, y se sentía mejor y bastante animada. Tenía la intención de desayunar un huevo pasado por agua. Se levantó, se puso un salto de cama y volvió al lecho, con un espejo en la mano. Recostada de nuevo entre los almohadones, se examinó el rostro.

El descanso había obrado maravillas. El dolor endurece las facciones, presta un falso brillo a los ojos y hace resaltar los músculos de las sienes y de las mejillas, e incluso los pequeños músculos próximos a la nariz, y ello confiere al rostro la expresión de enfermedad y de resistencia al sufrimiento.

El cambio que había experimentado su rostro era notable. Parecía diez años más joven. Abrió la boca y se examinó los dientes. Tenía que limpiárselos. Se los cuidaba mucho. El único arreglo que tenía en la boca era un puente de oro, en el lugar donde le faltaban los molares. Era extraordinario lo joven que parecía, pensó Kate, después de aquella noche de reposo. Eso también los engañaba. Creían que era débil y delicada. Se sonrió. Sí, delicada como un cepo de acero. Pero es que se cuidaba mucho: nada de alcohol, ni drogas, y últimamente, incluso había dejado de tomar café. Y el resultado estaba a la vista. Tenía un rostro angelical. Levantó algo el espejo, para que no se reflejase la flaccidez de su garganta.

Sus pensamientos se dirigieron a otro rostro angelical como el suyo. ¿Cómo se llamaba?, ¿sí, cómo diablos se llamaba? ¿Alec? Lo recordaba muy bien, pasando lentamente junto a ella, con su sobrepelliz blanca con orla de batista, su dulce mentón hundido y su cabello dorado brillando a la luz de los cirios. El joven sostenía el bordón de roble, y la cruz de bronce se inclinaba frente a él. Irradiaba una especie de belleza fría, cierto aire de pureza e invulnerabilidad. ¿Pero, es que algo o alguien había tocado alguna vez a Kate hasta el punto de romper su caparazón y mancillarla? No, ciertamente. Sólo su dura epidermis había sido manchada por otros contactos. En su interior, permanecía intacta, tan limpia y brillante como ese muchacho, Alec, pero ¿se llamaba así?

Se sonrió: era madre de dos hijos, y parecía una niña. Y si pudiesen verla con aquel rubio mancebo, ¿tendrían todavía alguna duda? Pensó cómo sería estar con él entre una multitud, y dejar que la gente lo descubriese por sí misma. ¿Qué haría Aron —sí, así se llamaba, qué haría Aron si lo supiese? Su hermano ya lo sabía. Aquel pequeño y ladino hijo de perra; no, eso no, no debía llamarle así, se acercaba demasiado a la realidad. Y tampoco podía llamarlo ladino bastardo, ya que era hijo de un sagrado matrimonio. Kate soltó una carcajada. Se sentía muy bien y de excelente buen humor.

Aquel muchacho tan listo —el moreno— la fastidiaba. Era como Charles. Ella había respetado a Charles, y éste probablemente la hubiera matado, de haber podido.

Aquella medicina era maravillosa, no sólo le quitaba el dolor de la artritis, sino que le devolvía el valor. Pronto se hallaría en disposición de liquidar el negocio y de trasladarse a Nueva York, como tenía planeado. Kate pensó en el temor que le inspiraba Ethel. ¡Qué mal lo debía de haber pasado esa pobre y vieja zorra inútil! ¿Y qué tal si la asesinaba a fuerza de buenos tratos? Cuando Joe la encontrase, ¿qué tal si se la llevase consigo a Nueva York, para tenerla cerca?

A Kate le divirtió la idea. Sería un asesinato muy cómico, y un asesinato que nadie sería capaz, bajo ninguna circunstancia, de descubrir, o tan sólo sospechar. Bombones, cajas de bombones, tocino, chicharrones, grasas, mantecas; vino de Oporto, y luego mantequilla, todo untado de mantequilla y cubierto de nata; nada de verduras y de frutas, y ninguna diversión. Quédate en casa, querida. Confío en ti. Cuida de todo. Estás cansada. Acuéstate. Yo te llenaré el vaso. He comprado estos dulces para ti. ¿No quieres llevártelos a la cama? Si no te sientes bien, ¿por qué no tomas una purga? Una buena purga. La vieja zorra se atracaría y reventaría a los seis meses. ¿Y la solitaria? ¿La había empleado alguien alguna vez? ¿Quién era el que no podía llevarse el agua a la boca sin un tamiz?… ¿Tántalo?

Kate sonreía dulcemente y se sentía muy alegre y gozosa. Antes de irse, no estaría mal ofrecer una fiesta a sus hijos. Una fiesta sencilla, con el circo después para sus cariñitos, para sus joyas. Y luego, pensó en el hermoso rostro de Aron, tan parecido al suyo, y un extraño dolor atenazó su pecho. Aquel chico no era listo; no sabía protegerse. Su hermano, el moreno, podía resultar peligroso. Ella ya se había dado cuenta. Cal la había vencido. Antes de irse, quería darle una lección. Una buena dosis de gonorrea, eso le pondría en su lugar.

De pronto, se dio cuenta de que no quería que Aron supiese quién era ella. Acaso podría hacer que fuese a visitarla a Nueva York. El creería que ella había vivido siempre en una elegante casita del East Side. Lo llevaría al teatro, a la ópera, los verían juntos y se maravillarían ante su belleza, y pensarían que eran hermano y hermana, o madre e hijo. Todo el mundo adivinaría su parentesco. Podrían asistir juntos al entierro de Ethel. Esta necesitada un ataúd de tamaño desacostumbrado, y seis faquines para transportarlo. Kate se estaba divirtiendo tanto con sus pensamientos que no oyó a Joe llamar a la puerta. Este la abrió un poco, miró al interior y vio el rostro alegre y sonriente de Kate.

—El desayuno —anunció, sosteniendo la puerta abierta con el borde de la bandeja, recubierta por un mantelillo. Luego cerró la puerta con la rodilla—. ¿Lo quiere allí? —preguntó, señalando con la barbilla hacia la habitación gris.

—No, lo tomaré aquí. Y quiero además un huevo duro y una tostada con canela. Tienes que hervir el huevo durante cuatro minutos y medio. Ten cuidado. No lo quiero demasiado hecho.

—Veo que se siente mejor, señora.

—En efecto —respondió ella—. Esta nueva medicina es maravillosa. Tienes una cara de perros, Joe. ¿No te encuentras bien?

—Estoy muy bien —respondió él, dejando la bandeja sobre la mesa, frente al enorme sillón—. ¿Cuatro minutos y medio?

—Eso es. Y si hay alguna buena manzana, una manzana fresca y crujiente, me la traes también.

—Desde que la conozco, no la había visto con tanto apetito —observó Joe.

En la cocina, mientras esperaba a que el cocinero cociese el huevo, se sentía lleno de aprensión. Tal vez ella lo sabía. Tenía que andar con cuidado. Pero ¡qué diablos!, ella no podía odiarlo por algo que él no sabía. Ello no constituía ningún crimen.

De regreso a la habitación de Kate, dijo:

—No había manzanas. Le traigo esta pera, el cocinero dice que está muy buena.

—Casi prefiero las peras a las manzanas —afirmó Kate.

Joe miró cómo Kate rompía la cáscara del huevo y metía una cucharilla.

—¿Cómo está?

—¡Perfecto! —dijo Kate—. En su punto.

—Tiene usted buen aspecto —observó Joe.

—Es que me encuentro bien. Pero tú tienes un aspecto pésimo. ¿Qué pasa?

Joe abordó el tema con cautela.

—Señora, no hay
alguien
que necesite quinientos pavos tanto como yo —empezó a decir.

—No hay
nadie
que necesite… —le corrigió.

—¿Qué?

—Olvídalo. ¿Qué quieres decir? No pudiste encontrarla, ¿no es eso? Bien, si hiciste un buen trabajo tendrás tus quinientos. Cuéntamelo —tomó el salero y espolvoreó unos cuantos granos en el huevo abierto.

Joe dejó traslucir una alegría artificial en su rostro.

—Gracias —contestó. Me encuentro en un aprieto y los necesito. Bien, fui a Pájaro y a Watsonville. Encontré su rastro en Watsonville, pero se había ido a Santa Cruz. Allí hallé su rastro de nuevo, pero ya se había marchado.

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