Al este del Edén (81 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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El señor Rolf dominaba su respiración con dificultad.

—Pido a Dios que yo sea digno de ello —añadió.

3

Adam Trask pensaba en la guerra como si se tratase de su ya tan difusa campaña contra los indios. Nadie sabía nada acerca de una conflagración total y general. Lee leía la historia de Europa, tratando de discernir, gracias a los hilos conductores del pasado, cuál seria el futuro.

Liza Hamilton murió con una ligera sonrisa impresa en su rostro, y sus pómulos se quedaron extrañamente prominentes cuando el color desapareció de sus mejillas.

Y Adam esperaba con impaciencia que Aron le comunicase el resultado de los exámenes. Ocultaba el macizo reloj de oro bajo los pañuelos, en el cajón superior de su armario: le daba cuerda todos los días, lo mantenía en hora y comprobaba su exactitud con su propio reloj.

Lee ya tenía sus instrucciones. Por la tarde del día en que debían conocerse los resultados, tenía que preparar un pavo y hacer una tarta.

—Tendremos que celebrar una fiesta —dijo Adam—. ¿Qué tal con champán?

—Muy bien —contestó Lee—. ¿No ha leído a Von Clausewitz?

—¿Quién es?

—No es una lectura muy tranquilizadora —le aseguró Lee—. ¿Sólo una botella de champán?

—Será suficiente. Sólo para los brindis, ¿sabes? Va muy bien en las fiestas.

A Adam no se le pasaba ni por la imaginación que Aron pudiese suspender.

Una tarde, Aron se acercó a Lee y le preguntó:

—¿Dónde está mi padre?

—Se está afeitando.

—Hoy no vendré a cenar —le anunció Aron.

En el cuarto de baño se colocó detrás de su padre y habló con la imagen enjabonada del espejo.

—El señor Rolf me ha invitado a cenar con él en la parroquia. Adam limpió su navaja en un pedazo de papel higiénico doblado.

—Me parece muy bien —contestó.

—¿Puedo bañarme?

—Termino dentro de un minuto —le prometió Adam.

Cuando Aron atravesó la sala, dijo «buenas noches» y se fue; Cal y Adam lo siguieron con la mirada.

—Se ha puesto mi colonia —dijo Cal—. Hay que ver cómo huele.

—Debe de tratarse de una gran fiesta —comentó Adam.

—No le censuro que quiera celebrarlo. Ha trabajado mucho.

—¿Celebrar qué?

—Los exámenes. ¿No se lo ha dicho? Los ha aprobado.

—Ah, sí, los exámenes —balbució Adam—. Sí, ya me lo dijo. Magnífico trabajo. Me siento orgulloso de él. Pienso regalarle un reloj de oro.

—¡No se lo ha dicho! —exclamó Cal con aspereza.

—Oh, sí, sí. Me lo dijo esta mañana.

—Esta mañana aún no lo sabía —afirmó Cal, y luego se levantó y se fue.

Caminó a grandes zancadas en medio de la oscuridad creciente, cruzó la Avenida Central, atravesó el parque y dejó atrás la casa del famoso general Jackson, hasta llegar a un lugar donde faltaban las farolas del alumbrado y la calle se convertía en un camino vecinal. Una vez allí, dio un rodeo para evitar la granja Tollot.

A las diez, Lee, que había salido para enviar una carta, encontró a Cal sentado en el escalón inferior de la escalinata del porche.

—Qué te ha pasado? —le preguntó.

—He estado paseando.

—¿Qué pasa con Aron?

—No lo sé.

—Pareces enojado. ¿Quieres acompañarme hasta la oficina de Correos?

—No.

—¿Para qué estás sentado ahí?

—Lo espero para romperle la cara.

—No lo hagas —le aconsejó Lee.

—¿Por qué no?

—Porque no creo que pudieses. Te dejaría medio muerto.

—Tal vez tengas razón —admitió Cal—. ¡Valiente hijo de puta!

—Cuida tu lenguaje.

Cal se echó a reír.

—Me parece que te acompaño.

—¿Has leído a Von Clausewitz?

—Nunca oí hablar de él.

Cuando Aron volvió a casa, era Lee quien lo esperaba en el escalón inferior de la escalinata del porche.

—Te he salvado de una paliza —le aseguró Lee—. Siéntate.

—Voy a acostarme.

—¡Siéntate! Quiero hablar contigo. ¿Por qué no le dijiste a tu padre que habías aprobado los exámenes?

—No lo hubiera entendido —respondió Aron.

—¿Qué mosca te ha picado?

—No me gusta esa clase de lenguaje tan vulgar.

—¿Por qué te crees que lo uso? No soy profano por casualidad. Aron, tu padre sólo vivía pensando en eso.

—¿Cómo se enteró?

—Deberías habérselo dicho tú mismo.

—Eso a ti no te importa.

—Quiero que vayas y que lo despiertes si está dormido, aunque no creo que lo esté. Quiero que tú se lo digas.

—No lo haré.

—¿Nunca has tenido que luchar contra un hombre bajito, un hombre con la mitad de tu estatura? —preguntó Lee con suavidad.

—¿Qué quieres decir?

—Es una de las cosas más molestas del mundo. El no cejará, y tú no tendrás más remedio que pegarle, y eso será peor porque entonces sí que estarás metido en un lío.

—¿De qué estás hablando?

—Si no haces lo que te digo, Aron, tendré que luchar contigo. ¿No te parece ridículo?

Aron trató de pasar, pero Lee se alzó frente a él, con sus pequeños puños apretados torpemente, y con una guardia y una postura tan ridículas que no pudo contenerse y soltó una carcajada.

—No sé cómo hay que hacerlo, pero voy a intentarlo —aseguró Lee. Aron se apartó de él con nerviosismo y, cuando finalmente se decidió a sentarse en los escalones, Lee lanzó un suspiro.

—Gracias a Dios que no tendré que hacerlo —comentó aliviado—. Hubiera sido terrible. Escucha, Aron, ¿puedes decirme lo que te pasa? Antes siempre me lo contabas todo.

—Quiero irme. Esta ciudad es asquerosa —estalló Aron de pronto.

—No, no lo es. Es como todas.

—Yo no soy de aquí. Ojalá nunca hubiésemos venido. No sé qué me pasa, pero quiero irme.

Lee le rodeó los hombros para tranquilizarlo.

—Es que estás creciendo. Acaso ése sea el motivo —dijo con dulzura—. A veces pienso que el mundo nos somete a las más duras pruebas, y eso hace que nos repleguemos en nosotros mismos y nos contemplemos con horror. Pero eso no es lo peor. Pensamos que todo el mundo puede ver dentro de nosotros. Cuando esto ocurre, la inmundicia es doblemente repugnante, y la pureza se nos muestra blanca y resplandeciente. Aron, esto pasará. Sólo tienes que esperar un poco. Ya sé que no es un gran consuelo, porque no te lo crees, pero es lo mejor que puedo hacer por ti. Trata de comprender que las cosas no son ni tan buenas ni tan malas como ahora te parecen. Sí, yo puedo ayudarte. Ahora vete a la cama, y mañana levántate temprano y comunícale a tu padre el resultado de los exámenes. Procura mostrarte animado. Está más solo que tú porque no tiene un futuro maravilloso con el que soñar. Haz las cosas como es debido, como solía decir Sam Hamilton. Hazlo. Y ahora a la cama. Tengo que hacer una tarta… para el desayuno de mañana. Por cierto, Aron, tu padre te ha dejado un regalo bajo la almohada.

Capítulo 44
1

Abra conoció realmente a la familia de Aron sólo cuando éste se hubo marchado a la universidad. Aron y Abra se habían encerrado en sí mismos. Cuando Aron se fue, ella frecuentó más al resto de la familia Trask. Se dio cuenta de que tenía más confianza y de que quería más a Adam y a Lee que a su propio padre.

Sobre Cal no sabía qué pensar. A veces la hacía enfadar, otras veces le daba disgustos y otras despertaba su curiosidad. Parecía estar en una permanente querella con ella. Abra no sabía si le gustaba o no al muchacho, y, por consiguiente, él no le gustaba. Sentía una sensación de alivio cuando, al acudir de visita a casa de los Trask, Cal se hallaba ausente y no podía mirarla en secreto, y juzgarla, y considerarla, y apreciarla, para apartar la mirada cuando ella lo sorprendía observándola.

Abra era una mujer alta, fuerte, de hermoso busto, desarrollada y decidida, y que se sentía ya dispuesta para el matrimonio, aunque seguía esperando. Se acostumbró a ir a casa de los Trask al salir de la escuela, y a sentarse en compañía de Lee para leerle fragmentos de las cartas que recibía todos los días de Aron.

Aron se sentía muy solo en Stanford. Sus cartas rebosaban añoranza de su prometida. Cuando estaban juntos, eran muy prosaicos y realistas, pero desde la universidad, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, él le escribía unas apasionadas cartas de amor, aislándose completamente de la vida que lo rodeaba. Estudiaba, comía, dormía y escribía a Abra, y a esto se reducía toda su vida.

Por las tardes, ella se sentaba en la cocina con Lee y lo ayudaba a desgranar judías o guisantes. A veces, ella preparaba dulces de chocolate, y muy frecuentemente se quedaba a cenar, prefiriendo la compañía de los Trask a la de sus padres. No había tema que no tocase, en sus discusiones con Lee. Las pocas cosas de las que podía hablar con sus padres eran insignificantes, insulsas y manidas, y casi nunca ciertas. Pero con Lee era diferente. Abra sólo quería contarle a Lee cosas verdaderas, aunque a veces no estuviese muy segura de qué era lo verdadero.

Lee se sentaba sonriendo ligeramente, y sus manos rápidas y frágiles se afanaban en su labor, como si tuviesen vida independiente. Abra no se daba cuenta de que sólo hablaba de si misma, y, a veces, mientras ella hablaba, la mente de Lee vagabundeaba, volvía y partía de nuevo como un perro callejero; y Lee asentía de vez en cuando y dejaba escapar un suave gruñido.

Abra le gustaba porque la joven irradiaba fuerza, bondad y afecto. Sus facciones eran fuertes y pronunciadas, lo cual puede significar tanto fealdad como belleza. Lee, meditando mientras ella hablaba, pensaba en las caras suaves y redondas de las cantonesas, sus compatriotas. Incluso las que eran delgadas tenían cara de luna. Lee debiera haber preferido más ese tipo de belleza que la occidental, ya que nuestro tipo ideal de belleza debe tener rasgos parecidos a los nuestros, pero no era así. Cuando pensaba en la belleza china, acudían a su mente los férreos y dominadores rostros de los manchúes, de expresión arrogante y altanera, rostros característicos de un pueblo que posee la autoridad por derecho incuestionable.

La joven decía:

—Probablemente de allí partió todo. No lo sé. Nunca hablaba mucho de su padre. Pero cuando al señor Trask le sucedió aquello, ya sabe, lo de las lechugas, Aron se disgustó mucho.

—¿Por qué? —preguntó Lee.

—Todo el mundo se reía de él.

Lee trató de recordar.

—¿Se reían de Aron? ¿Y por qué? Él no tenía nada que ver con ello.

—Pero a él se lo parecía. ¿Quiere que le diga lo que pienso?

—Desde luego —respondió Lee.

—He llegado a la siguiente conclusión: creo que él siempre se ha sentido algo así como mutilado, digamos incompleto, porque le faltaba una madre.

Lee abrió los ojos de par en par, y volvió a cerrarlos, asintiendo.

—Es posible. ¿Crees que Cal también es así?

—No.

—Entonces, ¿por qué Aron sí?

—Verá, todavía no he llegado a descubrir la razón. Puede que algunas personas tengan mayor necesidad de ciertas cosas, o que las odien más. Mi padre, por ejemplo, odia los nabos. Siempre los ha odiado. No hay nada que le pueda haber producido ese odio. Los nabos lo enfurecen, lo enfurecen de verdad. Una vez que mi madre estaba…, bueno, enfadada, hizo una cacerola de puré de nabos, con mucha pimienta y queso esparcido por encima, que gratinó hasta que quedó bien dorado. Mi padre se comió medio plato antes de preguntar qué era. Cuando mi madre dijo que eran nabos, él tiró el plato al suelo, se levantó y se fue. Me parece que todavía no la ha perdonado.

Lee sonrió.

—La perdonará porque ella le dijo que eran nabos. Pero supón, Abra, que ella le hubiera respondido que era cualquier otra cosa y que a él le hubiese gustado tanto que hubiese repetido y al final lo descubriera. Hubiera sido capaz de asesinarla.

—Es posible. Aunque, sea como fuere, me figuro que Aron necesita más una madre que Cal. Creo que Aron siempre culpó a su padre.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es lo que pienso.

—Piensas mucho en las cosas, ¿verdad?

—¿Es que no tendría que hacerlo?

—Claro que sí.

—¿Preparo dulce de chocolate?

—Hoy no. Todavía nos queda.

—¿Qué puedo hacer?

—Puedes moler harina en el molinillo. ¿Te quedas a comer con nosotros?

—No. Estoy invitada a una fiesta de cumpleaños, gracias. ¿Cree que llegará a ordenarse?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Lee—. Tal vez sólo sea un proyecto.

—Ojalá no lo haga —respondió Abra, cerrando enseguida la boca, asombrada ante lo que había dicho.

Lee se levantó y sacó la tabla de amasar, junto a la cual dejó un pedazo de carne roja y un tamiz de harina.

—Emplea el lomo del cuchillo —le indicó Lee.

—Ya lo sé.

La joven deseaba que él no hubiese oído la observación.

—¿Por qué no quieres que sea sacerdote? —le preguntó Lee.

—No debería haberlo dicho.

—Puedes decir lo que quieras. No tienes obligación de explicarme nada.

El chino volvió a sentarse en su silla, mientras Abra esparcía harina sobre la carne y la machacaba con un gran cuchillo. Tap, tap… —no tendría que haberlo dicho… Tap, tap…

Lee apartó la mirada para dejar que la joven recuperase su aplomo.

—Para él no hay término medio —afirmó ella, por encima del ruido del golpeteo—. Si se decide por la Iglesia, lo hará con todas sus consecuencias. Últimamente decía que los sacerdotes no debían casarse.

—Pues en su última carta no parecía tener esas ideas —observó Lee.

—Ya lo sé, pero eso era antes —se detuvo con el cuchillo en la mano, mientras su rostro expresaba perplejidad y dolor—. Lee, yo no soy bastante buena para él.

—¿Qué quieres decir?

—No bromeo. El no piensa en mí. Se ha construido un ídolo y lo ha revestido con mi piel. Yo no soy como el ser que él se ha forjado.

—¿Y cómo es ese ser?

—¡Lleno de pureza! —exclamó Abra—. Una mujer absolutamente pura, sin la menor tacha. Pero yo no soy así.

—Ni tú ni nadie —sentenció Lee.

—Él no me conoce ni hace nada por conocerme. Sólo quiere a ese… fantasma blanco.

Lee trituraba una galleta.

—¿Es que él no te gusta? Tú eres muy joven, pero no creo que eso sea ningún obstáculo.

—Claro que me gusta, y, además, voy a ser su esposa. Pero yo también quiero agradarle. ¿Y cómo puedo agradarle, si no sabe nada de mí? Estaba convencida de que me conocía, pero ahora estoy segura de que nunca me ha conocido.

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