Al este del Edén (80 page)

Read Al este del Edén Online

Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
8.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El próximo miércoles.

—Trato hecho.

Con toda solemnidad, el corpulento hombretón y el muchacho delgado y moreno se estrecharon las manos.

Will, con la mano de Cal todavía en la suya, dijo:

—Ahora ya somos socios. Tengo un contacto en la Agencia de Compras británica. Y tengo un amigo en Intendencia. Te apuesto a que vendemos todas las habas secas que podamos encontrar a cinco centavos el kilo, o más.

—¿Cuándo cree que podrá venderlas?

—Antes de que firmemos nada. ¿Quieres que subamos al rancho para hablar con Rantani?

—Sí, señor —contestó Cal.

Will puso en marcha el Winton, y el enorme automóvil verde avanzó pesadamente por la carretera vecinal.

Capítulo 42

Los efectos de una guerra alcanzan siempre a los demás. En Salinas estábamos convencidos de que los Estados Unidos eran la nación más grande y más poderosa del mundo. Todo norteamericano sabía usar su rifle desde su nacimiento, y en la guerra un norteamericano valía por diez o veinte extranjeros.

La expedición de Pershing a México contra Pancho Villa había echado por tierra uno de nuestros mitos durante un tiempo: creíamos firmemente que los mexicanos no tenían buena puntería y que, además, eran perezosos y estúpidos. Cuando nuestro Batallón C regresó agotado de la frontera, aseguraron que nada de eso era cierto. Los mexicanos tenían muy buena puntería, ¡maldita sea!, y los jinetes de Villa corrían más y eran mejores que nuestros muchachos pueblerinos. Las dos tardes de entrenamiento militar por mes no les había servido de mucho. Al final, los mexicanos demostraron ser más listos que Jack Pershing, el Negro, al que habían tendido toda suerte de emboscadas. Cuando a los mexicanos se les unió su aliado, la disentería, aquello fue algo espantoso. Algunos de nuestros muchachos tardaron años en reponerse.

Sea como fuere, pensamos que los alemanes tenían que ser diferentes de los mexicanos, y volvimos a ilusionamos con nuestros mitos. Un norteamericano valía por veinte alemanes. Si eso era cierto, sólo teníamos que actuar con mano firme para obligar al káiser a ponerse de rodillas. No se atrevería a interrumpir nuestro comercio, pero lo hizo. No se atrevería a gallear, ni a hundir nuestros barcos, pero lo hizo. Era algo estúpido, pero lo hizo, y no quedó otro remedio que luchar contra él.

La guerra, por lo menos al principio, era para los demás. Nosotros, es decir, mi familia, mis amigos y yo contemplábamos el excitante espectáculo desde la barrera. Y así como creemos que la guerra es algo que afecta a los demás, también son los demás los que caen muertos. Y eso, ¡Madre de Dios!, tampoco era cierto. Los ominosos telegramas empezaron a esparcirse tristemente, comunicando siempre la muerte de algún hermano de todos. No nos servía para nada el estar a más de diez mil kilómetros de la furia ruidosa.

No quedaba mucho lugar para la diversión. Las chicas de la organización Liberty Belles desfilaban con sus gorritos y sus uniformes blancos. Nuestro tío escribió otra vez su discurso del 4 de Julio, y lo utilizaba para vender bonos. Nosotros, en la escuela, llevábamos trajes de color aceituna y sombreros de campaña, y aprendíamos el manejo de las armas, que nos enseñaba el profesor de física; pero ¡Dios mío!, Martin Hopps murió; el chico de los Berges, de la acera de enfrente, aquel bello muchacho del que estaba enamorada nuestra hermanita desde que tenía tres años, ¡hecho pedazos!

Y mientras tanto, los muchachos grandullones y desmadejados, con sus maletas en la mano, bajaban tímidamente por la calle Mayor, en dirección a la estación del Southern Pacific. Parecían un rebaño y la banda de música de Salinas marchaba a su cabeza tocando el
Stars and Stripes Forever
; y los familiares que los acompañaban no cesaban de llorar, y la música parecía una marcha fúnebre. Los reclutas no querían mirar a sus madres. No se atrevían a hacerlo. Jamás hubiéramos pensado que la guerra nos alcanzaría.

En Salinas, algunos comenzaron a cuchichear en los billares y bares. Estos hombres obtenían informes secretos de los soldados: no se nos contaba la verdad. Se enviaba a nuestros hombres a Europa sin fusiles. Muchos transportes de tropas se hundían y el Gobierno nos lo ocultaba. El ejército alemán era tan superior al nuestro, que no teníamos la menor posibilidad de victoria. El káiser era un hombre muy inteligente y se preparaba para invadir Norteamérica. Pero ¿nos lo decía Wilson? No. Por lo general, aquellos cuervos carroñeros eran los mismos que decían que un norteamericano valía por veinte alemanes juntos. Sí, eran los mismos.

Pequeños grupos de ingleses, con sus uniformes extranjeros (aunque resultaban muy elegantes), recorrían el país comprando todo cuanto encontraban, y pagando muy buenos precios por ello. Muchos de los agentes de compra británicos eran mutilados, pero llevaban igualmente uniforme. Entre otras cosas, compraban habas, porque las habas son fáciles de transportar, no se echan a perder y son muy nutritivas. Las habas estaban a seis centavos el kilo y había una gran escasez de ellas. Y los granjeros se tiraban de los pelos por no haber vendido el kilo de habas a dos centavos y medio por encima de lo que costaban seis meses atrás.

La nación y el valle Salinas cambiaron de canciones. Al principio, cantábamos cómo podríamos echarlos de Helgoland, colgar al káiser, marchar contra ellos y arreglar todo lo que aquellos malditos extranjeros habían desbaratado. Y de pronto nos pusimos a cantar: «En el rojo horror de la guerra, una enfermera de la Cruz Roja resiste; ella es la rosa de la tierra de nadie». Y también: «Oiga, centralita, póngame con el cielo porque mi papá está allí», o «Es sólo la oración de una chiquilla al atardecer, al declinar las luces se va a acostar y dice sus plegarias: ¡Oh, Dios! Por favor, dile a mi padre querido que vaya con cuidado…». Creo que éramos como un niño fuerte, pero sin experiencia, que recibe un golpe en la nariz en el primer jaleo en que se mete, y le duele; todos deseábamos que aquello se acabase.

Capítulo 43
1

A finales de verano, Lee salió a la calle con su gran cesta de la compra. Desde que vivía en Salinas, Lee se había vuelto un norteamericano conservador en el vestir. Por lo general, llevaba trajes de paño fino negro cuando salía de casa. Usaba camisas blancas, con altos cuellos duros, y lucía con afectación corbatas de lazo de estrechas cintas negras, semejantes a las que solían llevar antaño, como distintivo, los senadores del sur. Sus sombreros eran siempre negros, de copa redonda y de ala ancha, y abombados como si tuviera que ocultar aún su coleta recogida. Iba siempre inmaculadamente vestido.

Una vez, Adam observó el discreto esplendor del vestuario de Lee, y éste le sonrió.

—Tengo que hacerlo —le explicó—. Hay que ser muy rico para vestir tan desastradamente como usted. Los pobres debemos vestir bien.

—¡Pobres! —estalló Adam—. Tendrás que prestarnos dinero antes de que nos demos cuenta.

—Pudiera ser —respondió.

Aquella tarde, Lee depositó su pesada cesta en el suelo, al tiempo que decía:

—Voy a ver si hago sopa de melón de invierno. Es una receta china. Tengo un primo en el Barrio Chino que me ha dicho cómo hay que prepararla. Mi primo se dedica a la pirotecnia y está también metido en el juego del fantán.

—Creía que no tenías parientes —dijo Adam.

—Todos los chinos son parientes, y los que llevan el apellido Lee todavía lo son más —le aclaró Lee—. Mi primo es un Suey Dong. Tuvo que retirarse recientemente a causa de su salud y aprendió a cocinar. Hay que poner el melón en una cacerola, cortarle con cuidado un extremo, meter en él un pollo entero, setas, castañas hervidas, puerros y una pizca de jengibre. Luego se vuelve a poner el casco que se ha cortado en su sitio y se deja cocer a fuego lento durante dos días. Tiene que estar bueno.

Adam estaba recostado en su silla, con la cabeza echada hacia atrás entre las dos manos entrelazadas, y sonreía mirando al techo.

—Muy bueno, Lee, muy bueno —corroboró.

—Ni siquiera me ha escuchado —se quejó Lee.

Adam se enderezó.

—Uno piensa que conoce a sus propios hijos, y luego se da cuenta de que no es verdad —comentó.

Lee sonrió.

—¿Se le ha escapado algún detalle de sus vidas? —preguntó.

Adam rió por lo bajo.

—Lo descubrí por casualidad —aseguró—. Sabía que Aron no paraba mucho en casa este verano, pero imaginaba que estaba jugando en alguna parte.

—¡Jugando! —exclamó Lee—. Hace años que no juega.

—Bueno, pues haciendo cualquier cosa —prosiguió Adam—. Pero hoy me he encontrado con el señor Kilkenny, ya sabes, el director del instituto. Creía que yo ya lo sabía todo. ¿Sabes lo que está haciendo este muchacho?

—No —respondió Lee.

—Ha hecho el trabajo de todo el curso siguiente. Se prepara para realizar los exámenes de ingreso en la universidad, y de este modo se ahorra un año. Y Kilkenny está seguro de que aprobará. ¿Qué te parece?

—Es muy notable —dijo Lee—. ¿Por qué lo hace?

—¡Pues para ahorrarse un año!

—¿Y para qué quiere ahorrarse un año?

—Maldita sea, Lee, es un chico ambicioso. ¿No lo comprendes?

—No —respondió Lee—. Soy incapaz de comprenderlo.

—Nunca habló de ello. Me pregunto si lo sabe su hermano.

—Creo que Aron quiere que sea una sorpresa. No debemos decir nada hasta que él lo haga.

—Supongo que tienes razón. ¿Sabes, Lee? Me siento orgulloso de él, terriblemente orgulloso. Estoy encantado. Ojalá Cal tuviese esas ambiciones!

—Acaso las tenga —le advirtió Lee—. Puede que también guarde algún secreto.

—Es posible. Últimamente no se le ve mucho. ¿Crees que es bueno que siempre ande por ahí?

—Cal trata de encontrarse a sí mismo —contestó Lee—. Supongo que es normal esta especie de juego al escondite. Hay mucha gente que no lo supera en toda su vida, para su desgracia.

—Imagínate —dijo Adam—. Tiene todavía todo un año de trabajo por delante. Cuando nos lo diga, creo que deberíamos hacerle un regalo.

—Un reloj de oro —sugirió Lee.

—Buena idea —repuso Adam—. Voy a comprar uno y se lo grabaré. ¿Qué debería ponerle?

—El joyero se lo dirá —respondió Lee—. Se saca el pollo al cabo de dos días, se deshuesa y se vuelve a poner la carne en el interior.

—¿Qué pollo?

—El de la sopa de melón de invierno —le aclaró Lee.

—¿Y tenemos bastante dinero para mandarlo a la universidad, Lee?

—Si tenemos cuidado y él no hace gastos excesivos, sí.

—No los hará —aseguró Adam.

—Yo jamás pensé que los haría, pero los he hecho —admitió Lee.

Y examinó la manga de su chaqueta con admiración.

2

La parroquia de la Iglesia episcopal de San Pablo era espaciosa y desahogada. Había sido construida para clérigos de familia numerosa. El reverendo Rolf, que era soltero y de gustos muy sencillos, cerró casi toda la casa, pero cuando Aron necesitó un lugar para estudiar, le dejó una gran estancia y le ayudó con sus estudios.

El señor Rolf le tenía mucho cariño a Aron. Admiraba la angelical belleza de su rostro y sus suaves mejillas, sus caderas estrechas y sus piernas, largas y rectas. Le gustaba sentarse en la habitación y observar el rostro de Aron, tenso por el esfuerzo que hacía para aprender. Comprendió por qué Aron no podía estudiar en su casa, en un ambiente poco propicio para la formación de un pensamiento claro y límpido. El señor Rolf consideraba a Aron un producto suyo, su hijo espiritual, su contribución a la Iglesia. Le parecía verse a sí mismo durante los afanes que lo llevaron al celibato, y creía guiarlo hacia aguas tranquilas.

Sus discusiones eran largas, íntimas y personales.

—Ya sé que me critican —decía el señor Rolf. Lo que ocurre es que creo en una Iglesia más elevada que la de algunas personas. Nadie podrá convencerme de que la confesión no sea un sacramento tan importante como la comunión. Y pon atención a lo que te digo: poco a poco, haré que la gente vuelva a ella, pero hay que hacerlo con precaución.

—Cuando tenga una parroquia, yo también lo haré.

—Requiere gran tacto —le advirtió el señor Rolf.

—Me gustaría que en nuestra iglesia tuviésemos… —comenzó a decir Aron; bien, no veo por qué no he de decirlo: me gustaría que tuviésemos algo así como los agustinos o los franciscanos. Algún lugar donde retirarse. A veces me siento maculado, y deseo apartarme del lodo y purificarme.

—Conozco esos sentimientos —corroboró el señor Rolf con seriedad—. Pero en eso no estoy de acuerdo contigo. No creo que nuestro Señor desee que los sacerdotes se retiren del servicio del mundo. Recuerda cómo Él insistía en que debemos predicar el Evangelio, ayudar a los enfermos y a los pobres e incluso revolcarnos en la inmundicia para sacar a los pecadores del fango. Debemos tener siempre presente su ejemplo.

Sus ojos se iluminaron y su voz se volvió gutural, como cuando pronunciaba un sermón.

—Acaso no debiera decirte esto, y espero que no pensarás que siento algún orgullo por decirlo —continuó—. Pero es algo que irradia gloria. Durante las últimas cinco semanas ha venido todos los días una mujer al servicio de la tarde. No creo que hayas podido verla desde el coro. Se sienta siempre en el último banco de la izquierda. Sí, sí que puedes verla, porque la esquina no la tapa. Sí, puedes verla. Va cubierta con un velo y siempre sale antes de que yo pueda volver de la procesión del clero al finalizar el servicio.

—¿Quién es ella? —preguntó Aron.

—Supongo que ya tienes edad para saber esas cosas. Hice discretas averiguaciones, y nunca adivinarías quién es. Es…, bien…, la dueña de una casa de mala reputación.

—¿Aquí, en Salinas?

—Si, en Salinas —el señor Rolf se inclinó—. Aron, ya veo la repulsión que eso te inspira, pero tienes que aprender a vencerla. No olvides a nuestro Señor y a María Magdalena. Sin el menor orgullo, te digo que me alegraría poder salvarla.

—¿Qué viene a hacer aquí? —preguntó Aron.

—Acaso viene a buscar lo que nosotros podemos ofrecerle, la salvación. Por supuesto, requerirá mucho tacto, ya lo preveo. Y toma nota de mis palabras: esa clase de mujeres son tímidas. Un día llamará con los nudillos a mi puerta y me pedirá permiso para entrar. Y cuando ese momento llegue, Aron, ruego a Dios que me ilumine para que sepa ser sabio y paciente. Debes creerme, cuando ocurre eso, cuando un alma perdida busca la luz, es la experiencia más hermosa y más sublime que puede tener un sacerdote. Esta es nuestra razón de ser, Aron, ésta es nuestra razón de ser.

Other books

Gold Mountain by Karen J. Hasley
Cat Among the Pumpkins by Mandy Morton
The Proof of the Honey by Salwa Al Neimi
Fire Nectar by Hopkins, Faleena
Secret Life Of A Vampire by Sparks, Kerrelyn
Six of One by Joann Spears
Crown Of Fire by Kathy Tyers