—Acaso está atravesando una mala época, que no será permanente. Tú eres una chica lista, muy lista. Es muy difícil tratar de vivir siempre con la piel de la otra.
—Siempre tengo miedo de que descubra algo en mí que la otra, la que es hija de su fantasía, no tiene. Le parecerá que tengo mal carácter, o que huelo mal, o algo por el estilo. Alguna pega encontrará.
—Tal vez no —respondió Lee—. Pero tiene que ser muy difícil vivir como una azucena virginal, y al mismo tiempo como un ser humano de carne y hueso. Los seres humanos también huelen mal, a veces.
Ella se dirigió hacia la mesa.
—Lee, desearía…
—Ten cuidado con la harina, no la tires por el suelo —le advirtió él—. ¿Qué desearías?
—Es sobre mi suposición. Me figuro que Aron, al no tener una madre, se la ha imaginado dotándola con todas las cosas buenas que existen en el mundo.
—Pudiera ser. Y crees que ese ideal lo ha reflejado en ti —ella lo miraba, mientras sus dedos se paseaban suavemente arriba y abajo por la hoja del cuchillo—. Y lo que tú desearías es descubrir algún modo de deshacer el entuerto.
—Sí.
—Supón que entonces no te quisiese.
—Preferida correr ese riesgo —afirmó ella—. Por lo menos sería yo misma.
—Nunca vi a nadie más involucrado en los asuntos de los demás que yo —aseguró Lee—. Y lo bueno del caso es que soy un hombre que nunca tiene una respuesta definitiva sobre nada. ¿Vas a terminar de machacar esa carne o quieres que lo haga yo?
Ella volvió a entregarse a su trabajo.
—¿No le parece gracioso ser tan seria, cuando aún voy a la escuela? —preguntó ella.
—No podría ser de otra manera —contestó Lee—. La risa viene más tarde, como la muela del juicio, y lo último que llega es reírse de uno mismo en una loca carrera con la muerte, que a veces gana ésta.
Los golpes sobre la carne se hicieron más rápidos y más nerviosos. Lee formaba dibujos sobre la mesa con cinco alubias: una hilera, un ángulo, un círculo. Los golpes cesaron.
—¿Vive todavía la señora Trask?
El índice de Lee se detuvo por un momento sobre una alubia, y luego la empujó lentamente hasta convertir la o en una letra cu. Sabía que Abra lo estaba mirando, e incluso podía imaginarse la expresión de pánico de la joven al hacer esta pregunta. Su pensamiento corría como una rata atrapada dentro de una ratonera. Suspiró al no encontrar escapatoria. Se volvió lentamente para mirarla, y comprobó que sus suposiciones eran ciertas.
—Hemos hablado mucho los dos, pero no recuerdo que hayamos hablado jamás de mí —dijo sin inflexión en la voz y sonrió tímidamente—. Abra, permíteme que te hable de mí. Yo soy un criado. Soy viejo. Soy chino. Esas tres cosas, ya las sabes. Pero también estoy cansado, y soy un cobarde.
—Usted no es… —empezó a decir ella.
Pero Lee la interrumpió.
—Calla, te lo ruego —dijo Lee—. Si, soy muy cobarde. No tengo valor para meter el dedo en las llagas de los demás.
—¿Qué quiere decir?
—¿Hay alguna otra cosa, Abra, que disguste a tu padre además de los nabos?
El rostro de la joven adquirió una expresión obstinada.
—Le he hecho una pregunta.
—Yo no he oído una pregunta —contestó él con suavidad, mientras su voz adquiría un tono más reservado—. Tú no me has hecho una pregunta, Abra.
—Supongo que pensará que soy demasiado joven para… —empezó a decir Abra.
Lee la atajó.
—Una vez serví a una mujer de treinta y cinco años, que se había resistido con éxito a la experiencia, la cultura y la belleza. Si hubiese tenido seis años, hubiera sido la desesperación de sus padres. Pero a los treinta y cinco, se le permitía administrar dinero y las vidas de las personas que la rodeaban. No, Abra, la edad no tiene nada que ver. Si yo tuviese algo que decirte, te lo diría.
La muchacha le sonrió.
—Soy muy lista —aseguró ella—. ¿Tendré que adivinarlo, pues?
—¡Dios me libre, no! —protestó Lee.
—Entonces, ¿no me deja que intente adivinarlo?
—No me importa lo que hagas, mientras a mí no me concierna. Creo que, a pesar de lo débil y negativo que pueda ser un hombre bueno, lleva encima tantos pecados como puede soportar. Y yo ya tengo bastantes pecados sobre mí. Acaso no son pecados tan hermosos como los de otros, pero son los únicos que puedo acarrear. Te ruego que me perdones.
Abra se inclinó sobre la mesa y tocó el dorso de la mano del chino con sus dedos enharinados. La piel amarillenta de la mano de Lee era tirante y reluciente. Miró las blancas manchas que dejaron sobre ella los dedos de la joven.
—Mi padre deseaba un chico —comentó Abra—. Creo que, además de los nabos, odia a las chicas. Le cuenta a todo el mundo cómo se le ocurrió ponerme ese nombre tan raro. «Y aunque llamé a otro, vino Abra.»
Lee sonrió.
—Eres una muchacha encantadora —aseguró—. Mañana, si te quedas a cenar, compraré algunos nabos.
—¿Vive todavía ella? —insistió Abra con voz queda.
—Si —respondió Lee.
La puerta de entrada a la casa se cerró con un fuerte golpe, y Cal penetró en la cocina.
—Hola, Abra. Lee, ¿está mi padre en casa?
—No, todavía no ha llegado. ¿De qué te ríes?
Cal le tendió un cheque.
—Ahí tienes. Es para ti.
Lee lo miró.
—Yo te dije sin intereses —le recordó.
—Así es mejor. Puede que te lo vuelva a pedir.
—¿No puedes decirme de dónde lo has obtenido?
—No, todavía no. He tenido una idea muy buena —dijo, y sus ojos se posaron en Abra.
—Tengo que irme a casa —declaró ella.
Cal dijo, dirigiéndose a Lee:
—Ella también podría participar. He decidido hacerlo el día de Acción de Gracias. Ese día Abra probablemente estará aquí, y Aron también.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella.
—Voy a hacerle un regalo a mi padre.
—¿En qué consiste? —preguntó Abra.
—No puedo decirlo. Ya lo sabréis ese día.
—¿Lo sabe Lee?
—Sí, pero tampoco te lo dirá.
—No creo haberte visto nunca tan alegre —observó Abra—. En realidad, no creo haberte visto nunca alegre.
Y descubrió que en su fuero interno se despertaba una especie de afecto por Cal.
Después de que Abra se hubo ido, Cal se sentó.
—No sé si dárselo antes de la cena del día de Acción de Gracias, o después —dijo.
—Después —contestó Lee—. ¿Tienes en realidad todo ese dinero?
—Quince mil dólares.
—¿Los has obtenido honradamente?
—¿Quieres decir si los he robado?
—Sí.
—Los he obtenido honradamente —aseguró Cal—. ¿Te acuerdas que, cuando Aron aprobó, brindamos con champán? Pues ahora también tendremos champán, y, tal vez podríamos adornar el comedor. Abra podría ayudarnos.
—¿Crees realmente que a tu padre le interesa el dinero?
—¿Por qué no?
—Espero que tengas razón —declaró Lee—. ¿Qué tal te ha ido en la escuela?
—No muy bien. Tendré que empollar después del día de Acción de Gracias —confesó Cal.
Al día siguiente, a la salida de la escuela, Abra apretó el paso y alcanzó a Cal.
—Hola, Abra —saludó Cal—. Haces un dulce de chocolate muy bueno.
—El último estaba demasiado seco. Tiene que ser más cremoso.
—Lee te adora. ¿Qué le has dado?
—Me gusta Lee —aseguró ella, y añadió—: Quiero preguntarte algo, Cal.
—Dime.
—¿Qué pasa con Aron?
—¿Qué quieres decir?
—Sólo parece pensar en sí mismo.
—No creo que eso sea nada nuevo. ¿Os habéis peleado?
—No. Cuando se le metió en la cabeza todo eso de ordenarse sacerdote y no casarse, traté de pelearme con él, pero él no quiso.
—¿Dijo que no quería casarse contigo? No puedo creerlo.
—Cal, ahora me escribe cartas de amor, sólo que no son para mí.
—Entonces, ¿para quién son?
—Es como si se las escribiese a él mismo.
—Ya sé lo del sauce —comentó Cal.
Ella no pareció sorprenderse.
—¿Ah, sí? —respondió.
—¿Estás enfadada con Aron?
—No, no es que esté enfadada, es que no le entiendo. No lo conozco.
—Ten paciencia —le aconsejó Cal—. Tal vez esté pasando algún bache. —No sé si podré soportarlo. ¿Crees que podría haber estado equivocada todo este tiempo?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Cal —dijo la joven, ¿es cierto que vuelves a tu casa a horas muy avanzadas, y que incluso has ido alguna vez a casas de mala reputación?
—Sí —respondió él—. Es cierto. ¿Te lo ha contado Aron?
—No, no ha sido Aron. Dime: ¿por qué vas allí?
Caminaban uno junto al otro, pero él no respondió.
—Dímelo —insistió ella.
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Vas acaso porque eres malo?
—Pero ¿tú qué sabes de eso?
—Yo tampoco soy buena —aseguró ella.
—Tú estás loca —le espetó Cal—. Ya te quitará Aron esas tonterías de la cabeza.
—¿Tú crees?
—Naturalmente —contestó Cal—. Tiene que hacerlo.
Joe Valery iba tirando gracias a que se limitaba a observar y escuchar y, como solía decirse, a no asomar demasiado la cabeza. Poco a poco había ido haciendo acopio de odios. Empezó con una madre que no le hacía ni caso y un padre que alternativamente lo zurraba o lo besuqueaba, llenándolo de babas. No le costó mucho desplazar su odio incipiente al maestro que trataba de disciplinarlo, al guardia que lo perseguía y al clérigo que lo sermoneaba. Antes, incluso, de que el primer magistrado bajara su mirada hacia él, Joe ya poseía un buen repertorio de odios hacia el mundo que conocía.
El odio no puede vivir solo. Le es necesario el amor para que actúe a modo de gatillo, de acicate o de estimulante. En el alma de Joe se formó desde muy temprano un amor cariñoso y protector por Joe. Consolaba, halagaba y acariciaba a Joe. Levantó muros para proteger a Joe de un mundo hostil. Y poco a poco Joe se fue convirtiendo en el blanco de la maldad ajena. Si Joe se veía envuelto en alguna complicación, era porque el mundo conspiraba furiosamente contra él. Y si Joe atacaba al mundo, ello no era más que una lícita venganza que éste merecía muy bien…, formado como estaba por una serie de hijos de perra. Joe prodigaba toda clase de cuidados a su amor, y fue perfeccionando un código de conducta que, más o menos, hubiera sido como sigue:
Había otras reglas complementarias, pero no eran más que variantes perfeccionadas. Su sistema daba resultado y, puesto que no conocía otro, no tenía forma de compararlo. Sabía que era necesario ser listo, y él creía serlo. Si algo le salía bien, es que era listo; si fracasaba, lo atribuía a la mala suerte. Joe no era demasiado afortunado, pero consiguió salir adelante y con un mínimo esfuerzo. Kate lo empleó porque sabía que haría cualquier cosa si le pagaban. No se formaba ilusiones acerca de él, pero en su negocio los tipos como Joe eran necesarios.
Cuando empezó a trabajar en casa de Kate, Joe se puso a buscar los puntos débiles de la vida que lo rodeaba: vanidad, voluptuosidad, zozobras o remordimientos de conciencia, codicia, histerismo. Supuso que esas cosas existían porque Kate era una mujer. Le produjo una impresión considerable descubrir que, si existían allí, él era incapaz de encontrarlas. Aquella señora pensaba y actuaba como un hombre, con la única diferencia de que era más dura, más rápida y más lista. Joe cometió algunos errores y Kate le restregó las narices sobre ellos, lo cual despertó en él cierta admiración por ella, basada en el temor.
Cuando descubrió que no podía pegársela tan fácilmente, comenzó a creer que ya no podía pegársela a nadie. Kate lo esclavizó, del mismo modo que él había esclavizado siempre a las mujeres. Ella lo vestía, lo alimentaba, le daba órdenes y lo castigaba.
Una vez que Joe reconoció que ella era más lista que él, no le costó mucho trabajo creer que era también más lista que todo el mundo. Estaba convencido de que ella poseía los dos dones más importantes: era lista y tenía mucha mano izquierda para manejar el negocio, no se podía desear nada más. Él se alegraba de poder hacer el trabajo sucio de Kate, pero también temía fallar. Kate nunca cometía errores, decía Joe. Y si se le seguía el juego, Kate te cuidaba y te protegía. Y tan convencido estaba de que eso era así, que jamás se lo cuestionó; simplemente, se limitaba a obedecer. Cuando provocó la expulsión de Ethel del condado, lo consideró parte de su trabajo. Era un asunto de Kate, y ella era muy lista.
Kate pasaba muy malas noches cuando le arreciaba el dolor artrítico. Casi podía sentir cómo se hinchaban y se agarrotaban sus articulaciones. A veces, trataba de pensar en otras cosas, incluso desagradables, para alejar de su mente el dolor y la imagen de sus dedos ganchudos. En ocasiones, se esforzaba por recordar todos los detalles de una habitación que no había visto desde hacía mucho tiempo. Otras veces, miraba al techo, imaginaba columnas de cifras y las sumaba, y otras, evocaba recuerdos. Volvió a ver el rostro del señor Edwards, su traje, y la palabra que aparecía en la presilla de metal de sus tirantes. Nunca le había prestado mucha atención, pero ahora recordaba que aquella palabra era «Excelsior».
Con frecuencia, durante la noche, pensaba en Faye; recordaba sus ojos, su cabello y el tono de su voz, el modo cómo movía las manos y la pequeña verruga que tenía junto a la uña del pulgar izquierdo, que no era otra cosa que la cicatriz de una antigua herida. Kate examinaba cuáles eran sus propios sentimientos hacia Faye. ¿La odiaba? ¿La amaba? ¿La había compadecido? ¿Sintió haberla matado? Kate analizaba sus pensamientos milímetro a milímetro, y se paseaba sobre ellos como un gusano. Descubrió que no experimentaba ninguna clase de sentimiento hacia Faye. Ni la quería ni dejaba de quererla. Hubo una época, durante su enfermedad, en que su voz y su olor la ponían furiosa, hasta el punto que consideró que matarla era el único modo de acabar con aquello.