Al este del Edén (79 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—¿De veras?

—Te lo aseguro.

—En ese caso iré a ver al director enseguida.

Y apresuró el paso. Cal lo llamó:

—¡Aron, espera! ¡Escúchame! ¡Si él dice que cree que puedes hacerlo, no se lo digas a padre!

—¿Por qué no?

—Imagina lo bonito que sería que un día te presentases ante él y le dijeras que lo has conseguido.

—No veo la diferencia.

—¿No la ves?

—No, no la veo —respondió Aarón. Me parece una estupidez.

Cal tuvo un violento deseo de gritar: «¡Sé quién es nuestra madre! Puedo mostrártelo». Aquello hubiera producido una enorme impresión a Aron.

Cal se encontró con Abra en el vestíbulo antes de que sonara la campana.

—¿Qué le pasa a Aron? —preguntó el muchacho.

—No lo sé.

—Sí que lo sabes —replicó él.

—Tiene la cabeza en las nubes. Yo creo que se debe a ese clérigo —comentó Abra.

—¿Sigue acompañándote a casa?

—Claro que sí. Pero yo veo perfectamente en su interior. Le han nacido alas.

—Sigue avergonzado por lo de las lechugas.

—Ya lo sé —contestó Abra—. Hago todo lo que puedo por quitarle esa idea de la cabeza. Tal vez disfruta con ello.

—¿Qué quieres decir?

—Nada —respondió Abra.

Aquella noche, después de cenar, Cal preguntó a Adam:

—Padre, ¿le importaría que yo fuese al rancho el viernes por la tarde?

Adam se volvió en su silla.

—¿Para qué?

—Para echarle un vistazo. Me gustaría verlo.

—¿También quiere ir Aron?

—No. Prefiero ir solo.

—No veo inconveniente. Lee, ¿ves alguna razón que lo impida?

—No —contestó Lee, y observó a Cal—. ¿Sigues pensando en serio en convertirte en granjero?

—Podría hacerlo. Si usted, padre, me lo permitiese, yo cuidaría del rancho.

—Está arrendado aún para más de un año —repuso Adam.

—Y después, ¿podría encargarme de él?

—Y la escuela, ¿qué?

—Ya habré terminado para entonces.

—Ya veremos —dijo Adam—. Puede que cambies de opinión y quieras seguir estudiando.

Cuando Cal se dirigió a la puerta de entrada, Lee lo siguió y salió con él.

—¿Puedes decirme qué es lo que pasa? —preguntó Lee.

—Sólo quiero ir a echarle un vistazo.

—Está bien, ya veo que no quieres decírmelo.

Lee se volvió para entrar en la casa, pero luego llamó al chico, y éste se detuvo.

—¿Estás preocupado, Cal? —preguntó.

—No.

—Tengo cinco mil dólares, que están a tu disposición, por si los necesitas alguna vez.

—¿Para qué podría necesitarlos?

—Qué sé yo —respondió Lee.

3

A Will Hamilton le gustaba su oficina del garaje, toda encristalada. Sus negocios abarcaban mucho más que el concesionario y, sin embargo, no cambió de oficina. Le agradaba el movimiento que veía a través de su jaula de cristal cuadrada. Y había mandado instalar doble acristalamiento para amortiguar el ruido del garaje.

Estaba sentado en su gran silla giratoria de cuero rojo, y era evidente que gozaba de la vida. Cuando le hablaban de su hermano Joe, que ganaba tanto dinero en el este con la publicidad, Will siempre se definía a sí mismo como una rana muy gorda en una charca minúscula.

—Me asusta la idea de vivir en una gran ciudad —decía—. No soy más que un pobre campesino.

Y le complacían las risas que despertaba invariablemente esta aseveración porque le demostraba que sus amigos sabían que tenía el riñón bien cubierto.

Cal fue a visitarlo un sábado por la mañana. Al percibir la mirada sorprendida de Will, le dijo:

—Soy Cal Trask.

—Desde luego. ¡Dios, cuánto has crecido! ¿Viene tu padre contigo?

—No, he venido solo.

—Bien, siéntate. Supongo que no fumas.

—A veces, sí. Sólo cigarrillos.

Will le acercó un paquete de Murads por encima del escritorio. Cal abrió la caja, pero la volvió a cerrar.

—Ahora no me apetece.

Will observó a aquel muchacho moreno, y le gustó lo que vio. «Este chico es listo. No será fácil engañarlo», se dijo.

—Creo que pronto emprenderás algún negocio —manifestó.

—Sí, señor. He pensado que podría dirigir el rancho, cuando termine la escuela.

—Con eso no harás dinero —contestó Will—. Los granjeros nunca ganan dinero. Quien lo gana es el que compra a los granjeros y luego vende. Nunca harás dinero con la agricultura.

Will se percató de que Cal lo estaba examinando y probando, y no le molestó.

Cal tenía ya su decisión tomada, pero antes preguntó:

—Usted no tiene hijos, ¿verdad, señor Hamilton?

—Pues, no. Y lo siento. Lo siento mucho. —Y añadió—: ¿Por qué me lo preguntas?

Cal hizo como si no oyese la respuesta.

—¿Querría usted aconsejarme?

Will rebosaba de satisfacción.

—Claro que sí, si está a mi alcance. ¿Qué quieres saber?

Y entonces Cal hizo algo que Will Hamilton aprobó aún más. Usó el candor como arma.

—Quiero hacer mucho dinero —le dijo—, y quiero que usted me diga cómo puedo hacerlo.

Will reprimió sus deseos de reír. A pesar de la inseguridad de aquella afirmación, sabía que Cal no era ningún ingenuo.

—Todo el mundo quiere lo mismo —afirmó—. ¿Qué quieres decir con «mucho dinero»?

—Veinte o treinta mil dólares.

—¡Santo Dios! —exclamó Will, y se inclinó hacia delante en la silla, haciéndola rechinar bajo su peso; después, soltó una carcajada, pero no para burlarse; Cal, por su parte, sonrió. ¿Puedes decirme por qué necesitas tanto dinero? —prosiguió Will.

—Sí, señor —respondió Cal—. Puedo decírselo. —y abriendo la caja de Murads, sacó uno de los cigarrillos ovalados con boquilla de corcho y lo encendió—. Le voy a decir por qué.

Will se recostó en su silla con expresión risueña.

—Mi padre perdió mucho dinero —dijo Cal.

—Ya lo sé —contestó Will—. Ya le advertí que no enviase lechugas al otro extremo del país.

—¿Se lo advirtió usted? ¿Y por qué lo hizo?

—No había la menor garantía —afirmó Will—. Un hombre de negocios debe estar siempre a cubierto. De lo contrario, al primer tropiezo estará liquidado. Sucedió con tu padre. Prosigue.

—Quiero conseguir el dinero que perdió para devolvérselo. Will lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué? —le preguntó.

—Porque sí.

—¿Le quieres mucho? —preguntó Will.

—Sí.

El rostro carnoso de Will se contrajo, y un recuerdo pasó sobre él como un viento helado. No tuvo que evocar lentamente el pasado, sino que lo tuvo allí, en un súbito destello, con todos los años, como una imagen, un sentimiento y una tristeza, todo inmovilizado del mismo modo que una cámara fotográfica inmoviliza al mundo. Ahí estaba el resplandeciente Samuel, hermoso como el alba y con la fantasía libre como un vuelo de golondrinas, y el brillante y ensimismado Tom, semejante a un oscuro fuego; también Una, que cabalgaba las tempestades, y la encantadora Mollie, la risueña Dessie, el bello George, que esparcía un dulce perfume semejante al de las flores, y Joe, el benjamín, el más querido. Cada uno de ellos, sin el menor esfuerzo, aportaba uno u otro don a la familia.

Casi todo el mundo posee su caja donde guarda sus penas ocultas, que no comparte con nadie. Will guardaba muy bien la suya tras sus sonoras risotadas y sus perversas virtudes, que sabía explotar muy bien, sin permitir jamás que sus celos saliesen a la luz. Se juzgaba a sí mismo un hombre tardo, algo memo, conservador y desprovisto de inspiración. Ningún gran sueño lo mecía, y no se sentía inclinado al suicidio por ninguna desesperación. Estaba siempre al margen, intentando mantenerse en la periferia de la familia con los dones que poseía: meticulosidad, sentido común y perseverancia; llevó las cuentas, contrató abogados, llamó a la funeraria y, finalmente, pagó las facturas. Los demás ni se daban cuenta de que lo necesitaban. Poseía la habilidad de ganar dinero y de guardarlo. Estaba convencido de que los Hamilton le despreciaban porque ésta era su única habilidad. Los había querido con fidelidad perruna, y siempre había estado dispuesto para sacarlos de sus errores con su dinero. Pensaba que se sentían avergonzados de él, y hacía todo cuanto podía por ganar su reconocimiento. Todo esto le trajo el viento helado del recuerdo.

Sus ojos ligeramente saltones estaban humedecidos cuando volvió a mirar a Cal, y éste le preguntó:

—¿Qué tiene, señor Hamilton? ¿No se encuentra bien?

Will quería a su familia, pero jamás la comprendió; ellos lo aceptaron sin sospechar que había algo que comprender. Y ahora se presentaba este muchacho. Will lo comprendía, lo sentía, lo reconocía. Era el hijo que él debiera haber tenido, o el hermano, o el padre. Y el frío viento del recuerdo dio paso a un cálido sentimiento hacia Cal, que le atenazó el estómago y le oprimió el pecho.

Will se obligó a dirigir su atención a lo que ocurría en su oficina encristalada. Cal estaba sentado, esperando.

Will no sabía cuánto había durado su silencio.

—Estaba pensando —dijo mansamente, pero, de pronto, su voz adquirió un tono firme—. Me has pedido algo. Yo soy un hombre de negocios y no doy nada, lo vendo.

—Sí, señor.

Cal estaba expectante, pero sabía que le habla gustado a Will Hamilton.

—Quiero saber algo y quiero que me digas la verdad. ¿Lo harás? —le preguntó Will.

—No lo sé —respondió Cal.

—Eso me gusta. ¿Cómo puedes saberlo si desconoces la pregunta? Me gusta. Eso demuestra que eres listo y honrado. Escucha, tú tienes un hermano. ¿Tu padre le quiere más que a ti?

—Todo el mundo le quiere más —contestó con calma el muchacho—. Todo el mundo quiere a Aron.

—¿Y tú también?

—Si, señor. Por lo menos…, sí, yo también.

—¿Qué quieres decir con ese «por lo menos»?

—A veces pienso que es un estúpido, pero le quiero.

—¿Y a tu padre?

—Lo adoro —dijo Cal.

—Pero él quiere más a tu hermano.

—No lo sé.

—Dices que quieres recuperar el dinero que perdió tu padre. ¿Por qué?

Por lo general, los ojos de Cal mantenían una expresión atenta y cautelosa, pero ahora estaban tan abiertos, que parecían verlo todo y penetrar a través de Will. Cal estaba tan cerca de su propia alma como era posible.

—Mi padre es bueno —le explicó. Quiero devolvérselo porque yo no soy bueno.

—¿Y serías bueno si lo hicieses?

—No —contestó Cal—. Mis pensamientos son siempre malos.

Will nunca había conocido a nadie que hablase tan crudamente. Se sentía algo turbado ante aquella crudeza, y por otra parte, sabía lo seguro que se sentía Cal en su desnuda sinceridad.

—Sólo una pregunta más —continuó—. Y no me importa si no la respondes. Posiblemente, yo no la respondería. Imagínate que reúnes todo el dinero y se lo entregas a tu padre, ¿no cruzaría por tu mente la idea de que estabas tratando de comprar su amor?

—Si señor. Lo pensaría, y sería verdad.

—Eso es todo lo que quería preguntarte.

Will se inclinó hacia delante y apoyó su frente sudorosa y palpitante en las manos. Era incapaz de recordar una ocasión en que se hubiese sentido tan impresionado. Cal mostraba una incipiente expresión de triunfo. Sabía que había vencido, y trataba de evitar que su rostro lo revelase.

Will levantó la cabeza, se quitó las gafas y las limpió.

—Salgamos —le propuso—. Vamos a dar una vuelta.

Will conducía ahora un enorme Winton, con una capota tan larga como un ataúd y de cuyas entrañas se escapaba un poderoso y jadeante zumbido. Se dirigió al sur desde King City, siguiendo la carretera del condado, que cruzaba los campos animados por la primavera, mientras las alondras volaban sobre los prados, y de los alambres de las cercas se elevaban toda clase de melodías. Pico Blanco se alzaba a poniente, coronado por las nieves, y en el valle, las hileras de eucaliptos, que cruzaban las tierras para resguardarlas del viento, resplandecían como plata con sus hojas nuevas.

Cuando llegó a la carretera vecinal que conducía al rancho de Trask, Will aparcó el coche a un lado de la carretera. No había pronunciado palabra desde que salieron de King City. El potente motor del Winton ronroneaba suavemente.

Will, mirando ante sí, dijo:

—Cal, ¿te gustaría asociarte conmigo?

—Sí, señor.

—No me gusta asociarme con una persona que no aporte nada. Podría prestarte el dinero, pero eso sólo nos crearía problemas.

—Yo puedo conseguirlo —repuso Cal.

—¿Cuánto?

—Cinco mil dólares.

—¿Tú?, lo dudo.

Cal no respondió.

—Está bien, te creo —dijo Will—. ¿Prestados?

—Sí, señor.

—¿A qué interés?

—A ninguno.

—Es una buena operación. ¿Quién te lo presta?

—No puedo decírselo, señor.

Will movió la cabeza y soltó una carcajada. Rebosaba de gozo.

—Puede que esté loco, pero el hecho es que te creo, y no estoy loco. —Aceleró el motor, y luego lo dejó otra vez en su perezosa marcha—. Quiero que me escuches. ¿Lees los periódicos?

—Sí, señor.

—Nos meteremos en la guerra de un momento a otro.

—Así parece.

—Son muchos los que lo creen. Ahora bien, ¿sabes cuál es el precio actual de las habas? Quiero decir, ¿a qué precio puedes vender cien sacos en Salinas?

—No estoy seguro. Creo que está a un centavo y medio o dos el kilo. —¿Qué es eso de que no estás seguro? ¡Si lo sabes muy bien!

—Verá, es que tenía pensado pedirle a mi padre que me dejase dirigir el rancho.

—Ya comprendo. Aunque, en realidad, no piensas cultivar. Eres demasiado listo. El arrendatario de tu padre se llama Rantani. Proviene de la Suiza italiana, y es muy buen granjero. Tiene ya en cultivo cerca de doscientas hectáreas. Si podemos garantizarle dos centavos y medio por kilo y le entregamos las semillas necesarias, plantará habas, y lo mismo harán los demás granjeros de los alrededores. Podríamos contratar dos mil hectáreas de habas.

—Pero ¿qué haremos con habas a dos centavos y medio el kilo en un mercado donde se pagan a uno y medio? —preguntó Cal—. ¡Claro! Pero ¿cómo podemos estar seguros?

—¿Somos socios o no? —preguntó Will.

—Si, señor.

—¡Nada de señor!

—Si, Will.

—¿Cuándo tendrás esos cinco mil dólares?

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