Al este del Edén (76 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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En la cocina, Cal esperaba a que el agua se calentase en la cafetera; sin embargo, no le desagradaba aquella espera. Cuando un milagro se ha vuelto familiar, deja de ser un milagro. Cal ya no se maravillaba ante las cordiales relaciones que se habían establecido entre él y su padre, pero el gozo todavía duraba. El veneno de la soledad y la sorda envidia de los que se sentían solos lo habían abandonado; se sentía limpio y lleno de dulzura, y era muy consciente de ello. Evocó un viejo odio para probarse, pero descubrió que aquel odio había desaparecido. Deseaba servir a su padre, ofrecerle algún gran presente, realizar alguna tarea noble y ardua en su honor.

El agua de la cafetera se desbordó al hervir, y Cal pasó varios minutos limpiando el fogón. Luego se dijo: «Ayer esto no me hubiera ocurrido».

Adam le sonrió cuando entró con la cafetera humeante. Aspiró el aroma que de ella se desprendía y dijo:

—Este olor haría que me levantara de mi propia tumba.

—Se me vertió al hervir —se excusó Cal.

—Si no hierve no tiene buen sabor —le aclaró Adam—. ¿Dónde se habrá metido Lee?

—Puede que esté en su habitación. ¿Quiere que vaya a verlo?

—No. Ya hubiera respondido.

—Padre, cuando termine mis estudios, ¿querrá dejarme dirigir el rancho?

—Tienes mucha prisa. ¿Y Aron?

—Él quiere ir a la universidad. No le diga que yo se lo he dicho. Deje que lo haga él mismo y usted haga ver que se sorprende.

—De acuerdo —convino Adam—. Entonces, ¿tú no quieres ir a la universidad?

—Apostaría a que soy capaz de hacer dinero en el rancho, el suficiente para pagarle los estudios a Aron.

Adam sorbió el café.

—Es una proposición muy generosa —afirmó. No sé si debería decirte esto, pero cuando antes te he preguntado qué clase de muchacho era Aron, lo has defendido tan mal, que he pensado que sentías por él antipatía, o tal vez odio.

—Antes lo odiaba —reconoció Cal con vehemencia—. Y le he hecho daño a veces. ¿Pero me permite usted que se lo diga, señor? Ahora ya no le odio ni volveré a odiarle jamás. Creo que nunca podré odiar a nadie, ni siquiera a mi madre.

Se interrumpió, sorprendido ante su impremeditado tropiezo, y se quedó helado y sin saber qué decir.

Adam miraba ante sí. Se frotó la frente con la palma de la mano. Por fin dijo con voz queda:

—Sabes lo de tu madre.

Eso no era una pregunta, sino una afirmación.

—Sí, señor.

—¿Lo sabes todo?

—Sí, señor.

Adam se recostó en la silla.

—¿Lo sabe Aron?

—¡Oh, no, no señor! No lo sabe.

—¿Por qué lo dices de esa manera?

—No me atrevería a contárselo.

—¿Por qué no?

—No creo que pudiese resistirlo —aseguró Cal con tono desgarrador—. No hay suficiente maldad en él para permitirle aguantar ese golpe.

Estuvo a punto de añadir «como le ocurrió a usted», pero no terminó la frase.

Adam parecía abrumado, y movió la cabeza de uno a otro lado.

—Cal, escúchame. ¿Crees que hay alguna probabilidad de evitar que Aron se entere? Piénsalo bien.

—Él no se acerca a esos sitios —respondió Cal—. No es como yo.

—Pero supón que alguien se lo dice.

—Me parece que no se lo creería. Más bien pienso que la emprendería a golpes con el que se lo dijese, tratándolo de embustero. —¿Has estado allá?

—Si, señor, tenía que verlo con mis propios ojos.

Cal prosiguió con excitación:

—Si él fuese a la universidad y se quedara a vivir por allí…

—Si, podría ser —asintió Adam—. Pero todavía tiene que permanecer aquí dos años más.

—Yo podría apremiarle y hacer que terminase en un año. Es un chico muy listo.

—¿Pero no eres tú el más listo?

—Yo soy listo de otra manera —contestó Cal.

Adam pareció crecer y engrandecerse, hasta ocupar todo un lado de la estancia. La expresión de su rostro era firme y sus ojos azules, agudos y penetrantes.

—¡ Cal! —exclamó con voz fuerte.

—¿Padre?

—Confío en ti, hijo mío —le dijo Adam.

2

El hecho de que Adam se hubiese dado cuenta de su existencia fue el catalizador de la felicidad de Cal. Caminaba sin tocar con los pies en el suelo. Solía sonreír con más frecuencia, y aquella sombría y secreta tristeza raras veces le acompañaba.

Lee, advirtiendo el cambio, le preguntó con suavidad:

—¿Es que andas con alguna chica?

—¿Una chica? No. ¿Quién quiere una chica?

—Todo el mundo —contestó Lee.

Y Lee preguntó a Adam:

—¿Sabe usted qué le pasa a Cal?

—Ha descubierto lo de su madre —respondió Adam.

—¿Ah, sí? —lee respiró aliviado—. Bueno, recuerde que ya le dije que debía decírselo.

—No fui yo quien se lo dijo. Ya lo sabía.

—¡Qué le parece! —exclamó Lee—. Aunque no es el tipo de noticia capaz de hacer que un muchacho canturree cuando estudia y lance la gorra por los aires cuando pasea. Y Aron, ¿qué?

—Temo su reacción —contestó Adam—. Prefiero que no lo sepa.

—Puede que sea demasiado tarde.

—Tal vez debería hablar con él, para tantear el terreno.

Lee consideró la idea.

—A usted también le ha ocurrido algo.

—¿Ah, sí? Es posible —asintió Adam.

Pero canturrear, lanzar la gorra al aire y hacer rápidamente sus deberes escolares sólo constituían para Cal las más insignificantes de sus actividades. En su nuevo estado de alegría, se nombró a sí mismo guardián del gozo de su padre. Era cierto lo que había dicho acerca de que no sentía odio por su madre. Pero aquello no cambiaba el hecho de que ella había sido el instrumento del dolor y de la vergüenza de Adam. Cal razonaba diciéndose que, si lo había hecho antes, podía volver a hacerlo ahora. Se dedicó a enterarse de todo cuanto pudo acerca de ella. Un enemigo conocido es menos peligroso y más fácil de sorprender.

Por la noche se sentía impelido a acercarse a la casa, al otro lado de la vía férrea. A veces se ocultaba por la tarde entre la maleza, al otro lado de la calle, vigilando aquel lugar. Veía salir de allí a las muchachas, vestidas con trajes oscuros, que en ocasiones llegaban incluso a la severidad. Siempre salían por parejas, y Cal las seguía con la mirada hasta la esquina de la calle Castroville, donde torcían a la izquierda en dirección a la calle Mayor. Se dio cuenta de que si uno no sabía de dónde venían, no se podía saber qué clase de mujeres eran. Pero él no esperaba la salida de las pupilas, sino que quería contemplar a su madre a luz del día. Al final descubrió que Kate salía todos los lunes a la una y media.

Cal se las arregló en la escuela, haciendo trabajo suplementario y obteniendo muy buenas notas, para conseguir tener libres los lunes por la tarde. Contestaba a las preguntas de Aron diciéndole que preparaba una sorpresa, y que no podía decírselo a nadie. De todas formas, a Aron no le interesaba demasiado. Preocupado sólo por sus problemas, Aron olvidó pronto aquella cuestión.

Cal, después de seguir a Kate varias veces, conocía muy bien la ruta que ella hacía. Siempre iba a los mismos sitios: primero al Banco de Monterrey, donde le franqueaban el paso tras los brillantes barrotes hasta el sótano, donde estaban las cajas fuertes. Pasaba allí quince o veinte minutos. Luego seguía lentamente por la calle Mayor, contemplando los escaparates. Entraba después en casa de Porter e Irvine, donde miraba vestidos y a veces hacía algunas compras menores, como ligas, imperdibles, fajas, un velo o un par de guantes. A las dos y cuarto entraba en el salón de belleza de Minnie Franken, donde permanecía por espacio de una hora, y de allí salía con su cabello ensortijado y un pañuelo de seda en tomo a su cabeza, anudado bajo la barbilla.

A las tres y media, Kate subía las escaleras de las oficinas de la Farmer's Mercantile, y entraba en el despacho del doctor Rosen. Cuando salía se detenía un momento en la confitería de Bell, y compraba una caja de un kilo de chocolatinas surtidas. Nunca variaba la ruta. De Bell iba directamente a la calle Castroville y luego a su casa.

No había estridencia en sus atavíos. Vestía exactamente como cualquier señora de Salinas que fuese de compras un lunes por la tarde, excepto que Kate llevaba siempre guantes, lo que no se estilaba en Salinas.

Los guantes hacían parecer sus manos hinchadas y gordinflonas. Las movía como si pensara que estuviesen rodeadas de una capa de cristal. No hablaba con nadie y parecía no ver a nadie. Ocasionalmente algún hombre se volvía y miraba, y entonces ella apresuraba el paso, nerviosa. Pero casi siempre se deslizaba como una mujer invisible.

Durante varias semanas, Cal siguió a Kate, tratando de no despertar su atención. Y puesto que Kate siempre caminaba sin volver la cabeza atrás, él estaba convencido de que no se había dado cuenta de su presencia.

Después de que Kate entrara en su jardín, Cal pasaba por delante de la verja y regresaba a su casa por otra calle. No hubiera sido capaz de explicar por qué la seguía salvo que fuera porque quería saber cosas de ella.

A los dos meses de seguirla, ella hizo el camino acostumbrado y, a la vuelta, entró como siempre en el descuidado jardín. Cal esperó un momento y luego pasó ante la desvencijada puerta.

Kate estaba inmóvil tras una alta mata de alheña.

—¡Qué quiere usted? —le preguntó fríamente.

Cal se quedó helado. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido, y apenas se atrevía a respirar. Entonces puso en práctica algo que había aprendido cuando era muy chico. Se puso a observar y catalogar los detalles, dejando a un lado el objeto principal. Observó cómo el viento del sur agitaba las hojitas de la alta alheña y cómo el sendero fangoso se había convertido en una especie de negro lodazal por las pisadas de los numerosos visitantes; mientras, Kate se mantenía a un lado del camino, donde el fango no pudiese mancharla. Oyó el ruido que producía una locomotora en la estación del Southern Pacific al soltar el vapor con agudos y secos resoplidos. Sintió el aire helado sobre el bozo incipiente que apuntaba en sus mejillas. Y durante todo este tiempo no dejaba de mirar a Kate, que le devolvía la mirada. Y observó, tanto por la forma como por el color de sus ojos y su cabello, e incluso por la manera de encoger los hombros, que Aron se parecía mucho a ella. No conocía lo suficiente su propio rostro como para reconocer la boca, los dientecillos y los anchos pómulos que tanto se parecían a los suyos. Permanecieron así un momento, entre dos rachas de viento del sur.

—Esta no es la primera vez que me sigue —dijo Kate—. ¿Qué quiere?.

Él bajó la cabeza.

—Nada —replicó.

—Quién le dijo que lo hiciera? —preguntó ella.

—Nadie, señora.

—¿No quiere decírmelo?

Cal pronunció las siguientes palabras lleno de asombro y sin poder reprimirse:

—Usted es mi madre, y quería ver cómo era.

Era la pura verdad, que había saltado como una serpiente.

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Quién eres?

—Soy Cal Trask —respondió.

Cal sintió la suave inclinación de la balanza a su favor. Quien dominaba ahora era él. Aunque la expresión de ella no había cambiado, Cal comprendió que se hallaba a la defensiva.

Ella lo observó con atención, escudriñando sus facciones. Una confusa y borrosa imagen de Charles le vino a la mente.

—¡Ven conmigo! —le ordenó de pronto.

Se volvió y siguió el sendero, caminando por el lado, bien apartada del fango.

Cal vaciló sólo un momento antes de seguirla. Recordaba la enorme y oscura habitación, pero el resto le era extraño. Kate le precedió por el vestíbulo y le hizo entrar en su habitación. Al pasar frente a la puerta de la cocina había ordenado:

—¡Preparad dos tazas de té!

En su habitación, ella pareció haberse olvidado de él. Se quitó el abrigo, tirando de las mangas con sus gordezuelos dedos, enguantados y perezosos. Luego se dirigió a otra puerta abierta en la pared, al fondo de la estancia, junto a su lecho. Abrió la puerta y penetró en la pequeña estancia contigua.

—¡Entra! —le ordenó. Trae también esa silla.

El la siguió y penetró en la minúscula estancia, que no tenía ni ventanas ni ninguna clase de decoración. Las paredes estaban pintadas de color gris oscuro. Una gruesa alfombra también gris cubría el suelo. Los únicos muebles eran una enorme silla, sobre la cual había cojines de seda gris; una mesilla inclinada de lectura y una lámpara de pie con una pantalla. Kate tiró de la cadena del conmutador con su mano enguantada, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, como si su mano fuese artificial.

—¡Cierra la puerta! —dijo Kate.

La lámpara proyectaba un círculo de luz sobre la mesita de lectura, mientras el resto de la habitación permanecía sumido en la penumbra, pues las grises paredes parecían absorber y destruir la luz.

Kate se acomodó con cautela entre los gruesos almohadones y se quitó lentamente los guantes. Tenía los dedos de ambas manos vendados.

—No me mires así —le dijo Kate con brusquedad—. Es artritis. Ah, de modo que quieres verlo, ¿no es eso? —desenrolló el vendaje, de aspecto aceitoso, de su índice derecho y colocó el encorvado dedo bajo la luz—. Aquí lo tienes, míralo. Es artritis —hizo una mueca de dolor mientras envolvía de nuevo con cuidado el dedo, sin apretar mucho las vendas—. ¡Dios mío, qué daño hacen estos guantes! —exclamó, y añadió: Siéntate.

Cal se sentó en el borde de la silla.

—Probablemente tú también la tendrás —le vaticinó Kate—. Mi abuela también la tenía y mi madre empezaba a tenerla…

Se interrumpió. En la estancia reinaba un gran silencio. Llamaron a la puerta.

—¿Eres tú, Joe? —preguntó Kate—. Deja la bandeja ahí fuera. ¿Me oyes, Joe?

A través de la puerta llegó un débil murmullo.

Kate continuó hablando con Joe con voz inexpresiva:

—Arregla el diván del salón y límpialo. Ana tampoco ha hecho su cuarto. Hay que echarle una reprimenda. Dile que es la última vez que se lo advierto. Eva se pasó un poco de la raya anoche. Ya me encargaré de ella. Joe, dile al cocinero que si esta semana vuelve a servirnos zanahorias, ya puede ir haciendo las maletas. ¿Me oyes?

Por la puerta llegó otra vez el murmullo.

—Eso es todo —dijo Kate—. ¡Valientes puercas! —murmuró. Si no se las vigilase, se pudrirían. Ve ahí fuera y tráeme la bandeja del té.

El dormitorio estaba vacío cuando Cal abrió la puerta que comunicaba con él. Llevó la bandeja a la minúscula estancia, y la depositó con precaución sobre la mesilla de lectura. Era una gran bandeja de plata, sobre la cual había una tetera de estaño reluciente, dos tacitas blancas y finísimas, azúcar, leche y una caja de bombones abierta.

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