Al este del Edén (39 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—No sea usted tonta, querida —respondió Kate—. Tengo que hacerlo, aquí o en otra parte. Ya se lo dije. Necesito ganar dinero.

—No, no tienes necesidad de ello.

—Claro que sí. ¿Dónde, si no, podría encontrarlo?

—Podrías ser mi hija. Podrías manejar el negocio. Podrías incluso ocuparte de mis asuntos, y dejar de ir arriba como las demás. Ya sabes que a veces no me encuentro bien.

—Bastante que lo sé, querida. Pero tengo que ganar dinero.

—Hay más que suficiente para las dos, Kate. Puedo darte tanto como lo que ganas e incluso más, ya que tú te lo mereces de sobra.

Kate movió la cabeza con tristeza.

—Yo la quiero mucho —dijo—. Y desearía poder hacer lo que me pide. Pero usted necesita conservar intactos sus ahorros; además, suponga que le ocurriese algo. No, tengo que seguir trabajando. ¿No sabe usted, querida, que esta noche tengo cinco clientes de los fijos?

El rostro de Faye se contrajo.

—No quiero que sigas trabajando.

—Tengo que hacerlo, madre.

Aquella palabra produjo su efecto. Faye rompió en llanto; y Kate se sentó en el brazo del sillón y le dio palmaditas cariñosas en la mejilla, secando sus abundantes lágrimas. Poco a poco, los sollozos se fueron amortiguando.

Las sombras de la noche caían rápidamente sobre el valle. El rostro de Kate brillaba extrañamente bajo sus oscuros cabellos.

—Ahora ya está usted bien —dijo Kate—. Voy a echar una mirada a la cocina, y luego iré a vestirme.

—Kate, ¿no podrías decirles a tus clientes que estás enferma?

—Desde luego que no, madre.

—Kate, hoy es miércoles. Probablemente no vendrá nadie hasta después de la una.

—Los Leñadores del Mundo se dejarán caer por aquí.

—Oh, sí. Pero siendo miércoles, los Leñadores no aparecerán hasta pasadas las dos.

—¿Adónde quiere usted ir a parar?

—Kate, cuando termines de trabajar llama a mi puerta. Te reservo una pequeña sorpresa.

—¿Qué clase de sorpresa?

—¡Oh, es un secreto! ¿Quieres decirle al cocinero que venga, cuando vayas a la cocina?

—¿Es una tarta?

—No me hagas preguntas ahora, querida. Es una sorpresa.

Kate la besó.

—Es usted adorable, madre.

Cuando hubo cerrado la puerta tras de ella, Kate permaneció un instante en el vestíbulo, acariciándose su pequeño mentón puntiagudo. Sus ojos denotaban calma. Luego, extendió los brazos sobre la cabeza y contoneó el cuerpo, emitiendo un lujurioso bostezo. Hizo descender lentamente sus manos a lo largo de sus costados, desde los pechos a las caderas. Las comisuras de sus labios se plegaron en una ligera sonrisa, y se dirigió a la cocina.

2

Los clientes habituales entraron y salieron, y dos viajantes que pasaban por allí se asomaron para echar una ojeada, pero no apareció ni un solo Leñador del Mundo. Las muchachas se sentaban bostezando en el salón, y oyeron, mientras esperaban, cómo daban las dos.

Lo que impidió acudir a los Leñadores fue un triste accidente. Clarence Monteith tuvo un ataque cardiaco durante la ceremonia ritual de clausura, antes de la cena. Lo extendieron en la alfombra, y humedecieron su frente esperando la llegada del doctor. Nadie sintió los menores deseos de sentarse a la mesa para dar cuenta de la suculenta cena. Cuando llegó el doctor Wilde y se puso a examinar a Clarence, los Leñadores hicieron una camilla, introduciendo las astas de dos banderas a través de las mangas de dos abrigos. Mientras lo conducían a su casa, Clarence murió, y tuvieron que volver en busca del doctor Wilde. Y después de hacer planes para el entierro y de redactar una nota necrológica para el
Salinas Journal,
a ninguno le quedaba el menor deseo de ir a un lupanar.

Al día siguiente, cuando se enteraron de lo que había ocurrido, todas las chicas recordaron lo que había dicho Ethel, diez minutos antes de dar las dos:

—¡Por Dios! —había dicho Ethel—. Nunca había estado esto tan silencioso. No hay música y el gato se ha comido la lengua de Kate. Parece como si estuviéramos velando a un muerto.

Más tarde, Ethel se sintió impresionada por sus palabras, como si lo hubiese presentido.

Grace había replicado:

—Me gustaría saber qué gato es ese que se ha comido la lengua de Kate. ¿No te sientes bien? Kate, hablo contigo, ¿no te sientes bien?

Kate dio un respingo.

—¡Oh, es que estaba distraída!

—Pues yo no —contestó Grace—. Me estoy durmiendo. ¿Por qué no cerramos? Vayamos a preguntarle a Faye si podemos cerrar. Esta noche no aparecerá ni una rata. Voy a preguntárselo a Faye.

—No molestes ahora a Faye. No se encuentra bien. Cerramos a las dos —respondió tajante Kate.

—Ese reloj no marcha bien —observó Ethel—. ¿Qué le pasa a Faye?

—En eso estaba pensando —contestó Kate—. Faye no se encuentra bien. Estoy preocupada por ella. Hace todo lo que puede por ocultarlo.

—Yo creía que se encontraba perfectamente —repuso Grace.

Ethel echó más leña al fuego al añadir:

—Sí, no tiene buen aspecto. Está algo congestionada. Ya me di cuenta.

Kate dijo lentamente: —Por Dios, muchachas, que no se entere nunca de que yo os lo he dicho. Quiere evitaros esa preocupación. ¡Es tan buena!

—Sí, nunca me había chuleado una persona tan bondadosa —dijo Grace.

—¡Es mejor que Faye no te oiga nunca usar esas palabras! —exclamó Alice.

—¡Qué narices! —contestó Grace—. Faye es un gato viejo.

—No le gusta que nadie diga esas cosas, y menos nosotras.

Kate las interrumpió pacientemente:

—Quiero contaros lo que ocurrió— Estaba tomando el té a última hora de esta tarde, cuando se quedó como muerta. Me parece que tendría que verla el médico.

—Ya me di cuenta de que estaba muy congestionada —repitió Ethel—. Ese reloj no marcha bien, pero no me acuerdo si atrasa o adelanta.

—Id a acostaros, chicas. Voy a cerrar —les ordenó Kate.

Cuando todas se hubieron marchado, Kate se dirigió a su habitación y se puso un nuevo vestido estampado, que le hacía parecer una jovencita. Cepilló y trenzó sus cabellos, dejando caer sobre su espalda una gruesa trenza atada con un pequeño lazo. Luego, se salpicó las mejillas con agua de Florida. Vaciló un momento y después tomó del cajón superior del tocador un relojito de oro que pendía de un broche en forma de flor de lis. Lo envolvió en uno de sus lindos pañuelos de encaje y salió de la estancia.

El vestíbulo estaba muy oscuro, pero bajo la puerta de la habitación de Faye se apreciaba una franja de luz. Kate llamó suavemente con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó Faye.

—Soy Kate.

—No entres todavía. Espera un momento. Ya te diré cuándo puedes entrar.

Kate oyó un susurro y una especie de crujidos en la habitación. Por fin, Faye le dijo:

—Muy bien, ya puedes entrar.

La habitación estaba adornada. En los rincones pendían linternas japonesas con velas encendidas colgando de bastones de bambú, y tiras de papel rojo se retorcían formando festones desde el centro de la habitación hasta los ángulos, produciendo el efecto de una tienda de campaña. Sobre la mesa y rodeado de velillas, se encontraba un enorme pastel blanco y una caja de bombones, y a su lado una cubitera con una botella de champán de dos litros. Faye llevaba su vestido de encaje y sus ojos brillaban de emoción.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó Kate, cerrando la puerta—. ¡Parece una fiesta!

—Lo es. Es una fiesta en honor de mi querida hija.

—Pero si no es mi cumpleaños.

—En cierto modo, sí lo es —respondió Faye.

—No sé qué quiere decir usted. Pero yo también le he traído un regalo —dijo, y depositó el reloj envuelto en el pañuelo en el regazo de Faye—. Ábralo con cuidado —añadió.

Faye levantó el reloj.

—Oh, querida, querida. ¡Locuela! No, no puedo aceptarlo.

Levantó la tapa que cubría la esfera, y después la posterior, ayudándose con la uña. En el interior aparecía la siguiente inscripción grabada: para c, con todo el amor de a.

—Perteneció a mi madre —explicó Kate con dulzura—. Y me gustaría que lo tuviera mi nueva madre.

—¡Mi querida hija, mi querida hija!

—A mi madre también le hubiera gustado.

—Pero soy yo quien da la fiesta, y también tengo un regalo para mi querida hija, aunque hay que hacerlo como lo tenía pensado. Kate, destapa la botella y llena dos copas mientras yo corto el pastel. Quiero que sea perfecto.

Cuando todo estuvo a punto, Faye se sentó a la mesa y alzó la copa:

—Por mi nueva hija, para que tenga una vida larga y feliz.

Y después de beber, Kate brindó a su vez:

—Por mi madre.

—Me vas a hacer llorar —dijo Faye con emoción—. Allí, en el escritorio, querida. Tráeme la cajita de caoba. Sí, ésa es. Ponía ahora encima de la mesa y ábrela.

En la reluciente y pulida caja había un rollo de papel blanco atado con una cinta encarnada.

—¿Pero qué es esto? —preguntó Kate.

—Es mi regalo. Ábrelo.

Kate desligó cuidadosamente la cinta encamada y desenrolló el papel. Vio una elegante escritura de letras muy bien perfiladas y de líneas bien trazadas. Al pie, firmaba el cocinero en calidad de testigo: «Lego todos mis bienes terrenales, sin excepción, a Kate Albey, porque la considero como si fuese mi hija».

El testamento era sencillo, sin circunloquios y legalmente irreprochable. Kate lo leyó tres veces, volvió a mirar la fecha y examinó la firma del cocinero. Faye la observaba con la boca entreabierta y expectante. Cuando Kate movía los labios al leer, los de Faye también se movían.

Kate enrolló el papel, ató la cinta y lo depositó en la caja, cerrándola después. Luego tomó asiento en su silla.

Faye rompió el silencio:

—¿Estás contenta, hija?

Los ojos de Kate parecían penetrar en los de Faye y llegar hasta su cerebro. La joven dijo con voz queda:

—Hago esfuerzos por contenerme, madre. Jamás hubiera imaginado que hubiese nadie tan bueno en el mundo. Tengo miedo de ponerme a llorar si digo algo con demasiada precipitación o me acerco demasiado a usted.

Era más dramático de lo que Faye había esperado, pero tranquilo y electrizante.

—Es un regalo divertido, ¿eh? —preguntó Faye.

—¿Divertido? No, no tiene nada de divertido —respondió Kate.

—Quiero decir que un testamento es un regalo extraño. Pero es más que eso. Ahora que eres mi hija, ya puedo decírtelo. Yo, es decir,
nosotras,
entre bonos y dinero en efectivo tenemos más de sesenta mil dólares. En mi escritorio guardo los estados de cuentas de lo que hay en las cajas fuertes. Vendí la casa de Sacramento por un precio excelente. ¿Por qué te has quedado tan callada, niña? ¿Hay algo que te preocupa?

—Un testamento hace pensar en la muerte. Es como si hubiésemos desplegado un paño mortuorio.

—Pero todo el mundo debería hacer testamento.

—Ya lo sé, madre. —Kate sonreía con expresión lastimera—. Pero me viene a la mente la imagen de todos sus parientes viniendo aquí airados para impugnar este testamento. No puede usted hacerlo.

—¿Es eso lo que te preocupa? Mi pobre niña. No tengo parientes, y si tuviese alguno, ¿quién lo sabría? No eres la única que guarda secretos. ¿Crees que mi nombre es el que me pusieron al nacer?

Kate miró larga y fijamente a Faye.

—Kate —exclamó—, Kate, esto es una fiesta. ¡No te pongas triste! ¡No te quedes ahí, muda y helada!

Kate se levantó, apartó con delicadeza la mesa y se sentó en el suelo, apoyando su mejilla sobre las rodillas de Faye. Sus delgados dedos siguieron un hilo de oro de la falda, contorneando todo su intrincado dibujo rameado, y Faye le dio unas palmaditas en la mejilla, le acarició el cabello y le tocó sus extrañas orejas. Tímidamente, los dedos de Faye se detuvieron en el borde de la cicatriz.

—Me parece que jamás había sido tan feliz —dijo Kate.

—Querida, tú también me haces feliz; más feliz de lo que nunca he sido. Ahora ya no me siento sola, sino segura y acompañada.

Kate asió delicadamente el hilillo de oro con sus uñas.

Estuvieron así un buen rato, hasta que Faye observó:

—Kate, nos hemos olvidado de la fiesta. Hay que beber. Lléname la copa, tenemos que celebrarlo.

—¿Cree usted que lo necesitamos, madre? —preguntó Kate nerviosa.

—Es muy bueno. ¿Por qué no? Me gusta tomar una copita de vez en cuando; alivia los problemas. ¿No te gusta el champán, Kate?

—Yo nunca he bebido mucho. No me sienta bien.

—Tonterías. Vamos a beber, querida.

Kate se levantó del suelo y llenó las copas.

—Tienes que bebértela toda —le indicó Faye—. Mira que te observo. No irás a permitir que una vieja como yo se emborrache sola, ¿verdad?

—Usted no es vieja, madre.

—No hables, bebe. No tocaré mi copa hasta que esté vacía la tuya.

Sostuvo la copa levantada hasta que Kate hubo apurado la suya, y luego hizo lo propio.

—Está muy bueno —declaró—. Vuélvelas a llenar. Vamos, querida, olvidemos las penas. Con dos o tres más en el cuerpo, todo lo malo se esfumará.

El organismo entero de Kate se resistía a ingerir más alcohol. Se acordaba de lo que había pasado la última vez, y tenía miedo.

—Vamos, niña, apúrala. ¿No ves qué bueno es? Llénala de nuevo —le insistió Faye.

La transformación se efectuó en Kate inmediatamente después de la segunda copa. Su temor se disipó y sus recelos desaparecieron. Eso era lo que había temido, y ahora era ya demasiado tarde. El vino se había abierto paso a través de todas las barreras construidas con tanto esmero, de las defensas y las mentiras, pero no le importó. Su careta y autocontrol se esfumaron. Su voz perdió toda su dulzura y plegó los labios en una delgada línea. Sus ojazos se entornaron y se volvieron vigilantes y sardónicos.

—Ahora beba usted, madre, mientras yo la miro —dijo—. Aquí tiene, querida. Le apuesto a que no puede beber dos más seguidas.

—No me retes, Kate, perderías. Puedo beber seis seguidas.

—Muéstremelo.

—Pero tú también.

—Desde luego.

Cuando Kate movía los labios al leer, los de Faye también se movían.

Kate enrolló el papel, ató la cinta y lo depositó en la caja, cerrándola después. Luego tomó asiento en su silla.

Faye rompió el silencio:

—¿Estás contenta, hija?

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