—Tal vez no debería ahondar en la herida, pero le echo de menos —añadió Adam.
Liza miró hacia otro lado.
—¡Cómo le van las cosas en su propiedad? —le preguntó.
—Este año ha sido muy bueno. Ha llovido mucho. Hay mucho pasto.
—Tom me lo contó en una carta —manifestó.
—Cierra el pico —dijo el loro, y Liza le riñó como lo hacía con sus niños cuando cometían alguna diablura.
—¿Qué lo trae a usted por Salinas, señor Trask?
—Tenía algunos asuntos que resolver —explicó Adam y se sentó en una silla de mimbre, que crujió bajo su peso—. Tengo la intención de trasladarme aquí. Me parece que sería beneficioso para mis hijos. Se sienten muy solos en el rancho.
—Nosotros nunca nos sentimos solos en el nuestro —respondió ella con aspereza.
—Tal vez las escuelas de aquí sean mejores, y eso representaría una ventaja para mis hijos.
—Mi hija Olive fue maestra en Peach Tree, Pleyto y Big Sur —afirmó Liza, y el tono de su voz venía a demostrar claramente que no había mejores escuelas que aquéllas. Adam empezó a sentir una cálida admiración por su férrea gallardía.
—Bueno, de momento no pasa de ser un proyecto —dijo.
—Los niños criados en el campo son más fuertes. —aquello era un axioma para ella, y podía demostrarlo con sus propios hijos. Luego, dirigió su atención a Adam: ¿Está buscando casa en Salinas?
—Sí, supongo que sí.
—Vaya a ver a mi hija Dessie —le ofreció. Quiere volver al rancho, junto a Tom. Tiene una casita muy bonita al final de esta misma calle, al lado de la panadería de Reynaud.
—Desde luego que iré —le dijo agradecido Adam—. Ahora mismo. Me alegra comprobar que sigue usted tan bien.
—Gracias —respondió ella—. Aquí estoy muy cómoda. —Adam se dirigía a la puerta, cuando ella añadió—: Señor Trask, ¿no ha visto usted a mi hijo Tom últimamente?
—Pues no. No lo he visto. Apenas he salido del rancho.
—Me gustaría que fuese a verlo —dijo ella con presteza—. Me parece que debe de sentirse muy solo —y se interrumpió como horrorizada ante aquella contradicción con sus anteriores palabras.
—Será un placer. Adiós, señora.
Cuando cerraba la puerta, oyó que el loro exclamaba:
—¡Cierra el pico, maldito hijo de puta!
Y que Liza lo recriminaba:
—Polly, si no vigilas tu vocabulario, te daré una zurra.
Adam salió de la casa, y subió por la calle de Poniente, en dirección a la calle Mayor. Como le había dicho Liza, al lado de la panadería francesa Reynaud, vio la casa de Dessie, rodeada de un jardincillo. Frente a la entrada había tal espesor de altas alheñas que casi ocultaban la fachada de la casa. Sobre la puerta de entrada se veía un letrero pulcramente dibujado, en donde podía leerse:
DESSIE HAMILTON. MODISTA.
El restaurante San Francisco estaba situado en la esquina de las calles Mayor y Central y sus ventanas daban a ambas. Adam entró para tomar algún refrigerio. Ante la mesa del rincón estaba sentado Will Hamilton, quien devoraba una enorme costilla.
—Siéntese conmigo —ofreció a Adam—. ¿Ha venido usted por algún negocio?
—Sí —respondió Adam—. Y he ido a visitar a su madre.
Will dejó el tenedor.
—Yo sólo he venido por una hora. No he querido ir a verla porque eso la emociona. Y mi hermana Olive sería capaz de echar la casa por la ventana para preparar una comida especial en mi honor, y yo no quiero molestarlos. Además, tengo que regresar enseguida. Pida una chuleta. Hoy están muy buenas. ¿Qué tal está madre?
—Es una mujer con mucho coraje —afirmó Adam—. Cada día la admiro más.
—Si, lo es. No comprendo cómo se las arregló para no perder el juicio con todos nosotros y con nuestro padre.
—Una chuleta poco hecha —pidió Adam al camarero.
—Con patatas?
—No…, es decir, sí; patatas fritas. Su madre está preocupada por Tom. ¿Qué tal se encuentra?
Will cortó el borde de grasa de su chuleta, y lo dejó a un lado en el plato.
—Tiene motivos para preocuparse —contestó. A Tom le pasa algo. Está completamente atontado.
—Supongo que será porque echa de menos a su padre.
—Ha acertado usted —aseguró Will—. Eran uña y carne. Es incapaz de sobreponerse. En cierto modo, Tom es un niño grande.
—Iré a verlo. Su madre me ha dicho que Dessie tiene intención de trasladarse al rancho.
Will dejó los cubiertos sobre el mantel, y miró a Adam. —No puede hacerlo —dijo—. Yo no se lo permitiré.
—¿Por qué no?
Pero Will intentó disimular saliéndose por la tangente.
—Bueno —explicó, tiene un buen negocio, que le proporciona unos saneados ingresos. Sería una verdadera lástima que lo abandonase.
Tomó de nuevo el cuchillo y el tenedor, cortó un pedazo de grasa, y se lo introdujo en la boca.
—Tengo que tomar el tren de las ocho —dijo Adam.
—Yo también —contestó Will.
Y ya no quiso hablar más.
Dessie era la más querida de la familia, Mollie la niña mimada, Olive la juiciosa y reposada y Una la atolondrada; y aunque todas eran igualmente queridas por sus padres, Dessie era, sin embargo, la predilecta. Nadie más que ella sabía hacer aquellos guiños y reír con una risa tan contagiosa como la viruela, y ninguna poseía aquella alegría que iluminaba el día y contaminaba de tal forma a los que la rodeaban que el júbilo no tenía fin.
La señora de Clarence Morrison, que vivía en el número 122 de la calle de la Iglesia, en Salinas, tenía tres hijos y un marido que regentaba una mercería. Algunos días por la mañana, durante el desayuno, Agnes Morrison decía:
—Después de comer, iré a casa de Dessie Hamilton, a probarme.
Los niños se ponían muy contentos y golpeaban las patas de la mesa con los pies, hasta que su madre los reñía. Y el señor Morrison se frotaba las manos y se iba a la tienda, esperando que aquel día apareciera algún viajante. Y si venía alguno, era seguro que conseguiría un buen pedido. Es posible que tanto los niños como el señor Morrison hubiesen olvidado por qué aquel día era tan bueno, y acabaría tan bien.
La señora Morrison solía ir a la casa contigua a la panadería de Reynaud a eso de las dos, y permanecía allí hasta las cuatro. Cuando salía, tenía los ojos empañados en llanto, y la nariz enrojecida. De camino a casa, se sonaba suavemente, se enjugaba los ojos y comenzaba a reír de nuevo. Quizá Dessie se había limitado a clavar algunos alfileres de cabeza negra en el acerico, convirtiéndolo en la caricatura del sacerdote anabaptista, haciéndole pronunciar un breve sermón. Acaso había vuelto a contar su entrevista con el viejo Taylor, aquel que compraba casas viejas y las transportaba a un enorme terreno vacío que poseía, hasta que tuvo tantas, que parecía el mar de los Sargazos en tierra firme. O quizá sólo se limitó a leer un poema de Chatterbox haciendo muecas. No importa. Era siempre divertidísimo y su risa se contagiaba.
Cuando regresaban del colegio, los niños Morrison no encontraban en casa dolores, malhumor o migrañas. No les reñían por sus narices mocosas, ni por sus caras sucias. Y cuando empezaban a reír, su madre se unía a ellos de muy buena gana.
El señor Morrison, al volver a casa, hablaba de cómo le había ido el día, y conseguía que le escuchasen, y trataba de contar de nuevo las historias que le había contado el viajante, al menos, unas cuantas. La cena era deliciosa, tortillas bien batidas que no se deshinchaban, pasteles apetitosos, bizcochos esponjosos, y nadie sabía sazonar mejor un estofado que Agnes Morrison. Después de cenar, cuando los niños se caían de sueño después de tanto reír y se iban a la cama, el señor Morrison solía tocar a Agnes en el hombro, con su vieja y conocida señal, y luego ambos iban a acostarse para hacerse el amor y sentirse muy felices.
La visita de Dessie seguía produciendo su efecto durante dos días más, antes de desvanecerse y de que reapareciesen los dolores de cabeza y las preocupaciones por el negocio que no iba tan bien como el año anterior. Así era Dessie, y ése era su poder. Llevaba la animación en sus brazos lo mismo que la había llevado Samuel. Era la más querida, era la favorita de la familia.
Y no era guapa. Quizá no llegaba ni a bonita, pero poseía ese encanto que hace que los hombres vayan tras una mujer, con la esperanza de que algo de él se les transmita. Cualquiera hubiera asegurado que con el tiempo terminaría por olvidar su primer amor y encontrar otro, pero no lo hizo. Si se piensa en ello, todos los Hamilton, a pesar de ser tan versátiles, carecían de toda versatilidad en cuestiones amorosas. Ninguno de ellos parecía capaz de sentir un amor ligero o variable.
Dessie no se limitó a alzar los brazos al cielo y a renunciar. Lo que hizo fue mucho peor, pues siguió siendo y actuando como era pero sin su anterior encanto. Quienes la querían, sentían pena por ella al verla sufrir aquella prueba, y desearon compartirla.
Los amigos de Dessie eran buenos y fieles, pero también eran seres humanos, y los seres humanos buscan el bienestar y aborrecen el desasosiego. Al cabo de cierto tiempo, todas las clientas como la señora Morrison fueron encontrando diferentes pretextos y razones de peso para dejar de ir a la casita contigua a la panadería. No es que fuesen desleales; lo que ocurría era que preferían ser felices a estar tristes. Siempre es fácil encontrar algún pretexto lógico y virtuoso para dejar de hacer lo que no se quiere hacer.
El negocio de Dessie empezó a decaer, y las señoras que habían creído que deseaban hacerse vestidos, jamás se dieron cuenta de que lo que en realidad querían era felicidad. Los tiempos cambiaban y los vestidos de confección se iban popularizando. Ya no constituía ninguna vergüenza llevarlos. Desde el momento en que el señor Morrison vendía trajes de confección, parecía muy razonable que Agnes Morrison los luciese.
La familia se sentía muy preocupada por Dessie, pero ¿qué se podía hacer, si ella no quería admitir que le ocurriese nada? Lo único que reconocía era que la acometían de vez en cuando unos dolores agudos en el costado, pero duraban muy poco y se le presentaban sólo a largos intervalos.
Entonces, Samuel murió, y el mundo se hizo añicos como un plato de porcelana. Sus hijos, hijas y amigos andaban a tientas entre los fragmentos, tratando de recomponer alguna especie de mundo.
Dessie decidió traspasar su negocio y volver al rancho para hacer compañía a Tom. No había mucho que traspasar. Liza se enteró de esta intención, lo mismo que Olive, y de que Dessie había escrito a Tom. El único que no se había enterado, al parecer, era Will, que ahora se encontraba gruñendo sentado a una mesa del restaurante San Francisco. Will estaba tragándose su ira, y acabó tirando la servilleta y poniéndose en pie.
—Me he olvidado de algo —dijo a Adam—. Ya nos veremos en el tren.
Caminó media manzana hasta llegar a casa de Dessie, atravesó el frondoso jardín y tiró de la campanilla.
Dessie estaba comiendo sola y fue a abrir con la servilleta en la mano.
—¿Tú por aquí, Will? —dijo, ofreciéndole su rosada mejilla para que la besara—. ¿Cuándo has llegado a la ciudad?
—He venido por negocios —dijo él—. Sólo tengo un rato antes de tomar el tren y quiero hablar contigo.
Ella lo condujo a la cocina, que hacía las veces también de comedor; era una estancia pequeña y cálida, de paredes empapeladas con dibujos de flores. Sirvió maquinalmente una taza de café que puso ante su hermano, colocando también a su alcance el azucarero y una jarrita de leche.
—¿Ya has visto a mamá? —preguntó ella.
—Ya te he dicho que he venido con el tiempo justo —replicó él algo hosco—. Dessie, ¿es verdad que quieres volver al rancho?
—Lo estoy pensando.
—No quiero que vayas.
Ella sonrió algo perpleja.
—¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en ello? Tom está muy solo allá arriba.
—Tienes un buen negocio —argumentó él.
—Ya no tengo ningún negocio —replicó ella—. Creía que ya lo sabias.
—No quiero que vayas —repitió él sombríamente.
Ella mostró una sonrisa socarrona y se esforzó por hablar con un tono algo burlón.
—Vaya, veo que mi hermano mayor se ha convertido en un mandón. ¿Dime por qué no?
—Aquello es muy solitario.
—Siendo dos, ya no lo será tanto.
Will se mordió los labios con enojo. De pronto barbotó:
—Tom ya no es el mismo. No debes estar sola con él.
—¿Es que no está bien? ¿Necesita ayuda?
—No quería decírtelo… —manifestó Will, pero me parece que Tom ha sido incapaz de sobreponerse a la muerte de papá. Se ha vuelto muy extraño.
Ella sonrió con expresión afectuosa.
—Will, siempre has pensado que él era raro. Ya te lo parecía cuando decía que no le gustaban los negocios.
—Eso era diferente. Pero ahora está siempre ensimismado. Apenas habla. Pasea por el monte de noche. Yo fui a verle y, encontré poesías, tenía la mesa llena de cuartillas.
—¿Es que tú nunca has escrito poesías, Will?
—¡Dios me libre!
—Pues yo sí —contestó Dessie—. Yo también tenía la mesa llena de cuartillas.
—Te repito que no quiero que vayas.
—Déjame pensarlo —dijo ella con mansedumbre—. He perdido algo, y quiero ver si lo encuentro de nuevo.
—Hablas como una loca.
Ella rodeó la mesa, y pasó sus brazos alrededor de los hombros de su hermano.
—Mira, hermano, déjame decidirlo a mí.
Él salió visiblemente enojado de la casa, y llegó a la estación con el tiempo justo para alcanzar el tren.
Tom fue a esperar a Dessie a la estación de King City. Por la ventanilla del tren vio cómo escudriñaba todos los vagones para ver si la encontraba. Su rostro estaba bruñido y tan bien afeitado, que su tez oscura relucía como madera recién barnizada. Sus bigotes rojizos se veían muy bien recortados. Se tocaba con un sombrero nuevo de fieltro, de copa plana, y vestía una chaqueta curtida de Norfolk, y la hebilla de su cinturón era de madreperla. Sus zapatos relucían a la luz del mediodía y estaba claro que se los había frotado con su pañuelo antes de la llegada del tren. Su fuerte y enrojecido pescuezo estaba oprimido por un cuello duro, y lucía una corbata azul pálido de punto, sujeta por un alfiler en forma de herradura. Trataba de ocultar su nerviosismo oprimiéndose sus ásperas manazas.
Dessie agitó locamente el brazo por la ventanilla y gritó: