P.D. Charles, yo nunca sentí odio hacia ti, a pesar de lo que ya sabes. Siempre te he querido, porque eres mi hermano.
Adam dobló la carta y alisó los pliegues con las uñas. Luego cerró el sobre y lo oprimió con el puño.
—¡Lee! —gritó. Oye, Lee!
El chino asomó la cabeza por la puerta.
—Lee, ¿cuánto tarda una carta en llegar al este?
—No lo sé —respondió Lee—. Tal vez dos semanas.
Después de enviar a su hermano la primera carta que le escribía en diez años, Adam se impacientó esperando la respuesta. Había olvidado el tiempo transcurrido desde que la echó. Antes de que la carta hubiese podido llegar a San Francisco, ya estaba diciendo en voz alta, para que Lee le oyese:
—No sé por qué no responde. Quizás está enfadado conmigo por no haberle escrito antes. Pero él tampoco escribía. Claro que no sabia adónde dirigir las cartas. A lo mejor se ha trasladado.
—Hace sólo unos días que envió la carta. No se impaciente —respondió Lee.
«Me pregunto si realmente estará dispuesto a venir», se decía Adam, cuestionándose a la vez si verdaderamente deseaba que Charles fuera. Ahora que la carta ya había salido, Adam temía que Charles pudiese aceptar. Parecía un niño nervioso que toca todo lo que encuentra a su paso. Y molestaba a los mellizos, haciéndoles innumerables preguntas sobre sus estudios.
—Vamos a ver, ¿qué habéis aprendido hoy?
—¡Nada!
—¡Vamos, forzosamente tenéis que haber aprendido algo! ¿No habéis leído?
—Sí, señor.
—¿Qué habéis leído?
—La historia de la cigarra y la hormiga.
—Ah, es muy interesante.
—Hay otra de un águila que se lleva a un niño por los aires.
—Si, la conozco, aunque no la recuerdo muy bien.
—Todavía no hemos llegado a ella. Sólo hemos visto los dibujos.
Los muchachos estaban hartos. Durante una de esas sesiones de interés paternal, Cal pidió prestado a Adam su cortaplumas, esperando que no se acordaría de decirle que se lo devolviese. Pero la savia comenzaba a rezumar de los sauces, cuya corteza, especialmente en las ramitas más tiernas, se desprendía con facilidad. Adam reclamó su cuchillo para enseñar a los chicos cómo hacer silbatos de madera de sauce, una cosa que Lee ya les había enseñado hacía tres años. Por si fuera poco, Adam había olvidado cómo se hacía la lengüeta, y por más que sopló no salió sonido alguno de los silbatos.
Un día, al mediodía, apareció Will Hamilton, zumbando y saltando por la carretera en un Ford nuevecito. Iba despacio, y el enorme vehículo se balanceaba como un barco agitado por la tempestad. El radiador de latón y el depósito de Prestolite, colocado en el estribo, brillaban cegadoramente a la luz del sol.
Will tiró de la palanca del freno, dio la vuelta a la llave de contacto y se recostó en el asiento de cuero. El coche despidió varios estampidos por el tubo de escape, a pesar de haber sido quitado el contacto, porque el motor estaba recalentado.
—¡Ya ha llegado! —gritó Will con falso entusiasmo.
Odiaba mortalmente a los Ford, pero gracias a ellos iba amasando, día a día, su fortuna.
Adam y Lee se asomaron para contemplar el interior del coche descubierto, mientras Will Hamilton, resoplando por su gordura, explicaba el funcionamiento de un mecanismo que ni siquiera él alcanzaba a entender.
Ahora es muy difícil imaginar lo que entonces costaba aprender a poner en marcha, a conducir y a mantener un automóvil. No sólo era muy complicado todo este proceso, sino que había que empezar desde el principio. Hoy en día, los niños comienzan a aprender desde la cuna la teoría, particularidades e idiosincrasias de los motores de combustión interna, pero en aquellos tiempos se partía con el descorazonado convencimiento de que aquello no marcharía de ningún modo, lo cual a veces era verdad. Actualmente, poner en marcha el motor de un automóvil consiste sólo en dos cosas: girar una llave y tirar del botón del aire. El resto funciona automáticamente. El proceso seguido en aquellos días era más complicado y requería no sólo una buena memoria, un brazo fuerte, un carácter angelical y una fe ciega, sino también cierta dosis de magia; no era raro ver a un hombre escupiendo y murmurando un sortilegio a la hora de girar la manivela de un modelo T.
Will Hamilton explicó el funcionamiento del coche y luego volvió a empezar por segunda vez. Su auditorio lo escuchaba con los ojos abiertos y tan atento como un perro de caza, siguiéndole con el mejor deseo de entenderlo y sin interrumpirlo; pero cuando comenzó por tercera vez, Will comprendió que estaba perdiendo el tiempo.
—¡Tengo una idea! —dijo eufóricamente—. Tenéis que comprender que esto no es lo mío. Sólo quería que lo vieseis y escuchaseis antes de entregároslo. Ahora regresaré al pueblo, y mañana os enviaré de nuevo el coche con un experto, quien os explicará en pocos minutos lo que yo no podría explicaros ni en una semana. Tan sólo quería que lo vieseis.
Will había olvidado ya algunas de sus propias instrucciones. Dio varias vueltas a la manivela, y terminó pidiéndole prestados a Adam una calesa y un caballo para poder volver a la ciudad, pero prometió que al día siguiente les enviaría un mecánico.
Hubiera sido inútil intentar que los chicos fueran a la escuela al día siguiente; tampoco ellos lo hubieran consentido. El Ford se alzaba gallardo y solitario bajo el roble donde Will lo había dejado. Sus nuevos propietarios daban vueltas alrededor de él y lo tocaban de vez en cuando, como se toca a un caballo peligroso para amansarlo.
—No sé si me acostumbraré a él —dijo Lee.
—Claro que lo harás —replicó Adam sin convicción—. Antes de que te des cuenta lo conducirás por toda la comarca.
—Trataré de comprender cómo funciona —aseguró Lee—. Pero no lo conduciré.
Los muchachos curioseaban en el interior del coche, tocando alguna pieza para retirar enseguida la mano.
—¡ Qué es este chisme, padre?
—Quitad las manos de ahí.
—Pero ¿para qué sirve?
—No lo sé, pero no lo toquéis. No sabemos lo que puede pasar.
—¿No se lo explicó ese señor?
—No me acuerdo qué dijo. Ahora, muchachos, apartaos de ahí, o tendré que enviaros a la escuela. ¿No me oyes, Cal? No abras eso.
Se levantaron muy temprano al día siguiente, y se vistieron sin tardanza. A las once empezó a apoderarse de ellos un nerviosismo histérico. El mecánico llegó en la calesa al mediodía. Llevaba zapatos de punta cuadrada y pantalones de tiros largos, y su ancha y recta chaqueta le llegaba casi a las rodillas. A su lado, en la calesa, traía un morral donde guardaba su mono de mecánico y sus herramientas. Era un joven de diecinueve años que mascaba tabaco incesantemente, y que en sus tres meses de permanencia en la escuela automovilística había aprendido también a sentir un grande y cansado desprecio por los seres humanos. Escupió y arrojó las riendas a Lee.
—Llévate este tragaforraje —le dijo con desdén—. ¿Cómo sabéis dónde está la parte delantera?
Y se apeó de la calesa como un embajador desciende de una carroza. Sonrió despectiva y burlonamente a los mellizos, y se volvió fríamente hacia Adam:
—Espero haber llegado a tiempo para comer —declaró.
Lee y Adam se miraron. Se habían olvidado de la comida.
En la mesa, el altivo mequetrefe aceptó refunfuñando un trozo de pan con queso, carne fría, un pedazo de tarta, café y un trozo de pastel de chocolate.
—Estoy acostumbrado a comer caliente —dijo—. Es mejor que no dejen que esos mocosos se aproximen al coche si quieren conservarlo por mucho tiempo.
Después de comer con toda calma y de descansar un poco en el porche, el mecánico tomó su bolsa y entró en el dormitorio, para aparecer a los pocos minutos vestido con un mono a franjas y tocado con un gorrito blanco, sobre el cual, y en la parte delantera del mismo, se leía la palabra Ford.
—¿Se lo ha estudiado usted? —preguntó.
—¿Estudiar qué? —respondió Adam.
—Pero ¿es que no ha leído usted el libro que hay bajo el asiento?
—No sabía que estuviese allí —dijo Adam.
—¡Señor! —exclamó el joven con expresión de disgusto. Haciendo acopio de fuerzas se dirigió con decisión hacia el coche—. Por lo menos, si hubiera tenido usted alguna noción… —dijo—. Dios sabe lo que tardará en aprenderlo si todavía no ha leído nada.
—El señor Hamilton no supo ponerlo en marcha anoche —aseguró Adam.
—Él siempre quiere ponerlo en marcha por medio de la magneto —afirmó el sabihondo—. ¡Bueno, empecemos! ¿Conoce usted los principios en que se basa el motor de combustión interna?
—No —contestó Adam.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, al tiempo que levantaba la tapa del motor—. Esto que ve usted aquí es un motor de combustión interna. Lee observó con suavidad:
—Es usted muy joven para ser tan erudito.
El muchacho giró en redondo y lo miró con mal talante.
—¿Qué dice? —le preguntó. Y al no obtener respuesta, se volvió hacia Adam—: ¿Qué dice este chino?
—Digo que
sel
chico muy listo —observó suavemente—.
Vel
que
il univelsidad. Sel
muy listo.
—¡Llámeme Joe! —gritó casi el muchacho, sin que viniese a cuento, y añadió: ¡A la universidad! ¡Cualquiera diría que allí se aprende algo! Vamos a ver: ¿enseñan acaso a arreglar un minutero, por ejemplo? ¿Saben limar una espiga? ¡A la universidad!
Y escupió su comentario en forma de un salivazo pardusco. Los mellizos lo contemplaban con admiración, y Cal reunió saliva en su boca para practicar.
—Lee expresaba su admiración por su dominio del tema —le explicó Adam.
La expresión truculenta desapareció del rostro del muchacho, y una de magnanimidad ocupó su lugar.
—Llámeme Joe —dijo—. Es natural que lo sepa. He ido a una academia de mecánica en Chicago. Eso sí que es una escuela, y no esas universidades. —y añadió: Mi viejo asegura que si le enseñas a un chino bueno, bueno de verdad, puede llegar tan lejos como cualquier otra persona. Son honrados.
—Pero los malos no —respondió Lee.
—¿Naturalmente que no! No hablo de los que se meten en líos, ni nada por el estilo. Me refiero a los buenos chinos.
—Espero que me incluirá en este grupo —añadió Lee.
—Sí, usted me parece un chino bastante bueno. Llámeme Joe.
Adam se sentía algo desconcertado ante aquella conversación. En cambio, los mellizos estaban encantados. Y repetían el «Llámeme Joe», imitando la voz y el tono del joven.
El mecánico volvió a asumir su aire profesional, pero hablaba con voz amable. Una expresión de campechana confianza sustituyó la de desprecio que antes mostrara.
—Esto que ven aquí —repitió es un motor de combustión interna. Todos se inclinaron para contemplar el feo armatoste de hierro, con cierto reparo.
Ahora el joven hablaba tan deprisa, que las palabras fluían de su boca atropelladamente, como un gran himno de la nueva era.
—Funciona gracias a la explosión de los gases almacenados en un espacio cerrado. La fuerza de la explosión se ejerce sobre un pistón y, a través de éste, la fuerza pasa a un cigüeñal que la transmite a las ruedas traseras. ¿Comprenden?
Ellos asintieron por temor a interrumpir el flujo de sus palabras.
—Los hay de dos clases: de dos tiempos y de cuatro tiempos. Éste es de cuatro. ¿Van comprendiendo?
Ellos asintieron de nuevo. Los mellizos también lo hicieron, con la admiración por el joven dibujada en sus rostros.
—Es muy interesante —afirmó Adam.
Joe prosiguió apresuradamente:
—La principal diferencia que hay entre un automóvil Ford y los de otras marcas, es que el Ford posee una transmisión planetaria que funciona basada en un principio rev… reve… revolucionario. —se interrumpió por un momento, y su rostro denotó el esfuerzo que había hecho. Y cuando sus cuatro oyentes asintieron nuevamente, les advirtió: No se piensen que ya lo saben todo. El sistema planetario, no lo olviden, es rev… eolucionario… Será mejor que lo estudien en el libro. Ahora, si han comprendido esto, pasaré a explicarles el manejo del automóvil.
Dijo estas palabras en negrita y con mayúsculas. Se le veía contento de haber terminado la primera parte de su conferencia, pero no lo estaba más que sus oyentes. El esfuerzo y la concentración continuada a que estaban sometidos empezaba a cansarlos, y el hecho de no haber entendido ni una sola palabra no contribuía a aliviarlos.
—Aproxímense por este lado —les indicó el jovenzuelo—. ¿Ven eso de ahí? Es la llave del contacto. Cuando se le da una vuelta, el coche está ya en disposición de arrancar. Ahora, si usted empuja hacia la izquierda esta manecilla, se conecta la batería, ahí, donde pone «Bat». Eso quiere decir batería.
Todos alargaron el cuello, tratando de ver lo que les señalaba. Los chicos se habían encaramado en el estribo del coche.
—No, esperen. Me he adelantado. Primero tienen que retardar la chispa y adelantar el gas, o, de lo contrario, les arrancaría el brazo. Esto de aquí, ¿ven?, esto es la chispa. Tienen que tirarla hacia arriba, ¿entienden?, hacia arriba. Apártense. Y esto es el gas, hay que empujarlo hacia abajo. Ahora, además de explicárselo, se lo voy a demostrar. Quiero que me presten atención. Vosotros, chicos, apartaos del coche, que me hacéis sombra. Bajaos, os digo.
Los muchachos se apearon a regañadientes del estribo y asomaron sus ojos por encima de la portezuela.
El mecánico hizo una profunda aspiración.
—¿Listos? Chispa retardada, gas avanzado. Chispa arriba, gas abajo. Conectemos ahora la batería, a la izquierda, acuérdense, a la izquierda. —un zumbido semejante al de una gigantesca abeja resonó en el interior del coche—. ¿Oyen eso? Es el contacto en una de las cajas de bobinaje. Si no consigue que haga ese ruido, tendrá que ajustar los contactos, o acaso limarlos —se dio cuenta de la mirada consternada de Adam—. El libro se lo explica —añadió con amabilidad.
Luego se dirigió a la parte delantera del coche.
—Ahora, esto de aquí es la manivela, y ¿ve usted este pequeño alambre que asoma por el radiador? Es el compresor. Ahora, observen con atención y vean cómo lo hago yo. Hay que asir la manivela de esta manera, y dar vueltas hasta que el motor se ponga en marcha. ¿Ven como tengo el pulgar hacia abajo? Si la agarrase de otra manera, es decir, con el pulgar rodeando la manivela, y ésta se disparase, podría arrancármelo. ¿Van comprendiendo?