No se molestó en levantar la cabeza porque sabía que sus oyentes asentían.
—Ahora —prosiguió hay que tener cuidado. Le doy vueltas hasta que obtengo compresión, y luego tiro de este alambre y lo dejo funcionar lentamente para que vaya tomando gas. ¿Oyen este sonido de succión? Esto es el compresor. Pero no tiren de él demasiado, o anegará el motor de agua. Ahora dejo ir el alambre y le doy unas vueltas, y tan pronto como el motor se ponga en marcha, voy corriendo al interior del coche para avanzar la chispa y retardar el gas, y después alargo el brazo y doy vuelta a la llave de la magneto. ¿Ven eso, donde dice «Mag»? Y ya está.
El auditorio estaba anonadado. Después de tanta explicación solamente habían puesto el motor en marcha.
—Quiero que ahora lo repitan conmigo, para aprenderlo —les propuso el joven—. Chispa arriba, gas abajo.
Todos repitieron a coro:
—Chispa arriba, gas abajo.
—Conectar la batería.
—Conectar la batería.
—Comprimir con el motor libre, el pulgar hacia abajo.
—Comprimir con el motor libre, el pulgar hacia abajo.
—Despacio, no más estrangulador.
—Despacio, no más estrangulador.
—Rodar la manivela.
—Rodar la manivela.
—Cortar la chispa, acelerar.
—Cortar la chispa, acelerar.
—Conectar la magneto.
—Conectar la magneto.
—Ahora vamos a repetirlo otra vez. Llámenme Joe.
—Llámenme Joe.
—No. Eso no. Chispa arriba, gas abajo.
Adam empezó a sentirse cansado cuando se pusieron a repetir aquella letanía por cuarta vez. Todo aquello le parecía una estupidez, y se encontró aliviado cuando poco después apareció Will Hamilton en su deportivo rojo. El mecánico contempló el vehículo que se aproximaba.
—Ese tiene dieciséis válvulas —dijo con tono reverente—. Es de fabricación especial.
Will sacó la cabeza fuera del coche.
—¿Cómo va eso? —preguntó.
—Magnífico —respondió el mecánico—. Lo han aprendido muy deprisa.
—Mira, Roy, he venido a buscarte. Se le ha roto un cojinete al nuevo cacharro. Tendrás que trabajar hasta muy tarde, para que la señora Hawks pueda pasar a recogerlo mañana a las once.
Roy prestó de súbito una gran atención a aquellas palabras. —Voy a buscar mi bolsa —dijo, y echó a correr hacia la casa. Cuando volvió con su morral, Cal se le interpuso en el camino.
—Oiga —dijo el muchacho—. Creí que se llamaba usted Joe.
—¿Qué quieres decir con eso de que me llamo Joe?
—Usted nos dijo que le llamáramos Joe. Pero el señor Hamilton le ha llamado Roy.
Roy soltó una carcajada y se encaramó en el coche de Will.
—¿Sabes por qué dije que me llamaseis Joe?
—No. ¿Por qué?
—Pues porque me llamo Roy. —Interrumpió sus carcajadas para decirle con la mayor seriedad a Adam: Coja el libro que está debajo del asiento y estúdieselo. ¿Me oye?
—Lo haré —respondió Adam.
Como en los tiempos bíblicos, en aquellos días aún se producían milagros sobre la faz de la tierra. Una semana después de la lección, un Ford subía dando saltos por la calle Mayor de King City y se detenía con una sacudida ante la oficina de Correos. Adam llevaba el volante, con Lee a su lado; los dos chicos, tiesos y con aires importantes, se sentaban en el asiento trasero. Adam miró al tablero, y los cuatro cantaron al unísono:
—Freno puesto, quitar gas, desconectar.
El pequeño motor lanzó unos cuantos rugidos y se detuvo. Adam permaneció unos momentos recostado en el asiento, agotado pero orgulloso, y luego salió del coche.
El jefe de la oficina de Correos atisbaba a través de los barrotes de su reja dorada.
—Ya veo que ha acabado usted comprándose uno de esos malditos cacharros —observó.
—Hay que estar al día —respondió Adam.
—Llegará un momento en que no será posible encontrar un solo caballo, señor Trask —vaticinó el hombre.
—Es posible.
—Acabarán por cambiar completamente el aspecto del país. Andan metiendo bulla por todas partes —prosiguió el encargado de la estafeta—. Incluso aquí, nos toca sufrir las consecuencias. La gente solía venir sólo una vez por semana a retirar el correo, y hoy lo hacen todos los días, y algunos incluso dos veces al día. Son incapaces de esperar tranquilamente a que les llegue su maldito catálogo. Corriendo de un sitio a otro, siempre corriendo —expresaba su disgusto de una manera tan violenta, que Adam comprendió que todavía no había adquirido un Ford, y aquello era una manera de dar salida a sus celos—. No querría uno por nada del mundo —aseguró el encargado de la estafeta, lo que significaba que su esposa lo perseguía para que comprase uno, ya que eran las mujeres las que presionaban a sus maridos por cuestiones de tipo social.
El encargado examinó con semblante hosco las cartas del apartado que llevaba la letra T, y extrajo un largo sobre.
—Bueno, ya lo veré a usted en el hospital —dijo con displicencia. Adam le sonrió, tomó la carta y salió de la oficina.
Un hombre que suele recibir pocas cartas no las abre a la ligera. Primero las sopesa, lee el nombre del remitente en el sobre y su dirección, examina la escritura y estudia el sello y la fecha. Adam había salido de la oficina de Correos y atravesado la acera para llegar al Ford, antes de haber hecho todas esas cosas. En ángulo izquierdo del sobre se leía el membrete de Bellows and Harvey, Procuradores, y su dirección era la de la pequeña ciudad de Connecticut, de la cual provenía Adam.
—Conozco a estos tipos —afirmó con voz risueña; los conozco muy bien. ¿Qué diablos querrán? —y examinó atentamente el sobre—. ¿De dónde habrán sacado mi dirección?
Dio la vuelta al sobre y examinó el reverso. Lee lo observaba sonriente.
—Puede que encuentre la respuesta en la propia carta.
—Supongo que sí —corroboró Adam, y una vez decidido a abrir la carta, sacó un cortaplumas, desplegó su ancha hoja y examinó el sobre tratando de encontrar un punto de acceso.
Al no hallar ninguno, levantó la carta para examinarla a contraluz y asegurarse de que no cortaría su contenido. Luego, dio unos golpecitos en el sobre para colocar la carta en un extremo, y rasgó el otro. Sopló para separar los bordes de la abertura, y extrajo la carta con dos dedos. Luego, procedió lentamente a su lectura.
«Señor Adam Trask, King City. California. Muy señor nuestro:
»Durante los últimos seis meses hemos agotado todos los medios a nuestro alcance tratando de localizarlo. Hemos publicado anuncios en todos los periódicos del país, sin el menor resultado. Sólo cuando la carta que usted dirigió a su hermano nos fue entregada por la oficina de Correos, pudimos conocer su paradero.»
Adam apenas podía refrenar su impaciencia. El siguiente párrafo empezaba de un modo diferente por completo:
«Tenemos el triste deber de informarle que su hermano Charles Trask falleció, a consecuencia de una dolencia pulmonar, el 12 de octubre, tras guardar cama durante dos semanas. Sus restos descansan en el cementerio de Old Fellows. Su tumba no está señalada por ninguna lápida. Suponemos que usted mismo querrá encargarse de este penoso deber.»
Adam suspiró profundamente, y contuvo luego el aliento, mientras releía de nuevo el párrafo. Después dejó escapar poco a poco el aire, para que no pareciese un suspiro.
—Mi hermano Charles ha muerto —dijo.
—Lo siento —manifestó Lee.
—¿Era nuestro tío? —preguntó Cal.
—Si, era vuestro tío Charles —contestó Adam.
—Mío también? —preguntó Aron,
—Sí, también tuyo.
—No sabía que tuviésemos ese tío —señaló Aarón. Podríamos poner algunas flores en su tumba. Abra nos acompañaría, porque le gusta hacerlo.
—Está muy lejos, al otro extremo del país.
Aron dijo muy excitado:
—¡Ya sé! Cuando vayamos a llevar flores a mamá, le llevaremos también algunas al tío Charles. —Y añadió con algo de tristeza—: Me hubiera gustado saber que era nuestro tío antes de que muriese.
—Sentía que iba en aumento su repertorio de parientes muertos—. ¿Era simpático? —preguntó Aron.
—Muy simpático —respondió Adam—. Era mi único hermano, como Cal es tu único hermano.
—¿Mellizos también?
—No, no éramos mellizos.
—¿Era rico? —preguntó Cal.
—No, claro que no —contestó Adam—. ¿De dónde has sacado esa idea?
—Bueno, si era rico, nos quedaríamos con todo, ¿no es así?
—A la hora de la muerte, no está bien hablar de dinero. Tenemos que sentimos tristes por su fallecimiento —replicó Adam con firmeza.
—¿Cómo puedo estar triste si jamás lo vi? —preguntó Cal. Lee se llevó la mano a la boca para ocultar su sonrisa. Adam volvió a mirar la carta, y vio que otra vez cambiaba de tono en el párrafo siguiente.
«Como procuradores del difunto, tenemos el grato deber de informarle que su hermano, durante una juiciosa vida de trabajo, amasó una considerable fortuna, que puede evaluarse, comprendidas las tierras, valores y efectivo, en más de cien mil dólares. Su testamento, que fue redactado y fumado en esta oficina, está en nuestro poder, y se lo enviaremos en cuanto usted lo solicite. De acuerdo con los términos que en él se expresan, deja todo su efectivo, propiedades y valores para que sean divididos en partes iguales entre usted y su esposa. En el caso de que su esposa haya fallecido, entrará usted en posesión de la totalidad de la herencia. El testamento estipula, asimismo, que, en el caso de que usted hubiese fallecido, la totalidad de la herencia pase a manos de su esposa. Creemos, después de leer su carta, que se cuenta usted todavía entre el número de vivientes, por lo cual le felicitamos muy sinceramente.
»De usted afectísimos y seguros servidores.
»En representación de Bellows y Harvey, George B. Harvey.»
Y al pie de la página aparecían garrapateadas las siguientes líneas:
«Querido Adam: No olvides a tus servidores en los días de tu prosperidad. Charles jamás gastaba un céntimo. Exprimía un dólar hasta hacer chillar al águila acuñada en él. Espero que tú y tu esposa sacaréis algún provecho de este dinero. ¿No hay por ahí alguna buena oportunidad para un buen abogado? Me refiero a mí, naturalmente.
»Tu viejo amigo,
»Geo Harvey.»
Adam miró a los muchachos y a Lee por encima de la carta. Los tres esperaban que siguiese leyendo. Adam apretó los labios, dobló la carta, volvió a meterla en el sobre y lo introdujo con todo cuidado en su bolsillo interior.
—¿Complicaciones a la vista? —preguntó Lee.
—No.
—Me pareció usted preocupado.
—No, es que me ha entristecido la muerte de mi hermano.
Adam trataba de ordenar en su cabeza el contenido de la carta, y se sentía tan desazonado como una gallina clueca removiéndose en el nido. Necesitaba estar solo para digerirlo. Subió al coche y miró desanimado el mecanismo. No se acordaba en absoluto de lo que había que hacer.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Lee.
—¡Tiene gracia! —exclamó Adam—. No me acuerdo de cómo se pone en marcha.
Lee y los muchachos empezaron a recitar con voz queda:
—Chispa sin acelerar; conectar la batería.
—Oh, sí. Desde luego, desde luego.
Y mientras el estruendoso abejorro zumbaba en el compartimento, Adam dio vuelta a la manivela y corrió para encender el contacto y poner el interruptor en la posición «Mag».
Ascendían lentamente por la polvorienta carretera, que pasaba por el barranco familiar sombreado por las encinas, cuando Lee recordó: —nos hemos olvidado de comprar carne.
—¿De veras? Sí, tienes razón. Vamos a ver, ¿qué podemos comer?
—¿Qué tal huevos con tocino?
—Estupendo. Me parece muy bien.
—Tendrá que bajar mañana para echar la respuesta al correo —observó Lee—. Entonces podrá comprar carne.
—Muy bien —contestó Adam.
Mientras Lee preparaba la comida, Adam estaba sentado, con la mirada perdida en el vacío. Sabía que tendría que decirle a Lee que le ayudase, aunque fuese sólo como oyente, para aclarar sus ideas.
Cal había sacado a su hermano de la casa, y lo había llevado al cobertizo de los carruajes, donde guardaban el Ford. Cal abrió la portezuela y se sentó tras el volante.
—¡Anda, sube! —ordenó.
—Padre nos ha dicho que no entremos en él —protestó Aron.
—No lo sabrá. ¡Sube!
Aron montó tímidamente y se sentó muy apartado en el asiento. Cal hizo girar el volante de un lado a otro.
—¡Mec! ¡Mec! —exclamó imitando un sonido del coche, y luego dijo: ¿Sabes qué pienso? Que tío Charles era rico.
—No lo era.
—Te apuesto lo que quieras a que sí.
—¿Tú crees que papá podría decir una mentira?
—Yo no digo eso. Pero apostaría a que era rico. —permanecieron silenciosos unos instantes. Cal conducía lentamente, tomando curvas imaginarias. Añadió: Te apuesto a que lo descubro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quieres apostarte?
—Nada —dijo Aron.
—¿Qué te parecería tu silbato de pata de ciervo? Te apuesto esta canica contra tu silbato a que nos envían a la cama nada más cenar. ¿Apostamos?
—Como quieras —dijo Aron con expresión vaga—. No veo por qué.
—Padre querrá hablar con Lee. Pero yo los escucharé —le aseguró.
—A que no te atreves.
—¿Crees que no me atrevo?
—Suponte que me chivo.
Los ojos de Cal adquirieron una expresión fría, y su rostro se ensombreció. Se acercó tanto a su hermano, que su voz se convirtió en un murmullo.
—No lo dirás, porque si lo haces, yo diré quién le robó el cuchillo.
—Nadie se lo ha robado. Lo tiene. Abrió la carta con él. Cal sonrió con expresión cruel.
—Me refiero a mañana —dijo.
Y Aron comprendió a qué se refería, y supo que no podía decirlo. No podía hacer nada en absoluto. Cal estaba completamente a salvo.
Este último se dio cuenta de la expresión confusa e indefensa en el rostro de Aron, y advirtió todo su poder, lo cual le alegró en extremo. Siempre era capaz de desbordar y de dominar a su hermano, y empezaba a creer que podría hacer lo propio con su padre. Con Lee, las jugarretas de Cal no producían el menor efecto, porque la suave mente de Lee se movía sin esfuerzo más allá del alcance de Cal, y se quedaba siempre esperando, dándose cuenta de todo y advirtiéndole con voz queda en el último momento: «No hagas eso». Cal sentía respeto por Lee, y también algo de miedo. Pero ese infeliz de Aron, que lo miraba con aire desvalido, no era más que un pedazo de barro blando entre sus manos. Cal sintió de pronto un profundo amor por su hermano, y el impulso de protegerlo en su debilidad. Y le rodeó con los brazos.