Por aquel entonces, en el rancho sólo vivían Tom y Joe. Y Tom, grande y coloradote, cuyo bigotillo incipiente comenzaba a crecer, ya estaba sentado a la mesa de la cocina, con las mangas bajadas, según le habían enseñado. Liza, con una jarra en la mano, vertía una espesa papilla en un perol de esteatita. Los pastelillos calientes se hinchaban como pequeñas almohadillas, y sobre ellos se formaban diminutos volcanes que reventaban en minúsculas erupciones, hasta que estaban listos para darles la vuelta, cuando adquirían un bello color tostado, con estrías más oscuras. Y toda la cocina estaba envuelta en su agradable aroma.
Samuel vino del patio, donde había ido a lavarse. Sus cabellos y barba brillaban por el agua, y al entrar en la cocina se bajó las mangas de su camisa azul. La señora Hamilton no consentía que nadie se sentara a la mesa con las mangas remangadas, pues eran signo de ignorancia o de desprecio por los buenos modales.
—Llego tarde, madre —dijo Samuel.
Ella no le miró. Su espátula se movía como una serpiente en el momento de atacar, y los pastelillos calientes emitían una especie de silbido al asentar sus blancos bordes sobre el perol.
—¿A qué hora volviste a casa? —preguntó ella.
—Oh, tarde. Debían de ser cerca de las once. No miré la hora por temor a despertarte.
—No me desperté —dijo Liza hoscamente—. Y acaso a ti te parezca saludable vagar por ahí durante toda la noche, pero al Señor no le es tan grato.
Era bien sabido que Liza Hamilton y el Señor tenían las mismas opiniones sobre casi todas las cuestiones. Se giró y cogió una fuente de dorados y calientes pastelillos, que entregó a Tom.
—¡Qué te ha parecido la propiedad de Sánchez? —preguntó a su marido.
Samuel se aproximó a ella, se inclinó y le besó su roja mejilla. —buenos días, madre. Dame tu bendición.
—Yo te bendigo —dijo Liza de forma maquinal.
Samuel se sentó a la mesa y dijo:
—Yo te bendigo, Tom. Bien, el señor Trask está haciendo grandes cambios. Está arreglando la vieja casa para vivir en ella.
Liza, que estaba frente a la estufa, se volvió rápidamente.
—¡Te refieres a aquella en que han dormido durante años las vacas y los cerdos?
—Si, ha cambiado los antiguos suelos y los marcos de las ventanas. Ahora todo está nuevo y recién pintado.
—Jamás podrá quitar el olor de los cerdos —afirmó Liza con rotundidad—. Dejan un hedor que no se puede lavar ni disimular con nada.
—Bien, pues yo entré y eché un vistazo, madre, y sólo olía a pintura.
—Cuando se seque olerá a cerdo —contestó ella.
—Ha hecho un jardín, afuera, regado por el agua del manantial, y en un parterre ha plantado rosas y otras flores; y algunos de los arbustos los ha hecho traer de Boston.
—No sé qué le parecerá al Señor semejante despilfarro —dijo Liza agriamente—. Y no es que no me gusten las rosas.
—Él dijo que me daría algunos esquejes —dijo Samuel.
Tom terminó de comer los pastelillos calientes y revolvió el café.
—¡Qué clase de hombre es, padre?
—Creo que es un hombre muy cabal; sabe hablar y tiene una inteligencia prometedora, aunque es algo dado a soñar.
—Le dijo la sartén al cazo —interrumpió Liza.
—Sí, ya sé, ya sé. Pero ¿no has pensado alguna vez que mis sueños reemplazan mis carencias? El señor Trask tiene sueños prácticos y los dólares necesarios para convertirlos en realidad. Quiere hacer de sus tierras un vergel, y podéis estar seguros de que lo hará.
—¡Cómo es su mujer? —preguntó Liza.
—Pues muy joven y muy guapa. Es muy callada, apenas habla, y pronto tendrá su primer hijo.
—Ya lo sé —dijo Liza—. ¿Cómo se llamaba de soltera?
—Lo ignoro.
—¿No sabes tampoco de dónde proviene?
—Tampoco lo sé.
Depositó un plato con pastelillos calientes frente a su marido, le Llenó la taza de café y rellenó la de Tom.
—¿De qué te enteraste? ¿Cómo va vestida?
—Pues muy bien, muy guapa, con un vestido azul y una chaquetilla de color rosa, muy ajustada a la cintura.
—Veo que de eso te has dado cuenta. ¿Sabrías decir si eran vestidos hechos por una modista o de confección?
—Diría que son de confección.
—No puedes saberlo —afirmó Liza—. También creíste que el vestido que se hizo Dessie para ir a San José lo había comprado en una tienda.
—Dessie es un primor —dijo Samuel—. Hace verdaderas maravillas con la aguja.
—Dessie piensa abrir un taller de modista en Salinas —observó Tom.
—Ya me lo contó —respondió Samuel—. Le auguro un gran éxito.
—¡En Salinas? —Liza puso los brazos en jarras—. No me había dicho nada.
—Me temo que hemos hecho un mal servicio a nuestro encanto —dijo Samuel—. Lo reservaba para darle una gran sorpresa a su madre, y nosotros le hemos aguado la fiesta.
—Debería habérmelo dicho —afirmó Liza—. No me gustan las sorpresas. Bueno, prosigue, ¿qué hacía ella?
—¿Quién?
—Pues la señora Trask.
—¿Qué hacía? Pues estaba sentada en una silla, bajo un roble. Ya no le falta mucho.
—Con las manos, Samuel, con las manos. ¿Qué hacía con las manos? Samuel rebuscó en su memoria.
—Me parece que nada. Recuerdo que sus manos eran muy pequeñas, y que las tenía cruzadas sobre el regazo.
—¿No cosía, ni zurcía, ni hacía calceta? —preguntó Liza.
—No, madre.
—No sé si has tenido muy buena idea yendo allá. La riqueza y el ocio son las armas del diablo, y tú no tienes demasiada resistencia.
Samuel levantó la cabeza y rió con placer. A veces, su esposa lo divertía, pero nunca podía decirle por qué.
—Si he ido allí ha sido sólo a causa de la riqueza. Pensaba contártelo después del desayuno, así es que siéntate y escucha. Quiere que le abra cuatro o cinco pozos, y tal vez que le instale molinos y depósitos para el agua.
—¿No serán sólo palabras? ¿Los molinos se mueven con agua? ¿Y te pagará, o vendrás con las excusas de siempre de «Dice que pagará cuando recoja la cosecha»? —dijo, imitándole con gesto burlón—. «Me pagará cuando se muera su tío rico». Sabes por experiencia, Samuel, o deberías saberlo, que si no pagan en el acto nunca lo harán. Podríamos comprar una granja en el valle con lo que te han prometido.
—Adam Trask pagará —aseguró Samuel—. Goza de una posición económica desahogada. Su padre le dejó una fortuna. Tenemos trabajo para todo el invierno, madre. Podremos ahorrar algo y pasaremos unas navidades magníficas. Me pagará un dólar y medio por metro, y también los molinos, madre. Puedo hacerlo todo aquí, excepto los revestimientos. Los chicos tendrán que ayudarme. Tom y Joe deberán venir conmigo.
—Joe, no —respondió ella—. Ya sabes que está delicado.
—Pues sería bueno quitarle tanta delicadeza. Con ella puede morirse de hambre.
—Joe no puede ir —negó Liza tajante—. ¡Y quién gobernará el rancho mientras tú y Tom estáis fuera?
—He pensado en pedirle a George que vuelva. No le agrada trabajar en una oficina, aunque esté en King City.
—Claro que no, pero con ocho dólares a la semana ya podía sacrificarse un poco.
—Madre! —gritó Samuel—. ¡Se nos presenta una oportunidad para inscribir nuestro nombre en el Banco Nacional! No interpongas tu lengua en el camino de la fortuna. ¡Te lo ruego, madre!
Liza refunfuñó durante toda la semana, mientras se ocupaba en sus quehaceres, y Tom y Samuel se dedicaron a preparar el equipo de perforación, a afilar los taladros, a dibujar esbozos de molinos de nuevo diseño y a medir maderos de pino rojo para los depósitos de agua. A media mañana, Joe se reunió con ellos y se sintió tan fascinado que pidió a Samuel que lo dejase ir.
Pero su padre le respondió:
—Tengo que decirte sin tapujos que no te lo permitiré, Joe. Tu madre te necesita aquí.
—Pero yo quiero ir con usted, padre. Y no olvide que el año que viene iré al colegio de Palo Alto. Y eso también es irse, ¿no es verdad? Déjeme acompañarlo, se lo ruego. Trabajaré como el que más.
—Estoy seguro de que lo harías. Pero no puede ser. Y cuando hables a tu madre de esto, te agradecería que le insinúes que yo me opongo. Incluso puedes decirle que te he negado el permiso.
Joe sonrió y Tom soltó una carcajada.
—¿Es posible que madre lo haya convencido? —preguntó Tom.
Samuel miró a sus hijos de mal talante.
—Me cuesta mucho cambiar de opinión —dijo—. Cuando he tomado una decisión, ni una yunta de bueyes podría apearme del burro. Lo he considerado desde todos los ángulos, y mi decisión es que Joe no puede venir. No querréis que reniegue de mi palabra, ¿verdad?
—Iré adentro a hablar con ella ahora mismo —dijo Joe.
—Tómatelo con calma, hijo —le gritó Samuel cuando se iba—. Usa la cabeza. Déjala hablar. Entretanto, ten en cuenta que yo sigo en mis trece.
Dos días más tarde, el enorme carromato partía del rancho cargado de maderas y aparejos. Tom conducía el tiro de cuatro caballos, y junto a él se sentaban Samuel y Joe balanceando los pies.
Cuando afirmé que Cathy era un monstruo era porque así me lo pareció, pero ahora que he examinado con una lupa sus débiles huellas y he releído las líneas, me pregunto si eso era cierto. La dificultad estriba en que ignoramos lo que ella quería y, por lo tanto, jamás sabremos si lo obtuvo o no. Ni tampoco si corría hacia algo o se alejaba de ello, y si realmente consiguió escapar. Quién sabe si trataba de contarle a alguien, o a todos, cómo era ella en realidad, y no pudo hacerlo por no encontrar un lenguaje común. Su vida pudo haber sido su lenguaje formal, desarrollado, indescifrable. Es fácil decir que era mala, pero eso no significa nada, a menos que sepamos por qué lo era.
Me imagino a Cathy, sentada en silencio en espera de que su hijo naciera, viviendo en una granja que no le gustaba y con un hombre al que no amaba.
Estaba sentada en su silla bajo el roble, con las manos entrelazadas en busca de amor y de refugio. Engordó mucho, de una forma desmesurada, incluso en una época en que las mujeres se ufanaban de los bebés rollizos y contaban con orgullo todos los kilos que tenían de más. Cathy estaba deforme; su vientre, tirante, pesado y distendido, le imposibilitaba ponerse de pie sin apoyarse con los brazos. Pero la gran hinchazón era local. Los hombros, el cuello, los brazos, las manos y la cara no se vieron afectados, sino que permanecían gráciles y juveniles. Sus pechos no se desarrollaron, y sus pezones no se oscurecieron. Las glándulas mamarias no se excitaron y parecía como si el cuerpo no se preparase para alimentar al recién nacido. Sentada tras una mesa, no se podía apreciar en absoluto que estaba embarazada.
En aquellos días no se medía la anchura del arco pelviano, no se analizaba la sangre, no se reforzaba el organismo con calcio. Cada hijo suponía un gran desgaste para la madre, pero ésa era la ley y era plausible que las mujeres tuviesen extraños antojos. Algunos decían que eso era la causa de su impureza, y ello se atribuía a la naturaleza de Eva, que todavía expiaba el pecado original.
Los antojos de Cathy se limitaban a una sola cosa, y bastante sencilla si se la comparaba con otras. Los carpinteros, al reparar la vieja casa, se quejaban de que disminuían los montones de cal con que recubrían los listoncillos ensamblados. Una y otra vez desaparecían las pilas contadas. Cathy las robaba y rompía el yeso, que metía en el bolsillo de su delantal y, cuando no había nadie, desmenuzaba la blanda cal entre sus dientes. Hablaba muy poco y sus ojos tenían una expresión lejana. Era como si se hubiese marchado y hubiera dejado en su lugar una muñeca de carne y hueso, para disimular su ausencia.
En tomo a ella reinaba la mayor actividad. Adam caminaba gozoso de un lado a otro, planeando y construyendo su paraíso. Samuel y sus hijos abrieron un pozo de doce metros e introdujeron el caro revestimiento de metal, de último cuño, porque Adam quería lo mejor de lo mejor.
Los Hamilton trasladaron el aparato de perforación y comenzaron a abrir otro pozo. Dormían en una tienda, junto a las obras, y cocinaban en un fuego de campamento. Pero siempre había alguno camino de su rancho para ir en busca de una herramienta o para llevar un recado.
Adam revoloteaba como una abeja aturdida y desorientada ante tantas flores. Se sentaba junto a Cathy y charlaba acerca de las raíces del ruibarbo francés, que acababan de llegar. Dibujó ante ella la nueva aspa en abanico que Samuel había inventado para los molinos. Tenía una inclinación variable, y era algo completamente desusado. Cabalgaba hasta las obras del pozo y hacia que el trabajo se atrasase a causa del excesivo interés que mostraba. Y, naturalmente, al propio tiempo que hablaba de pozos con Cathy, hablaba también del nacimiento y cuidado del niño. Aquélla fue una buena época para Adam, quizá la mejor que tuvo. Su vida se extendía ante él ancha y espaciosa, y él era su rey absoluto. Y el verano dio paso al cálido y fragante otoño.
Los Hamilton, instalados junto a las obras del pozo, habían terminado su comida, compuesta de pan que les había suministrado Liza, un queso digno de las ratas y un venenoso café calentado en un pote sobre la fogata. A Joe se le cerraban los ojos y pensaba cómo se las ingeniada para desaparecer entre los matorrales y descabezar un sueñecito.
Samuel se arrodilló en el suelo arenoso, examinando los bordes rotos y gastados del taladro. Poco antes de interrumpir el trabajo para comer, la perforadora había chocado con algo a nueve metros de profundidad, que había aplastado el acero como si fuese plomo. Samuel rascó el borde de las hojas con su navaja, e inspeccionó las raspaduras sobre la palma de la mano. De pronto sus ojos se iluminaron y depositó las virutas en la mano de Tom.
—Mira eso, hijo. ¿Qué crees que es?
Joe se levantó y se apartó de la tienda. Tom estudió los fragmentos que tenía en la palma de la mano.
—Sea lo que sea, parece muy duro —contestó. Tan grande, no puede ser diamante. Más bien parece metal. ¿Cree usted que hemos tropezado con una locomotora enterrada?
Su padre rió.
—¿Está a nueve metros! —exclamó.
—Parece acero de herramientas —dijo Tom—. No tenemos nada que pueda hacerle mella.
Y entonces vio la gozosa mirada de su padre, perdida en la lejanía, y un estremecimiento de alegría lo recorrió. A los hijos de Hamilton les gustaba que su padre dejase discurrir libremente su imaginación, pues entonces el mundo se poblaba de maravillas.