Al este del Edén (64 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Capítulo 31
1

Adam estuvo rumiando y dando vueltas por la casa durante toda la mañana, y al mediodía fue en busca de Lee, que estaba cavando la tierra negra abandonada de su huertecito, para plantar las hortalizas de primavera: zanahorias y remolacha, nabos, guisantes, habichuelas y coles de Bruselas. El trazado de los surcos era perfectamente recto, pues Lee se había valido para ello de un cordel tirante, y las estaquillas plantadas a los extremos ostentaban la bolsa que había contenido las semillas respectivas, con el fin de identificar el surco. En un rincón del huerto había un bancal en el que estaban dispuestos los tomates, los pimientos y las coles, a la espera de ser plantados cuando desapareciese el peligro de las heladas.

—Anoche fui algo estúpido —dijo Adam.

Lee se apoyó en el mango de la pala y lo miró en silencio.

—¿Cuándo piensa irse? —le preguntó.

—Creo que tomaré el tren de las dos cuarenta. Luego podré regresar en el de las ocho.

—Sabe que podría resolverlo a través de una carta.

—Ya lo he pensado. ¿Tú lo harías?

—No. Tiene razón. Yo fui el estúpido. Nada de cartas.

—No tengo más remedio que ir —sentenció Adam—. Lo he considerado bajo todos los aspectos, y siempre retomaba al mismo punto.

—Se puede ser deshonesto de muchas maneras, pero no de ésta —apuntó Lee—. Buena suerte, pues. Tengo mucho interés en saber lo que ella dirá y cuál será su reacción.

—Iré en la calesa —le informó Adam—. La dejaré en las cocheras de King City. Estoy demasiado nervioso para conducir el Ford.

Eran las cuatro y cuarto cuando Adam subió los carcomidos peldaños y llamó a la deteriorada puerta de la casa de Kate. Un hombre nuevo salió a abrirle. Era un finlandés de rostro cuadrado que vestía camiseta y pantalón, y cuyos brazos se hallaban cubiertos con manguitos de seda roja. Dejó a Adam esperando en el porche, y a los pocos momentos regresó para acompañarlo al comedor.

Se trataba de una habitación muy grande y sin el menor adorno, con las paredes y las puertas pintadas de blanco. Una larga mesa rectangular ocupaba el centro, y sobre el tapete de hule blanco se hallaban colocados los cubiertos —fuentes, platos y salseras— y las tazas boca abajo sobre los platillos.

Kate estaba sentada a la cabecera de la mesa, con el libro de cuentas abierto ante ella. Vestía de un modo muy severo. Llevaba una visera verde y hacía girar incesantemente entre sus dedos un lápiz amarillo. Miró fríamente a Adam cuando éste apareció en el umbral.

—¿Qué quieres ahora? —le preguntó.

El finlandés permanecía en pie detrás de Adam.

Adam no replicó. Se dirigió a la mesa y dejó la carta ante ella, sobre el libro de cuentas.

—¿Qué es esto? —preguntó Kate, pero sin esperar respuesta, leyó rápidamente su contenido—. Sal y cierra la puerta —ordenó al finlandés. Adam tomó asiento a la mesa junto a Kate, apartando los platos para dejar su sombrero.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Kate preguntó:

—¿Es una broma? No, tú eres incapaz de gastar una broma. —pareció recapacitar—. A lo mejor, tu hermano es el bromista. ¿Estás seguro de que ha muerto?

—Todo lo que sé es lo que dice esta carta —respondió Adam.

—¿Y qué quieres que haga?

Adam se encogió de hombros.

—Si pretendes hacerme firmar algo, estás perdiendo el tiempo. ¿Qué te propones? —preguntó Kate.

Adam paseó lentamente el dedo por la cinta negra de su sombrero.

—¿Por qué no tomas nota de la dirección de los abogados y te pones en contacto con ellos?

—¿Qué les has contado de mí?

—Nada —aseguró Adam—. Cuando le escribí a Charles, le dije que vivías en otro sitio, y nada más. Pero cuando la carta llegó a su destino él ya había muerto y se la entregaron a los abogados. Lo pone ahí.

—El que ha escrito la posdata parece ser amigo tuyo. ¿Qué le has contado?

—Todavía no le he escrito.

—¿Qué piensas decirle cuando lo hagas?

—Pues lo mismo, que vives en otro sitio.

—No puedes decir que nos hemos divorciado, porque no ha sido así.

—No pensaba hacerlo.

—?Quieres saber cuánto te costará quitarme de en medio? Pues cuarenta y cinco mil en dinero contante y sonante.

—No.

—¿Qué quiere decir ese no? No puedes regatear conmigo.

—No trato de regatear. Ahí tienes la carta, y por lo tanto sabes lo mismo que yo. Haz lo que quieras.

—¿Qué es lo que te hace ser tan insolente?

—Es que me siento seguro.

Ella lo atisbó bajo la visera verde y transparente. Su cabello le caía en pequeños tirabuzones sobre la visera, como los racimos sobre una verde techumbre.

—Adam, tú estás loco. Si te hubieses callado la boca, nadie hubiera sabido jamás que yo estaba viva.

—Ya lo sé.

—¿Ya lo sabes, dices? ¿Piensas que tendré miedo de reclamar ese dinero? Estás completamente loco si lo crees así.

—No me importa lo que hagas —respondió Adam pacientemente.

Ella le sonrió con expresión cínica.

—No te importa, ¿eh? Pues supón que te dijese que hay una orden permanente en la oficina del sheriff dejada allí por el anterior, en la que se especifica, que, si me atrevo a usar mi nombre o a declarar que soy tu esposa, me echarán del condado, y también del estado. ¿No te tienta eso?

—¿Para hacer qué?

—Para hacer que me expulsen y quedarte con todo el dinero.

—Yo me he limitado a traerte esta carta —dijo Adam con la misma paciencia.

—Quiero saber por qué.

—No me interesa en absoluto lo que pienses, o lo que opines de mí —contestó Adam—. Charles te dejó ese dinero en su testamento. No puso ninguna restricción o traba. Todavía no he visto el testamento, pero él quería que tú entrases en posesión de esa suma.

—Algo estás tramando con esos cincuenta mil dólares —dijo, pero no esperes salirte con la tuya. No sé dónde está el truco, pero yo lo descubriré. —y luego añadió: ¿Sabes lo que estoy pensando? Tú no eres demasiado listo. ¿Quién te ha aconsejado?

—Nadie.

—¿No sería ese chino? El sí es listo.

—No me ha dado el menor consejo.

Adam se sentía muy interesado por su absoluta falta de emoción.

Se encontraba por completo ajeno a lo que estaba sucediendo. Cuando miró a Kate, observó en su rostro una expresión que jamás le había visto. Kate tenía miedo, y tenia miedo de él. Pero ¿por qué?

Ella se dominó y trató de ahuyentar aquel temor.

—Lo haces sólo porque eres honrado, ¿verdad? Claro, la bondad personificada.

—Eso no se me había ocurrido —repuso Adam—. Ese dinero es tuyo y yo no soy ningún ladrón. Me da igual lo que pienses.

Kate se echó la visera hacia atrás.

—Pretendes que piense que te limitas a echarme este dinero sobre el regazo. Bueno, ya descubriré lo que te traes entre manos. No creas que no sabré defenderme. ¿Pensaste que iba a tragarme un cebo tan estúpido?

—¿Dónde recibes la correspondencia? —preguntó él pacientemente.

—¿A ti qué te importa?

—Escribiré a los abogados para que se pongan en contacto contigo.

—¡No lo hagas! —exclamó ella dejando la carta entre las páginas del libro de cuentas, el cual cerró a continuación—. Me la quedo. Por mi parte, consultaré también a un abogado. Estás equivocado si crees que no lo haré. Ya puedes dejar tu aire inocente.

—Hazlo —respondió Adam—. Yo sólo quiero que tengas lo que te pertenece; Charles te ha legado esa cantidad. No es mía.

—Ya descubriré tus tretas. Ya las descubriré.

—Me parece que no lo entiendes —replicó Adam—. Clara que tampoco me importa. También hay muchas cosas que yo no entiendo. Por ejemplo, no entiendo cómo fuiste capaz de disparar contra mí y de abandonar a tus hijos. Tampoco entiendo cómo tú o cualquiera puede vivir así —y movió la mano, indicando la casa.

—¿Quién te pide que lo entiendas?

Adam se puso en pie y tomó su sombrero.

—Eso es todo —concluyó, y se dirigió hacia la puerta—. Adiós. Ella lo llamó.

—Está usted cambiando, señor Ratón —le dijo—. ¿Por fin has conseguido otra mujer?

Adam se detuvo y se giró lentamente, con expresión pensativa en la mirada.

—No se me había ocurrido —afirmó, y se acercó tanto a ella que la obligó a echar la cabeza para atrás para poder verle la cara—. He dicho que no te entendía. Pero acabo de comprender lo que tú no entiendes.

—¿Qué es lo que no entiendo, señor Ratón?

—Tú sólo conoces la parte mala de la gente. Me enseñaste las fotografías. Te vales de todo lo vergonzoso y vil que hay en el hombre y que constituye su debilidad. Todo el mundo tiene su lado oscuro. —todo el mundo.

Adam prosiguió, asombrado ante sus propios pensamientos:

—Pero tú…, sí, eso es, tú desconoces por completo lo restante. No puedes creer que te haya dado esta carta porque no quiero tu dinero. No crees que yo te haya podido amar. Y los hombres que vienen a tu casa con todas sus lacras morales, los hombres de aquellos retratos, tú eres incapaz de creer que esos hombres pueden poseer algo bueno y hermoso. Sólo ves un aspecto de ellos, y piensas, es más, estás segura, que eso es todo.

Ella soltó una risita sardónica.

—¡Amén! —exclamó. Y luego añadió: ¿Pero qué dulce soñador es el señor Ratón! Écheme usted un sermoncito, señor Ratón.

—No. No lo haré, porque me doy cuenta de que te falta algo. Hay hombres que no pueden ver el color verde, pero puede que nunca lo sepan. Me parece que tú eres un ser humano incompleto y no puedo hacer nada para remediarlo. Pero me pregunto si alguna vez sentirás que hay algo invisible a tu alrededor. Sería horrible que pudieses darte cuenta de ello, y, sin embargo, fueses incapaz de verlo o de sentirlo. Sería horrible.

Kate apartó su silla y se puso de pie con los brazos en jarra y los puños muy apretados y ocultos entre los pliegues de su falda. Habló tratando de evitar el tono agudo que pugnaba por manifestarse en su voz.

—Nuestro Ratón es un filósofo —dijo—. Pero nuestro Ratón no sobresale más en esta actividad que en las otras. ¿Has oído hablar de las alucinaciones? Si hay cosas que no puedo ver, ¿no crees que es posible que se trate únicamente de sueños nacidos de tu enfermiza mente?

—No —respondió Adam—. No lo creo. Y tú tampoco lo crees.

Dio media vuelta, salió de la estancia y cenó la puerta.

Kate volvió a sentarse, y se quedó mirando hacia la puerta cerrada, sin percatarse de que estaba golpeando suavemente el tapete con los puños. Lo que sí sabía es que el rectángulo blanco de la puerta que veía estaba deformado por las lágrimas, y que su cuerpo se sacudía bajo los efectos de la rabia y de la pena mezcladas.

2

Cuando Adam abandonó la casa de Kate todavía tenía más de dos horas antes de tomar el tren de regreso a King City. Un impulso repentino le llevó a torcer por la calle Mayor, y caminar por la Avenida Central hasta el número 130, que correspondía a la enorme mansión blanca de Ernest Steinbeck. Era una casa inmaculada y de aspecto acogedor, de amplias proporciones, aunque no pretenciosa, y estaba rodeada por una cerca pintada de blanco, que limitaba un espacio cubierto de verde césped cuidadosamente recortado. Arrimados a la cerca crecían rosales y enredaderas.

Adam subió por los anchos escalones de la solana, y tiró de la campanilla. Olive fue a la puerta y la entreabrió, mientras Mary y John atisbaban tras ella.

Adam se quitó el sombrero.

—Ustedes no me conocen. Soy Adam Trask. Era muy amigo de su padre. He venido a saludar a la señora Hamilton, quien me ayudó amablemente cuando mi mujer dio a luz.

—No faltaba más —dijo Olive, abriendo de par en par la puerta—. Hemos oído hablar de usted. Espere un momento. Ya verá lo bien atendida que está madre.

Golpeó con los nudillos en una puerta al otro extremo del ancho vestíbulo, y gritó:

—¡Mamá! Ha venido un amigo a verte.

Abrió la puerta, e introdujo a Adam en la agradable estancia ocupada por Liza.

—Tendrá usted que perdonarme —se excusó Olive—. Catrina está preparando el pollo y tengo que vigilarla, ¡John, Mary! Venid conmigo.

Liza parecía más menuda que nunca. Estaba sentada en una mecedora de mimbre y había envejecido mucho. Su vestido de alpaca negra tenía una falda muy amplia, y llevaba sobre su pecho un alfiler en el que se leía «Madre», en letras de oro.

La agradable y reducida sala—dormitorio estaba atestada de fotografías, frascos de colonia, acericos de encaje, cepillos y peines, y mil chucherías de porcelana y plata, regalos de muchos cumpleaños y navidades.

En la pared se veía una enorme fotografía en colores de Samuel, que reflejaba una fría y distante dignidad, un aire envarado de circunstancias, que no era en modo alguno el suyo. La fotografía no transmitía el menor rasgo de su personalidad ni de su alegría inquisidora. El retrato estaba encuadrado en un macizo marco de oro y, para consternación de los niños, sus ojos los seguían por toda la estancia.

Sobre la mesa de mimbre que había junto a Liza, se veía la jaula del lorito Polly que Tom había comprado a un marinero. Era un pajarraco viejo, del que se decía que tenía cincuenta años. En su larga existencia había aprendido una gran colección de palabrotas, que pronunciaba al estilo marinero. Por más que se esforzó, Liza no consiguió que el loro sustituyera el pintoresco vocabulario aprendido en su juventud por los piadosos salmos que ella quería enseñarle.

Polly ladeó la cabeza para examinar a Adam, y se alisó las plumas de la base del pico, pasándose cuidadosamente por ellas una de las patas. —¡Sal de ahí, hijo de puta! —dijo Polly, sin la menor entonación. Liza lo miró con el ceño fruncido.

—¡Polly! —le recriminó con severidad—. Eso es una falta de educación.

—¡Maldito hijo de puta! —repitió el loro.

Liza pasó por alto tamaña vulgaridad, y tendió su pequeña mano a Adam.

—Señor Trask —saludó. Me alegro de verle. Siéntese, se lo ruego.

—Pasaba por aquí, y he venido a presentarle mis condolencias. —ya recibimos sus flores.

Después de tanto tiempo, Liza también recordaba hasta el último ramo que se envió al entierro. El de Adam fue una hermosa cesta de siemprevivas.

—Le será a usted muy difícil acostumbrarse a esa pérdida.

Los ojos de Liza se abrieron, y cerró la boca como si no quisiera hablar de su desamparo.

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