—Me alegro de haber venido —respondió ella, pero pensó, desolada, cuán frágil era ahora su hermano y qué poco costaba echar sus propósitos por tierra, y de ello se desprendía que tendría que protegerlo en todo lo posible—. Tienes que haber trabajado noche y día para tener la casa tan limpia —observó.
—Todo lo contrario —contestó Tom—. Cuatro golpecitos aquí y allá.
—Sí, cuatro golpecitos pero con el cubo, el estropajo y de rodillas, a menos que hayas inventado algún nuevo sistema para hacerlo por medio de la fuerza de las gallinas, o con ayuda del viento embridado.
—Inventar, en eso se va todo mi tiempo. He inventado una pequeña muesca que permite que una corbata se deslice libremente de un lado a otro en un cuello duro.
—Pero si tú no usas cuello duro.
—Ayer me puse uno, y fue entonces cuando lo inventé. Y también tengo grandes proyectos con las gallinas: pienso criar millones de ellas, pondré gallineros por todo el rancho, y una abertura en el techo para bañarlas en un tanque de lechada. Y los huevos serán transportados por una pequeña cinta sin fin. Espera, te haré un dibujo.
—Preferiría que me dibujases el desayuno —replicó Dessie—. ¿Qué forma tiene un huevo frito? ¿De qué color pintadas la carne y la grasa de un pedazo de tocino?
—¡Ahora mismo lo verás! —gritó él, abriendo la tapa de la estufa y removiendo el fuego con el atizador, hasta chamuscarse el vello de la mano; echó leña al interior y se puso a silbar de nuevo con fuerza.
—Pareces uno de esos individuos con pies de cabra, tocando una flauta en una montaña de Grecia —comentó Dessie.
—¿Y qué te crees que soy? —le vociferó con alegría.
Dessie pensaba, llena de dolor: «Si él está contento, ¿por qué no puedo estarlo yo? ¿Por qué no puedo salir de mi gris zurrón de harapos? Tengo que hacerlo», se chilló a sí misma. «Si él puede, yo también."
—¡Tom! —le gritó.
—Dime.
—Quiero un huevo de color púrpura.
Los montes permanecieron verdes hasta muy avanzado junio, antes de que la hierba empezase a amarillear. Las espigas de la avena silvestre estaban tan cargadas de grano que se doblegaban bajo su peso. Los pequeños manantiales y regatos siguieron fluyendo hasta bien entrado el verano. El ganado estaba tan gordo y lucido que el peso de la grasa lo hacía tambalear, y su pellejo rebosaba salud. Era uno de esos años de abundancia en que los habitantes del valle Salinas olvidaban los años de sequía. Los granjeros compraban más tierras de las que podían mantener, y sacaban las cuentas de sus beneficios futuros sobre las tapas de sus talonarios.
Tom Hamilton trabajaba como un gigante, no sólo con sus fuertes brazos y sus callosas manazas, sino también con su espíritu y su corazón. El yunque resonaba de nuevo en la forja. Pintó de blanco la vieja mansión y dio una mano de lechada a los cobertizos. Fue a King City y estudió la construcción de un retrete de agua corriente, y luego se construyó uno con estaño hábilmente curvado y madera labrada. Como el agua del manantial fluía muy lentamente, colocó un depósito de pino rojo al lado de la casa, e hizo subir el agua hasta él con ayuda de la bomba de un molino de viento de construcción casera, pero tan bien hecho que el menor soplo de aire lo hacía girar. Y con madera y metal construyó los prototipos de dos ideas que había tenido, con el fin de enviarlos a la oficina de patentes en otoño.
Y por si fuera poco, trabajaba, además, lleno de ánimo y con buen humor. Dessie tenía que levantarse muy temprano para poder echar una mano en el trabajo de la casa, antes de que lo hubiese hecho todo Tom. Ella observaba la gran felicidad de aquel gigante pelirrojo, pero aquella felicidad no era ligera y alada como la de Samuel. No se levantaba de sus raíces ni flotaba en las alturas. Tom la fabricaba del mejor modo que sabía, moldeándola y tratando de darle forma.
Dessie, que tenía más amigos que nadie en todo el valle, no poseía ningún confidente. Cuando la infelicidad hizo presa en ella, no pudo contar sus cuitas a nadie, y siempre se vio obligada a guardar sus dolores en secreto.
Una vez que Tom la encontró rígida y envarada a causa del atenazante dolor y le gritó lleno de alarma «¿Qué te pasa, Dessie?», ella trató de dominar la expresión de su rostro, y respondió: «Un pequeño calambre, eso es todo; nada más que un pequeño calambre. Ahora ya estoy bien.» Y al instante, se pusieron a reír.
Reían mucho, como si tratasen de darse ánimos mutuamente. Sólo cuando Dessie se iba a la cama, permitía que el recuerdo de su pérdida se apoderase de ella, terrible e insoportable. Entretanto, Tom yacía en las tinieblas de su habitación, aturullado y confundido como un niño, y escuchando el latir de su corazón, que de vez en cuando producía un sonido sibilante. Su mente abandonaba pronto los pensamientos importantes y se refugiaba en sus pequeños planes, sus diseños y sus máquinas.
A veces, durante las tardes de verano, subían a la cima del monte para contemplar, después del ocaso, los celajes que se adherían a las cumbres de las montañas de occidente, y para dejarse acariciar por la brisa refrescante que soplaba en el valle. Por lo general, permanecían silenciosos durante unos minutos, y aspiraban la paz que reinaba en aquella hora. Ambos eran tímidos y jamás hablaban de sí mismos, así que sabían muy poco el uno del otro.
Por eso, a ambos les sorprendió que, una tarde, cuando se hallaban en la cumbre del monte, Dessie le preguntase:
—Tom, ¿por qué no te casas?
Él la miró y rápidamente apartó la vista.
—¿Quién me querría? —dijo.
—¿Hablas en broma o es que realmente lo piensas?
—¿Quién me querría? —repitió él—. ¿Quién podría querer a un hombre como yo?
—Parece como si realmente lo pensaras —y entonces ella violó su acuerdo tácito y no expresado de no indagar en sus respectivas vidas—. ¿Nunca te has enamorado?
—No —contesto él.
—Me hubiera gustado saberlo —repuso ella, como si no hubiese oído respuesta.
Tom no volvió a hablar mientras descendían por la ladera del monte. Pero al llegar al porche, dijo de pronto:
—Tú te sientes muy sola aquí. Me parece que no quieres seguir viviendo conmigo —esperó un momento—. Respóndeme: ¿Tengo razón?
—No quiero estar en ningún otro sitio, sino aquí —respondió Dessie, y preguntó a su vez:—¿Vas alguna vez con mujeres?
—Sí —contestó él.
—¿Y eso te hace algún bien?
—No mucho.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
Volvieron en silencio a la casa. Tom encendió la lámpara del viejo salón. El sofá de crin que él había reparado con sus propias manos levantaba su respaldo contra la pared, y la alfombra verde estaba muy desgastada en los lugares de paso.
Tom se sentó junto a la redonda mesa del centro. Dessie tomó asiento en el sofá, y observó que su hermano seguía turbado por su indiscreta pregunta. Pensó en cuán puro era, cuán inadecuado para un mundo que incluso ella conocía más que él. Tom era un matador de dragones, un libertador de doncellas, y sus pecadillos le parecían tan grandes que se sentía indigno e indecoroso. Ella deseaba que su padre se hubiese encontrado todavía allí. Su padre se habría dado cuenta de la grandeza de Tom. Acaso hubiera sabido cómo libertarla de su oscuro refugio y dejarla volar libremente.
Probó un cambio de táctica para ver si podía despertar en él alguna chispa.
—Ya que hablamos de nosotros, ¿nunca has pensado que todo nuestro mundo se limita al valle y a algunos viajecitos a San Francisco? ¿Has pasado alguna vez de San Luis Obispo? Yo no.
—Ni yo tampoco —respondió Tom.
—¿Y no es estúpido?
—Hay centenares de personas que tampoco lo han hecho —replicó Tom.
—Pero no está prohibido. Podríamos hacer un viaje a París, a Roma o a Jerusalén. Me entusiasmaría poder contemplar el Coliseo.
Él la observó con suspicacia, esperando que saliera con alguna broma.
—¿Y cómo lo haríamos? —preguntó. —Requiere mucho dinero.
—No lo creo —respondió ella—. No necesitamos ir a todo lujo. Podríamos viajar en las líneas marítimas más baratas y en tercera clase. Así es como nuestro padre llegó aquí desde Irlanda. Y a propósito: también podríamos ir allí.
El volvió a mirarla, y sus ojos empezaron a brillar.
—Podríamos estar un año trabajando y ahorrando hasta el último céntimo —prosiguió Dessie—. En King City yo podría encontrar algún trabajo de modista. Will nos ayudaría. Y el verano que viene podrías vender todo el ganado y nos iríamos. No hay ninguna ley que nos lo impida.
Tom se levantó y salió al exterior. Alzó la cabeza y contempló el estrellado cielo estival, en el cual lucían la azulada Venus y el rojo Marte. Se llevó las manos a la cintura, con los puños cerrados, que luego abrió. Después se volvió y entró de nuevo en la casa. Dessie seguía en el mismo sitio.
—¿De verdad quieres que nos vayamos, Dessie?
—Más que nada en el mundo.
—En ese caso, nos iremos.
—¿Y tú lo deseas también?
—Más que nada en el mundo —repitió Tom, y añadió: —Egipto… ¿Ya has pensado en Egipto?
—¿Y Atenas? —dijo ella.
—¿Y Constantinopla?
—¿Y Belén?
—Si, Belén —afirmó él, y añadió de pronto:— Vete a la cama. Tenemos por delante todo un año de trabajo. Es necesario que descanses. Tendré que pedir dinero prestado a Will para comprar cien cochinillos.
—¿Qué les darás de comer?
—Bellotas —respondió Tom—. Construiré una máquina para recogerlas.
Después de que él se hubo marchado a su habitación, Dessie le oyó pasear arriba y abajo, y hablar en voz baja consigo mismo. Dessie se asomó a la ventana para contemplar la estrellada noche, y se sintió feliz y contenta, aunque se preguntaba si realmente deseaban hacer el viaje; de pronto, le asaltó el dolor en el costado.
Cuando Dessie se levantó a la mañana siguiente, Tom ya estaba ante su mesa de dibujo, golpeándose la frente y refunfuñando en voz baja. Dessie se asomó por encima de su hombro.
—¿Es la máquina para las bellotas?
—Debería ser fácil —contestó— pero ¿cómo hacer para separar las ramitas y las piedras?
—Ya sé que tú eres el inventor, pero yo he ideado el mejor recolector de bellotas del mundo, que además ya está listo para funcionar.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a los niños —respondió ella, con sus manitas siempre en movimiento.
—No lo querrían hacer ni aunque les pagasen.
—Pero lo harían si les premiasen. Un premio a cada uno, y uno mayor para el ganador, que podría ser cien dólares. Recogerían todas las bellotas del valle. ¿Me dejarás probar?
Él se rascó la cabeza.
—¿Por qué no? —respondió. Pero ¿cómo reunirías las bellotas?
—Los propios niños las traerían aquí —le explicó Dessie—. Deja que yo me ocupe de ello. Supongo que tendrás sitio suficiente para almacenarlas.
—Pero eso sería explotar a la infancia, ¿no te parece?
—Sí, lo sería —convino Dessie—. Cuando yo tenía mi taller, explotaba a las muchachas que querían aprender a coser, y ellas me explotaban a su vez. Creo que podríamos llamar a esto la Gran Competición de las Bellotas del Condado de Monterrey. Podrían participar en ella cuantos quisieran. Tal vez podríamos ofrecer bicicletas como premios. ¿No recogerías tú bellotas si tuvieses la esperanza de ganar una bicicleta, Tom?
—Ya lo creo que sí —contestó él—. Pero ¿no podríamos pagarles también?
—No con dinero —replicó Dessie—. Si les pagamos, eso se convertiría en un trabajo, y los niños hacen todo cuanto les es posible para evitarlo. Lo mismo que yo.
Tom se recostó en su mesa de dibujo y se volvió, riendo.
—Y que yo —admitió. De acuerdo, tú te encargas de las bellotas y yo de los cerdos.
Dessie dijo:
—Tom, ¿no te parecía ridículo que hiciésemos dinero, precisamente nosotros?
—Pero tú bien que lo hiciste en Salinas —repuso él.
—Algo, no mucho. Pero era muy rica en promesas. Si me hubiesen pagado todas las facturas que me adeudaban, no tendríamos necesidad de ninguna clase de cerdos. Podríamos ir a París mañana mismo.
—Voy al pueblo a hablar con Will —dijo Tom, apartando su silla de la mesa de dibujo—. ¿Quieres acompañarme?
—No, prefiero quedarme aquí haciendo planes. Mañana comienza la Gran Competición de las Bellotas.
Al volver al rancho a última hora de la tarde, Tom se sentía deprimido y triste. Will se las había arreglado, como siempre, para masticar su entusiasmo y escupirlo como si fuese un pedazo de tabaco. Will se había tirado del labio, se había frotado las cejas, rascado la nariz, limpiado sus lentes, y finalmente había liado y encendido un cigarrillo con la mayor calma y prosopopeya. La compra de cerdos le parecía un negocio lleno de riesgos, y Will había puesto el dedo en todas y cada una de las llagas.
Dijo que la Competición de las Bellotas no daría ningún resultado, aunque se calló el porqué. Todo ello le parecía muy dudoso y poco claro, particularmente en los tiempos que corrían. Lo más que pudo hacer Will fue convenir en que seguiría pensando en ello.
En un momento de la conversación, Tom pensó en hablar a Will del proyectado viaje a Europa, pero enseguida comprendió instintivamente que no debía hacerlo. La idea de ir a dar una vuelta por Europa —a menos, desde luego, que uno se hubiese retirado ya de los negocios y tuviese el capital invertido en buenos valores del Estado— le hubiera parecido una locura tan grande que, a su lado, el proyecto entero de la cría de cerdos podía parecer una muestra genial de sagacidad financiera. Tom no le habló de ello, pues, y dejó a Will «pensando en el asunto», sabiendo de antemano que su veredicto sería contrario a la cría de cerdos y a la recogida de bellotas.
El pobre Tom ignoraba y era incapaz de entender que el arte de disimular con éxito constituye una de las alegrías creadoras de un verdadero hombre de negocios. Dar muestra de entusiasmo no demostraba otra cosa sino idiotez. Y cuando Will decía que «pensaba en el asunto», no mentía en lo más mínimo. Algunas partes de aquel plan le fascinaban. Tom había dado con algo muy interesante. En efecto, le parecía un buen negocio la compra de cochinillos a crédito, para cebarlos con una comida que costaba casi menos que nada, y venderlos luego, pagar el crédito y recoger los beneficios. Will no era capaz de robar la idea a su hermano, aunque sí trataría de recortarle los beneficios; pero, por otra parte, Tom era un soñador, y no merecía mucha confianza para realizar un proyecto tan bueno. Tom, por ejemplo, desconocía incluso el precio de los cerdos y sus probables oscilaciones. Si aquello salía bien, Will acaso estudiaría la posibilidad de darle a Tom un regalo muy sustancial, acaso un Ford. ¿Y qué tal estaría conceder un Ford como primero y único premio para la recogida de bellotas? Todos los habitantes del valle se lanzarían a recogerlas.