Al este del Edén (68 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Subiendo por la carretera, Tom se preguntaba cómo haría para decirle a Dessie que su plan no era bueno. Lo mejor sería que idease un plan alternativo. ¿Cómo podrían reunir suficiente dinero en un año para poder ir a Europa? Y de pronto se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuánto necesitaban. Ignoraba el valor de un pasaje de barco. Podían pasarse la velada haciendo números.

Tom casi esperaba que Dessie saliera corriendo de la casa a su encuentro cuando llegara. Le pondría su expresión más risueña y le diría alguna broma. Pero Dessie no apareció. «Estará durmiendo la siesta», pensó. Dio agua a los caballos, los condujo al establo y puso forraje en el pesebre.

Dessie estaba tumbada en el sofá cuando entró Tom.

—Echando una siesta, ¿eh? —le preguntó, pero cuando vio d color de su rostro, le gritó: ¿Qué tienes, Dessie?

Ella trató de dominar su sufrimiento.

—Es sólo un dolor de estómago —respondió, pero me duele bastante.

—Oh —exclamó Tom aliviado—. Me habías asustado. Te lo quitaré enseguida.

Se dirigió a la cocina y volvió a los pocos instantes con un vaso de líquido perlado, que le tendió a su hermana.

—¿Qué es, Tom?

—Son unas sales muy buenas que ya no se usan. Puede que te dé algún retortijón, pero te curarán.

Ella lo bebió obedientemente, e hizo una mueca.

—Ya me acuerdo de este sabor —dijo—. Era el remedio que usaba mamá por la época en que las manzanas aún estaban verdes.

—Ahora échate y descansa —le ordenó Tom—. Voy a preparar enseguida algo de cenar.

Ella lo oyó trajinar en la cocina. El dolor se extendía por todo su cuerpo, pero, sobre todo, tenía miedo. Podía sentir la medicina abrasándole el estómago. A los pocos instantes se levantó y se arrastró hasta el nuevo retrete de construcción casera, donde se esforzó por vomitar las sales. Tenía la frente cubierta de sudor, que le caía sobre los ojos y casi la cegaba. Cuando trató de enderezarse, notó que tenía los músculos del estómago agarrotados, y no pudo hacerlo.

Más tarde, Tom le trajo unos huevos revueltos. Ella movió negativamente la cabeza.

—No puedo —dijo sonriendo—. Me parece que me voy a la cama.

—Las sales pronto producirán su efecto —le aseguró Tom—. Te sentirás bien enseguida.

La ayudó a meterse en cama.

—¿Recuerdas haber comido algo que pueda haberte hecho daño?

Dessie yacía en su lecho, y su voluntad luchaba contra el dolor. Alrededor de las diez de la noche, su voluntad comenzó a ceder y llamó a su hermano.

—¡Tom! ¡Tom!

Éste abrió la puerta. Llevaba el
World Almanac
en la mano.

—Tom —dijo ella— lo siento, pero es que estoy muy mal, terriblemente mal.

Él se sentó en el borde de su techo en la semioscuridad.

—¿Te duele mucho?

—Si, es un dolor terrible.

—¿No tienes ganas de ir al retrete?

—No, todavía no.

—Voy a buscar una lámpara y me sentaré aquí, a tu lado —le propuso— Es mejor que intentes dormir. Mañana por la mañana ya estarás bien. Las sales habrán producido su efecto.

La joven consiguió dominarse de nuevo y permaneció quieta mientras Tom le leía párrafos del
Almanac
para distraerla. Cuando creyó que dormía, dejó de leer y empezó a dar cabezadas sentado junto a la lámpara.

Un ligero gemido lo despertó. Se puso en pie y se acercó a las revueltas ropas de la cama. Los ojos de Dessie tenían una expresión lechosa y extraviada, como los de un caballo desbocado. De las comisuras de sus labios brotaban gruesas burbujas y su rostro ardía. Tom metió la mano bajo las sábanas y notó los músculos del estómago nudosos como el hierro. Y entonces el esfuerzo cesó, y Dessie dejó caer la cabeza sobre la almohada, y sus ojos brillaron a través de los párpados entornados.

Tom embridó su caballo y, montándolo a pelo, partió a galope tendido. Palpando su cinturón, se lo desabrochó y se lo quitó de un tirón para fustigar al aterrorizado caballo, que adquirió un galope endiablado sobre el sendero pedregoso y lleno de baches.

Los Duncan, que dormían en el primer piso de su casa, junto a la carretera vecinal, no oyeron los furiosos golpes sobre su puerta, pero sí el estrépito que ésta produjo al ser arrancada juntamente con los goznes y la cerradura. Cuando Red Duncan bajó con la escopeta en la mano, Tom gritaba como un loco, con la boca pegada al teléfono de pared, hablando con la central de King City.

—¡El doctor Tilson! ¡Póngame con él! ¡No me importa! ¡Póngame con él enseguida, maldita sea!

Red Duncan, medio dormido, le apuntaba con la escopeta.

—¡Sí, sí, ya le oigo! —contestó el doctor Tilson—. Es usted Tom Hamilton. ¿Qué le pasa a su hermana? ¿Se le ha agarrotado el estómago? ¿Qué le hizo usted? ¿Le dio sales? ¡Está usted loco!

Luego el doctor dominó su ira.

—Tom —dijo—. No te asustes, muchacho. Vuelve y aplícale paños fríos, tan fríos como puedas. Supongo que no tendrás hielo. En ese caso, tendrás que ir cambiándole los paños. Iré tan pronto como pueda. ¿Me oyes? Tom, ¿me oyes?

El médico colgó el auricular y se vistió. Con aspecto de cansancio y de disgusto, abrió el armario de la pared y sacó escalpelos y pinzas, esponjas y tubos de sutura, que metió en su maletín. Sacudió su linterna de gasolina a presión, para asegurarse de que estaba llena, y extrajo de su escritorio el bote de éter y la mascarilla. Su esposa, en gorro de dormir y camisón, se asomó a la puerta. El doctor Tilson le dijo:

—Voy al garaje. Telefonea a Will Hamilton y dile que tiene que acompañarme en coche al rancho de su padre. Si pone trabas dile que su hermana se está muriendo.

3

Tom volvió al rancho, montado a caballo, una semana después del entierro de Dessie. Iba erguido sobre la silla, muy compuesto y ataviado, con los hombros hacia atrás y el mentón bien firme, como un granadero en un desfile. Lo había dispuesto todo con calma y meticulosidad. El caballo estaba enjaezado y cepillado, y Tom llevaba el sombrero de fieltro perfectamente aplomado sobre la cabeza. Ni el propio Samuel hubiera tenido un aire tan digno como el de Tom volviendo a caballo a la vieja mansión paterna. Ni un halcón que se abalanzó sobre una gallina con las garras crispadas le hizo volver la cabeza.

Descabalgó al llegar frente al establo, dio agua al caballo, lo retuvo un momento en la puerta, luego le puso el ronzal y colocó cebada fresca en el pesebre. Desensilló el caballo y dio la vuelta a la manta que le cubría el lomo, para que se secase y airease. Cuando el pienso se hubo terminado, sacó el caballo bayo del establo y lo dejó suelto para que pastara libremente.

En el interior de la casa le pareció como si los muebles, las sillas y la estufa se alejasen de él con disgusto. Un taburete se apartó de su camino cuando se dirigió al salón. Sus cerillas estaban blandas y humedecidas, y como si tratara de excusarse, fue a la cocina para buscar más. Sólo la lámpara del salón parecía hermosa y solitaria. La llama del primer fósforo que encendió Tom se extendió rápidamente en torno a la mecha Rochester, de la que se levantó una gran llama amarillenta.

Tom se sentó y miró a su alrededor. Sus ojos evitaban fijarse en el sofá de crin. Un ligero nido de ratones en la cocina le hizo volver la cabeza. Vio su sombra sobre la pared, y se percató de que todavía seguía con el sombrero puesto. Se lo quitó y lo depositó sobre la mesa que había a su lado.

Sus pensamientos eran perezosos y protectores, allí sentado a la luz de la lámpara, pero sabía muy bien que pronto le llamarían por su nombre y que tendría que comparecer ante el estrado en el que él mismo actuaría de juez, y sus propios crímenes como jurados.

Efectivamente, fue llamado por su nombre, y aquella llamada resonó agudamente en sus oídos. Mentalmente se adelantó para enfrentarse con sus acusadores: la Vanidad, que le reprochaba el ir mal vestido, lleno de manchas y con vulgaridad; la Lujuria, que le entregaba el dinero necesario para ir a los lupanares; la Mentira, que le hacía pretender tener un talento y unas ideas que no tenía y, por último, la Pereza y la Gula, codo con codo. A Tom le consolaba la presencia de estos pecados, porque retrasaban su enfrentamiento con el gran Pecado Gris que estaba sentado en la última fila, esperando. Se entretenía examinando acciones menores, pecadillos que usaba casi como si fuesen virtudes para excusarse. Entre éstos aparecían: la Codicia del dinero de Will; la Traición hacia el Dios de su madre; el Hurto de tiempo y de esperanza y el enfermizo Desprecio por el amor.

Samuel hablaba bajito, pero su voz resonaba por toda la estancia:

—Sé bueno, sé puro, sé grande, Tom Hamilton.

Pero Tom no hizo caso a su padre, y se dijo: «Ahora estoy ocupado dando la bienvenida a mis amigos.»

E inclinó la cabeza ante la Descortesía y la Fealdad, la Mala Conducta Filial y las Uñas Descuidadas. Entonces volvió a empezar con la Vanidad. Pero el Pecado Gris se abrió paso entre los demás y apareció en primera fila. Era ya demasiado tarde para entretenerse con pecadillos de niño. Aquel Pecado Gris era el Asesinato.

La mano de Tom notó el frío del vaso, y vio el líquido perlado de sales que se disolvían en él dando vueltas, mientras se elevaban burbujas transparentes, y él repetía una y otra vez en la habitación vacía por completo: «Esto te curará. Mañana por la mañana ya estarás bien» Así lo había dicho, con aquellas mismas palabras, y aquellas paredes, aquellas sillas y aquella lámpara lo habían oído y podían atestiguarlo. No había sitio en el mundo para Tom Hamilton, aunque había intentado encontrar uno. Barajaba las posibilidades como si fuesen naipes.

¿Londres? No. Tal vez Egipto, con las pirámides y la Esfinge. ¡No! ¿Y París? ¡Tampoco! Espera, ése es un sitio ideal para los pecadores. Pero, ¡tampoco! Por si acaso, lo pongo aparte y tal vez luego vuelva a pensarlo. ¿Y Belén? ¡Dios mío, no! Un extranjero se sentiría muy solo allí.

Y entonces pensó: ¡Es tan difícil recordar cómo se muere o cuándo! Un párpado entornado o un susurro, así puede ser; o una noche moteada por manchas de luz, hasta que el plomo impulsado por la pólvora descubre el secreto y deja escapar el fluido vital.

Lo cierto era que Tom Hamilton estaba muerto y sólo le quedaban por hacer unas pocas cosillas decentes para que ello fuese definitivo.

El sofá crujió a modo de crítica, y Tom lo miró. Y también a la lámpara humeante a la cual se refería el sofá.

—Gracias —dijo Tom al sofá. No lo había advertido.

Y bajó la mecha hasta que ésta dejó de humear.

Su mente se iba adormeciendo. El asesinato la despertó de golpe. Pero Tom el Rojo, Tom el Elástico, se sentía demasiado cansado para matarse. Aquello requería algún trabajo, y acaso resultara doloroso.

Recordó que a su madre le repugnaba el suicidio, que para ella representaba la combinación de tres cosas que detestaba: malos modales, cobardía y pecado. Le parecía casi tan malo como el adulterio o el robo, acaso igual que ellos. Había que encontrar la manera de evitar la desaprobación de Liza. Liza siempre hacía sufrir a los demás las consecuencias de su desaprobación.

Samuel no sería un gran inconveniente, pero por otra parte, era imposible evitar su presencia, que flotaba en el aire, hasta en el último rincón de la casa. Así es que Tom tuvo que decírselo con las siguientes palabras:

—Lo siento, padre. No puedo evitarlo. Usted me sobreestimaba. Se equivocó. Hubiera deseado poder justificar el amor y el orgullo que sentía por mí tan generosamente. Tal vez usted hubiera podido encontrar una escapatoria, pero yo no la he sabido hallar. No puedo seguir viviendo. He matado a Dessie, y ahora sólo quiero descansar.

Y su mente habló por su padre ausente, diciendo:

—Sí, lo comprendo muy bien. Hay muchos modelos para escoger en el arco que va de nacimiento a nacimiento. Pero vamos a pensar cómo podemos hacerlo sin que madre se enfade. ¿Por qué estás tan impaciente, hijo mío?

—Es que no puedo esperar —respondió Tom—. No puedo esperar más.

—Claro que puedes, hijo, querido hijo. Has llegado a ser tan grande como yo esperaba. Abre el cajón de la mesa, y luego emplea ese nabo que tienes por cabeza.

Tom abrió el cajón y vio un bloc de papel de carta y un paquete de sobres que hacían juego con él, dos lápices mordisqueados y gastados y, en un ángulo polvoriento del cajón, unos cuantos sellos. Puso a un lado el cuaderno y sacó punta a los lápices con su cortaplumas.

Luego escribió:

«Querida madre:

»Espero que esté bien. Tengo el proyecto de pasar más tiempo con usted. Olive me invitó para el día de Acción de Gracias, y puede usted estar segura de que iré. Nuestra pequeña Olive es capaz de preparar un pavo casi tan bien como usted, aunque sé que nunca querrá creerlo. He tenido últimamente muy buena suerte. He comprado un caballo por quince dólares, es un capón, y a mí me parece como si fuese un purasangre. Me ha salido tan barato porque al bicho le desagradan los hombres. Su anterior propietario se pasaba más tiempo echado sobre su propia espalda que sobre el lomo del caballo. Debo añadir que es un animal muy bonito. Me ha tirado dos veces al suelo, pero ahora ya lo conozco, y, si consigo dominarlo, tendré uno de los mejores caballos de la comarca. Y puede usted estar segura de que lo conseguiré, aunque ello requiera todo el invierno. No sé por qué me encapriché con él, pues el hombre que me lo vendió me dijo algo muy divertido. Me dijo: "Este caballo es tan díscolo, que sería capaz de comerse a su jinete después de haberle arrojado al suelo". ¿Se acuerda usted de lo que decía padre cuando íbamos a cazar conejos? "Vuelve con tu escudo, o tendido sobre él." La veré a usted el día de Acción de Gracias. Su hijo,

»Tom».

Se preguntó si había quedado bien la carta, pero se sentía demasiado cansado para hacerla de nuevo. Añadió al pie:

»PD. Veo que Polly no ha cambiado en lo más mínimo. Ese loro me hace sonrojar».

En otra hoja escribió:

"Querido Will:

»No importa lo que puedas pensar, pero ahora ayúdame. Te lo pido por nuestra madre, ayúdame. Me mató un caballo, me arrojó al suelo y me coceó en la cabeza. Te lo ruego. Tu hermano,

»Tom».

Puso sellos a las cartas, se las metió en el bolsillo y preguntó a Samuel:

—¿Está bien así?

En su dormitorio abrió una caja de balas nueva, e introdujo una de ellas en el tambor de su Smith y Wesson, del calibre 38, que siempre tenía muy bien engrasado, y colocó la cámara cargada un espacio a la izquierda del percutor.

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