Al este del Edén (29 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—Puedo sacar agua de aquí —afirmó. Y no está a mucha profundidad. El tirón fue fuerte, hay mucha agua.

—Bien —dijo Adam—. Voy a mostrarle un par de lugares más.

Samuel cortó un recio trozo de artemisa y lo clavó en el suelo. Hizo una hendidura en su extremo e introdujo en ella otro trozo cruzado a modo de señal. Luego aplastó con el pie todos los matorrales en derredor para que la señal quedase bien a la vista y fuera fácil de encontrar.

En el segundo intento, a unos trescientos metros de distancia, la varita pareció casi escapársele de las manos.

—Hay todo un mundo de agua aquí —aseguró Samuel.

La tercera prueba no fue tan concluyente. Tras media hora de rastreo, no obtuvo más que una señal muy débil.

Los dos hombres cabalgaron despacio de regreso a la casa de Trask. La tarde parecía dorada, debido al polvo amarillo que revoloteaba por el cielo. Como siempre, el viento comenzó a amainar a medida que el sol se iba ocultando, pero a veces había que esperar hasta media noche para que el polvo se asentara.

—Sabía que era un buen lugar —aseguró Samuel—. Cualquiera puede verlo. Pero no creí que fuese tan bueno. Debe de tener bajo sus tierras una gran corriente proveniente de las montañas, señor Trask. Usted sí que sabe elegir terrenos.

Adam sonrió.

—Teníamos una granja en Connecticut —dijo—. Durante seis generaciones sólo sacamos piedras. Una de las primeras cosas que recuerdo es apilar piedras para los muros. Creía que en todas las granjas se hacía lo mismo. Aquí me resulta extraño y hasta pecaminoso. Si se quiere una piedra, hay que recorrer un largo camino para hallarla.

—Los caminos del pecado son curiosos —observó Samuel—. Supongo que si un hombre tuviera que expulsar todos sus pecados, siempre se guardaría alguno para no estar a gusto. Son las últimas cosas de las que nos desprendemos.

—Tal vez sea bueno para conservarnos humildes. Hay que temer a Dios.

—Puede que sí —dijo Samuel—. Y también creo que la humildad debe de ser una cosa buena, puesto que es raro el hombre que no posea, cuando menos, algo de ella; pero cuando se la analiza, es difícil ver dónde reside su valor, a menos que se convenga en que es una deleitosa pena, y muy preciosa además. Me pregunto si hemos dado al sufrimiento su justa medida.

—Cuénteme algo de su varita —dijo Adam—. ¿Cómo trabaja?

Samuel golpeó la horquilla atada a la silla.

—En realidad, no creo mucho en ella, pero funciona —sonrió a Adam—. Quizás ése sea el truco. Tal vez conozco dónde se encuentra el agua porque la siento en mi piel. Algunos tienen ese don. Suponga que algo, llámelo humildad o una profunda incredulidad en mí mismo, me fuerza a hacer magia para traer a la superficie lo que ya conocía de antemano. ¿Tiene esto algún sentido para usted?

—Tendría que pensarlo —contestó Adam.

Los caballos seguían su camino, con las cabezas bajas y las riendas flojas.

—¿Puede usted quedarse aquí a pasar la noche?

—Sí podría, pero será mejor que no me quede, pues no he avisado a Liza de que pasaría la noche fuera. No quisiera causarle un disgusto. —Pero ella ya sabe dónde se encuentra usted.

—Claro que lo sabe. Pero volveré a casa esta noche, no importa a la hora que llegue. Si quiere usted invitarme a cenar, me quedaré con mucho gusto. ¿Y cuándo desea que venga para empezar a abrir los pozos?

—Tan pronto como pueda.

—Ya sabe usted que poder disfrutar de agua tiene su precio. Tendré que cobrarle cincuenta centavos, o más, por cada treinta centímetros; depende de la profundidad a la que se encuentre. Puede costarle mucho dinero.

—Tengo el dinero. Deseo los pozos. Mire, señor Hamilton…

—Samuel, por favor.

—Mire, Samuel, pienso hacer un vergel de mi tierra. Recuerde que mi nombre es Adam. Hasta ahora no he tenido un Edén. Tan sólo he sido expulsado de él.

—Es la mejor razón que jamás oí para hacer un vergel —exclamó Samuel, riéndose entre dientes—. ¿Y dónde estará la manzana?

—No quiero plantar manzanos. Podría traerme problemas —respondió Adam.

—¿Y qué dice Eva a esto? Recuerde usted que ella tiene la palabra. Y para ella las manzanas son un placer.

—No para ésta —dijo Adam con ojos relucientes—. No conoce usted a esta Eva. Ella celebrará mi elección. Es la bondad personificada.

—Posee usted entonces algo extraordinario. No se me ocurre mejor regalo del cielo.

Se estaban acercando a la entrada del pequeño valle lateral en donde estaba la casa de Sánchez. Podían ver las verdes copas de los corpulentos robles.

—Sí, un verdadero regalo —dijo Adam suavemente—. No se lo imagina. Tuve una vida gris, señor Hamilton…, Samuel. No es que fuese peor, comparada con otras vidas, pero no era nada. No sé por qué le cuento esto.

—Tal vez porque me agrada escucharlo.

—Mi madre murió antes de que yo pudiese recordarla. Mi madrastra era una buena mujer, pero estaba obsesionada y enferma. Mi padre era un hombre rígido y arrogante, tal vez un gran hombre.

—¿No pudo quererle?

Creía que le quería porque así me lo habían enseñado, pero no era cierto.

Samuel asintió.

—Lo sé, y algunos hombres lo desean así —sonrió astutamente—. Yo siempre he deseado lo contrario. Liza dice que es mi punto flaco.

—Mi padre me envió al ejército —dijo—, al oeste, a luchar contra los indios.

—Ya me lo dijo. Pero usted no piensa como un militar.

—No era de los buenos. Me parece que estoy contándole toda mi vida.

—Será porque usted lo desea. Siempre hay alguna razón.

—Un soldado debe desear hacer las cosas que tiene que hacer, o por lo menos, sentirse satisfecho con ellas. Yo no podía hallar razones lo suficientemente buenas para matar hombres y mujeres, ni tampoco podía entender las explicaciones que nos daban para hacerlo.

Cabalgaron en silencio durante algún tiempo. Adam continuó hablando:

—Cuando salí del ejército me sentí tan sucio como si me hubiera rebozado en una pocilga. Vagabundeé durante mucho tiempo antes de regresar a casa, ese lugar tan conocido que no me gustaba.

—¿Y su padre?

—Murió, y la casa era el mejor sitio para descansar o para trabajar, y esperar la muerte de la misma manera que se espera una espantosa excursión.

—¿Solo?

—No, tengo un hermano.

—¿Dónde está, esperando la excursión?

—Sí, exactamente. Entonces apareció Cathy. Tal vez se lo cuente algún día…, cuando yo pueda hablar de ello y usted quiera escucharlo.

—Me encantaría escucharlo —respondió Samuel—. Trago historias como si fuesen uvas.

—Una especie de luminosidad se desprendía de ella. Y todos los objetos cambiaban de color. El mundo se abría, y el día era bueno para despertarse. No había límites para nada. Y las gentes eran buenas y bellas. Y el temor desapareció de mi vida.

—Ya conozco ese sentimiento —dijo Samuel—. Es un antiguo amigo mío. Nunca muere, pero a veces se va, o tú lo echas. Sí, lo conozco muy bien: ojos, nariz, boca y cabello.

—Y todo esto lo trajo una pequeña muchacha indefensa.

—¿Y no vino con usted?

—Oh, no, o de lo contrario hubiese llegado antes. No. Cathy lo trajo consigo, y la acompaña a todas partes. Y ahora ya sabe para qué quiero los pozos. Tengo que devolver lo que he recibido. Voy a hacer un jardín tan bueno, tan hermoso, que sea un lugar apropiado para su vida y un paraje adecuado para que resplandezca su luz.

Samuel tragó saliva varias veces y luego habló con una voz seca que le salía de la garganta oprimida.

—Puedo darme cuenta de mi deber —dijo—. Puedo verlo claramente ante mí, si es que soy de esa clase de hombre que puede considerarse amigo suyo.

—¿Qué quiere decir?

Samuel respondió sarcástico:

—Es mi deber tomar esa cosa suya y darle puntapiés en el rostro, luego levantarla y extender sobre ella una capa de lodo suficiente para apagar esa peligrosa luz. —Su voz se hizo dura y vehemente—: Debería sostenerla ante usted cubierta de barro y mostrarle la suciedad y el peligro que encierra. Debería aconsejarle que mirase más de cerca hasta que viese cuán fea es en realidad. Debería pedirle que pensara en la fragilidad de los sueños y darle algunos ejemplos. Debería darle el pañuelo de Otelo. Oh, ya lo sé, debería hacerlo. Y debería desenredar sus enmarañados pensamientos, mostrarle que el impulso es gris como el plomo, y podrido como una vaca muerta en tiempo lluvioso. Si cumpliese bien con mi deber, le devolvería de nuevo a su vieja e insulsa vida y lo haría sentirse bien en ella, y le daría la bienvenida por su regreso a la cruda realidad.

—¿Está usted burlándose? Tal vez no debí contarle…

—Es mi deber de amigo. Una vez tuve un amigo que cumplió también su deber conmigo. Pero yo soy un falso amigo. No gozo de crédito para ello entre mis semejantes. Es una cosa magnífica, y así sea preservada, ensalzada y glorificada. Y le abriré sus pozos, y llevaré mi taladro hasta el negro centro de la tierra. Exprimiré agua de la tierra, como si se tratara del zumo de una naranja.

Cabalgaron bajo los corpulentos robles en dirección a la casa.

—Allá está, sentada fuera —le indicó Adam.

Y le gritó:

—¡Cathy, dice que hay agua, en grandes cantidades!

Luego dijo a Samuel, emocionado:

—¿Sabe que pronto tendrá un niño?

—Incluso a esta distancia me parece bella —respondió Samuel.

4

Debido al calor que había hecho durante el día, Lee dispuso una mesa bajo un roble, y en cuanto el sol se acercó a las montañas del oeste, Lee comenzó a ir y venir a la cocina, trayendo fiambres, conservas, ensalada de patata, pastel de coco y tarta de melocotón. Colocó en el centro de la mesa una gigantesca jarra de arcilla llena de leche.

Adam y Samuel volvieron del lavabo con los rostros y el cabello relucientes por el agua; la barba de Samuel estaba esponjosa después de habérsela enjabonado. Fueron a la mesa y esperaron a que llegase Cathy.

Esta andaba despacio, tanteando el terreno como si tuviese temor de tropezar y caer. Su falda y su delantal ocultaban hasta cierto punto su hinchado vientre. Su rostro era sereno e infantil, y llevaba las manos entrelazadas sobre el regazo. Se acercó primero a la mesa, antes de alzar la vista y lanzar una ojeada a Samuel y a Adam.

Adam le arrimó una silla.

—No conoces al señor Hamilton, querida —dijo.

Ella tendió la mano.

—¿Cómo está usted? —saludó.

Samuel había estado observándola.

—Es usted muy hermosa —afirmó. Encantado de conocerla. Espero que se encuentre usted bien.

—Oh, sí, sí, me encuentro bien.

Los hombres se sentaron.

—Es muy protocolaria, aunque no se dé cuenta. Cada comida es una especie de ceremonia —observó Adam.

—No hables así —repuso ella—. Ya sabes que no es verdad.

—¿No le parece estar en una fiesta, Samuel? —preguntó Adam.

—Pues sí, y debo decirles que nunca ha habido un hombre tan deseoso de fiestas como yo. Y mis hijos son aún peores. Mi Tom quería acompañarme hoy. Siempre está dispuesto a salir del rancho.

Samuel comprendió de pronto que estaba hablando para que no cayese el silencio sobre la mesa. Hizo una pausa y sobrevino el silencio. Cathy tenía la mirada baja, puesta en su plato, mientras comía un trozo de cordero asado. Alzó un momento la vista cuando mordisqueó un pedazo con sus dientecillos. Sus ojos grandes y hermosos eran inexpresivos. Samuel sintió un escalofrío.

—¿Tiene frío? —preguntó Adam.

—¿Frío? No. Habrá pasado un fantasma sobre mi sepultura.

—Oh, sí, ya conozco esa sensación.

Se hizo el silencio de nuevo. Samuel esperó a ver si alguien hablaba, pero sabía de antemano que nadie lo haría.

—¿Le gusta nuestro valle, señora Trask?

—¿Qué? Oh, sí.

—Si no es impertinente la pregunta, ¿para cuándo espera el niño?

—Para dentro de unas seis semanas —contestó Adam—. Mi mujer no se parece a las demás; no habla mucho.

—A veces el silencio es más elocuente —apuntó Samuel, y vio parpadear a Cathy; tuvo la impresión de que la cicatriz de su frente se oscurecía.

Algo la había azotado, igual que se fustiga a los caballos con las riendas en una calesa. Samuel no podía recordar qué es lo que había dicho para producirle aquella reacción. Sintió que se ponía tenso como cuando su varita se había doblado ante el agua subterránea; tenía la sensación de que algo extraño y violento iba a pasar. Miró a Adam y vio que estaba contemplando embelesado a su mujer. No había notado nada. Su rostro rebosaba de felicidad.

Cathy estaba masticando un trozo de carne con sus dientes delanteros. Samuel nunca había visto comer de aquella manera. Y cuando hubo tragado, se pasó la lengüecilla por los labios. Samuel se repetía para sus adentros: «Algo no anda bien, pero no consigo saber qué es». Y el silencio volvió a reinar.

Sintió que unos pies se arrastraban tras él y se giró. Lee depositó una tetera encima de la mesa y desapareció silenciosamente.

Samuel empezó a hablar para romper el silencio. Habló de cuando llegó al valle, recién venido de Irlanda, pero al cabo de un rato ni Cathy ni Adam le escuchaban. Para cerciorarse, empleó una treta que había inventado para descubrir si sus hijos le escuchaban cuando le pedían que les leyese y no le dejaban detenerse: soltó dos frases sin pies ni cabeza. No recibió la menor respuesta, ni de Adam ni de Cathy. Entonces desistió.

Engulló la cena que le sirvieron, bebió el té casi hirviendo y plegó su servilleta.

—Señora, le ruego que me excuse. Me voy a casa. Y le agradezco mucho su hospitalidad.

—Buenas noches —dijo ella.

Adam se levantó. Pareció regresar de algún sueño.

—No se vaya aún. Quédese a pasar la noche con nosotros.

—No; muchas gracias, pero no puedo. Además, mi casa no está muy lejos y la luna me iluminará el camino.

—¿Cuándo piensa empezar a abrir los pozos?

—Tengo que montar mi torre perforadora, afilar algunas herramientas y dejarlo todo arreglado en casa. Dentro de pocos días le enviaré el equipo con Tom.

Adam pareció revivir.

—Hágalo pronto —dijo—. Me corre mucha prisa. Cathy, convertiremos este lugar en el sitio más hermoso del mundo. No habrá nada que se le parezca en ninguna parte.

Samuel dirigió su mirada al rostro de Cathy, que permanecía imperturbable. Los ojos eran inexpresivos y la boca estaba plegada en una sonrisa estereotipada.

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