Al este del Edén (57 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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—Habrá tormenta —afirmó. Caerá fuerte.

—¿De veras oíste a aquellos hombres? —preguntó Aron.

—Tal vez sólo fue mi imaginación —respondió prontamente Cal—. ¡Jesús, mira esa nube!

Aron se volvió para mirar al negro monstruo, el que se hinchaba y se extendía por el cielo como en desmadejados y oscuros ovillos, y bajo el cual se arrastraba una larga cola de lluvia. Mientras la miraba, empezaron a surgir los relámpagos, y se propagó el sordo rumor del trueno, que, llevado por el viento, resonaba con sonido hueco entre las laderas húmedas y cubiertas de hierba a ambos lados del valle, rodando sobre las tierras bajas. Los muchachos se volvieron y echaron a correr hacia la casa, porque el trueno resonaba a sus espaldas y los relámpagos cruzaban la atmósfera formando lívidos zigzagues. Pero la nube los alcanzó, y las primeras gruesas gotas cayeron al suelo desde el cielo surcado por los relámpagos. A su olfato llegaba el dulce olor del ozono. Mientras corrían, aspiraban el aroma del trueno.

Cuando atravesaban la carretera y tomaban el camino que conducía a la casa, la lluvia empezó a caer sobre ellos. Caía en sábanas y en columnas, y los muchachos quedaron instantáneamente empapados, con el cabello pegado a la frente. El agua les entraba en los ojos, y las plumas de pavo de sus sienes se inclinaron bajo su peso.

Cuando ya no podían estar más empapados, los muchachos dejaron de correr, pues ya no había razón para encontrar un refugio. Se miraron y rieron alborozados. Aron se descolgó el conejo, lo echó al aire, lo recogió y se lo arrojó a Cal. Y éste, bromeando, se lo pasó alrededor del cuello, con la cabeza y las patas traseras bajo el mentón, lo que hizo reír locamente a ambos muchachos. La lluvia susurraba en las copas de los robles que había frente a la casa, y el viento turbaba su majestuosa dignidad.

2

Los mellizos llegaron a la vista de las edificaciones del rancho a tiempo de ver a Lee con la cabeza metida por el agujero central de un poncho amarillo e impermeabilizado, conduciendo del ronzal un extraño caballo uncido a una calesa endeble y con llantas de goma, en dirección al cobertizo.

—Ha venido alguien —dijo Cal—. ¿No ves ese coche?

Echaron a correr de nuevo, porque siempre les agradaba ver a los visitantes. Cuando estuvieron cerca de las escaleras, disminuyeron el paso y dieron la vuelta a la casa con cautela, porque los visitantes también les provocaban cierto recelo. Entraron por la parte trasera y se quedaron en la cocina. Oyeron voces en el salón, la de su padre y la de otro hombre. Y luego, una tercera voz les cortó el aliento, les estremeció por completo. Era una voz de mujer, y aquellos muchachos habían visto muy pocas mujeres. Entraron de puntillas en su cuarto y quedaron mirándose.

—¿Quiénes supones que son? —preguntó Cal.

Una gran emoción resplandeciente se había apoderado de Aron. Deseaba gritar: «Tal vez es nuestra madre, que ha vuelto a casa». Pero después se acordó de que ella estaba en el cielo, y que las personas no vuelven de allí.

—No sé. Voy a ponerme ropa seca —respondió.

Ambos muchachos se despojaron de sus empapadas vestiduras y se pusieron otras secas, réplica exacta de las primeras. Se quitaron las mojadas plumas de pavo, y se peinaron con los dedos, echándose el cabello hacia atrás. Y durante todo este tiempo estuvieron oyendo las voces, muy bajas; de vez en cuando la voz de la mujer se alzaba sobre las demás, y en una ocasión se quedaron inmóviles y conteniendo la respiración, porque habían oído una voz infantil, de niña, que les produjo tal excitación que ni se atrevieron a mencionarlo.

Salieron en silencio al vestíbulo, y se deslizaron hacia la puerta del salón. Cal asió el picaporte y lo hizo girar muy lentamente, tratando de no producir el menor chirrido que pudiese traicionarles.

Cuando sólo habían abierto una rendija, Lee entró por la puerta de atrás, atravesó sigilosamente el vestíbulo, se despojó del poncho y se calzó sus zapatillas. Al llegar a la puerta del salón, encontró a los dos muchachos atisbando por ella.

—¿Queléis atisbal? —dijo en
pidgin
, y cuando Cal cerró la puerta y el pestillo produjo un clic, Lee añadió de inmediato: Vuestro padre ha vuelto. Es mejor que entréis.

Aron susurró roncamente:

—¿Quién hay ahí?

—Unos forasteros que pasaban por aquí y que se han visto obligados a entrar por la lluvia.

Lee puso su mano sobre la de Cal, que estaba en el picaporte, y girándolo, abrió la puerta.

—Los chicos han vuelto —anunció, y los dejó allí, en el umbral de la puerta abierta.

—¡Entrad, chicos, entrad! —exclamó Adam.

Los muchachos caminaban con la cabeza baja y miraban de soslayo a los forasteros, arrastrando los pies al andar. En el salón había un hombre con traje y una mujer muy emperifollada. Su guardapolvo, sombrero y velo estaban en una silla junto a ella, y a los muchachos les pareció que iba completamente vestida de seda negra y encajes. En torno a su garganta lucía un cuello de encaje negro, muy almidonado. Aquello ya era más que suficiente para colmar su día, pero aún no era todo. Al lado de la mujer estaba sentada una niña, quizás algo más joven que los mellizos, pero no mucho. Llevaba una pamela azul adornada en su parte delantera con encaje. Su vestido era floreado, y en la cintura llevaba atado un delantalito provisto de bolsillos. Tenía la falda vuelta, mostrando sus enaguas de punto de hilo rojo, con una puntilla de
frivolité
. Los muchachos no podían verle la cara a causa de la pamela, pero observaron que tenía las manos cruzadas en el regazo, y se distinguía fácilmente el anillito blasonado de oro que llevaba en el dedo corazón.

Los dos muchachos contenían la respiración y comenzaron a marearse debido al esfuerzo por retener el aliento.

—Estos son mis chicos —les presentó su padre—. Son mellizos. Este es Aron y éste es Caleb. Chicos, dad la mano a estos señores.

Los muchachos avanzaron con la cabeza baja y tendieron las manos en un ademán de rendición desesperada. Sus fláccidas manos fueron asidas por el caballero y luego por la dama cubierta de encajes. Aron era el primero, y cuando se giró para no tener que saludar a la niña la señora dijo:

—¿Es que no quieres saludar a mi hija?

Aron se encogió de hombros y alargó la mano con ademán indefenso en dirección a la niña, de misterioso rostro. Pero no ocurrió nada, y las inanimadas salchichas de sus dedos no fueron asidas, ni agarradas, ni oprimidas, ni arañadas. Su mano quedó simplemente tendida en el aire ante ella. Aron miró a través de sus párpados entornados para ver qué ocurría.

La niña también tenía la cabeza baja, pero la pamela suponía una ventaja. Su manita derecha, la que lucía el anillo blasonado en el dedo corazón, se tendió también, pero no hizo el menor movimiento para aproximarse a la de Aron.

Aron miró de reojo a la señora, que sonreía con la boca entreabierta. En la habitación reinaba un silencio embarazoso. Y entonces Aron oyó una risita contenida de Cal.

Aron asió la mano de la niña y la agitó arriba y abajo por tres veces. Era tan suave como un pañuelo de pétalos de rosas, y él sintió un placer abrasador por sus venas. Dejó la mano de la niña y metió la suya en el bolsillo. Cuando se apartaba apresuradamente, vio a Cal que avanzaba, estrechaba la mano de la niña con toda seriedad, y decía: «¿Cómo estás?». Aron se había olvidado de decirlo, así es que lo dijo entonces, después de su hermano, lo cual resultó extraño. Adam y los forasteros rieron.

—Al señor y a la señora Bacon por poco les sorprende la lluvia —les replicó Adam.

—Hemos tenido suerte de perdernos por aquí —aseguró el señor Bacon—. Buscábamos el rancho de Long.

—Está mucho más lejos. Tenían que haber tomado el primer desvío a la izquierda de la carretera principal, en dirección sur. —Adam prosiguió, dirigiéndose a los muchachos—: El señor Bacon es inspector del condado.

—No sé por qué, pero me tomo ese cargo muy en serio —afirmó el señor Bacon, y se dirigió a su vez a los muchachos—: Mi hija se llama Abra, muchachos. ¿No os parece un nombre divertido? —Empleaba el tono que los adultos suelen utilizar para dirigirse a los niños. Se volvió hacia Adam y recitó con poético sonsonete—: «Antes de pronunciar su nombre, Abra terminó; y aunque llamé a otra, Abra acudió», de Matthew Prior. No digo que no hubiese deseado un hijo, pero Abra es una gran ayuda. Levanta la cabeza, querida.

Abra no se movió. Seguía con las manos cruzadas en el regazo.

—Y aunque llamé a otra, Abra acudió» —repitió su padre con fruición.

Aron observó que su hermano miraba la pequeña pamela con cierto temor. Y entonces dijo huraño:

—Abra no me parece un nombre nada divertido.

—Mi marido no quería decir exactamente divertido —explicó la señora Bacon, sino más bien curioso. —Y siguió explicándole a Adam: Mi marido encuentra las cosas más raras en los libros. ¿No deberíamos marcharnos, querido?

—Oh, no se vayan todavía, señora. Lee está preparándoles un poco de té. Les reconfortará —dijo Adam al instante.

—¡Es usted muy amable! —exclamó la señora Bacon, y prosiguió: Niños, ya no llueve. Salid afuera a jugar.

Su voz poseía tal autoridad que los niños se fueron. Aron el primero, Cal el segundo y Abra tras ellos.

3

En el salón, el señor Bacon cruzó las piernas y dijo:

—Tiene usted una finca con grandes posibilidades. ¿Son muy extensas sus propiedades?

—Tengo una buena franja de terreno. Cruza el río y sube por el otro lado. Es una buena propiedad —respondió Adam.

—Entonces, ¿las tierras del otro lado de la carretera también son suyas?

—Así es, aunque me avergüenza tener que admitirlo. Las tengo muy descuidadas. Jamás las he cultivado. Tal vez trabajé demasiado la tierra en mi adolescencia.

El señor y la señora Bacon tenían los ojos fijos en Adam, y éste se dio cuenta de que debía ofrecerles algunas explicaciones para hacerles comprender por qué tenía abandonadas sus tierras.

—Supongo que soy un perezoso. Y mi padre no me hizo ciertamente un favor al dejarme lo suficiente para vivir sin trabajar —añadió.

Bajó los ojos, pero advirtió la sensación de alivio que experimentaron los Bacon. Tratándose de un hombre rico, no podía considerarse pereza. Sólo los pobres eran perezosos, de la misma manera que también eran ignorantes. Un hombre rico que no supiese nada de nada era un caprichoso o un rebelde.

—¿Quién cuida de los chicos? —preguntó la señora Bacon. Adam rió.

—Quien se ocupa de ellos es Lee, aunque ya no lo hará por mucho tiempo.

—¿Lee?

Adam empezaba a sentirse irritado con tanta pregunta.

—Sólo tengo un sirviente —aclaró.

—¿Se refiere usted al chino que hemos visto?

La señora Bacon parecía sorprendida.

Adam le sonrió. Al principio aquella señora lo había asustado, pero ahora se sentía más tranquilo.

—Fue Lee quien crió a los chicos, y al mismo tiempo se ocupó de mí —dijo.

—Pero ¿nunca los ha cuidado una mujer?

—No.

—¡Pobres criaturas! —exclamó ella.

—Son algo salvajes, pero fuertes como un roble —afirmó Adam—. Supongo que todos nos hemos vuelto salvajes, como la tierra. Pero ahora Lee se marcha. No sé qué haremos sin él.

La señora Bacon carraspeó cuidadosamente, con el fin de aclararse la garganta para lo que iba a decir.

—¿No ha pensado usted en la educación de sus hijos?

—No, no mucho.

—Mi marido es un apasionado de la educación —respondió la señora Bacon.

—La educación es la llave del futuro —aclaró el señor Bacon.

—¿Qué clase de educación? —preguntó Adam.

El señor Bacon prosiguió:

—Un hombre instruido lo posee todo. Sí, yo creo en la antorcha de la instrucción. —Se inclinó y su voz adquirió un tono confidencial—. Ya que usted no está decidido a cultivar sus tierras, ¿por qué no las arrienda y se traslada a la capital del condado, donde tendrá a mano nuestras estupendas escuelas públicas?

Durante un segundo, Adam sintió el impulso de replicar: «¿Por qué no se ocupa de sus propios asuntos?». Pero en su lugar, preguntó:

—¿Cree usted que sería una buena idea?

—Me parece que podría encontrarle un colono bueno y de confianza —le ofreció el señor Bacon—. No veo razón para que no saque usted un beneficio de sus tierras, aunque no viva en ellas.

Lee entró con gran estruendo trayendo el té. Había oído lo suficiente a través de la puerta para convencerse de que Adam encontraba bastante pesados a sus visitantes. Lee estaba completamente seguro de que no les gustaba el té, y suponiendo que les gustara, sin duda encontrarían malísimo el que les había preparado. Y cuando lo tomaron, ensalzándolo y haciendo toda clase de cumplidos, confirmó sus sospechas de que los Bacon se traían algo entre manos. Lee trató de captar la mirada de Adam, pero no pudo. Adam examinaba con atención la estera que tenía a sus pies.

—Mi marido ha formado parte del Consejo Escolar durante muchos años —comentó la señora Bacon.

Pero Adam no oyó lo que ella dijo a continuación, ni lo que su marido replicó.

Adam pensaba en un enorme globo terráqueo, suspendido y balanceándose de la rama de uno de sus robles. Y sin saber bien por qué, evocó la figura de su padre, renqueando con su pata de palo, a la que golpeaba con un bastón para llamar la atención. Adam veía el rostro firme y marcial de su padre, mientras los obligaba, a él y a su humano, a hacer la instrucción y a llevar pesados bultos para fortalecerles los hombros. Como ruido de fondo a sus cavilaciones, se oía el monótono zumbido de la voz de la señora Bacon. Adam sentía a sus espaldas el peso del saco lleno de piedras. Veía el rostro de Charles que sonreía con ironía; Charles, con su mirada huidiza y salvaje y su genio violento. De pronto, Adam deseó ver a Charles. Podía hacer un viaje y llevarse a los chicos con él. Se golpeó la pierna, con nerviosismo.

La señora Bacon interrumpió su perorata.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Oh, lo siento —respondió Adam—. Acabo de recordar que se me había olvidado una cosa.

Los Bacon esperaban cortés y pacientemente su explicación. Adam pensó: «¿Por qué no? Yo no voy a presentarme para inspector. Tampoco formo parte del Consejo Escolar. ¿Por qué no, pues?». Y calmó la curiosidad de sus huéspedes: Acabo de acordarme de que he olvidado escribir a mi hermano durante diez años.

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