Read Trilogía de la Flota Negra 2 Escudo de Mentiras Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
—Ya lo he entendido —dijo Leia—. Lo que ocurre es que no deseo esa clase de ayuda. Y ahora tengo trabajo que hacer.
Engh se dio por vencido y no siguió insistiendo, pero Leia tuvo algunos problemas para expulsar la conversación de su mente cuando entró en su despacho. Varias horas después, y sin haber podido olvidarla todavía, le repitió una gran parte de la conversación a Han cuando su esposo y los niños se reunieron con ella en la cascada interior para almorzar.
Leia esperaba su simpatía, pero el rostro de Han fue mostrando una creciente incomodidad a medida que la oía hablar.
—¿Por qué pones esa cara, Han? ¿Qué pasa?
—Nada. No es nada... Sigue, te estoy escuchando.
—No. Conozco muy bien esa expresión —insistió Leia—. Es tu expresión: «No voy a decirte lo que pienso porque el hacerlo sólo serviría para empeorar las cosas», con morderse la lengua incluida. Pero el truco no funciona, ¿sabes? No funciona porque siempre tienes que permitir que me dé cuenta de que estás haciendo un esfuerzo terrible para no abrir la boca, y eso te delata. No entiendo cómo has conseguido ganar una sola mano de sabacc con esa cara tan expresiva que tienes.
—Y yo no sé cuántas veces te he oído ese discurso —dijo Han mientras sus labios se curvaban en una sonrisa torcida llena de malicia—. Es tu discursito: «Voy a hacerle la vida imposible hasta que se haya enfadado lo suficiente para decirme qué está pensando», y ya no da resultado.
—En ese caso, ¿por qué no te limitas a decirme qué estás pensando antes de que los dos nos hartemos de forcejear?
—Bueno, realmente no es nada importante y...
—Y ya puestos, ¿por qué no te saltas toda la parte de amortiguar el golpe?
—¡Mujeres! —dijo Han, resoplando con fingida indignación—. Siempre quieren que les digas lo que estás pensando, pero digas lo que digas siempre estás equivocado.
—Me alegra ver que comprendes las reglas básicas.
—Oh, sí. Lo que resulta aterrador es ver que Jaina también las va entendiendo mejor cada día que pasa. —Han suspiró—. Hace un par de días tuve noticias de un viejo amigo de mis tiempos de contrabandista que ha decidido ir por el buen camino y se ha instalado en Fokask. Hacía años que no tenía ninguna clase de contacto con él.
—¿Y por qué has tenido noticias suyas ahora?
—Me envió una copia de un comentario y media docena de cartas del
Estandarte de Fokask
, que supongo es lo que pasa por un noticiario en ese sitio. El título del comentario era algo así como «¿Anhela la princesa la corona perdida?».
—Mmmm. ¿Y qué tenía que decir al respecto ese comentario?
—Oh, vamos... No lo leí con tanta atención como para enterarme. ¿Por qué iba a querer hacerlo? —Leia no dijo nada, pero sus ojos siguieron pidiéndole que continuara—. Bueno, hablaban de que siempre habían creído que eras una servidora de los mejores valores de la Antigua República, pero que de repente habías empezado a parecer una decidida defensora de una idea todavía más antigua, el derecho divino de los monarcas..., sea lo que sea lo que signifique eso. Si realmente quieres hacerlo, puedes leerlo tú misma.
—¿Y qué decía tu amigo?
Han frunció los labios y rehuyó la mirada de Leia. Estaba claro que buscaba alguna forma de evitar tener que responder a esa pregunta.
—Cuéntame qué decía, Han.
—Bueno... La verdad es que no tenía mucho que decir. Después de la última carta remitida al
Estandarte
, mi amigo se había limitado a añadir una corta nota. «¿Le han echado algo al agua en Coruscant? —decía la nota—. Parecía una chica estupenda.» —Han frunció el ceño—. No significa absolutamente nada, salvo que ahora he de matar a ese tipo.
—No hay ninguna razón por la que debas matar a ese tipo.
—He de hacerlo —dijo Han, asintiendo con expresión impasible—. Ha insultado a mi chica. He de matarlos a todos.
—Deja de decir tonterías antes de que te oigan los niños —dijo Leia, dándole un puñetazo en el hombro y apoyando la cabeza en él después.
Han la rodeó con un brazo.
—Si retira lo que ha dicho quizá le perdone la vida —murmuró—. Pero tendrá que convencerme de que está realmente arrepentido —añadió después de una larga pausa. Hubo otra pausa, y cuando volvió a hablar empleó un tono más serio—. Y ya que has hablado de los niños... Bueno, creo que habría que hacer algo..., antes de que los niños lleguen a oír ciertas cosas.
Leia no dijo nada. Pero mientras permanecía inmóvil junto a Han y contemplaba cómo Jaina, Jacen y Anakin jugaban en la cascada, esas palabras parecieron arder en sus oídos:
antes de que los niños lleguen a oír ciertas cosas
. Cuando volvió al decimoquinto nivel, pidió a Alóle que le trajera una selección aleatoria de los mensajes recibidos por las líneas ministeriales durante los últimos días. Poco después de que Alóle se la hubiera proporcionado, Leia llamó a Nanaod Engh.
—He estado pensando en todo aquello de lo que hablamos —dijo—, y querría rogarle que haga cuanto pueda al respecto.
—Empezaremos inmediatamente —prometió Engh.
El grannano y el mon calamariano —el joven y el viejo, el novato y el veterano— salieron del deslizador de la Flota y echaron a caminar, cada uno adaptando su paso al del otro sin darse cuenta de lo que hacía, y atravesaron la zona de estacionamiento hasta llegar al caza rojo y blanco de morro achatado que aguardaba el momento del despegue, inmóvil sobre sus soportes de descenso a una docena de metros de distancia.
—Aquí está lo que quería enseñarle —dijo el almirante Ackbar—. ¿Había visto alguno de éstos anteriormente?
—Sí —dijo Plat Mallar, agachándose para pasar por debajo de los alerones plegados y estudiando las puntas de las alas—. Vi los diagramas de este aparato en la rutina de reconocimiento de navíos enemigos de mi abuelo. Es alguna clase de variación sobre el diseño básico de un ala-X de perímetro interior del modelo T-sesenta y cinco, ¿no?
—Correcto. Pero fíjese en la mayor anchura del perfil que se aprecia a lo largo de todo el fuselaje, y en los dos asientos contiguos de la carlinga.
—Y los cañones láser de las puntas de las alas carecen de sistemas de energía —dijo Mallar—. ¿Es un vehículo de adiestramiento?
Ackbar asintió.
—Es un adiestrador primario TX-sesenta y cinco. El ala-X tal vez ya no sea el caza de primera línea de la Flota, pero todos los pilotos de la Flota hicieron sus primeras cien horas de vuelo en uno de estos aparatos, y muy probablemente todos los pilotos que se incorporen al servicio seguirán aprendiendo a volar en ellos durante algunos años.
Mallar se puso en cuclillas y echó un vistazo a la parte inferior del fuselaje.
—Es muy distinto a los interceptores TIE.
—Cierto, y entre las diferencias destaca una que usted debería ser particularmente capaz de apreciar: este vehículo de adiestramiento está dotado de un hiperimpulsor.
Una sonrisa melancólica curvó los labios del muchacho durante unos momentos para desvanecerse enseguida.
—Uno de estos aparatos se estrelló el día en que salí del tanque bacta, ¿verdad? Oí hablar de ello a los médicos.
Ackbar giró sobre sus talones y señaló el otro extremo del campo.
—Ocurrió justo allí, en la pista veintidós... No es el primero que perdemos, y no será el último —dijo, moviendo la cabeza en una sacudida casi imperceptible—. A veces, y a pesar de todo cuanto hacemos, los pilotos salen del simulador convencidos de que si cometen un error su mentor de vuelo se limitará a reinicializar la rutina de ejercicios para que vuelva a empezar desde la primera secuencia. —Se encogió de hombros—. Y a veces los aparatos sencillamente se averían, claro está...
—Mi instructor de ingeniería solía decir que lo difícil no es parar, sino parar con suavidad..., y que cada vez que despegues deberías hacer dos comprobaciones para asegurarte de que todas las tuercas están bien apretadas, porque la gravedad siempre sabe detectar tus errores.
—Parece que su instructor conocía su oficio.
—Sí —dijo Mallar—. Bowman York conocía su oficio. Le echo de menos.
Un rechoncho transporte militar despegó de la pista y pasó rugiendo por encima de ellos para dirigirse al espacio. Plat Mallar volvió la cabeza para contemplarlo con expresión melancólica hasta que desapareció.
—Hacen que volar parezca lo más sencillo del mundo, ¿verdad? Tanta potencia, y sometida a un control tan preciso... —Volvió la mirada hacia Ackbar—. Antes de que vinieran los yevethanos eso era lo único que me importaba, ¿sabe? No me refiero a las bombas y los cañones láser, no... Me refiero al volar. Las naves, tan gráciles, que surgían de las nubes y desaparecían en el cielo... Cuando era muy pequeño, las naves iban y venían cada día. Mi madre decía que me pasaba horas delante de la ventana esperando a que aparecieran, y que luego informaba a gritos a toda la casa en cuanto veía una.
Ackbar señaló el vehículo de adiestramiento con una inclinación de cabeza.
—¿Le gustaría subir a él?
—He estado intentando convencerme de que eso sólo serviría para que me sintiese peor, por si se daba el caso de que llegara a preguntármelo —dijo Mallar.
—¿Y lo ha conseguido?
—He fracasado miserablemente. Sí, realmente me gustaría mucho... ¿Podríamos hacerlo en alguna ocasión?
Como respuesta, Ackbar subió por la escalerilla de abordaje, metió una mano-aleta dentro de la carlinga abierta y le lanzó un casco de vuelo a un sorprendido Plat Mallar.
—¿Ahora?
—¿Por qué no?
—¿No necesito algo más que esto?
—Necesita un piloto experimentado que le sirva como mentor —dijo Ackbar, volviendo a meter la mano-aleta dentro de la carlinga y sacando otro casco de vuelo—. Yo soy ese piloto.
—No, yo me refería a... Oiga, espere un momento. Sólo vamos a dar un paseo, ¿verdad?
Ackbar bajó por la escalerilla con el casco de vuelo debajo del brazo.
—¿Estaba pensando en un traje de vuelo, quizá?
—Bueno... Sí.
—Hay trajes de vuelo en el compartimiento de carga del deslizador —dijo Ackbar, señalando el vehículo con una inclinación de la cabeza—. ¿Por qué no va a cogerlos?
Mallar fue corriendo al deslizador y volvió a toda prisa con una pequeña montaña de tela marrón pulcramente doblada encima de los brazos.
—¿Cuál es el mío?
—El de arriba —dijo Ackbar—. El que tiene su nombre escrito en él.
Mallar, el rostro inexpresivo y sin entender nada, le contempló en silencio durante unos momentos. Después el traje de vuelo de Ackbar cayó al suelo cuando Mallar sacó el suyo del montón de tela y empezó a examinarlo con manos temblorosas, buscando la tira con el nombre encima del bolsillo derecho. Cuando la encontró, alzó los ojos hacia Ackbar y le interrogó con la mirada.
—Se lo ha ganado por méritos propios —dijo Ackbar con tranquila firmeza—. Se lo ha ganado por lo que hizo el día en que los yevethanos llegaron a Polneye..., y lo que hizo ese día es más importante que cualquier examen o trascripción. Y además tengo intención de enseñarle a volar tal como me enseñaron a hacerlo a mí, recordando en todo momento lo que ya sabe y sujetando la palanca de control con delicadeza pero sin vacilaciones. Durante los peores días de la Rebelión, enviábamos pilotos al combate después de diez horas en el simulador porque estábamos en guerra. Bueno, ahora Polneye está en guerra con N'zoth... Y si todavía le sigue pareciendo tan importante, y si hay alguna forma de conseguirlo, yo haré que esté preparado para volver al Cúmulo de Koornacht antes de que esta guerra haya terminado.
—Sí —dijo Mallar con un tranquilo orgullo en la voz—. Sí, eso es justamente lo que quiero.
Ackbar asintió.
—En el centro de los pilotos, ya lo verá más tarde, hay un pasillo lleno de pequeñas placas metálicas; tenemos una por cada piloto que ha muerto después de haber despegado de esta base. Las paredes y el techo de ese pasillo están casi totalmente recubiertos de metal. Y si quisiéramos poner una placa por cada piloto que fue adiestrado en esta base y que murió en algún lugar del espacio, bajo el fuego de los cañones enemigos o en una nave que sencillamente dejó de funcionar, tendríamos que recubrir toda la cara de la torre.
—Comprendo —dijo Mallar.
—Sólo cree entenderlo..., como todos los que tienen su edad —dijo Ackbar, meneando la cabeza—. Y ahora, escúcheme con atención durante unos momentos: cuando los viejos inician una guerra, los jóvenes mueren. Y cada héroe creado por cada una de las guerras que ha habido a lo largo de la historia fue al combate esa mañana rodeado de camaradas que eran tan valientes como él, pero que no tuvieron tanta suerte. Usted ya ha gastado una gran parte de su suerte para llegar hasta aquí, Plat Mallar. Y nadie osará jamás decirle ni una sola palabra si acaba decidiendo no ponerse ese traje de vuelo y escoge crearse una nueva vida aquí. Usted consiguió recuperar esa vida robándosela a los incursores yevethanos, y ahora no hay ninguna necesidad de que vuelva a ofrecérsela.
—Lo sé —dijo Plat Mallar, manteniéndose todo lo erguido que podía permitírselo su cuerpo—, y le agradezco que me recuerde que puedo elegir. Pero mi elección es llevar este traje de vuelo, y esperar que se me presente una oportunidad de hacer algo que cambie un poco las cosas..., aunque sólo las cambie para mí, y aunque lo que haga no afecte a nadie más.
—Muy bien —dijo Ackbar—. Entonces empecemos. Tiene muchas cosas que aprender.
Mientras la última imagen holográfica del ataque yevethano que había devastado Campana de la Mañana se desvanecía y las luces de la cámara de reuniones del Consejo de Defensa volvían a encenderse, Leia estudió a los senadores sentados a lo largo de la mesa en forma de V.
Había un rostro nuevo entre los ocho, y su presencia reflejaba una pequeña variación en el equilibrio: el humano Tig Peramis de Walalla había desaparecido, y Nara Deega de Clak'dor VII, un bithano, había pasado a ocupar su lugar. Después de la confrontación producida durante la reunión informativa previa a la puesta en servicio de la Quinta Flota, no tener que enfrentarse a la oratoria incendiaria de Peramis, quien se había enviado a sí mismo a un limbo legal al presentar la solicitud de retirada de la Nueva República en nombre de su planeta, suponía un considerable alivio para Leia.
Pero Deega, que poseía una inteligencia impresionante, estaba tan profundamente comprometido con el pacifismo como la mayoría de su especie.