»Bajo el techo de Harren comió y bebió con los lobos, y también con muchas de sus espadas juramentadas, hombres del túmulo, del alce, del oso y del tritón. El príncipe dragón cantó una canción tan triste que hizo sollozar a la doncella lobo, pero cuando su hermano más joven se rió de ella porque lloraba, le derramó vino por la cabeza. Un hermano negro tomó la palabra para pedir a los caballeros que se unieran a la Guardia de la Noche. El señor de la tormenta derrotó al caballero de los cráneos y besos en un duelo de copas de vino. El lacustre vio a una doncella de ojos violetas y sonrientes que bailó con un espada blanca, un serpiente roja, el señor de los grifos y por último con el lobo silencioso... Pero sólo después de que el lobo salvaje se lo pidiera en nombre de su hermano, demasiado tímido para alejarse del banco.
»En medio de tanta alegría, el menudo lacustre divisó a los tres escuderos que lo habían golpeado. Uno servía a un caballero con una horquilla, otro a uno con un puercoespín y el último a un caballero con dos torreones en el jubón, un blasón que los lacustres conocen bien.
—Los Frey —dijo Bran—. Los Frey del Cruce.
—Los mismos —asintió Meera—. La doncella lobo también los vio y se los señaló a sus hermanos.
»—Te puedo conseguir un caballo y una armadura que te quede bien —le ofreció el cachorro.
»El lacustre le dio las gracias, pero no respondió. Tenía el corazón desgarrado. Los lacustres son más menudos que la mayor parte de los hombres, pero igual de orgullosos que cualquiera. El joven no era caballero, igual que no lo era nadie de su pueblo. Nosotros vamos en bote más a menudo que a caballo y nuestras manos están acostumbradas a empuñar remos, no lanzas. Por mucho que deseara vengarse, temía que sólo conseguiría ponerse en ridículo y avergonzar a su pueblo. El lobo silencioso había ofrecido al menudo lacustre un lugar en su tienda para pasar aquella noche, pero antes de irse a dormir, se arrodilló en la orilla del lago, miró hacia donde debía de estar la Isla de los Rostros y rezó una plegaria a los antiguos dioses del norte y del Cuello...
—¿Tu padre no te contó esta historia? —preguntó Jojen.
—La que nos contaba las historias era la Vieja Tata. Venga, Meera, sigue, no te puedes parar ahora.
—Hodor —dijo Hodor, que debía de pensar lo mismo—. Hodor, Hodor, Hodor, Hodor...
—Bueno —dijo Meera—, si quieres que te cuente el final...
—Sí. Por favor.
—Había cinco días de justas previstos —siguió—. Hubo un gran combate cuerpo a cuerpo de siete bandos, competiciones de tiro con arco y de lanzamiento de hacha, una carrera de caballos y un torneo de bardos...
—Déjate de eso. —Bran se retorcía de impaciencia en la cesta a espaldas de Hodor—. Cuéntame lo de las justas.
—Como ordene mi príncipe. La hija del castillo partía como reina del amor y la belleza, y defendían su título cuatro hermanos y un tío, pero los cuatro hijos de Harrenhal cayeron derrotados el primer día. Sus vencedores tuvieron un breve reinado como campeones, hasta que fueron derrotados a su vez. Al final de aquel primer día, el caballero puercoespín ganó un lugar entre los campeones, igual que les sucedió al caballero horquilla y al de los dos torreones el segundo día. Pero al final de aquel segundo día, cuando las sombras ya se alargaban, un caballero misterioso apareció en las lizas.
Bran asintió, lo entendía muy bien. Los caballeros misteriosos solían aparecer en los torneos con yelmos que les ocultaban el rostro y escudos en los que no aparecía blasón alguno, o bien el blasón era desconocido y extraño. A veces eran campeones famosos disfrazados. El Caballero Dragón ganó un torneo haciéndose pasar por un tal Caballero de las Lágrimas para poder nombrar reina del amor y la belleza a su hermana, quitándole el título a la amante del rey. Y Barristan el Bravo lució en dos ocasiones la armadura de caballero misterioso, la primera cuando sólo tenía diez años.
—Era el pequeño lacustre, seguro.
—Eso no lo sabía nadie —dijo Meera—, pero el caballero misterioso era de corta estatura, y su armadura estaba hecha con piezas de diversa procedencia. El blasón que lucía era un árbol corazón de los antiguos dioses, un arciano blanco con un rostro rojo sonriente.
—A lo mejor venía de la Isla de los Rostros —dijo Bran—. ¿Era verde? —En las historias de la Vieja Tata, los guardianes tenían la piel color verde oscuro, y hojas en vez de pelo. A veces también tenían astas, pero Bran no creía que un caballero misterioso con astas pudiera ponerse yelmo—. Seguro que lo enviaron los antiguos dioses.
—Es posible. El caballero misterioso inclinó su lanza ante el rey y cabalgó hacia el final de las lizas, donde estaban los pabellones de los cinco campeones. Ya sabes a cuáles desafió, a tres.
—El caballero puercoespín, el caballero horquilla y el caballero de los torreones gemelos. —Bran sabía suficientes historias para imaginárselo—. Era el pequeño lacustre, os lo había dicho.
—Fuera quien fuera, los antiguos dioses dieron fuerza a su brazo. El caballero puercoespín fue el primero en caer, luego el caballero horquilla y, por último, el caballero de los dos torreones. Ninguno era muy popular, así que la gente animó con entusiasmo al Caballero del Árbol Sonriente, como pronto se dio en llamar al nuevo campeón. Cuando sus enemigos caídos quisieron pagar rescate por caballos y armaduras, el Caballero del Árbol Sonriente les habló con una voz que retumbaba en el interior de su yelmo:
»—Enseñad honor a vuestros escuderos, es todo el rescate que preciso.
»Cuando los caballeros derrotados castigaron con firmeza a los escuderos, tanto caballos como armaduras les fueron devueltos. Y así fue cómo recibió respuesta la plegaria del menudo lacustre. ¿Quién la respondió? ¿Los hombres verdes, los antiguos dioses o los hijos del bosque? No se sabe.
Tras meditar un instante, Bran decidió que era una buena historia.
—¿Y qué pasó después? ¿El Caballero del Árbol Sonriente ganó el torneo y se casó con una princesa?
—No —dijo Meera—. Esa noche, en el gran castillo, tanto el señor de la tormenta como el caballero de los cráneos y los besos juraron que lo desenmascararían, y el propio rey pidió que lo desafiaran porque el rostro que se ocultaba tras el yelmo no era el de un amigo. Pero, a la mañana siguiente, cuando sonaron las trompetas de los heraldos y el rey ocupó su trono, sólo se presentaron dos campeones. El Caballero del Árbol Sonriente había desaparecido. El rey se enfureció, llegó incluso a enviar a su hijo, el príncipe dragón, en su búsqueda, pero lo único que encontraron fue su escudo colgado de un árbol. Al final quien ganó el torneo fue el príncipe.
—Vaya. —Bran pensó un rato en la historia—. Ha estado bien. Pero tendrían que haber sido los tres caballeros malos los que le dieran la paliza, no sus escuderos. Así el pequeño lacustre los podría haber matado a todos. Lo de los rescates es una tontería. Y el caballero misterioso tendría que haber ganado el torneo derrotando a todos los que lo desafiaran, para nombrar reina del amor y la belleza a la doncella lobo.
—La nombraron —dijo Meera—, pero esa historia es más triste.
—¿Seguro que no la habías oído, Bran? —preguntó Jojen—. ¿Tu señor padre no te la contó nunca?
Bran hizo un gesto de negación. Para entonces el día tocaba a su fin y las sombras alargadas reptaban por las laderas de las montañas para introducir dedos oscuros entre los pinos.
«Si el pequeño lacustre pudo visitar la Isla de los Rostros, tal vez yo también pueda. —En todas las historias se decía que los hombres verdes tenían extraños poderes mágicos. Tal vez pudieran hacer que caminara de nuevo, quizá hasta pudieran convertirlo en caballero—. Convirtieron en caballero al pequeño lacustre, aunque sólo fuera por un día —pensó—. Con un día bastaría.»
No era normal que una celda fuera tan cálida.
Oscuridad no le faltaba, la parpadeante luz anaranjada que penetraba por los viejos barrotes de hierro procedía de una antorcha situada en una argolla de la pared, pero la mitad posterior de la celda quedaba inmersa en la oscuridad. Por supuesto era húmeda, como cabía esperar en una isla como Rocadragón, donde el mar nunca estaba lejos. Y había ratas, tantas como en cualquier mazmorra y de propina unas pocas más.
Pero Davos no podía quejarse de frío. En los pasadizos de piedra que formaban una trama bajo la mole de Rocadragón siempre hacía calor y, según había oído siempre Davos, el calor iba a más a medida que se descendía. Calculó que se encontraba muy por debajo del castillo, notaba la pared de su celda caliente cuando apretaba la palma de la mano contra ella. Tal vez las antiguas historias fueran verdad y habían edificado Rocadragón con piedras infernales.
Cuando llegó a la celda estaba muy enfermo. La tos que lo había acosado desde la batalla no había hecho más que empeorar, y la fiebre no le bajaba. Los labios se le llenaron de ampollas sanguinolentas, y ni el calor de la celda conseguía que dejara de tiritar.
«No voy a durar mucho —recordaba haber pensado—. Pronto moriré aquí, en la oscuridad.»
Davos no tardó en descubrir que en ese punto, como en tantos otros, estaba equivocado. Recordaba vagamente unas manos afables y una voz firme, y al joven maestre Pylos mirándolo desde arriba. Le dieron para beber sopa de ajo y leche de la amapola para que se le quitaran los dolores y los escalofríos. La amapola lo hizo dormir y mientras dormía lo sangraron para sacarle la sangre podrida. O eso dedujo al verse las marcas de sanguijuelas en los brazos al despertar. No pasó mucho tiempo antes de que cesara la tos, desaparecieran las ampollas y le empezaran a dar el caldo con trozos de pescado, zanahoria y cebolla. Un buen día se dio cuenta de que se sentía tan fuerte como antes de que la
Betha negra
se hiciera pedazos bajo sus pies y lo lanzara al río.
Dos carceleros se ocupaban de él. Uno era bajo y fornido, de hombros anchos y manos enormes y fuertes. Vestía una brigantina de cuero tachonada de hierro, y una vez al día le llevaba a Davos un cuenco de gachas de avena. A veces lo endulzaba con miel o le añadía un poco de leche. El otro carcelero era más viejo, encorvado y cetrino, con el pelo sucio grasiento y la piel llena de bultos. Llevaba un jubón de terciopelo blanco con un anillo de estrellas bordado en el pecho en hilo de oro. Le sentaba mal, era demasiado corto y a la vez demasiado ancho, por no mencionar que estaba sucio y lleno de rotos. Le llevaba a Davos platos de carne con puré o guiso de pescado, y en cierta ocasión hasta media empanada de lamprea. La lamprea estaba tan grasienta que no la pudo retener en el estómago, pero sabía que era un auténtico manjar para un prisionero encerrado en una mazmorra.
Allí no llegaba la luz del sol ni de la luna, ninguna ventana perforaba los gruesos muros de piedra. Sus carceleros eran la única manera que tenía de distinguir el día de la noche. Ninguno de los dos le hablaba, aunque sabía que no eran mudos porque a veces los había oído intercambiar unas cuantas palabras bruscas durante el cambio de guardia. Ni siquiera le habían dicho sus nombres, de manera que les puso los que mejor le parecieron. Al bajo y fuerte lo llamaba Gachas; al encorvado y cetrino, Lamprea, por la empanada. Llevaba la cuenta de los días por las comidas que le daban y por el cambio de antorchas de la pared que había fuera de su celda.
En la oscuridad la soledad pesa sobre los hombres, que anhelan oír el sonido de una voz humana. Davos hablaba a los carceleros siempre que entraban en su celda, ya fuera para llevarle comida o para cambiarle el cubo de los excrementos. Sabía que no atenderían ninguna súplica de libertad o de clemencia; así que en vez de eso les hacía preguntas con la esperanza de que algún día quizá obtendría una respuesta. «¿Qué noticias hay de la guerra?», les preguntaba, o «¿Se encuentra bien el rey?». Indagó acerca de su hijo Devan, sobre la princesa Shireen y sobre Salladhor Saan. Les preguntaba: «¿Qué tiempo hace? ¿Han empezado ya las tormentas otoñales? ¿Todavía hay barcos navegando por el mar Angosto?».
Preguntara lo que preguntara, no importaba, porque no le respondían, aunque de vez en cuando Gachas lo miraba y, durante un instante, a Davos le parecía que estaba a punto de hablar. Lamprea ni siquiera llegaba a tanto.
«Para él no soy una persona —pensó Davos—, sólo una piedra que come, caga y habla.» Tras un tiempo decidió que Gachas le gustaba mucho más. Al menos parecía darse cuenta de que estaba vivo, y a su manera era bondadoso. Davos tenía la sospecha de que echaba de comer a las ratas y por eso había tantas. En cierta ocasión le pareció oír al carcelero hablando con ellas como si fueran niños, pero tal vez no había sido más que un sueño.
«No tienen intención de dejarme morir —comprendió—. Me mantienen vivo con algún propósito que desconozco. —No quería ni imaginar cuál podría ser. Lord Sunglass había estado confinado en aquellas mismas mazmorras, debajo de Rocadragón, durante un tiempo, al igual que los hijos de Ser Hubard Rambton. Todos habían acabado en la pira—. Me debería haber tirado al mar —pensó Davos mientras contemplaba la antorcha al otro lado de los barrotes—. O dejar que la vela pasara de largo y morir en mi roca. Habría preferido ser pasto de los cangrejos que de las llamas.»
Una noche, justo cuando terminaba de cenar, Davos sintió que una extraña calidez lo bañaba de repente. Alzó la vista para mirar al otro lado de los barrotes y allí estaba ella, con sus deslumbrantes ropajes escarlata, el gran rubí al cuello y los ojos tan brillantes como la luz de la antorcha que la iluminaba.
—Melisandre —dijo con una calma que estaba lejos de sentir.
—Caballero de la Cebolla —respondió ella con idéntica tranquilidad, como si se hubieran encontrado en una escalera o en el patio y se estuvieran saludando con toda educación—. ¿Os encontráis bien?
—Mejor de lo que estaba.
—¿Necesitáis algo?
—A mi rey. A mi hijo. Los necesito a ellos. —Apartó el cuenco a un lado y se levantó—. ¿Habéis venido a quemarme?
—Este lugar es espantoso, ¿verdad? —Sus extraños ojos rojos lo estudiaron entre los barrotes—. Tan oscuro, tan hediondo... Aquí no luce el sol bondadoso ni llega el brillo de la luna. —Alzó la mano para señalar la antorcha de la pared—. Eso es todo lo que se interpone entre la oscuridad y vos, Caballero de la Cebolla. Ese poquito de fuego, ese regalo de R'hllor. ¿Lo apago?
—No. —Se acercó a los barrotes—. No, por favor. —No lo soportaría, no resistiría quedarse a solas en la oscuridad absoluta, sin más compañía que la de las ratas. Los labios de la mujer roja se curvaron en una sonrisa.