—¿Y la ropa?
—También. —Le hizo un gesto con la mano en la que tenía la copa—. Mi señor padre me ha ordenado que consume este matrimonio.
A Sansa le temblaban las manos cuando empezó a desanudarse las lazadas, le parecía que tenía los dedos de madera reseca, pero aun así consiguió desatarse los cordones y desabrocharse los botones; la capa, el vestido, el corsé y la enagua cayeron al suelo, y por fin se quitó la ropa interior. Se le erizó el vello de los brazos y las piernas. Mantuvo los ojos clavados en el suelo, demasiado tímida para mirarlo, pero cuando terminó alzó la vista y vio cómo la contemplaba él. Le pareció que en el ojo verde había hambre y en el negro furia. Sansa no habría sabido decir cuál la atemorizaba más.
—Eres una niña.
—Ya he florecido —dijo ella, tapándose los pechos con las manos.
—Eres una niña —repitió—, pero te deseo. ¿Eso te da miedo, Sansa?
—Sí.
—A mí también. Sé que soy feo...
—No, mi se...
—No mientas, Sansa. —Tyrion se puso de pie—. Soy deforme y estoy lleno de cicatrices, soy pequeño, pero... —Sansa vio que no daba con las palabras—. Pero en la cama, una vez apagadas las velas, no soy peor que los demás hombres. En la oscuridad soy el Caballero de las Flores. —Bebió un trago de vino—. Soy generoso, soy leal con quienes me son leales. He demostrado que no soy ningún cobarde. Y soy más inteligente que la mayoría de los hombres, el cerebro tiene que contar. También puedo ser bueno. Mucho me temo que la bondad no es muy común entre los Lannister, pero sé que yo tengo mi ración. Podría... podría ser bueno contigo.
«Está tan asustado como yo», se dio cuenta Sansa. Tal vez eso la debería hacer sentir más predispuesta hacia él, pero fue todo lo contrario. Lo único que sintió fue pena, y la pena supone la muerte del deseo. Él la estaba mirando, esperaba que dijera algo, pero las palabras no le llegaban a los labios. No pudo hacer más que apartar la mirada temblorosa.
Cuando por fin comprendió que no le iba a responder, Tyrion Lannister apuró el resto del vino.
—Entiendo —dijo con amargura—. Métete en la cama, Sansa. Tenemos que cumplir con nuestro deber.
Ella se subió al colchón de plumas, consciente de su mirada. Una vela de cera perfumada ardía en la mesita de noche y había pétalos de rosa entre las sábanas. Empezó a subir la manta para taparse.
—No —le oyó decir.
El frío la hizo estremecer, pero obedeció. Cerró los ojos y aguardó. Al cabo de unos instantes oyó a su marido quitándose las botas y el crujido de la ropa mientras se desvestía. Cuando se subió a la cama y le puso una mano sobre un pecho Sansa no pudo reprimir un escalofrío. Se quedó tendida, con los ojos cerrados y los músculos tensos, aterrada ante la idea de lo que iba a suceder. ¿Volvería a tocarla? ¿La besaría? ¿Debía abrir las piernas ya? No sabía qué se esperaba de ella.
—Sansa. —Había apartado la mano—. Abre los ojos.
Había prometido obedecer, de modo que abrió los ojos. Tyrion estaba sentado a sus pies, desnudo. Allí donde se le unían las piernas sobresalía su cayado viril, rígido y duro en un lecho de gruesos vellos rubios. Era lo único recto que tenía.
—Mi señora —dijo Tyrion—, eres muy hermosa, no me interpretes mal, pero... No puedo seguir adelante con esto. Que se vaya a la mierda mi padre. Esperaremos. A que cambie la luna, un año, una estación... lo que haga falta. Hasta que me conozcas mejor y tal vez incluso confíes un poco en mí.
Su sonrisa tal vez pretendía tranquilizarla, pero al no tener nariz sólo conseguía parecer más grotesco y siniestro.
«Míralo —se ordenó Sansa—, mira a tu esposo, míralo bien, la septa Mordane decía que todos los hombres son hermosos, busca su hermosura, búscala. —Contempló las piernas torcidas, la frente abultada y brutal, el ojo verde y el ojo negro, los restos de la nariz, la retorcida cicatriz rosa, la maraña de pelo negro y dorado que era su barba... Hasta su miembro viril era feo, grueso, venoso, con la cabeza bulbosa y purpúrea—. Esto no es justo, no es justo, ¿en qué he ofendido a los dioses para que me traten así?»
—Te juro por mi honor de Lannister que no te tocaré hasta que tú quieras —dijo el Gnomo.
Tuvo que reunir todo el valor que le quedaba para mirar aquellos ojos dispares.
—¿Y si no quiero nunca, mi señor?
—¿Nunca? —Tyrion hizo una mueca como si lo acabara de abofetear. Sansa tenía el cuello tan rígido que apenas pudo asentir—. Bueno —añadió él—, para eso hicieron los dioses a las putas, para los gnomos como yo.
Cerró los dedos cortos y gruesos en un puño y se bajó de la cama.
Sept de Piedra era la ciudad más grande que Arya había visto aparte de Desembarco del Rey, y Harwin le contó que allí era donde su padre había obtenido la victoria en su famosa batalla.
—Los hombres del Rey Loco perseguían a Robert para alcanzarlo antes de que pudiera reunirse con vuestro padre —le dijo mientras cabalgaban hacia las puertas de la muralla—. Lo hirieron y unos amigos estaban cuidando de él cuando Lord Connington, la Mano, tomó la ciudad con un gran ejército y empezó a registrarla casa por casa. Pero, antes de que lo encontraran, Lord Eddard y vuestro abuelo cayeron sobre la ciudad y la asaltaron. Lord Connington se defendió con bravura. Lucharon en las calles, en los callejones, hasta en los tejados, y todos los septones hicieron sonar las campanas para que los ciudadanos supieran que tenían que cerrar las puertas. Cuando oyó las campanas, Robert salió de su escondrijo para tomar parte en los combates. Se dice que aquel día mató a seis hombres. Uno de ellos era Myles Mooton, un famoso caballero que había sido escudero del príncipe Rhaegar. Seguro que también habría matado a la Mano, pero quiso la suerte que no se enfrentaran. En cambio. Connington hirió de gravedad a vuestro abuelo Tully y también mató a Ser Denys Arryn, el niño mimado del Valle. Pero, al ver que la derrota era inminente, salió huyendo, más veloz, que los grifos de su escudo. La llamaron la batalla de las Campanas. Robert decía siempre que el que la ganó fue vuestro padre, no él.
Por el aspecto de aquel lugar, Arya pensó que allí habían tenido lugar batallas más recientes. Las puertas de la ciudad estaban recién puestas, ni siquiera habían pulido la madera; junto a las murallas había un montón de tablones quemados que indicaban sin lugar a dudas lo que había pasado con las antiguas.
Sept de Piedra estaba cerrado a cal y canto, pero cuando el capitán de la guardia vio quiénes eran les abrió un postigo.
—¿Cómo andáis de comida? —preguntó Tom mientras entraban.
—No tan mal como hasta hace poco. El Cazador trajo un rebaño de ovejas, y ha habido algo de comercio por el Aguasnegras. La cosecha del sur del río no se quemó. Pero claro, lo que tenemos está muy solicitado. Un día vienen lobos, al otro Titiriteros... Los que no quieren comida, buscan saquear o violar mujeres; y los que no buscan oro ni mozas, andan detrás del maldito Matarreyes. Se dice que se le escapó a Lord Edmure ante sus narices.
—¿Lord Edmure? —Lim frunció el ceño—. ¿Qué pasa, ha muerto Lord Hoster?
—Si no ha muerto está a punto. ¿Creéis que el Lannister se dirigirá al Aguasnegras? El Cazador dice que es la manera más rápida de llegar a Desembarco del Rey. —El capitán no se detuvo a esperar la respuesta—. Se ha llevado a los perros por si encuentran el rastro. Si Ser Jaime anda por aquí, darán con él. He visto a esos animales hacer pedazos a osos. ¿Creéis que les gustará la sangre de león?
—Un cadáver mordido no sirve de nada a nadie —replicó Lim—. Y el Cazador lo sabe de sobra.
—Cuando vinieron los occidentales, violaron a la mujer y a la hermana del Cazador, prendieron fuego a sus cosechas, se comieron la mitad de sus ovejas y a la otra mitad la mataron sólo para causar daño. También le mataron seis perros y tiraron los cuerpos dentro del pozo. En mi opinión, un cadáver mordido le serviría de mucho. Y a mí también.
—Pues más vale que no haga tonterías —dijo Lim—. Así de simple: más vale que no haga ninguna tontería, que para tonto ya os tenemos a vos.
Arya cabalgó entre Harwin y Anguy cuando los bandidos avanzaron por las calles donde otrora había luchado su padre. Divisó el sept en la colina, y un poco más abajo un torreón achaparrado de piedra gris, que parecía demasiado pequeño para una ciudad tan grande. Pero un tercio de las casas junto a las que pasó eran ruinas ennegrecidas, y no vieron a nadie.
—¿Es que han matado a todos los habitantes?
—No, lo que pasa es que son tímidos.
Anguy le señaló a dos arqueros situados en un tejado y luego a unos niños de rostros manchados de hollín acuclillados entre los escombros de una taberna. Más adelante, un panadero abrió los postigos de una ventana y llamó a gritos a Lim. El sonido de su voz hizo que más personas se atrevieran a salir de los escondrijos y, poco a poco, Sept de Piedra empezó a cobrar vida a su alrededor.
En el centro de la ciudad, en la plaza del mercado, había una fuente con forma de trucha saltarina que escupía el agua a un estanque poco profundo. Allí las mujeres llenaban cubos y jarras. A pocos metros había una docena de jaulas de hierro colgadas de postes de madera que crujían bajo su peso. Arya las reconoció al instante. «Jaulas para cuervos.» Los cuervos revoloteaban fuera de las jaulas, salpicaban en el agua o se posaban sobre los barrotes; dentro, lo que había eran hombres. Lim frunció el ceño y tiró de las riendas.
—¿Y esto? ¿Qué pasa aquí?
—Es justicia —le respondió una de las mujeres de la fuente.
—¿Es que se os ha terminado la cuerda de cáñamo?
—¿Ha sido por orden de Ser Wilbert? —preguntó Tom.
Un hombre soltó una carcajada amarga.
—Los leones mataron a Ser Wilbert hace más de un año. Sus hijos están todos lejos, con el Joven Lobo, engordando en el oeste. ¿Qué les importamos nosotros? Fue el Cazador Loco el que atrapó a estos lobos.
«Lobos. —Arya se quedó helada—. Los hombres de Robb, los de mi padre.» Sin poder evitarlo, se dirigió hacia las jaulas. Los barrotes tenían a los prisioneros tan constreñidos que no podían sentarse ni darse la vuelta; estaban de pie, desnudos, expuestos al sol, al viento y a la lluvia. En las tres primeras jaulas sólo había cadáveres. Las aves carroñeras se les habían comido los ojos, pero las órbitas vacías parecían seguirla con la mirada. El cuarto hombre de la hilera se movió a su paso. Tenía la desastrada barba cubierta de sangre y moscas que saltaron cuando la abrió y empezaron a zumbar en torno a su cabeza.
—Agua. —La palabra era como un graznido—. Por favor... agua...
Al oírlo, el hombre de la siguiente jaula abrió los ojos.
—Aquí —dijo—. Aquí, a mí. —Era un anciano; tenía la barba gris y sobre la calva se le veían las manchas marrones de la edad.
Tras el viejo había otro cadáver, un hombretón de barba roja con un vendaje grisáceo putrefacto que le cubría la oreja izquierda y parte de la sien. Pero lo peor era su entrepierna, donde no quedaba nada más que un agujero marrón costroso en el que pululaban los gusanos. Más adelante había un hombre gordo. Estaba tan cruelmente constreñido en la jaula de cuervos, que costaba imaginar cómo lo habían metido dentro. El hierro se le clavaba en la barriga y las mollas sobresalían pellizcadas entre los barrotes. Los largos días al sol le habían causado dolorosas quemaduras de la cabeza a los pies. Cuando se movió, la jaula crujió y se meció, y Arya vio tiras de piel blanca allí donde los barrotes le habían escudado la piel del sol.
—¿A quién servíais? —les preguntó.
Al oír su voz, el hombre gordo abrió los ojos. La piel que los rodeaba estaba tan roja que parecían dos huevos hervidos flotando en un plato de sangre.
—Agua... beber...
—¿A quién? —insistió.
—Tú no les hagas caso, chico —le dijo un ciudadano—. No son cosa tuya. Sigue adelante.
—¿Qué han hecho? —le preguntó.
—Pasaron por la espada a ocho personas en la Cascada del Volatinero —le dijo—. Buscaban al Matarreyes, pero como no lo encontraron se dedicaron a violar y a asesinar. —Señaló con el pulgar el cadáver que tenía gusanos allí donde había estado su miembro viril—. Ése era el de las violaciones. Ahora, sigue adelante.
—Un trago —la llamó el gordo—. Ten compasión, chico, un trago.
El viejo alzó un brazo para agarrar los barrotes. El movimiento hizo que la jaula se meciera con violencia.
—Agua —jadeó el que tenía moscas en la barba.
Arya miró las cabelleras sucias, las barbas crecidas y los ojos enrojecidos, y sobre todo los labios, secos, agrietados y sangrantes.
«Lobos —volvió a pensar—. Como yo. —¿Acaso era aquélla su manada?—. ¿Es posible que sean hombres de Robb?» Sentía deseos de golpearlos. Sentía deseos de hacerles daño. Sentía deseos de llorar. Todos parecían mirarla, tanto los vivos como los muertos. El viejo había sacado tres dedos entre los barrotes.
—Agua —suplicó—, agua.
Arya se bajó del caballo.
«No me pueden hacer daño, se están muriendo.» Sacó el tazón que llevaba en las alforjas y se dirigió hacia la fuente.
—¿Qué haces, chico? —le espetó el ciudadano—. No son cosa tuya.
Arya alzó el tazón hacia la boca del pez. El agua le salpicó los dedos y le corrió por la manga, pero ella no se movió hasta que lo tuvo bien lleno. Luego se volvió hacia las jaulas, y el ciudadano hizo ademán de detenerla.
—Aléjate de ellos, chico...
—Es una niña —dijo Harwin—. Dejadla en paz.
—Eso —dijo Lim—. A Lord Beric no le gusta que se enjaule a hombres y se los deje morir de sed. ¿Por qué no los ahorcáis decentemente?
—Lo que hicieron en la Cascada del Volatinero no tenía nada de decente —les espetó el ciudadano.
Los barrotes estaban demasiado juntos para pasar el tazón, así que Harwin y Gendry la ayudaron a auparse. Arya puso un pie sobre las manos entrelazadas de Harwin, se subió a los hombros de Gendry y se agarró a los barrotes de la parte superior de la jaula. El hombre gordo alzó el rostro hacia arriba y apretó las mejillas contra el hierro, y Arya vertió el agua sobre él. El prisionero la sorbió con ansia y dejó que le corriera por la cabeza, por las mejillas y por las manos; luego lamió las gotas de los barrotes. Habría lamido también los dedos de Arya si no los hubiera apartado. Cuando hubo hecho lo mismo con los otros dos ya se había congregado una multitud a su alrededor.
—El Cazador Loco se va a enterar de esto —amenazó un hombre—. Y no le va a gustar ni un pelo.