Tormenta de Espadas (54 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Entrad y junto al fuego calentaos —les gritó una voz de hombre—. Para protegernos de la lluvia a todos hay piedra suficiente.

Les ofreció tortas de avena, morcillas y un trago de la cerveza que llevaba en un odre, pero no les dijo su nombre; tampoco les preguntó los suyos. Bran supuso que se trataba de un Liddle. El broche con que se sujetaba la capa de piel de ardilla era de oro y bronce con forma de piña, y en la mitad blanca de los escudos verdiblancos de los Liddle había piñas.

—¿El Muro está muy lejos? —le preguntó Bran mientras aguardaban a que cesara la lluvia.

—No muy lejos para el cuervo que vuela —respondió el Liddle, si es que lo era—. Más lejos para los que de alas carecen.

—Si hubiéramos ido por el camino real... —empezó Bran.

—Ya estaríamos en el Muro —terminó Meera al unísono con él.

El Liddle sacó una navaja y empezó a tallar una ramita.

—Cuando un Stark había en Invernalia, una virgen podía ir por el camino real con su vestido del día del nombre sin que nadie la molestara. Encontraban los viajeros fuego, pan y sal en muchas posadas y fortalezas. Pero más frías son ahora las noches, y las puertas cerradas están. Hay calamares en el Bosque de los Lobos, y en el camino real hombres desollados preguntan por forasteros.

Los Reed se miraron.

—¿Hombres desollados? —inquirió Jojen.

—Los muchachos del Bastardo, así es. Estaba muerto, pero ya no. Y pagan plata mucha por pieles de lobo, ha oído uno, y tal vez oro a cambio de noticias de cierto muerto que camina. —Al decir aquello miró a Bran y a
Verano
, que estaba tendido junto a él—. Y en cuanto al Muro —siguió—, no es lugar al que uno querría ir. El Viejo Oso fue con la Guardia a los bosques encantados, pero sólo volvieron los cuervos y sólo uno llevaba un mensaje. «Alas negras, palabras negras», mi madre solía decir, pero me parecen más negras cuando los pájaros vuelan en silencio. —Hurgó en la hoguera con el palito—. Cuando había un Stark en Invernalia era diferente. Pero el viejo lobo ha muerto, el joven se ha marchado al sur para jugar al juego de tronos, y sólo nos han quedado los fantasmas.

—Los lobos regresarán —dijo Jojen con solemnidad.

—¿Cómo tú lo puedes saber, muchacho?

—Lo he soñado.

—Algunas noches sueño con la madre que hace nueve años enterré —dijo el hombre—, pero cuando despierto, no ha vuelto con nosotros.

—Hay sueños y sueños, mi señor.

—Hodor —dijo Hodor.

Pasaron juntos aquella noche, porque la lluvia no empezó a ceder hasta que hubo anochecido, y el único que mostró deseos de querer salir de la cueva fue
Verano
. Cuando el fuego se hubo reducido a brasas, Bran le permitió marcharse. Al huargo no le molestaba la humedad como a las personas, y la noche lo estaba llamando. La luz de la luna trazaba pinceladas de plata en el bosque empapado y teñía de blanco las cumbres grises. En la oscuridad, los búhos ululaban y volaban silenciosos entre los pinos, mientras las cabras blanquecinas se movían por las laderas de las montañas. Bran cerró los ojos y se entregó al sueño de lobo, a los olores y sonidos de la medianoche.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, el fuego se había extinguido, y el Liddle ya no estaba, pero les había dejado una morcilla y una docena de tortas de avena bien envueltas en un paño blanco y verde. Unas tortas tenían piñones y otras zarzamoras. Bran se comió una de cada, y no habría sabido decir cuál le gustó más. Se dijo que algún día volvería a haber Starks en Invernalia, y entonces enviaría a buscar a los Liddle y les pagaría con creces cada piñón y cada mora.

Aquel día fueron por un sendero un poco más accesible y a mediodía el sol se asomó entre las nubes. Bran iba en la cesta que Hodor cargaba y se sentía casi feliz. Echó una cabezada, adormecido por el vaivén del paso del gigantesco mozo de cuadras y el suave canturreo con que solía acompañar las caminatas. Meera le tocó el brazo para despertarlo.

—Mira —dijo al tiempo que señalaba hacia el cielo con la fisga—, un águila.

Bran alzó la cabeza y la vio, con las alas grises extendidas, inmóvil, flotando en el viento. La siguió con la vista a medida que trazaba círculos, cada vez a más altura, y se preguntó qué se sentiría al sobrevolar el mundo con tanta facilidad.

«Debe de ser aún mejor que trepar. —Trató de llegar hasta el águila, de salirse de aquella porquería de cuerpo tullido y elevarse hacia el cielo para unirse a ella, igual que se había unido con
Verano
—. Los verdevidentes podían hacerlo. Yo también tendría que ser capaz.» Lo intentó una y otra vez hasta que el águila desapareció en la neblina dorada del atardecer.

—Se ha ido —dijo, decepcionado.

—Ya veremos más —lo consoló Meera—. Viven ahí arriba.

—Claro.

—Hodor —dijo Hodor.

—Hodor —asintió Bran.

—Me parece que a Hodor le gusta cuando dices su nombre. —Jojen dio una patada a una piña.

—En realidad no se llama Hodor —explicó Bran—. No es más que una palabra que dice siempre. Su verdadero nombre es Walder, me lo contó la Vieja Tata. Era su tatarabuela o algo así. —Al pensar en la Vieja Tata se puso triste—. ¿Crees que los hombres del hierro la mataron? —No habían visto su cadáver en Invernalia. Bien pensado, no recordaba haber visto a ninguna mujer muerta—. Ella nunca le hizo daño a nadie, ni siquiera a Theon. No hacía más que contar cuentos. Theon no le haría daño a alguien así, ¿verdad?

—Hay gente que hace daño a los demás sólo porque puede —dijo Jojen.

—Y el culpable de la matanza de Invernalia no fue Theon —señaló Meera—. Había demasiados hombres del hierro muertos. —Se pasó la fisga a la otra mano—. Recuerda los cuentos de la Vieja Tata, Bran. Recuerda cómo los contaba y el sonido de su voz. Mientras los recuerdes, parte de ella vivirá siempre en ti.

—Los recordaré —prometió.

Siguieron el ascenso sin hablar durante un rato por un intrincado sendero de animales que discurría entre dos picachos rocosos. Unos pinos soldado esqueléticos se aferraban a las laderas en torno a ellos. A lo lejos, Bran alcanzaba a distinguir el brillo gélido de un arroyo que se precipitaba por una ladera. No tardó en darse cuenta de que estaba concentrado en el sonido de la respiración de Jojen, y en el crujido de la pinocha bajo los pies de Hodor.

—¿Os sabéis alguna historia? —preguntó de repente a los Reed.

—Pues unas cuantas —dijo Meera entre risas.

—Unas cuantas —reconoció su hermano.

—Hodor —dijo Hodor canturreando.

—Pues podríais contar una —pidió Bran—. Mientras caminamos. A Hodor le gustan las historias de caballeros. Y a mí también.

—En el Cuello no hay caballeros —dijo Jojen.

—Quieres decir por encima del nivel del agua —lo corrigió su hermana—. En cambio las ciénagas están llenas de caballeros muertos.

—Es verdad —dijo Jojen—. Ándalos y hombres del hierro, Freys y otros idiotas, todos ellos guerreros orgullosos que intentaron conquistar Aguasgrises. Ninguno encontró lo que buscaba. Entraron en el Cuello, pero no salieron. Y unos tarde y otros temprano, se metieron en las ciénagas, se hundieron bajo el peso de tanto acero y se ahogaron dentro de sus armaduras.

Al pensar en caballeros ahogados bajo el agua, Bran sintió un escalofrío. Pero no protestó, le gustaban los escalofríos.

—Hubo una vez un caballero en el año de la falsa primavera —dijo Meera—. Lo llamaban el Caballero del Árbol Sonriente. Es posible que fuera un lacustre.

—O tal vez no. —El rostro de Jojen estaba oculto entre sombras verdes—. El príncipe Bran habrá oído esa historia mil veces, estoy seguro.

—No —dijo Bran—. No la conozco. Y aunque me la supiera, no importa. A veces la Vieja Tata nos contaba la misma historia dos veces, pero si era buena no nos importaba. Nos decía siempre que las historias viejas son como los viejos amigos, hay que visitarlas de cuando en cuando.

—Es verdad. —Meera caminaba con el escudo a la espalda, y a veces apartaba una rama del camino con la fisga. Justo cuando Bran pensaba que no iba a contarle la historia, empezó a hablar de nuevo—. Había una vez un muchacho extraño que vivía en el Cuello. Era menudo como todos los lacustres, pero también valiente, astuto y fuerte. Creció cazando, pescando y trepando a los árboles, y aprendió toda la magia de mi pueblo.

—¿Tenía sueños verdes, igual que Jojen? —Bran estaba casi seguro de que no conocía aquella historia.

—No —respondió Meera—, pero era capaz de respirar lodo y correr sobre las hojas, y convertía la tierra en agua y el agua en tierra con tan sólo susurrar una palabra. Sabía hablar con los árboles, tejer palabras y hacer que los castillos aparecieran y desaparecieran.

—Ojalá yo también pudiera —dijo Bran, quejumbroso—. ¿Cuándo llega lo de que conoce al caballero árbol?

—Pronto —contestó Meera con una mueca—, si cierto príncipe tiene la amabilidad de callarse.

—Sólo era una pregunta.

—El chico dominaba la magia de los lacustres —siguió—, pero aún quería más. La gente de nuestro pueblo rara vez se aventura lejos de casa, ¿sabes? Somos pequeños, a algunos nuestras costumbres les parecen excéntricas, y los grandes no siempre nos tratan bien. Pero este chico era más atrevido que la mayoría, y un día, cuando ya se había convertido en hombre, decidió que abandonaría los pantanos para ir a visitar la Isla de los Rostros.

—Nadie visita la Isla de los Rostros —objetó Bran—. Allí es donde viven los hombres verdes.

—Precisamente a los hombres verdes quería conocer. De manera que se vistió con una camisa con escamas de bronce, igual que la mía, cogió un escudo de piel y un tridente, como el mío, y remó Forca Verde abajo en un pequeño bote de piel.

Bran cerró los ojos y trató de imaginarse al hombre en el pequeño bote. En su imaginación, el lacustre tenía la misma apariencia que Jojen, aunque más alto y más fuerte, y estaba vestido igual que Meera.

—Pasó entre Los Gemelos de noche para que los Frey no lo atacaran, y cuando llegó al Tridente salió del río, se puso el bote en la cabeza y echó a andar. Tardó muchos días, pero por fin llegó al Ojo de Dioses, echó el bote al agua y remó hacia la Isla de los Rostros.

—¿Llegó a encontrar a los hombres verdes?

—Sí —respondió Meera—, pero ésa es otra historia y no me corresponde a mí contarla. Mi príncipe quería oír cuentos de caballeros.

—Los hombres verdes también están bien.

—Cierto —asintió ella, pero no los volvió a mencionar—. El lacustre se quedó en la isla todo aquel invierno, pero cuando llegó la primavera oyó la llamada del ancho mundo y supo que había llegado el momento de partir. Su bote de piel estaba donde lo había dejado, de modo que se despidió y remó hacia la orilla. Remó, remó y remó, y al final divisó las torres lejanas de un castillo que se alzaba junto al lago. Las torres parecían más altas cuanto más se acercaba a la orilla, hasta que comprendió que debía de ser el castillo más grande del mundo.

—¡Harrenhal! —adivinó Bran al instante—. ¡Era Harrenhal!

—¿Tú crees? —preguntó Meera sonriendo—. Al pie de sus murallas vio tiendas de muchos colores, estandartes que ondeaban al viento y caballeros con sus armaduras a lomos de caballos también protegidos. Le llegó el olor de la carne asada y oyó el sonido de risas y el de las trompetas de los heraldos. Estaba a punto de empezar un gran torneo, y allí se habían reunido campeones de todo el mundo para enfrentarse en la liza. Estaba el rey en persona y su hijo, el príncipe dragón. Los Espadas Blancas se habían reunido para dar la bienvenida a sus filas a un nuevo hermano. Allí estaban el señor de la tormenta y el señor de la rosa. El gran león de la roca había discutido con el rey y no acudió, pero sí lo hicieron muchos de sus vasallos y caballeros. El lacustre no había visto jamás tanta magnificencia, y sabía que tal vez no volvería a verla. Una parte de él no deseaba otra cosa que participar de ella.

Bran conocía perfectamente aquel sentimiento. Cuando era pequeño, su único sueño era convertirse en caballero. Pero aquello había sido antes de que se cayera y perdiera el uso de las piernas.

—La hija del gran castillo era la reina del amor y la belleza cuando comenzó el torneo. Cinco caballeros habían jurado defender su corona: sus cuatro hermanos de Harrenhal y su famoso tío, un caballero blanco de la Guardia Real.

—¿Era una doncella hermosa?

—Sin duda —respondió Meera al tiempo que saltaba una piedra—, pero también las había más bellas. Una de ellas era la esposa del príncipe dragón, que había acudido acompañada de al menos diez doncellas para que atendieran sus necesidades. Todos los caballeros les suplicaban alguna prenda que atar a sus lanzas.

—No será una de esas historias de amor, ¿verdad? —preguntó Bran con desconfianza—. Es que a Hodor no le gustan.

—Hodor —asintió Hodor.

—Le gustan las historias en las que los caballeros luchan contra monstruos...

—A veces los caballeros son los monstruos, Bran. El pequeño lacustre iba por el prado, no hacía más que disfrutar del cálido día primaveral sin ofender a nadie, cuando de repente tres escuderos se acercaron a él. Ninguno de ellos pasaba de los quince años, pero aun así eran más altos que él, los tres. Consideraban que aquel mundo les pertenecía y que él no tenía derecho a estar allí. Le quitaron la lanza y lo derribaron a puñetazos, mientras lo insultaban y lo llamaban comerranas.

—¿Eran los Walders? —Aquello parecía propio del Walder Frey el Pequeño.

—No dijeron sus nombres, pero el lacustre se grabó sus rostros para poder vengarse de ellos. Cada vez que intentaba levantarse lo derribaban de nuevo y mientras estaba en el suelo le daban patadas. Pero, entonces, oyeron un rugido.

»—Estáis atacando a un hombre de mi padre —aulló la loba.

—¿Una loba de cuatro patas o de dos?

—De dos —dijo Meera—. La loba atacó a los escuderos con una espada de torneo y los puso en fuga. El lacustre estaba magullado y ensangrentado, de modo que se lo llevó a su madriguera para limpiarle las heridas y vendárselas con lino. Allí conoció a sus hermanos de manada: el lobo salvaje que era su líder, el lobo silencioso que estaba a su lado y el cachorro, que era el más joven de los cuatro.

»Aquella tarde iba a haber un banquete en Harrenhal para celebrar el comienzo del torneo, y la loba insistió en que el joven asistiera. Era de noble cuna, tenía tanto derecho como cualquiera a ocupar un lugar en los bancos. No era fácil decir que no a aquella doncella lobo, así que accedió a que el cachorro le buscara un atuendo digno del festín de un rey y acudió al gran castillo.

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