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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (70 page)

BOOK: Sortilegio
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Estaba seguro más allá del umbral. Allí no había ni rastro de la brillante tierra del exterior; sólo un pasadizo sombrío cuyo suelo, paredes y techo se hallaban construidos del mismo ladrillo pelado, sin mortero que lo uniera. Avanzó unos cuantos metros, rozando la pared con la punta de los dedos. Era una ilusión, sin duda, pero Shadwell experimentó una curiosa sensación mientras caminaba por allí: que los ladrillos daban vueltas rechinando unos sobre otros, lo mismo que hacía con los dientes mientras dormía la primera amante que el Vendedor había tenido. Retiró los dedos de las paredes y avanzó hacia el primer recodo del pasadizo.

En la esquina, un descubrimiento a modo de bienvenida. Había una fuente de luz en algún lugar más adelante; ya no tendría que seguir dando tumbos a oscuras. El pasadizo continuaba durante unos cuarenta y cinco metros antes de volver a torcer en otro giro de noventa grados.

De nuevo el mismo ladrillo sin ninguna peculiaridad; pero a mitad del pasillo el Vendedor fue obsequiado con un segundo arco, y al pasar por el mismo se encontró en otro corredor idéntico, sólo que éste era dos veces menor en anchura que el primero. Lo siguió; la luz se iba haciendo cada vez más brillante. Torció una esquina y siguió por otro pasaje desnudo, y después dobló hasta un segundo pasillo que también tenía una puerta. Ahora Shadwell comprendió el diseño del arquitecto. El Templo no era un solo edificio, sino varios situados cada uno dentro de otro, una caja que contenía otra caja un poco más pequeña que a su vez contenía una tercera.

Al darse cuenta de ello se puso nervioso. El lugar era como un laberinto. Sencillo, quizá, pero no obstante diseñado con intención de confundir o retrasar. Una vez más oyó rechinar las paredes, y se imaginó la construcción entera cerrándose en torno a él, y él súbitamente incapaz de encontrar el camino de salida antes de que las paredes lo oprimieran hasta convertirlo en polvo ensangrentado.

Pero ahora ya no podía echarse atrás; no mientras aquella luminiscencia lo tentase a torcer una esquina más. Además, había algunos ruidos que le llegaban desde el mundo exterior: voces extrañas y desfiguradas, como si los habitantes de algún olvidado bestiario pululasen alrededor del Templo arañando el ladrillo y caminando sin ruido por el tejado.

No tenía más elección que seguir adelante. Había vendido su vida por vislumbrar la divinidad; no tenía nada a lo que volver ahora de no ser la más amarga de las derrotas.

Adelante pues, y al infierno con las consecuencias.

3

Cuando Cal ya estaba a menos de un metro de la puerta del Templo, las fuerzas le abandonaron.

No podía ordenar a las piernas que lo sostuviesen. Se tambaleó, extendiendo la mano derecha para amortiguar en lo posible la caída, y fue a dar contra el suelo.

La inconsciencia se apoderó de él, y Cal lo agradeció. Sin embargo aquella evasión sólo duró unos segundos antes de que la negrura se levantase y él volviera en sí, lleno de náuseas y un dolor de agonía. Pero ahora —y por vez primera desde que se encontraba en la Fuga— su cerebro privado de sangre ya no sabía si estaba soñando o siendo soñado.

Recordó que la primera vez que se había visto sometido a aquella ambigüedad había sido en el huerto de Lemuel Lo: despertándose de un sueño acerca de la vida que había vivido para encontrarse en un paraíso que sólo había esperado encontrar en sueños. Y luego, más tarde, en la Montaña de Venus, o bajo ella, viviendo la vida de los planetas —y pasando un milenio en aquel estado giratorio— para despertar simplemente seis horas más viejo.

Y ahora allí estaba de nuevo la paradoja, a las puertas de la muerte. ¿Se habría despertado para morir?
¿O
sería morir el verdadero despertar? Los pensamientos le daban vueltas y más vueltas, en una espiral cuyo centro estaba lleno de oscuridad; y él se adentraba velozmente en aquella oscuridad, más débil a cada momento.

Con la cabeza sobre la tierra, que temblaba debajo de él, Cal abrió los ojos y volvió a mirar hacia el Templo. Lo vio boca abajo, con el tejado apoyado en cimientos de nubes, mientras el suelo brillante resplandecía a su alrededor.

«Una paradoja sobre otra», pensó al tiempo que volvían a cerrársele los ojos.

—Cal.

Alguien lo llamaba.

—Cal.

Irritado por que le llamaran de aquella manera, abrió los ojos de mala gana.

Era Suzanna la que se inclinaba sobre él llamándolo por el nombre. Ella también tenía preguntas, pero la mente perezosa de Cal no lograba comprenderlas.

En lugar de ello, dijo:

—Dentro. Shadwell.

—Espera —
le interrumpió Suzanna—. ¿Me comprendes?

La muchacha se llevó a la cara una mano de Cal. Estaba fresca. Luego se inclinó y lo besó, y en algún lugar en el fondo de la cabeza Cal recordó que aquello ya había sucedido antes; él tumbado en el suelo y ella dándole amor.

—Aquí estaré —le dijo.

Suzanna asintió.

—Será mejor que así sea —repuso; y recorrió la distancia que la separaba de la puerta del Templo.

Esta vez Cal no permitió que se le cerrasen los ojos. Cualquiera que fuera el sueño que estuviera aguardándolo más allá de la vida, pospondría aquel placer hasta que volviera a ver de nuevo la cara de la muchacha.

III. EL MILAGRO DEL TELAR

En el exterior del Templo los temblores sísmicos iban empeorando. Dentro, sin embargo, reinaba una inquietante paz. Suzanna empezó a avanzar por los oscuros pasillos, con el picor del cuerpo mitigado ahora que se hallaba fuera de la turbulencia, allí, en el ojo del huracán. Había luz más adelante. Volvió una esquina, y otra, y al hallar una puerta en la pared se deslizó por ella yendo a dar a un segundo pasadizo, tan espartano como el que acababa de abandonar. La luz quedaba atormentadoramente fuera de alcance. A la vuelta de la próxima esquina, prometía; sólo un poco más adelante, un poco más adelante.

El menstruum permanecía quieto dentro de la muchacha, como si temiera mostrarse. ¿Se trataría del natural respeto que un milagro le profesa a otro milagro mayor? En ese caso los encantamientos que allí existían estaban ocultando la cara con no poca habilidad; no había nada en aquellos pasillos que sugiriese revelación ni poder; sólo ladrillo desnudo. Excepto por la luz. Ésta seguía engatusando a Suzanna, llevándola por otra puerta y por otros pasadizos. El edificio, la muchacha se dio cuenta de ello ahora, estaba construido siguiendo el principio de las muñecas rusas, una dentro de otra.
Mundos dentro de otros mundos
. No podrían disminuir infinitamente, se dijo a sí misma. ¿
O
sí podrían?

Precisamente al volver la esquina siguiente obtuvo la respuesta, o por lo menos parte de ella, al mismo tiempo que una sombra se lanzaba contra la pared. Suzanna oyó que alguien gritaba:


¿Qué
,
en nombre de Dios?

Por primera vez desde que pusiera los pies en aquel lugar, Suzanna notó que el suelo vibraba. Se cayó un poco de polvo de ladrillo del techo.

—Shadwell —dijo la muchacha.

Al pronunciar aquella palabra le pareció que podía ver las dos sílabas —
Shad well
— transportadas a lo largo del pasillo hasta llegar a la próxima puerta. Un fugaz recuerdo le acudió a la mente también: el de Jerichau expresándole su amor; palabra hecha realidad.

La sombra de la pared cambió de lugar y de pronto el Vendedor se encontraba de pie ante Suzanna. Todo rastro del Profeta había desaparecido. Y el rostro que se revelaba debajo estaba abotagado y pálido; era el rostro de un pez varado en la playa.

—Ha desaparecido —le dijo él. Temblaba violentamente de los pies a la cabeza. Gotas de sudor le decoraban el rostro como perlas—. Todo ha desaparecido.

Cualquier temor que Suzanna hubiera podido tenerle a aquel hombre se había esfumado. Allí estaba él, desenmascarado y ridículo. Pero las palabras que dijo le sonaron extrañas a la muchacha.
¿Qué era
lo que había desaparecido? Echó a andar hacia la puerta por la que había pasado él.

—Has sido
tú... —
le dijo Shadwell al tiempo que empezaba a temblar—.

has hecho esto.

—Yo no he hecho nada.

—Oh, sí...

Cuando Suzanna se encontraba a menos de un metro del Vendedor, éste extendió las manos y le puso aquellas húmedas y frías manos alrededor del cuello.

—¡Ahí no hay nada! —
chilló, acercándola más a el.

Shadwell intentaba hacerle daño, pero sin embargo el menstruum no acudía a socorrer a Suzanna. La muchacha sólo podía contar con el poder de los músculos para librarse de él, y no era suficiente.

—¿Quieres verlo? —le gritó Shadwell a la cara—. ¿Quieres ver cómo me has engañado?
¡Te lo enseñaré!

La arrastró hacia la puerta y la lanzó al interior de una habitación en el corazón del templo: el santuario interior en el que se habían generado los milagros del Torbellinos; la casa de poder que había mantenido los mundos de la Fuga juntos durante tanto tiempo.

Era una habitación de unos quince palmos cuadrados
que
estaba construida con el mismo ladrillo desnudo que el resto del Templo, y alta. Suzanna miró hacia arriba y vio que el techo tenía una especie de claraboya abierta a los cielos. Las nubes que giraban en torno al tejado del Templo derramaban un brillo lechoso, como si los relámpagos que emanaban del Torbellino prendieran en la matriz del turbulento aire de allá arriba. Al mirar hacia arriba la muchacha captó una forma en el ángulo del techo. Antes de que pudiera centrar allí su mirada, Shadwell ya se había acercado a ella.

—¿Dónde está? —exigió—. ¿Dónde está el Telar?

Suzanna miró en torno al santuario, y ahora descubrió que no se hallaba desnudo por completo. En cada uno de los cuatro rincones se encontraba una figura sentada, una figura que miraba hacia el centro de la habitación. A Suzanna la columna vertebral le dio un tirón nervioso. Aunque estaban sentados rígidamente erguidos en sillas de respaldo alto, los componentes de aquel cuarteto llevaban muertos mucho tiempo, con la carne pegada a los huesos como papel manchado y la ropa colgando en harapos podridos.

¿Habrían sido asesinados aquellos guardianes en el lugar donde se hallaban sentados para que los ladrones pudieran llevarse el Telar sin impedimentos? Eso parecía. Sin embargo, no había nada en su postura que sugiriese una muerte violenta; Suzanna tampoco podía creer que aquel lugar encantado hubiera sido sancionado con derramamiento de sangre. No; algo distinto había sucedido allí —
quizá todavía estuviera sucediendo—
, algún punto esencial que ni ella ni Shadwell eran capaces de apreciar aún.

Shadwell seguía mascullando para sus adentros, con la voz como una decadente espiral de quejas. Suzanna lo escuchaba sólo a medias; le interesaba muchísimo más el objeto que ahora había descubierto en medio del suelo.

Allí yacía el cuchillo de cocina que Cal había metido en la Sala de Subastas tantos meses atrás; aquel vulgar utensilio doméstico que la mirada que cruzaron entre ellos había introducido de algún modo en el Tejido, en aquel punto preciso, el absoluto centro de la Fuga.

Al verlo, las piezas del acertijo empezaron a encajar en el interior de la cabeza de Suzanna. Allí, justo donde las miradas de los centinelas se intersectaban, yacía el cuchillo que otra
mirada —
la que en cierta ocasión se había cruzado entre ella y Cal— había dotado de poder. El cuchillo había penetrado en aquella cámara y de algún modo había cortado el último mundo que el Telar había creado; y el Tejido había liberado sus secretos. Todo lo cual estaba muy bien, de no ser porque los centinelas se hallaban muertos y el Telar, como Shadwell no cesaba de repetir, había desaparecido.

—Fuiste tú —gruñó Shadwell—. Tú lo has sabido todo este tiempo.

Suzanna hizo caso omiso de aquellas acusaciones mientras en la cabeza se le iba forjando un nuevo pensamiento. Si la magia se había evaporado, razonó, ¿porqué se ocultaba el menstruum?

Cuando se estaba formulando aquella pregunta la furia impulsó a Shadwell al ataque.

—¡Te mataré! —chilló.

El asaltó cogió a Suzanna desprevenida, y por ello se vio arrojada contra la pared. Se quedó sin aliento de golpe, y antes de que pudiera defenderse Shadwell ya le había puesto los pulgares en la garganta y la tenía atrapada con el peso de su cuerpo.

—Perra ladrona —le espetó—. ¡Me has engañado!

Suzanna levantó las manos para intentar desembarazarse de él, pero ya empezaba a sentirse débil. Hizo esfuerzos por tomar aire; estaba desesperada por conseguir una bocanada aunque fuera del flatulento aliento que Shadwell exhalaba, pero éste la tenía agarrada con tanta fuerza por la garganta que no permitía ni siquiera que llegase hasta ella una bocanada.

«Voy a morir —pensó Suzanna—; voy a morirme mirando esta cara cuajada.»

Y en aquel momento los ojos que Suzanna tenía vueltos hacia arriba percibieron un atisbo de movimiento en el tejado, y una voz dijo:

—El Telar está aquí.

Shadwell aflojó el apretón sobre Suzanna. Se volvió y miró hacia quien hablaba.

Immacolata, con los brazos abiertos como un paracaidista en caída libre, revoloteaba por encima de ellos.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó a Shadwell.

—Jesucristo.

—Te he echado de menos, Shadwell. Aunque te portaste muy mal conmigo.

—¿Dónde está el Telar? —preguntó él—. Dímelo.

—No hay Telar —repuso la Hechicera.

—Pero si acabas de decir...

—Que el Telar está aquí.

—¿Pero dónde?
¿Dónde?

—No hay Telar.

—Has perdido completamente el juicio —le grito Shadwell—. ¡O lo
hay
o
no
lo hay!

La Hechicera esbozó una sonrisa de calavera mientras contemplaba al hombre que tenía debajo.

—Tú
eres el loco —dijo con suavidad—. No lo comprendes, ¿verdad?

Shadwell puso una voz más suave.

—¿Por qué no bajas? —le sugirió a Immacolata—. Ya me duele el cuello.

La Hechicera movió la cabeza negativamente. Le costaba lo suyo mantenerse en el aire de aquella manera, Suzanna ya se había dado cuenta; estaba desafiando la santidad del Templo al hacer uso de sus encantamientos en aquel lugar. Pero volaba en la cara de tales edictos, decidida a recordarle a Shadwell lo atado que estaba a la tierra.

—Tienes miedo, ¿no es eso? —quiso saber Shadwell.

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