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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (68 page)

BOOK: Sortilegio
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Miró a su alrededor, entre la enorme matanza que yacía a sus pies, buscando un arma, y fue a dar con una ametralladora. Shadwell estaba desmontando de la bestia que había utilizado como montura y le volvía la espalda al conflicto. Sólo quedaban un simple puñado de defensores entre éste y el Manto, y ya estaban cayendo también. Ya únicamente faltaban algunos segundos para entrar en el Torbellino. Cal levantó el arma y apuntó hacia el Profeta.

Pero antes de que el dedo pudiera encontrar el gatillo, algo que se estaba dando un festín al lado de Cal se levanto y se le abalanzó. Era uno de los hijos de la Magdalena, y tenía carne humana entre los dientes. Cal habría podido tratar de matarlo, pero al reconocerlo se distrajo momentáneamente del intento. La criatura que le arrancó el arma de la mano era el mismísimo ser que había estado apunto de asesinarlo en el almacén: su propio hijo. Había crecido; ahora era casi el doble de alto que Cal. Pero a pesar de toda aquella corpulencia, no era nada perezoso. Alargó los dedos, tan veloces como el rayo, hacia Cal, y éste sólo consiguió esquivarlos, y por milímetros, arrojándose al suelo entre los cadáveres, donde el monstruo sin duda pretendía dejarlo tendido para siempre.

Desesperado, buscó la ametralladora que se le había caído, pero antes de que pudiera localizarla el monstruo volvió a lanzarse sobre él, aplastando con su peso los cuerpos que pisaba. Cal trató de hacerse a un lado rodando, pero la bestia era demasiado rápida y lo agarró por el pelo y la garganta. Cal se aferró a los cadáveres, tratando de apalancarse mientras la criatura tiraba de él hacia arriba, pero los dedos le resbalaban sobre los rostros boquiabiertos de los cadáveres y de pronto se vio como un niño de pecho en el abrazo de su propio retoño monstruoso.

Los enloquecidos ojos de Cal captaron una fugaz visión del Profeta. Los últimos defensores del Manto estaban muertos. Shadwell se encontraba a unos metros del muro de la nube. Cal se debatió contra la bestia hasta que los huesos estuvieron a punto de quebrársele, pero todo fue en vano. Esta vez el hijo tenía la intención de completar el parricidio. El monstruo apretaba con firmeza los pulmones de Cal para sacarle el último aliento.

In extremis
, clavó los dedos en el sucio espejo que tenía ante sí, y entre el aire oscuro vio cómo se desprendían pegotes de la carne del monstruo. Hubo una avalancha de materia azulada —como aquella de la que había estado constituida su madre—, y al sentir el frío de la misma Cal se espabiló de la agonía que estaba sufriendo y hundió más los dedos en el rostro de la bestia. Había ganado tamaño a cambio de durabilidad. Tenía el cráneo tan delgado como una oblea. Cal formó un gancho con los dedos
y
tiró. La bestia aulló y lo soltó al mismo tiempo que la inmundicia de sus entrañas se derramaba.

Cal se puso en pie con grandes dificultades, a tiempo de oír que De Bono lo llamaba. Levantó la mirada hacia el lugar de donde procedía el grito, percibiendo vagamente que la tierra temblaba bajo sus pies
y
que los que podían huían a toda prisa del campo de batalla. De Bono tenía un hacha en la mano. Se la tiró a Cal justo cuando el ilegítimo, con la cabeza perforada, iba a por él de nuevo.

El arma cayó lejos, pero Cal pasó por encima de los cuerpos y llegó hasta el hacha en un instante, volviéndose luego para encararse con la bestia que tenía a la espalda. Le asestó un tajo que le abrió una herida en el costado. La carcasa soltó un apestoso espumarajo de sustancia, pero el hijo ilegítimo no cayó. Cal golpeo de nuevo, abriéndole más el corte; y una vez más. Ahora la bestia se llevó las manos a la herida y bajó la cabeza para examinar el daño sufrido. Cal no titubeó. Levantó el ha-cha y la dejó caer sobre el cráneo del hijo. La hoja le abrió la cabeza hasta el cuello, y el ilegítimo cayó de bruces con el hacha enterrada en el cuerpo.

Cal miró a su alrededor buscando a De Bono, pero el equilibrista no estaba a la vista por ninguna parte. Ni tampoco había ningún otro ser vivo, Vidente o Cuco, visible entre el humo. La batalla había terminado. Aquellos que habían logrado sobrevivir a la misma, tanto de un bando como del otro, se habían ido retirando; y con razón. El temblor de tierra se había intensificado; el suelo parecía a punto de abrirse y tragarse el campo.

Cal dirigió la mirada hacia el Manto. Había una rasgadura de bordes irregulares en la nube. Y detrás de la misma, oscuridad. Shadwell, naturalmente, había desaparecido.

Sin detenerse a calcular las consecuencias, Cal avanzó dando tropezones entre aquella devastación hacia la nube, y penetró en la oscuridad.

3

Suzanna había visto desde lejos el final de la lucha de Cal con el hijo ilegítimo, y habría podido llegar hasta él a tiempo de impedir que entrase solo en el Torbellino, pero los temblores que mecían el Brillo Estrecho habían sumido súbitamente en el pánico al ejército de Shadwell, razón por la que ella estuvo más cerca de morir a causa de la precipitación con que todos intentaban ponerse a salvo de lo que lo había estado durante el propio conflicto. La muchacha iba corriendo contra corriente, entre el humo y la confusión. Para cuando se hubo despejado el aire y Suzanna consiguió orientarse de nuevo, Shadwell había desmontado y había desaparecido dentro del Torbellino, y Cal iba tras el.

Suzanna lo llamó, pero la nena había iniciado nuevas convulsiones y la voz de Suzanna se perdió entre los rugidos. Echó una última mirada a su alrededor y vio que Nimrod ayudaba a uno de los heridos a alejarse del Brillo; luego la muchacha echó a andar hacia la pared de nube, dentro de la cual había desaparecido Cal.

Le hormigueaba el cuero cabelludo; el poder del lugar ante el cual se encontraba era inconmensurable. Lo más probable era que ya hubiera aniquilado a todos los que temerariamente habían osado penetrar allí sin derecho; pero no podía estar segura por completo, y mientras hubiera un resquicio de duda tenía que actuar. Cal estaba allí y, ya se encontrase vivo o muerto, ella tenía que llegar hasta él.

Con el nombre de Cal en los labios a modo de recuerdo y plegaria, Suzanna lo siguió adonde él había ido, al interior del corazón viviente del País de las Maravillas.

NOVENA PARTE

EN EL INTERIOR DEL TORBELLINO

Tras nuestros talones, camina una nueva perfección.

John Keats,

Hyperion

I. INTRUSOS
1

Siempre mundos dentro de otros mundos.

En el Reino del Cuco, el Tejido; en el Tejido, la Fuga; en la Fuga, el mundo del libro de Mimi, y ahora este otro: el Torbellino.

Pero nada de lo que Suzanna había tenido oportunidad de ver en las páginas o lugares que había visitado habría podido prepararla para aquello que se encontró esperándola detrás del Manto.

Por un lado, aunque al penetrar por la cortina de nube le había dado la impresión de que sólo la noche la estaba esperando al otro lado, aquella oscuridad no había sido más que una ilusión.

El paisaje del Torbellino se hallaba iluminado con una fosforescencia de color ámbar que surgía de la propia tierra que Suzanna tenía bajo los pies. Aquel cambio hizo que se le transformara por completo el equilibrio. Era casi como si el mundo se hubiese vuelto del revés y ella se encontrara caminando por el cielo.
¿Y
los verdaderos cielos? Aquello era otra maravilla. Las nubes estaban muy bajas, con su interior en perpetuo remolino, como si a la menor provocación fueran a dejar caer sobre la indefensa cabeza de la muchacha una lluvia de relámpagos.

Cuando hubo avanzado unos cuantos metros, volvió fugazmente la vista hacia atrás sólo para asegurarse de que recordaría el camino de vuelta. Pero la puerta, y el campo de batalla del Brillo Estrecho más allá de la misma, habían desaparecido por completo; la nube ya no era una cortina, sino que se había convertido en una pared. Un espasmo de pánico le oprimió el vientre a Suzanna. Pero se tranquilizó con la idea de que no se encontraba sola allí. En algún lugar más adelante se hallaba Cal.

Pero, ¿dónde? A pesar de que la luz que procedía del suelo era lo suficientemente brillante como para que la muchacha viera el camino, éste —y el hecho de que el paisaje fuera tan inhóspito— conspiraba para que allí las distancias resultasen equívocas. Suzanna no podía estar segura de si lo que veía por delante eran veinte metros o doscientos. Fuera como fuese, no había ni rastro de presencia humana dentro de lo que ella abarcaba con la vista. Lo único que podía hacer era seguir el instinto de su nariz
y
confiar en que Dios la guiase en la dirección correcta.

Y poco después, otra nueva maravilla. A sus pies había aparecido un rastro, o mejor dicho, dos rastros entremezclados. Aunque la tierra era compacta y seca —tanto que ni las pisadas de Cal ni las de Shadwell habían dejado en ella la menor huella—, allí por donde los intrusos habían pasado la tierra parecía vibrar. Por lo menos aquélla fue la primera impresión que recibió Suzanna. Per
o
al seguir el camino que ellos habían trazado, la verdad se le fue haciendo evidente: el suelo a lo largo del sendero que perseguido y perseguidor habían tomado estaba
brotando
.

Suzanna detuvo su caminar y se puso en cuclillas para confirmar el fenómeno. Los ojos no le engañaban. La tierra se estaba agrietando y unos zarcillos de color verde amarillento, con una fuerza desproporcionada para el tamaño que tenían, iban subiendo en espiral por las grietas; crecían a una velocidad tal que la muchacha podía ver perfectamente el fenómeno. ¿Sería aquél algún elaborado mecanismo de defensa por parte del Torbellino? ¿O es que los que le precedían habrían llevado semillas a aquel mundo estéril y los encantamientos allí existentes les habían dado vida de inmediato? Suzanna miró hacia atrás. El camino que había seguido estaba marcado de igual modo, aunque en él los brotes acababan de aparecer mientras que los que había en el sendero de Cal y Shadwell —que le llevaban un minuto de ventaja— habían alcanzado ya los quince centímetros de altura. Uno era derecho como un helecho; otro tenía vainas; un tercero era espinoso. Si seguían creciendo a aquel ritmo, dentro de una hora serían árboles.

A pesar de que aquel espectáculo era extraordinario, Suzanna no tenía tiempo para detenerse a observarlo. Continuó adelante siguiendo aquel rastro de vida proliferante.

2

Aunque Suzanna había apretado el paso hasta convertirlo en un verdadero trote, todavía no había rastro de aquellos a los que iba siguiendo. El floreciente sendero era la única prueba de que habían pasado.

Pronto se vio obligada a apartarse a toda prisa del rastro, pues las plantas, al crecer a aquella velocidad excepcional, se iban expandiendo mucho tanto lateral como verticalmente. A medida que éstas se abultaban se fue haciendo obvio que tenían muy poco en común con la flora del Reino. Si bien habían brotado a partir de semillas traídas sobre talones humanos, los encantamientos que allí actuaban habían obrado profundos cambios en ellas.

En realidad aquello se parecía menos a una jungla que a un arrecife submarino, tanto más porque el prodigioso crecimiento que experimentaban las plantas las hacía oscilar como si estuviesen empujadas por la marea. Los colores y las formas eran muy variados; ninguno de ellos se parecía al de al lado. Lo único que tenían en común eran aquel entusiasmo por crecer, por fructificar. Nubes de aromático polen eran expulsadas de forma semejante al aliento; palpitantes flores volvían la cabeza hacia las nubes, como si el relámpago fuera una especie de alimento; las raíces se extendían por el suelo con tal violencia que la tierra temblaba.

Pero no había nada amenazador en aquel torrente de vida. La avidez de aquel lugar era sencillamente la avidez de lo recién nacido. Crecían por el mero placer de crecer.

Luego, desde la derecha, Suzanna oyó un grito; o algo parecido a un grito. ¿Sería Cal? No; no había señales de que los rastros se separasen. Volvió a oírlo, algo a medio camino entre el sollozo y el suspiro. Era imposible pisarlo por alto a pesar de la misión que la había llevado allí. Prometiéndose que se detendría sólo el tiempo imprescindible, Suzanna se fue tras aquel sonido.

Pero allí las distancias resultaban engañosas. Se había apartado quizás una docena de metros del rastro que seguía cuando el aire desveló la procedencia del sonido.

Era una planta, la primera cosa viva que la muchacha veía allí fuera de los límites del sendero, y compartía con éste la misma multiplicidad de formas y brillo en el colorido. Era del tamaño de un árbol pequeño, y su centro era un nudo de ramas tan complejo que hizo sospechar a Suzanna que se trataba de varias plantas creciendo juntas en un mismo punto. Oyó un roce en Aquella espesura cargada de flores, entre las raíces de serpentina, pero no pudo ver al ser cuya llamada la había atraído hasta allí.

Sin embargo, sí hubo algo que se hizo evidente: que el nudo del centro del árbol, casi perdido entre el follaje, era un cadáver humano. Pero si necesitaba alguna confirmación más de aquello, la encontró en otra visión bien precisa. Fragmentos de un buen traje colgaban de las ramas como pieles mudadas de serpientes; había un zapato envuelto en zarcillos. La ropa estaba hecha jirones, de tal manera que la carne muerta podía tomarse por flora; la vida verde brotaba allí donde fallaba la roja. Las piernas del cadáver se habían vuelto de madera, y de ellas brotaban raíces nudosas; desde sus entrañas hacían explosión los retoños.

No había tiempo para entretenerse mirando; Suzanna tenía otras cosas que hacer. Dio un rodeo al árbol, y ya estaba a punto de regresar al sendero cuando vio un par de ojos vivos que la miraban fijamente entre las hojas. Lanzó un grito. Aquellos ojos parpadearon. Con mucha cautela, la muchacha extendió la mano y apartó las ramas.

La cabeza del hombre que Suzanna había dado por muerto estaba girada casi del todo, la parte delantera quedaba mirando hacia atrás y tenía el cráneo abierto. Pero por todas partes las heridas habían dado origen a una vida suntuosa. La barba tan exuberante como la hierba nueva, crecía alrededor de un boca toda cubierta de musgo que emanaba savia; y ramas cargadas de flores brotaban de las mejillas.

Aquellos ojos la observaban atentamente, y la muchacha notó que unos zarcillos tiernos se elevaban para examinarle la cara y el pelo.

Luego, con las flores temblando al exhalar aliento, el híbrido habló. Una larga y suave palabra.

—Estoy vivo.

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