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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (33 page)

BOOK: Sortilegio
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Suzanna no estaba segura de a qué se refería él, si al hecho de que se hubiera deshecho el Tejido, a su reencuentro con el lago o a la conversación. Puede que un poco a cada cosa.

—Quizá fuese un error deshacer el Tejido —comentó Suzanna un poco a la defensiva—. Pero no lo hice yo sola. También lo hizo el menstruum.

Jerichau alzó las cejas.

—Ese poder es
tuyo —
comentó no sin cierto rencor—. Contrólalo.

Suzanna le dirigió una mirada helada.

—¿A qué distancia está la Casa de Capra?

—Nada queda lejos en la Fuga —repuso Jerichau—. El Azote destruyó la mayor parte de nuestros territorios. Sólo quedan estos pocos.

—¿Hay más en el Reino?

—Puede que unos cuantos más. Pero todo lo que nos importa de verdad está aquí. Por eso tenemos que volver a esconderlo antes de que amanezca.

Amanecer
. Suzanna casi se había olvidado de que pronto saldría el sol. Y con él, la Humanidad. Pensar en sus congéneres Cucos —con su afición a los zoos, a la exhibición de monstruos y a los carnavales— invadiendo aquel territorio no la divertía en absoluto.

—Tienes razón —dijo—. Tenemos qué darnos prisa.

Y juntos se encaminaron desde el lago hacia la Casa de Capra.

2

A medida que caminaban, Suzanna iba encontrando la respuesta a varias preguntas que la habían estado sacando de sus casillas desde que deshiciera el Tejido. La principal de todas ellas era: ¿qué había sido de la porción de Reino que la Fuga había invadido? No es que estuviera muy poblada aquella zona, ciertamente, pues en ella se encontraba la extensión, bastante considerable, del Campo Comunal de Thurstaston, detrás de la Casa de Subastas, y también los campos existentes a ambos lados de la misma. Pero aquella área no estaba completamente desierta. Había cierto número de casas en la vecindad, y subiendo hacia Irby Heath la población se hacía aún mas densa. ¿Qué habría sido de todas aquellas viviendas? Y, por supuesto, ¿qué habría sido de sus ocupantes?

La respuesta era bien sencilla; la Fuga había brotado en torno a ellas, acomodando su presencia con cierto ingenio. Y así, una hilera de farolas, cuya fluorescencia se había extinguido, habían quedado decoradas con parras en flor, como si se tratase de antiguas columnas; un coche había resultado enterrado casi del todo en la ladera de una colina, y otros dos habían quedado de pie sobre la parte de atrás y se apoyaban el uno en el otro por el morro.

Las casas habían sido tratadas con más consideración; la mayoría permanecían aún enteras, aunque el florecimiento de la Fuga llegaba hasta los mismísimos umbrales, como esperando que la invitasen a entrar.

En cuanto a los Cucos, Jerichau y ella se encontraron con unos pocos, todos con aspecto de estar más desconcertados que asustados. Un hombre, vestido sólo con pantalones y unos tirantes, se estaba quejando en voz muy alta de que había perdido a su perro.

—Es un maldito y estúpido tonto —decía—. ¿Lo han visto ustedes?

Y parecía por completo indiferente al hecho de que el mundo hubiese cambiado en torno a él. Sólo después de que aquel hombre hubiera seguido su camino sin dejar de llamar al perro fugitivo, Suzanna se preguntó si aquel tipo estaría viendo lo mismo que
ella
veía o si, por el contrario, aquella ceguera selectiva que impedía que el ojo humano percibiera los halos estaría funcionando también allí. ¿Estaría el dueño del perro recorriendo calles que le eran familiares, incapaz de ver más allá de la celda en que se había convertido su imaginación? ¿O quizá percibiera alguna fugaz impresión de la Fuga por el rabillo del ojo, una gloria que recordaría en su chochez y por la que lloraría?

Jerichau no tenía respuestas para aquellas preguntas. Dijo que no lo sabía y que no le importaba.

Y las visiones seguían desplegándose por todas partes. A cada paso que daba, el asombro de Suzanna iba en aumento ante la gran variedad de lugares y objetos que los Videntes habían salvado de la conflagración. La Fuga no era, como ella se había imaginado antes, simplemente una colección de bosquecillos y matorrales encantados. La santidad era una condición mucho más democrática; estaba informada de fragmentos de toda clase: íntimos y trascendentales, naturales y artificiales. Cada rincón y cada nicho tenía su peculiar y propio modo en estado de encantamiento.

Las circunstancias de conservación de aquellos fragmentos ponía en evidencia que, en su gran mayoría, habían sido arrancados de su contexto como páginas de un libro. Los bordes estaban aún sin pulir a causa de la violencia con que habían sido arrancados, y el modo arbitrario en que estaban agrupados sólo servía para resaltar más su falta de unidad. Pero también existían compensaciones. La propia disparidad de las piezas —el modo en que lo casero lindaba con lo público; lo corriente con lo fabuloso— originaba nuevos problemas, insinuaciones de nuevas historias que aquellas páginas, hasta el momento inconexas, podían contar.

A veces el viaje les mostraba unos contrastes tan inverosímiles de elementos, que desafiaban cualquier intento de sintetizarlos. Perros pastando junto a una tumba, de cuya losa, rota en fragmentos, surgía un manantial de fuego que fluía como si fuera agua; una ventana situada en el suelo, con las cortinas ondeando hacia el cielo al soplo de una brisa que transportaba el rumor del mar. Aquellos acertijos, que desafiaban cualquier posibilidad de explicación por parte de Suzanna, la impresionaron profundamente. No había nada allí que no hubiese visto antes —perros, tumbas, ventanas, fuego—, pero en medio de aquel flujo los encontraba reinventados, desplegando una nueva magia ante ella.

Sólo una vez, después de que Jerichau le hubiera dicho que él no tenía respuesta para sus preguntas, Suzanna lo presionó buscando información; y fue respecto al Torbellino, cuya cobertura de nubes era perpetuamente visible y cuyos estallidos de relámpagos brillantísimos ponían de relieve colinas y árboles.

—Allí es donde se encuentra el Templo del Telar —le explicó él—. Cuanto más se acerca uno a él, más peligroso se hace el lugar.

Suzanna recordaba algo de aquello desde aquella primera noche en que habían hablado de la alfombra. Pero quería saber más.

—¿Por qué es peligroso?

—Los encantamientos requerían que el Tejido se hiciera sin paralelo. Para ello era necesario un gran sacrificio, una enorme pureza, con el fin de controlar todos los elementos y poder tejerlos. Más de lo que la mayoría de nosotros sería nunca capaz de tener. Y ahora el poder se protege a sí mismo a base de relámpagos y tormentas. Y lo hace de una forma muy sabia. Si alguien irrumpe en el Torbellino, el encantamiento del Tejido no se mantiene. Todo lo que hemos reunido aquí se separaría; quedaría destruido.

—¿Destruido?

—Eso dicen. Yo no sé si es cierto o no. No acabo de comprender esas cosas teóricas.

—Pero sabes hacer encantamientos.

Aquel comentario pareció confundir a Jerichau.

—Eso no significa que yo sea capaz de explicarte cómo —le dijo—. Sólo los hago.

—¿Por ejemplo, qué? —le preguntó Suzanna. Se sentía como una niña investigando los trucos a un mago, pero tenía curiosidad por conocer los poderes que residían en el.

Jerichau puso una cara extraña; llena de contraindicaciones. Había en ella timidez; algo burlón; algo cariñoso.

—Puede que te lo muestre alguna vez —le indicó—. Un día de estos. No sé cantar ni bailar, pero tengo mis métodos. —Dejó de hablar y también de caminar.

Suzanna no necesitó ninguna señal de Jerichau para oír las campanas que sonaban en el aire alrededor de ellos. No eran las campanas de una torre —éstas hubieran sido ligeras y melodiosas—, pero igualmente convocaban a algo.

—La Casa de Capra —dijo Jerichau avanzando a paso largo. Las campanas, sabiendo que eran oídas, repicaban en el camino de la pareja.

III. ENGAÑOS
1

El parte emitido desde la División de Hobart anunciando la fuga de los anarquistas no había pasado inadvertido; pero la alarma se había dado un poco antes de las once, y las patrullas entonces estaban muy ocupadas en la ronda nocturna, con las peleas a puñetazos, los conductores borrachos y los robos, que a aquella hora alcanzaba el punto más alto. Además había habido un muerto por apuñalamiento en la calle Steel, y un travestí había causado un buen disturbio en un pub de Dock Road. Así pues, cuando se le quiso prestar la atención debida a la llamada de alarma, los fugados hacía mucho que habían desaparecido; se habían colocado por el túnel de Mersey en dirección a la casa de Shearman.

Pero al otro lado del río, justo a la salida de Birkenhead, un patrullero de vigilancia que respondía al nombre de Downey alcanzó a verlos. Tras dejar a su compañero en un restaurante chino pidiendo Chop Suey y pato frito al estilo de Pekín, Downey se lanzó a la persecución. La alerta emitida por radio advertía que aquellos sinvergüenzas eran en extremo peligrosos, y que no debía intentarse en modo alguno aprehenderlos sin antes pedir ayuda. Por lo tanto el patrullero Downey se mantuvo a una prudencial distancia, tarea en la que le ayudó sobremanera el conocimiento minucioso que tenía de la zona.

No obstante, cuando los villanos por fin alcanzaron su lugar de destino se hizo claro que aquélla no era una persecución normal y corriente. Por una parte, cuando informó a la división acerca del lugar en que se encontraba, le dijeron que allí las cosas estaban sumidas en un considerable desorden —¿acaso no oía a un hombre llorando en segundo plano?— y que aquel asunto lo iba a llevar el inspector Hobart en persona, él tenía que limitarse a esperar y observar.

Fue mientras esperaba
y
observaba cuando se le mostró la segunda prueba de que algo funesto flotaba en el aire.

Empezó con unas luces que parpadeaban en las ventanas del segundo piso de la casa; luego hicieron explosión e irrumpieron en el mundo exterior llevándose consigo pared
y
ventana.

Downey salió del coche y echó a andar hacia la casa. Su mente, acostumbrada a informes de archivo, se puso a escarbar en busca de adjetivos para describir lo que veía, pero no había manera. El brillo que se proyectaba hacia fuera desde el interior de la casa no se parecía a nada que él hubiera presenciado o con lo que hubiera soñado antes.

No era un hombre supersticioso. Inmediatamente buscó una explicación natural para las cosas que veía, o
casi veía
, a todo su alrededor; y buscando, encontró algo. Lo que estaba presenciando era un fenómeno OVNI; seguro que se trataba de eso. Había leído informes sobre sucesos similares acontecidos a tipos tan perfectamente conscientes como él mismo. No era Dios ni una locura lo que estaba presenciando, sino una visita procedente de alguna galaxia vecina.

Contento de hallarle alguna explicación a aquella situación, se apresuró a volver al coche para transmitir un informe al cuartel general. Sin embargo, se encontró con un obstáculo infranqueable. En todas las frecuencias había parásitos. Era igual: les informaría acerca de su posición en cuanto llegasen. Vendrían en su ayuda a no tardar. Y mientras tanto su tarea era vigilar como un halcón el aterrizaje.

Aquella tarea se le fue haciendo rápidamente más difícil, ya que los invasores comenzaron a bombardearle con extraordinarios engaños, destinados, sin duda, a camuflar las operaciones que estaban llevando a cabo de la vista humana. Las oleadas de fuerza que habían estallado en la casa le volcaron el coche de lado (o por lo menos eso era lo que sus ojos le decían a Downey; y no es que fuera a creérselo como si fuera el Evangelio); después varias formas vagas empezaron a surgir a su alrededor. Daba la impresión de que del alquitrán que tenía bajo los pies brotaran flores; y unas formas bestiales realizaban acrobacias por encima de su cabeza.

Vio a varios miembros del público cogidos en la misma trampa por aquellas proyecciones. Algunos miraban fijamente hacia el cielo, otros estaban de rodillas rezando por recuperar la cordura.

Y la cordura llegó más tarde. El hecho de saber que aquellas imágenes no eran más que fantasmas le dio fuerzas para resistirlas. Una y otra vez se decía a sí mismo que lo que estaba viendo no era real, poco a poco las visiones se fueron doblegando ante aquella certeza suya, se debilitaron, y por fin se desvanecieron casi por completo.

Se lanzó hacia el coche volcado y trató de nuevo de usar la radio, aunque no tenía ni idea de si alguien le oía o no. Era extraño, pero aquello no le preocupaba mucho. Había vencido a los espejismos, y aquella convicción le endulzaba la vigilia. Aunque vinieran a buscarlo ahora —aquellos monstruos que habían aterrizado allí aquella noche—, no les tendría miedo. Estaba dispuesto a sacarse los ojos antes de permitir que lo embrujasen de nuevo.

—¿Alguna novedad?

—No hay nada, señor —repuso Richardson—. Sólo ruido.

—Entonces olvídate de ello —le dijo Hobart—. Limítate a conducir. Les seguiremos la pista aunque tardemos toda la puñetera noche.

Mientras viajaban, los pensamientos de Hobart regresaron a la escena que había dejado atrás. Sus hombres convertidos en idiotas balbuceantes, las celdas deshonradas con mierda y oraciones. Tenía una cuenta que saldar con aquellas fuerzas de la oscuridad.

En otro tiempo no habría estado tan dispuesto a lanzarse así, asumiendo el papel de vengador. Le hubiera dado cierto reparo admitir cualquier tipo de implicación personal. Ahora —por lo menos cuando estaba en compañía de sus hombres— no fingía mantenerse distante de los asuntos que tenía entre manos, sino que confesaba abiertamente el calor que se le producía en el vientre.

Al fin y al cabo, el asunto de la persecución y el castigo era sólo un modo de escupirle en el ojo a alguien que ya le había escupido a uno en el ojo. Y la Ley sólo es otra palabra para designar la
venganza
.

IV. LEALTADES
1

Hacía ochenta años, media década arriba o abajo, que las tres hermanas no habían puesto el pie en la tierra de la Fuga. Ochenta años de exilio en el Reino del Cuco, unas veces veneradas y otras vilipendiadas, a punto siempre de perder la cordura ante los adamitas, pero obligadas a soportar mortificaciones incontrolables a causa de su afán por tener el Tejido entre sus vengadoras manos.

Ahora las tres se encontraban suspendidas en el aire, flotando por encima de aquella tierra fantástica —tierra cuyo contacto era tan antitético que caminar sobre ella se convertía en una verdadera prueba—, y se pusieron a examinar la Fuga de cabo a rabo.

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