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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (67 page)

BOOK: Sortilegio
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Suzanna sabía que cualquier pequeña oportunidad de merced que hubiera conseguido de la Hechicera se había echado a perder con el ataque de Yolande: ahora no pensaba dejar a nadie vivo entre sus antes captores. Sin tiempo para formular ninguna defensa, Suzanna arrojó la mirada viviente del menstruum hacia la mujer. Su poder era minúsculo al lado del de Immacolata, pero ésta había descuidado la guardia después de matar a Yolande, así que el golpe la encontró vulnerable. Alcanzada en la parte más estrecha de la espalda, la Hechicera fue lanzada hacia delante. Sin embargo, sólo tardó unos segundos en recuperar el equilibrio y volverse, revoloteando todavía como una santa perversa, hacia la atacante. No había furia en aquel rostro; sólo una suave y divertida expresión.

—¿Quieres morir? —preguntó.

—No. Claro, que no.

—¿No te había advertido de lo que pasaría, hermana? ¿No te lo había dicho? Todo dolor, te dije. Todo pérdida. ¿Es así como es?

Suzanna no estaba divirtiendo por completo a la mujer cuando se puso a asentir con la cabeza. La Hechicera dio un largo y suave suspiro.

—Tú me hiciste recordar —le dijo—. Y te lo agradezco... Y en pago a ello... —Abrió la mano, como ofreciéndole un regalo invisible— te concedo la vida. —Cerró la mano hasta formar con ella un puño—. Y ahora la deuda está saldada.

A medida que hablaba empezó a descender de nuevo hasta tocar con los pies la tierra firme.

—Vendrá un tiempo —continuó diciendo Immacolata al tiempo que miraba aquellos cuerpos en medio de los cuales se encontraban ambas— en que encontrarás consuelo en compañía de los que son como éstos. Igual que lo
h
e encontrado yo. Igual que lo
encuentro
.

Luego le volvió la espalda a Suzanna y echó a andar, alejándose de allí. Nadie hizo ademán de desafiarla cuando trepó por las rocas y se perdió de vista. Los supervivientes se limitaron a mirar y a elevar una plegaria a cualesquiera que fuesen las deidades en las que creían en agradecimiento porque la mujer que había surgido del desierto les hubiese perdonado la vida.

XIII. UNA MIRADA FUGAZ
1

Shadwell no había dormido bien; pero ya suponía que los aspirantes a deidad rara vez consiguen dormir bien. Con la divinidad a todos les llega una gran carga de responsabilidad. ¿Había, pues, de sorprenderse de que sus sueños fueran intranquilos?

Sin embargo estaba seguro, desde que estuvo en la torre de vigilancia estudiando el Manto del Torbellino, de que no tenía nada que temer. Podía sentir el poder oculto detrás de aquella nube llamándolo por su nombre, invitándole a entrar en su abrazo y transformarse.

No obstante, un poco antes del amanecer, cuando se disponía a dejar el Firmamento, Shadwell recibió inquietantes noticias: las fuerzas de Hobart instaladas en Nadaparecido habían sido diezmadas por ciertos encantamientos que habían hecho de la mayor parte de los hombres unos lunáticos. Ni siquiera Hobart se veía completamente libre de aquella infección. Cuando el inspector llegó, una hora después del mensajero, tenía el aire de un hombre que ya no estaba muy seguro de poder confiar en si mismo.

Las noticias que llegaban desde otros lugares eran mejores. Dondequiera que las fuerzas del Profeta se habían enfrentado a la población nativa en combate natural, habían logrado el triunfo. Sólo cuando los soldados habían fracasado en su intento de actuar con rapidez, los Videntes habían podido encontrar una ventana a través de la cual lanzar sus encantamientos, y cuando habían tenido oportunidad de hacerlo los resultados habían sido los mismos que en Nadaparecido: los hombres o bien habían perdido la cabeza, o bien se habían despertado de su celo evangélico y se habían unido al enemigo.

Ahora ese enemigo se estaba congregando en el Brillo Estrecho, avisado por los rumores o por encantamientos de que el Profeta intentaba abrir brecha en el Torbellino, y se disponía a defender la integridad del mismo hasta la muerte. Había varios centenares de personas, pero no lograban constituir un ejército. Según todos los informes no eran más que una colección de ancianos, mujeres y niños desarmados y desorganizados. El único problema que presentaban para diezmarlos era el ético. Pero Shadwell había decidido, al abandonar su séquito el Firmamento para dirigirse al Torbellino, que aquella clase de nimiedades morales estaban ahora muy por debajo de él. El mayor crimen, con gran diferencia, sería ignorar la llamada que había oído desde más allá del Manto.

Cuando llegase el momento, que no estaba muy lejano, el Profeta convocaría a los ilegítimos y les permitiría devorar al enemigo, niños incluidos. No faltaría a su deber.

La Divinidad lo llamaba, y él acudía con pies ligeros a adorar ante su propio altar.

2

La sensación de bienestar físico y espiritual que Cal había experimentado al despertar en la Montaña de Venus no disminuyó cuando él y De Bono se dirigieron pendiente abajo hacia el Firmamento. Pero el buen humor se vio pronto echado a perder por la agitación que flotaba en el paisaje a su alrededor; una angustiosa pero indefinida ansiedad que estaba presente en cada hoja y en cada brizna de hierba. Cualquier retazo de trino de pájaros que pudiera haber allí sonaba estridente; era más alarma que música. Hasta el aire zumbaba alrededor de la cabeza de Cal, como si por primera vez estuviera vivo para las noticias que el aire transportaba.

Malas noticias sin duda. Aunque no había demasiadas cosas nuevas que ver. Algún que otro rescoldo de incendio, y hasta estos signos de lucha desaparecieron a medida que se iban acercando al propio Firmamento.

—¿Esto es? —quiso saber Cal cuando De Bono lo condujo por entre los árboles hacia un alto, aunque en verdad nada excepcional, edificio.

—Esto es.

Todas las puertas estaban abiertas; no se percibía ruido ni movimiento alguno en el interior. Rápidamente examinaron el exterior buscando alguna señal de la ocupación de Shadwell; pero no había ninguna visible.

Tras dar un rodeo al edificio. De Bono expresó en voz alta lo que Cal había estado pensando.

—Es inútil que nos esperemos aquí fuera. Tenemos que entrar.

Con el corazón martilleándoles, subieron los peldaños y entraron.

Cal había sido advertido de que esperase algún milagro, y no quedó decepcionado. Cada habitación por la que asomó la cabeza le mostró nueva gloria en baldosas, ladrillos y pintura. Pero eso era todo; sólo milagros.

—Aquí no hay nadie —le aseguró De Bono cuando hubieron terminado un completo registro del piso inferior—. Shadwell se ha marchado.

—Voy a mirar arriba —le dijo Cal.

Salvaron el tramo de escaleras y se separaron para hacer el trabajo con mayor rapidez. Al final de un pasillo Cal descubrió una habitación cuyas paredes estaban astutamente cubiertas con fragmentos de espejos que reflejaban al visitante de tal modo que parecía verse a sí mismo
detrás
de las paredes, en un lugar lleno de bruma y sombra, atisbando hacia el exterior entre los ladrillos. Aquello resultaba ya bastante extraño; pero por algún
otro
dispositivo —cuyo mecanismo Cal no alcanzaba a comprender— le daba la impresión de no encontrarse solo en aquel otro mundo sino de estarlo compartiendo con un gran surtido de animales —gatos, monos y peces voladores— a todos los cuales por lo visto había engendrado su propio reflejo, porque todos tenían la misma cara que él. Se echó a reír al ver aquello, y todos, incluidos los peces, se echaron a reír también.

Naturalmente, no oyó a De Bono, que lo estaba llamando, hasta que las risas se apagaron; lo llamaba con gritos impacientes. De mala gana Cal abandonó aquella habitación y se fue en busca del equilibrista.

La llamada procedía de la parte superior de otro tramo de escaleras.

—Ya te oigo —le gritó a De Bono, y empezó a subir. El ascenso resultó largo, pues las escaleras estaban muy pendientes, pero fue a dar al interior de una habitación en lo alto de una torre de vigilancia. La luz se derramaba por las ventanas que había por todas partes, pero el brillo no pudo quitarle de la cabeza la idea de que aquella habitación había conocido horrores; y no hacía mucho tiempo. Fuera lo que fuese aquello que la habitación había presenciado, De Bono tenía algo aún peor que mostrarle.

—He encontrado a Shadwell —anunció haciéndole un gesto con la cabeza a Cal para que se acercase.

—¿Dónde?

—En el Brillo Estrecho.

Cal atisbo por la ventana contigua a la de De Bono.

—Por ésa no —le dijo el otro—. Ésta te lo enseña más de cerca.

Una ventana telescópica; y a través de ella, una escena que le aceleró el pulso a Cal. El telón de fondo: la hirviente nube del Manto; el tema: una masacre.

—Va a abrir brecha en el Torbellino —le dijo De Bono.

Estaba claro que no había sido sólo el conflicto lo que había hecho palidecer al joven; era también la idea de un acto como aquél.

—¿Por qué querría hacer una cosa así?

—Es un Cuco, ¿no? —fue la respuesta de De Bono—, ¿Qué otra razón necesita?

—Entonces tenemos que detenerlo —dijo Cal aparrando la mirada de la ventana y encaminándose otra vez hacia las escaleras.

—La batalla ya está perdida —le informó De Bono.

—No voy a quedarme aquí parado mirando cómo Shadwell ocupa hasta el último centímetro de la Fuga. Iré tras él, si hace falta.

De Bono miró a Cal con una mezcla de enojo y desesperación en el rostro.

—No
puedes —
le dijo—. El Torbellino es territorio prohibido hasta para nosotros. Allí hay misterios sobre los que ni siquiera los Videntes pueden poner los ojos.

—Pero Shadwell va a entrar.

—Exacto —
convino De Bono—. Shadwell va a entrar. ¿Y sabes qué ocurrirá? El Torbellino se revolverá. Se destruirá a sí mismo.

—Dios mío...

—Y si lo hace, la Fuga se romperá por las costuras.

—Entonces, o lo detenemos o moriremos.

—¿Por qué los Cucos siempre lo reducen todo a elecciones tan simples?

—No lo sé. Ahí me has pescado. Pero mientras tu lo piensas, ahí tienes otra elección simple: ¿vienes o te quedas?

—Maldito seas, Mooney.

—¿Entonces vienes?

XIV. EL BRILLO ESTRECHO
1

Había menos de una docena de individuos de entre los rebeldes de Yolande lo suficientemente firmes como para dirigirse al Torbellino. Suzanna era uno de ellos —Nimrod se lo había pedido—, aunque la muchacha le había dicho en términos bastante claros que cualquier intento de someter al enemigo por la fuerza de las armas estaba llamado al fracaso. Los enemigos eran muy numerosos; y ellos eran pocos. La única esperanza que quedaba radicaba en la posibilidad de que ella pudiera acercarse a Shadwell y liquidarlo personalmente. Si la gente de Nimrod podía despejarle el camino hasta el Profeta, quizás aún pudieran ser útiles; de otro modo lo mejor era, les aconsejó Suzanna, que se reservasen con la esperanza de que hubiera una vida mejor el día de mañana.

Llegaron a menos de doscientos metros de la batalla, donde el ruido de disparos, gritos y motores de coche era ensordecedoramente fuerte. Y entonces Suzanna divisó a Shadwell. Éste se había buscado una montura —un enorme y asqueroso monstruo que sólo podía ser uno de los hijos de la Magdalena, que había crecido hasta alcanzar las proporciones de un horrible adulto—, e iba sentado a horcajadas sobre los hombros de la misma, vigilando la batalla.

—Está bien protegido —le dijo Nimrod, que se encontraba junto a ella. Había bestias, humanas e infrahumanas, rodeando al Profeta—. Los distraeremos lo mejor que podamos.

Había habido un momento, al aproximarse al Torbellino, en que el ánimo de Suzanna se había levantado un poco a pesar de las circunstancias. O quizá precisamente debido a ellas; porque aquella confrontación prometía ser la partida final —la guerra que pondría fin a todas las guerras—, después de la cual no habría más noches con sueños de fracaso. Pero aquellos momentos de optimismo se le habían pasado rápidamente. Ahora lo único que sentía —al escudriñar al enemigo a través del humo— era desaliento.

Y este sentimiento crecía a cada metro que avanzaba. Dondequiera que la muchacha mirase había cosas penosas
o
nauseabundas. La batalla, eso era evidente, estaba ya perdida. Los defensores del Torbellino habían sido aventajados en número y armas. Los que quedaban, a pesar de mostrar gran valentía, ya no podían impedir que el Profeta llegase hasta su trofeo.

«Yo fui dragón una vez —se encontró pensando Suzanna al fijar la mirada en el Profeta—. Si pudiera tan sólo recordar lo que había sentido entonces, quizá pudiera volver a serlo. Pero esta vez no habría vacilaciones ni momentos de duda. Esta vez Suzanna
devoraría.»

2

La ruta que siguieron para ir al Torbellino los llevó por un territorio que Cal recordaba del viaje en
ricksha
; pero las ambigüedades de dicho territorio o habían huido ante el ejército invasor, o bien habían ocultado sus sutiles cabezas.

¿
Y
qué
habría
sido del anciano que tuvo ocasión de conocer al final de aquel viaje?, se preguntó Cal. ¿Habría caído presa de los intrusos? ¿Le habrían abierto la garganta mientras defendía aquel pequeño rincón suyo del País de las Maravillas? Lo más probable era que Cal nunca llegara a saberlo. Mil tragedias habían destrozado la Fuga en las últimas horas, y el destino final del anciano sólo era parte de un horror mucho más grande. Un mundo se estaba convirtiendo en cenizas y polvo alrededor de ellos.

Y, más adelante, el artífice de tales ultrajes. Cal vio ahora al Vendedor en el centro de la carnicería, con la cara resplandeciente de triunfo. El mero hecho de verlo le hizo desechar cualquier noción de estar a salvo. Con De Bono pisándole los talones, se lanzó al fragor de la batalla.

Escasamente quedaba un palmo de suelo despejado entre los cuerpos; cuanto más se acercaba a Shadwell, más espeso era el olor a sangre y carne quemada. Cal
se
vio separado de De Bono en medio de aquella confusión, pero ya no importaba. Tenía que darle prioridad al Vendedor; cualquier otra consideración se desvaneció. Puede que fuera la decisión lo que le permitiera pasar vivo a través de aquella carnicería, aunque las balas llenaban el aire como moscas. Su propia indiferencia era como una especie de bendición. Aquello en lo que no se fijaba, tampoco se fijaba en él. De manera que consiguió llegar ileso hasta el corazón de la batalla, hasta encontrarse a menos de diez metros de distancia de Shadwell.

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